Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
La última vez que apareció Barenboim en Andalucía fue en agosto de 2016, con
las tres últimas sinfonías de Mozart. Han pasado dos años y nuestra comunidad
autónoma no está incluida en la gira veraniega de la West-Eastern Divan.
Entiendo que al maestro no le queden muchas ganas de volver después de que en
algunos medios de comunicación pusieran a caldo su Mozart –a mi entender,
mucho más interesante que el de cualquier músico actual y que el de la mayoría de los
del pasado–por aquello de germánico, pesadote y no sé cuántas cosas más: ya se
sabe que aquí las cosas hay que hacerlas como las hacen los chicos de la cuerda
de tripa local, no vaya a ser que alguien descubra que hay otras dimensiones
interpretativas más allá de los saltitos, los jipíos y las carreritas de
cara a la galería. Pero bueno, me parece que el de
Buenos Aires debería cumplir con su compromiso de un par de conciertos anuales, ya que la Junta –no me consta lo contrario– siguen financiando las numerosas actividades musicales en nuestra tierra de su Fundación.
Venturosamente podré escuchar muy pronto al maestro. Porque este verano han puesto vuelo directo las Berlín desde Jerez, me he comprado un billete –baratísimo– y hoy mismo marcho a esta
ciudad que me gusta tanto pero solo he podido visitar un par de ocasiones, la
última hace ya nueve años. Menú musical variado. Mañana un concierto de Iván
Fischer con la Leonskaja, esa misma tarde el Orfeo de Gluck con Bejun
Mehta, pasado un Macbeth con Domingo, Netrebko y Barenboim en nueva
producción de Harry Kupfer y finalmente un recital de cámara con Barenboim padre
e hijo más el excepcional Kian Soltani. La ópera verdiana fue retransmitida por
el canal Arte, pero solo he podido pillar algunos fragmentos en YouTube. Por
ejemplo, la cabaletta de la Lady.
Sí, ya sé que Barenboim dirige despacio para que Anita no tenga problemas, y
que ciertamente esta no se mueve con la misma agilidad que la Verret en aquella
increíble e insuperable velada en La Scala también
disponible en YouTube. Pero hay que descubrirse ante la carnosidad de la
voz, perfectamente holgada por abajo para el papel, y ante un temperamento lleno
de autoridad sin caer en truculencias. Y en la dirección escénica de Kupfer,
siempre atenta a definir personajes por su gestualidad. El concertante que
cierra el primer acto es tremendo, aunque Barenboim está a punto de desbordarse
por la fuerza y la rabia que acumula. Véanlo a continuación.
En el dificilísimo brindis la Netrebko está sencillamente arrolladora, aquí
sí al nivel de las mejores. En el final de la escena escuchamos, por fin, a un Plácido Domingo todo
estilo verdiano y compromiso expresivo. ¡Y atentos a cómo dice la Netrebko, y
cómo lo traduce en la gestualidad facial, aquello de “Vergogna, signor”! Les
dejo en el blog una entrada programada y ya les contaré cuando vuelva.
Después de escribir la reseña del monográfico Debussy
protagonizado por Pablo Heras-Casado y la Philharmonia me quedé con la intriga de saber cómo el maestro
granadino habría interpretado a este mismo compositor abriendo el Festival de Granada del que es director artístico, pero
esta vez poniéndose al frente de una formación de “instrumentos adecuados”, que
es como se autodefinen los integrantes de Les Siècles. Pues bien, grata
sorpresa: el concierto de este pasado viernes 22 de junio fue filmado y
televisado, de tal modo que he podido pillarlo en la red y satisfacer mi
curiosidad.
Lo primero, el asunto de la orquesta. Parece claro que con instrumentos que
son copias de los de la época y la localización geográfica de Debussy esta
música suena diferente. En algunos pasajes, muy diferente. Ahora bien, ¿lo hace de
manera más adecuada? Es dudoso. Se pierde en peso y se gana en levedad,
pero no estoy seguro de que semejantes ingravideces sean necesarias para
desplegar la gama de sugerencias que tenía en mente Debussy. Tampoco estoy
convencido de que directores tradicionales al frente de formaciones no
adecuadas hayan sido incapaces de recrear con verdadera magia las texturas
difuminadas y vaporosas del compositor. ¿Se acuerdan de Celibidache?
Ciertamente
con estos instrumentos la tímbrica suena renovada, pero el que ésta sea más cercana a la que conoció Debussy no la hace siempre más
atractiva. Sin ir más lejos, los trombones en el final de La mer pueden resultar agrios para el oyente actual. Tampoco el que se escuchen cosas nuevas
significa que estas sean mejores, ni más interesantes que las que ya conocíamos
y que ahora, tras el "proceso de restauración", han desaparecido.
Lo segundo, la interpretación. Porque una cosa es la sonoridad de la orquesta
y otra el concepto que tenga la batuta. Y aquí
Heras-Casado parece enfrentarse a lo que presuntamente piden los instrumentos: en lugar de subrayar los aspectos más sutiles y delicados de Debussy o de quedarse en su vertiente más contemplativa, o al menos más tópicamente francesa, apuesta por la vivacidad, la frescura y la extroversión, incluso por el arrebato más o menos espontáneo, lo que estaría muy bien si no fuera porque, una vez más, el granadino se muestra como un maestro de lo más irregular.
El arranque del concierto coincide con el del disco, un Preludio a la siesta de un
fauno de nuevo correcto pero bastante frío. El clímax, que vuelve a
quedarse corto en sensualidad, resulta con instrumentos originales en exceso
ligero en su sonoridad, incluso un punto relamido. Ahora bien, me ha gustado más
la flauta de Les Siècles que la de la Philharmonia.
Viene a continuación una obra recientemente reconstruida, la Première suite d’orchestre.
Página temprana llena de tanteos y de hallazgos, que sin duda que puede deslumbrar por su orquestación, pero que a mí me ha
resultado un tanto aburrida . La interpretación, eso sí, me ha parecido
espléndida por encontrarse llena de vida, de color y de comunicatividad.
Justo en la misma línea el primer movimiento de Iberia: ¡qué
desparpajo, qué jovialidad y qué salero! Qué sentido del ritmo. Y qué tímbrica
más sugerente, por lo incisiva y ricamente coloreada. Claro que hace pocas
semanas a un tal Barenboim le escuché con instrumentos inadecuados una
recreación muy en la misma línea, y no precisamente menos espléndida. Me ha
gustado “Les parfums de la nuit” por su carácter anguloso e inquietante, pero
también pienso que hace falta una dosis muy superior precisamente de perfume, de
atmósfera, de sensualidad. El descalabro
llega, inesperadamente, con “Le matin d'un jour de fête”. ¿Qué demonios le pasa
al maestro? La transición –que con esta orquesta suena muy distinta– la realiza
a toda velocidad, desaprovechando todas las increíbles posibilidades de este
pasaje, y a partir de ahí Heras-Casado, agitándose de manera convulsa –le caen
chorreones de sudor–, se dedica a leer la partitura aprisa y corriendo, sin
dejar respirar a la música, sin clarificar líneas y sin ofrecer sugerencias. Con
grandes aciertos puntuales a la hora de subrayar la expresión de determinadas
frases o intervenciones solistas, desde luego, pero en general haciéndolo todo muy vistoso, muy primario y muy de
cara a la galería.
La interpretación de La mer es parecida a la del disco: rápida,
extrovertida y llena de gancho, pero desigual en su desarrollo, alternándose
momentos buenos –primer movimiento–, momentos extraordinarios –la mayor parte
del segundo– y momentos malos –la coda del tercero–. A lo que escribí en su momento me
remito, no sin dejar de reconocer que resulta fascinante ver cómo el maestro
regula el vibrato para ofrecer efectos nuevos. Otra cuestión es que haya frases
que ahora desaparezcan, al tiempo que otras parecen salir de la nada.
Estoy convencido de que en parte se debe a los instrumentos y en parte a
las ideas de un Heras-Casado que desea priorizar unas líneas frente a otras.
De propina, la Farandola de La arlesiana: comienza floja y termina
festiva a tope. También resulta un poco basta, aun sin llegar en modo alguno a
los extremos del señor Minkowski, también con instrumentos adecuados.
PD: les aconsejo que descarguen el vídeo de YouTube antes de que lo quiten.
Mes y medio después de la caída del Muro de Berlín, concretamente el día de
Navidad de 1989, Leonard Bernstein mezclaba en la Schauspielhaus –ahora Konzerthaus– de
la reunificada capital alemana a su amada Sinfónica de la Radio Bávara con
músicos de otras célebres orquestas del orbe, los reunía con un conjunto coral
formado por adultos de Múnich y Berlín más niños de Dresde, y ofrecía la más
célebre creación de Ludwig van Beethoven cambiando la palabra “Alegría” por “Libertad”
para dejar bien clara la intencionalidad política del acto.
En semejantes
circunstancias, podía esperarse una interpretación espontánea, arrebatada y
dicha un tanto de cara a la galería. Pues no. Lenny ofreció de la Novena una versión más bien
apolínea y contemplativa, muy “de anciano director”, dicha con amplitud
–francamente lentos los tempi–, planificada con enorme naturalidad, fraseada con
una cantabilidad para derretirse y más atenta a los aspectos humanistas y
reconciliadores de la partitura que a su lado más oscuro. Precisamente por eso
el primer movimiento, perjudicado por un mediocre oboe, puede resultar un tanto
corto en garra dramática y visceralidad, lo que no le impide alcanzar unos
clímas redondos y con fuerza. Sea como fuere, globalmente resulta más
satisfactorio que el de su grabación oficial con la Filarmónica de Viena de 1979, algo
cuadriculado y poco atento a explorar las posibilidades líricas de la página. El
segundo, admirablemente planteado y desarrollado, es más ortodoxo que el de la
anterior ocasión: aquí el trío pierde la inquietante violencia de entonces y
hasta el maestro se decide a bailotear durante el mismo.
El Adagio Molto y
cantabile hace gala de increíbles matices agógicos y desprende una belleza
suprema, siempre desde un enfoque lírico y ensimismado que se aparta de esa
relectura agridulce propuesta por otros directores decididos a explorar qué hay
por aquí escondido; por fortuna, el maestro no se olvida de hacer que las
trompas increpen a la divinidad cuando les corresponde. El cuarto movimiento, de
nuevo más maduro que el de Viena, asimismo mejor trazado y más depurado, alcanza
un perfecto equilibrio entre humanismo y sentido épico, culminando en un final
romántico a más no poder en el que la batuta sabe desplegar sus mejores armas.
El punto flaco, dejando aparte las desiguladades en la orquesta –en la que, por
cierto, hay importantes cambios de atriles al llegar el ecuador de la obra– está
en los solistas: el bajo Jan-Hendrik Rootering canta de manera monocorde, Klaus
Köning le pone mayor empeño pero sufre las tiranteces habituales en su parte,
June Anderson se muestra destemplada y hasta un punto sobreactuada, mientras que
Sarah Walter destaca sobre sus compañeros logrando el milagro de que se la oiga
a la perfección.
La realización televisiva es bastante buena, no así la calidad
de imagen. La toma sonora del DVD editado por Euroarts deja que desear, aunque curiosamente los aplausos
suenan por detrás: ¿hubo surround auténtico?
Harmonia Mundi se ha dado mucha prisa en editar este monográfico Debussy
protagonizado por Pablo Heras-Casado: se registró en Londres en enero de este
mismo año y salió al mercado –incluyendo plataformas de streaming– el pasado sábado 23 de junio, sin duda por el deseo
de coincidir con la inauguración del Festival de Granada del que el maestro
granadino es nuevo responsable artístico, y en la cual precisamente él se ha
encargado de dirigir dos de las obras que se incluyen en el disco: Preludio a
la siesta de un fauno y El mar. Lo que ocurre es que en el Carlos V
lo ha hecho con una orquesta de instrumentos originales, Les Siecles, y en el CD
se pone al frente nada menos que de la Philharmonia. Los resultados me han
parecido de altura, pero no exentos de las irregularidades marcan la irregular y
decepcionante trayectoria del joven maestro. Decepcionante a mi modo de ver,
claro está: por los motivos que sea –y se me ocurre unos cuantos–, casi
nadie en España le hace reproches artísticos serios al marido de la Igartiburu.
El registro se abre con un Preludio de la siesta de un fauno que no
solo sabe ser solo ser concentrado y estática, sino también ofrecer, sin que se
pierdan la elegancia y la depuración sonoras –exquisitas–, una buena dosis de
agitación en la sección central. El ser mitológico, en este sentido, parece más
ardiente que ensoñado. El problema es que faltan sensualidad, erotismo y
voluptuosidad, ingredientes fundamentales en una página como esta, de tal modo
que la magia poética apenas hace acto de presencia. La sección final, de hecho,
resulta de una frialdad alarmante. Del uno al diez, un siete.
En La mer el maestro se muestra muy certero desde el punto de vista
estilístico, ofreciendo una lectura que no se queda en ingravideces, en
ensoñaciones ni en colores pastel. La orquesta, ciertamente, está tratada con el
punto de levedad que le corresponde, los pasajes más estáticos están bien
paladeados y la sonoridad sabe difuminarse cuando debe, pero también hay
músculo, hay tensiones en la arquitectura y se despliegan timbres incisivos que
enriquecen la paleta cromática y alejan esta música del tópico de lo francés. El
fraseo, por su parte, sabe ser flexible y curvilíneo sin perderse en florituras
ni descuidar la solidez del trazo. Y hay vida, animación y una buena dosis de
frescura que engancha de principio a fin.
Por desgracia, y junto con estas incuestionables virtudes, Heras-Casado
evidencia una inspiración un tanto irregular. De este modo nos encontramos con
un primer movimiento muy bien trazada –siempre desde esta óptica antes
extrovertida que contemplativa– pero con alguna frase dicha un tanto de pasada
y, en general, necesitando una dosis mayor de sensualidad y de magia poética; el
clímax conclusivo resulta más ruidoso que verdaderamente extático. El segundo
movimiento es a todas luces magnífico, sobre todo por su plasticidad y por su
mágico tratamiento de las texturas, aunque extrañamente alguna frase de los
violines no se termina de oír bien. La impresión de que los planos sonoros no
están tan trabajados como en las grandísimas recreaciones de la pieza (aquí ofrecí una discografía comparada) se incrementa en un tercero en el que
determinadas frases de las maderas pasan desapercibidas, como si el maestro
granadino estuviera mucho más interesado en el trazo global –admirablemente
sostenido– que en clarificar la genial polifonía elaborada por el compositor.
Eso sí, el colorido deslumbra por su riqueza y la página avanza con decisión
hasta una coda en la que (¡desagradabilísima sorpresa!) Heras-Casado muestra lo
peor de sí mismo: vulgar, grueso y hortera como el Gergiev más desquiciado.
¿Cómo ha podido el productor consentir algo así? Un ocho para la versión, quizá
menos por esos escasos pero muy significativos segundos finales.
Queda esa maravilla que es El martirio de San Sebastián. No la obra
completa, claro está, sino los fragmentos sinfónicos. Me ha parecido la de
Heras-Casado una recreación de lo más sugerente por apartarse –de los aspectos
tanto religiosos como eróticos –o de las dos cosas a la vez, que en esta página
van una al lado de la otra– para ofrecer una visión abstracta y distanciada,
abandonando referentes más o menos simbolistas para mirar al mundo de
Jeux y a lo que viene después, esto es, a la música de Boulez. Y lo hace
el granadino con una dosis enorme de depuración sonora, pero también
atreviéndose a resultar anguloso en la “Danse extatique”.
Dicho esto, después de escuchar esta lectura –y antes de ponerla por segunda
vez– decidí repasar la magistral que grabó Daniel Barenboim al frente de la
Orquesta de París para Deutsche Grammophon en 1977. Y claro, uno no puede echar
de menos la enorme dosis de sensualidad, de poesía y de elevación poética
–pienso sobre todo en los finales del segundo y el cuarto número– que alcanzaba
el argentino en el que ha sido uno de sus mejores trabajos en este repertorio.
Aun así, un nueve para Heras-Casado.
La grabación corre a cargo nada menos que de estudios Teldex y ofrece una
pureza tímbrica absolutamente excepcional, pero en los tutti no me ha
convencido. Quizá se deba a la tan cacareada problemática acústica de uno de los
lugares de grabación, el Royal Festival Hall. El otro es el mítico Henry Wood
Hall, pero no se especifica qué obra se grabó en cada lugar.
Me he comprometido a escribir una reseña del recital que, con excelente toma
sonora, grabó Rolando Villazón en compañía de Michel Plasson y la Orquesta de la
Radio de Múnich en junio y septiembre de 2004 para el sello Virgin, ahora
reeditado por Erato. Vamos a ello, no sin antes realizar una reflexión general:
este es un registro de estudio, y por ende el tenor mexicano puede controlar
mucho mejor su habitual tendencia a la vehemencia excesiva, cuando no al exceso, al
tiempo que puede subsanar todos esos defectos técnicos que, siempre a mi entender ,
aquejan los testimonios en vivo que le conozco. Todo ello refiriéndonos a la época en la que se realizó esta grabación, claro. No he querido escucharle nada
de lo que ha grabado en los últimos, porque creo que me
resultaría difícil aguantar el resultado. Pero aquí, ciertamente, la mayoría de las cosas
me han gustado mucho.
Se abre el disco con Offenbach: canción de Kleinzack y “Allons! Courage et
confiance…”. Ambas recreaciones ponen ya en evidencia esa emisión “muscular” –no
sé cómo dicen los especialistas de la foniatría operística– que a mí me hace
poca gracia, sobre todo cuando se trata de llegar al agudo; pero también esa
enorme intensidad que caracteriza su arte, apartándolo del tópico de “lo
francés” que a mí no me resulta imprescindible ni en este ni en casi ningún otro
título del país vecino. En la primera de las dos piezas me ha molestado que cuando llega al
pasaje “evocador” de los amores de Hoffmann, el artista se despreocupa de la
dicción hasta el punto de que apenas se le entiende nada. Por el contrario, en la segunda he apreciado
unos reguladores muy cuidadosos.
En “Recondita armonía” ofrece un Cavaradossi encendido y juvenil, también un
punto verista, digamos que “a la Chénier”; esto no me parecía mal si no
fuera porque matiza poco las dinámicas. Pero verismo del bueno, es
decir, con su punto justo de sollozos, con absoluta sinceridad y con un ardor
perfectamente controlado, es el que ofrece en “Mamma, quel vino” de la
Cavalleria rusticana para obtener unos memorables resultados.
El aria de Martha de Flotow la canta en alemán, haciendo gala de una
dicción que deja mucho que desear y tendiendo al exceso temperamental; lo
siento, pero aquí echo de menos la morbidez con que, en italiano, cantaba esta
pieza mi paisano Ismael Jordi. El “Jungfrau Maria” del mismo autor lo comienza de
manera algo prosaica, mientras que en la sección final ofrece toda la religiosidad
–sincera, en absoluto artificiosa– que es necesaria.
Maravilloso el “Kuda, Kuda…” del Eugenio Onegin: aquí el
canto no solo es intenso a más no poder, sino que también rebosa belleza
puramente canora. Un ejemplo perfecto de control y técnica al servicio de la
expresión. Solo por este aria ya merece la pena el disco. Menos me ha interesado el
aria del tenor italiano del Rosenkavalier, en cuyos pasajes más
encendidos no se le entiende a Villazón ni un pimiento.
Auténtica italianidad es la que derrocha nuestro artista en “Forse la soglia
attinse… Ma se m’è forza perderti”, joya del Ballo verdiano recreada con
cantabilidad gloriosa y con valentía a la hora de lucir una voz que es una joya. Curiosamente, en la escena de Ernani que cierra el disco
le encuentro algo incómodo.
Volviendo al orden de los tracks del CD, encuentro a Villazón algo fuera de
tiesto entre las delicadezas que exige el “Com’è gentil” de Don Pasquale,
lo que no significa que resulte ajeno a Donizetti: en el “Spirto gentil” de
La Favorita está espléndido.
En el aria de la flor de Carmen se pone particularmente de relieve la
deuda contraída con las maneras de Plácido Domingo, pero también la distancia que separa a los dos tenores. La sorpresa llega en el otro Bizet del disco: el aria de Nadir de Los pescadores de
perlas, recreada con belleza suprema y un precioso regulador conclusivo.
La orquesta se comporta divinamente, y Michel Plasson se muestra más
implicado que de costumbre. Notabilísimo disco, pues, que no dudo en recomendar.
Casi me da algo cuando leo esta mañana lo que ha escrito, al hilo del concierto de ayer de la ROSS, Pablo J. Vayón sobre la Quinta sinfonía de Shostakovich. Y eso que ya estoy acostumbrado a las cosas que piensa este señor. Agárrense: "La 5ª es una sinfonía que va de re menor a re mayor, de la sombra a
la luz, y resuelve los conflictos de forma afirmativa, ajustándose por eso a los
postulados del realismo socialista" (el subrayado es mío). Y concluye diciendo que "(...) fue en el juego con el tiempo y las
dinámicas del movimiento lento en el que la batuta del texano trascendió el
carácter meramente exhibicionista de la obra." ¡Toma castaña pilonga! El artículo completo lo pueden leer aquí.
En fin, uno pensaba que a estas alturas las cosas estaban bien claritas. Pues no. Aunque en esta entrada ya hablé del tema y les anuncié un vídeo de Tilson Thomas imprescindible para terminar de descubrir de qué va el asunto –aunque me parece que la mayoría de los amantes de la música del autor lo tenemos claro desde siempre–, me veo forzado a repetir. Después de las amenazas recibidas por su Lady Macbeth, Shostakovich tuvo que meter en un cajón su tan genial como pesimista Sinfonía nº 4, efectuar un giro estético y ponerse manos a la obra para ofrecer algo que apaciguara a la cúpula del régimen. Pero lo hizo con tal rebeldía ("eppur si muove") que logró darle a todo el mundo –incluido el despistado Mravinski– gato por liebre disfrazando de "realismo socialista" una partitura llena de mala baba y marcada por las dobles intenciones. De este modo, la Sinfonía nº 5 incluye una marcha grotesca y repulsiva a más no poder, un scherzo de humor nada liviano y un Largo de lirismo lacerante, rebelde y agónico (¡qué clímax!) para culminar en un final opresivo y axfisiante cuya significacíon política no es escapa a nadie que tenga oídos para escuchar: una burla en toda regla de las presuntas grandezas del comunisno.
Obviamente, estas cosas hay que saberlas atender desde el podio. Si te empeñas ofrecer triunfalismo, harás pensar que esta obra no es más que una sucesión de efectos de cara a la galería. Pero si optas por la retranca, revelarás la manera en la que el autor logró tomarle el pelo al personal y pasar de estar en el punto de mira del régimen a convertirse en uno de sus músicos favoritos. No tengo idea de cómo lo habrá hecho Axelrod, pero sí de quiénes han servido discográficamente el asunto de la manera más convincente: Previn, el recientemente fallecido Rozhdestvensky, Haitink, Sanderling y, por supuesto, Tilson Thomas en el vídeo de los Proms de aquel memorable concierto al que tuve la oportunidad de asistir. Procuren escucharles.
Dicen por ahí que Plácido Domingo es un monumental fraude en los papeles baritonales escritos por Verdi. Las mismas voces afirman que Leo Nucci, un año más joven que el tenor madrileño, sí que conserva las verdaderas esencia del canto verdiano. Y además es un barítono de verdad. Pues vale.
Aquí tienen estas dos versiones de la sublime aria "Pietà, rispeto, amore" de Macbeth a cargo de los dos citados artistas. La primera procede de una filmación de la Ópera de Los Ángeles realizada en 2016, y en ella Domingo se encuentra acompañado por James Conlon. La segunda es de ahora mismito y ha sido subida a YouTube por la Ópera de Lieja, donde se siguen ofreciendo estas funciones bajo la batuta de Paolo Arrivabeni protagonizadas por Leo Nucci.
Escuchen las dos, por favor. ¿Hace falta decir más?
He tardado mucho en decidirme a escribir sobre el presente disco: no
tenía las cosas del todo claras. Ahora sí,
después de dejar pasar algunos meses y de realizar unas cuantas comparaciones,
creo que me siento en condiciones de decir algo sobre este registro realizado con toma sonora absolutamente excepcional por
Harmonia Mundi entre septiembre y octubre de 2016. Lo protagonizan dos andaluces, Pablo Heras-Casado y Javier Perianes, quienes en compañía de la Filarmónica de Múnich interpretan las dos grandes obras finales de Béla Bártok: el
Concierto para piano nº 3 y el Concierto para orquesta. Los resultados son muy irregulares: muchísimo mejores en la primera de las obras citadas que en la segunda.
La gran alegría que nos depara este CD es la posibilidad de afirmar que Perianes se suma a la lista de grandes intérpretes de la
obra postrera del autor. Lista en la que entrarían los nombres ilustres de
Barenboim, Ashkenazy,
Kocsis, Schiff, Bronfman, Argerich y Grimaud, pero no los de Anda, Peter Serkin
o Kovacevich por muy célebres que sean sus grabaciones. A estos últimos el de
Nerva los aventaja ampliamente con un toque lleno de sutilezas, un fraseo tan natural
como flexible y un vuelo poético extraordinario. Eso sí, lo hace adoptando un enfoque que le retrata a la perfección como el pianista apolíneo que es, lo que significa que renuncia a esa sonoridad percutiva que habitualmente asociamos al compositor –y en la que tanto se han excedido algunos, dicho sea de paso–. También significa que el oyente –es mi caso– puede preferir una dosis adicional de nervio y de garra dramática, que se exploren los rincones más oscuros de las notas y que se añada una dosis extra de tensión armónica a pasajes clave como los lacerantes acordes en solitario de la primera parte del segundo movimiento. Este se encuentra expuesto con un lirismo que no es agónico, sino más bien meditativo y transfigurado, y en él Javier derrocha una belleza abrumadora: no resulta difícil
acordarse de su magnífico disco dedicado a Mompou. En cuanto a los movimientos extremos, sin ser –por los motivos antes expuestos– los más incisivos o electrizantes posibles, están dichos con una
riqueza de matices (¡qué manera de regular el sonido!) y una convicción ante las que resulta muy
difícil resistirse. Insisto: Perianes es uno de los grandes en este concierto.
Me gustaría escucharle –por soñar que no quede– bajo la dirección de Blomstedt que comenté hace poco: esa sería la dirección ideal para el concepto de Javier.
Ya he dado cuenta varias veces en este blog de las decepciones, unas veces relativas y
otras veces considerables, que me está causando la trayectoria de
Heras-Casado. En este disco el joven maestro da tanto la de cal como la de arena. Me ha gustado mucho su dirección del concierto para pianonº 3, excelente en el trazo
global, cuidadosa con los detalles, recorrida por un extraordinario sentido del ritmo y dotada de una sana jovialidad que contrasta con el
enfoque más “otoñal” del solista. Es curioso: en el segundo movimiento
es Perianes quien lleva la voz cantante –la batuta parece ceder a los
tempi amplios demandados por el piano–, mientras que en el tercero parecen
imponerse la fuerza vital, la frescura y la extroversión del maestro
granadino.
Por el mismo sendero transcurre la interpretación del Concierto para
orquesta, solo que aquí las cosas funcionan de manera mucho menos convincentes. Al granadino no le interesa generar atmósferas, jugar con las
texturas, subrayar sarcasmos ni hurgar en las heridas. Lo que ofrece es una interpretación directa, fresca y de un solo trazo, rica en el color
y muy estimulante en su sentido del ritmo, y por ende muy atenta a señalar los
vínculos con el folclore magiar. Pero también, y por todo lo señalado, un tanto
superficial, dicha un tanto de cara a la galería y que pasa de largo ante las
múltiples posibilidades que ofrece la magistral partitura, sobre todo en un
cuarto movimiento por completo aséptico en las secciones líricas y
sin retranca alguna en las parodias. Tampoco el dramatismo del tercero termina
de ser sincero, ni el quinto ofrece –aunque el maestro demuestre una técnica considerable– ese prodigioso
desmenuzamiento de la polifonía que, sin ir más lejos, hace nada admirábamos en
la magistral recreación de Nézet-Séguin. En definitiva, una recreación que engancha por su vistosidad y entusiasmo, pero que se queda muy a medio camino.
Esta noche he vuelto a una banda sonora que no escuchaba desde hace muchos,
muchísimos años, pero que en ningún momento he olvidado: la que compuso en 1988
John Williams para El turista accidental, el agridulce melodrama de Lawrence Kasdan en
torno a la crisis existencial de un hombre de mediana edad –William Hurt– cuyo
matrimonio se ha deteriorado desde la muerte de su hijo, debatiéndose entre su
antigua esposa –Kathleen Turner– y un posible nuevo amor –Geena Davis– mientras
intenta encontrar sentido a su aburrida existencia como escritor de libros de
viaje.
El autor de Star Wars escribió para la cinta una música en clave
intimista, muy distinta a la que habitualmente asociamos con la suya. No hay
timbales, los metales realizan escasísimas apariciones y la paleta se reduce a
un piano solista que dialoga con una reducida formación de cuerda
y maderas; a ella se añaden sutilísimas pinceladas del arpa, el sintetizador y
algunos instrumentos de percusión que generan sonoridades aéreas y
desmaterializadas en el mejor de los sentidos, recorridas por fascinantes
veladuras ora llenas delicadeza, ora espectrales. Todo ello en una partitura muy atmosférica en
la que la narración es casi inexistente –la excepción es el penúltimo corte,
A New Beginning– y las notas profundizan de manera acongojante en la
monotonía, la autoconciencia de la mediocridad propia, la soledad en medio del
tumulto y la inevitable insatisfacción a la que estamos condenados en este
mundo en que nos ha tocado vivir. Algo así como la pintura de Edward Hopper,
pero en versión musical.
Claro que este planteamiento no hubiera llegado a buen puerto sin un
ingrediente fundamental que a Williams, reconozcámoslo, le ha fallado en otras
partituras suyas de la misma línea intimista: un gran tema principal. Y el presente alcanza la inspiración
más excelsa. La melodía es hermosa, pero no dulce ni facilona. Hiere suavemente.
Concuerda a la perfección con el abatido estado anímico del protagonista. Y es
capaz de conocer mágicas transformaciones para atender a las distintas
circunstancias de la narración, hasta que finalmente alcanza una radiante luminosidad en
el scherzo que corrobora el optimista final de la película. ¿Gran música de
cine? Desde luego. Y gran música a secas. Insisto en que yo no había logrado
olvidarla. Retornar a ella ha sido un conmovedor reencuentro con alguien a quien
se conoce a fondo.
He escrito poco en este blog sobre Vivaldi, así que vamos a por dos versiones de Las cuatro estaciones que esta misma semana he podido escuchar en su trasvase a alta definición. Las dos se grabaron el Londres en la segunda mitad de los setenta, una época en los que las experiencias del historicismo en este compositor habían sido aún muy limitadas, y en los que las recreaciones e I Musici –aún quedaba por grabarse la mejor del grupo italiano, la de Pina Carmirelli– eran la ineludible referencia. La primera corresponde a 1976 y la protagoniza Itzhak Perlman en su doble faceta de violinista y director, poniéndose al frente de un nutrido grupo de la London Philharmonic, mientras que la segunda es cuatro años posterior y cuenta, de manera insólita, con Claudio Abbado frente a un conjunto de la London Symphony más reducido que el de su colega; el violinista en este caso es Gidon Kremer. ¿Resultados de la comparación? Las dos interpretaciones distan de entusiasmarme.
El problema de la de Perlman –que un tiempo más tarde grabará otra lectura junto a la Filarmónica de Israel– es en parte estilístico, en parte de inspiración. Estilístico no
tanto por la articulación por completo tradicional, a base de vibrato amplio, notas bien ligadas y escasa ornamentación; ni tampoco por lo musculado de la
sonoridad –que a mí no me disgusta, pese a que la orquesta sea más grande de lo
conveniente–; más bien por su tendencia a una expresividad antes romántica
que barroca, amén de parca en recursos teatrales, lo que en cualquier caso no
impide que haya fuerza en su dirección y atractivas sugerencias atmosféricas en
el segundo movimiento de El otoño. Problema de inspiración porque, ni siquiera aceptando
semejantes planteamientos de estilo, consigue Perlman poner de relieve la poesía de los
pentagramas, mostrándose a veces intenso y lleno de nervio, a ratos un tanto
lineal, y en algún pasaje –arranque del segundo movimiento de El invierno– de
una dulzonería inacaptable. Ni siquiera en lo puramente técnico el enorme
violinista parece estar a la altura que de él se espera. Nada se dice de quién
toca el clave al continuo: su labor es globalmente correcta, e interesante por
su originalidad en el cuarto de los conciertos.
Haciendo gala de una
articulación mucho más ligera y recortada que la de Perlman, así como de unos
tempi más veloces y de una sonoridad considerablemente menos pesada, Claudio Abbado
ofrece una desconcertante interpretación que fue registrada allá en 1980. Resulta
significativa la fecha, porque por un lado esta lectura apunta al extraordinario
Abbado de los años sesenta y setenta, todo teatralidad, entusiasmo y fuerza
expresiva, y por otro al muy mediocre de los ochenta en adelante, con esa muy
particular búsqueda de la ligereza tanto sonora como expresiva que se matetializa en una tendencia a las sonoridades ingrávidas y a la sosería, cuando no a la
asepsia. De esta forma, un Otoño magníficamente dirigido se erige como lo más
interesante de esta interpretación, mientras que en el resto se muestra
irregular alternando momentos muy comprometidos con otros en los que prima la
depuración sonora sin sustancia.
El clave de Leslie Pearson con Abbado me ha gustado poco,
no por su enorme riqueza en la ornamentación –eso me parece estupendo–, sino por
su sensibilidad en exceso coqueta y galante, cuando no trivial. Claro que lo
peor de este registro es la actuación de Gidon Kremer, tanto por su consabida
sonoridad ácida y gatuna, con frecuencia desagradable, como por su absoluta
incapacidad para extraer poesía de estas notas. Peor aún: en el segundo
movimiento se pone tan cursi y repipi –tampoco Abbado ayuda aquí precisamente-
que le entran a uno ganas de apagar el equipo.
En fin, versiones que recomiendo solo para los interesados en estudiar la evolución interpretativa de la obra. ¿Mis versiones favoritas? Tengo que repasarlas, pero creo que mis preferencia irían por la de Shaham y por la primera de Biondi.
Pierre Boulez y Daniel Barenboim se encontraron por primera vez en junio de 1964, interpretando el Concierto para piano nº 1 de Béla Bartók junto a la Filarmónica de Berlín. Uno contaba treinta y nueve años y el otro tan solo veintiuno. El flechazo musical fue rápido, intenso y duradero. Tres años más tarde, por mediación del productor Suvi Raj Grubb y con la complicidad de la New Philharmonia Orchestra, dejaban testimonio fonográfico de su sintonía registrando los conciertos nº 1 y 3 del genial compositor húngaro para el sello EMI. Los resultados, que he tenido la oportunidad de repasar otra vez, fueron memorables.
La obra que habían interpretado juntos en Berlín recibe una interpretación negra, opresiva y asfixiante, llena de mala leche, de tensión tan
poderosa como soterrada y un elevado sentido de la atmósfera. Boulez, por descontado, dirige haciendo gala de su reconocida claridad y saca un excelente partido de una orquesta soberbia cuyas maderas ofrecen ese “sonido Klemperer” tan
particular. Barenboim se muestra poderoso y aborda la partitura en
una línea claramente densa y combativa, si bien la comparación con lo que él mismo ha hecho muchísimo años más tarde con el propio Boulez y con Rattle deja en evidencia que por entonces no se mostraba del todo variado
en el toque ni muy atento a las posibilidades líricas de la partitura. En cuanto a la claridad digital, ni en aquel momento ni ahora alcanza en esta obra la mayor posible, cosa que a mi entender importa poco porque a ningún otro solista se le ha escuchado recreaciones tan comprometidas como al artista porteño.
El Concierto para piano nº 3 también raya a gran altura, siendo una sorpresa
encontrarse aquí con un Boulez poco Boulez: no solo cerebral sino
también emotivo, apasionado además de analítico, elocuente antes
que distanciado, lo que no significa que el maestro abandone el rigor y la
precisión en la planificación, virtudes que encuentran perfecta complicidad con
la portentosa orquesta de Klemperer, cuya acidez en las maderas nuevamente resulta ideal
para el universo bartokiano. Pero no sorprende menos que con tan solo
veinticuatro años Barenboim demuostrara ser un extraordinario recreador de esta
página, aportando su sonido denso y poderoso a una visión todo lo apasionada que
en él se podía esperar, como también flexible en el trazo y muy rica en lo
expresivo. Añade, además, un lirismo y una poesía de altísimos vuelos especialmente presentes en un Adagio religioso que sabe asimismo ser extático y
un aportar un punto agónico muy conveniente, en complicidad con un
Boulez que plantea un clímax dramático muy intenso. Posiblemente hoy Barenboim ofrecería una pulsación más rica en matices y significaciones, pero no por ello esta interpretación deja de ser una maravilla. A mi entender, una de las tres grandes, junto con la de Grimaud con Boulez y la reciente de Schiff con Blomsted comentada por aquí.
Acabo de escuchar la Sinfonía nº 7 de Anton Bruckner en interpretación
de Eugene Jochum y la Filarmónica de Berlín, grabada por Deutsche Grammophon el
10 de octubre de 1964. Me ha parecido muy irregular. Lo que más me ha gustado,
con diferencia, es un Adagio hermosísimo, maravillosamente cantado y de una
poesía a flor de piel, aunque ciertamente el enfoque sea más contemplativo que
inquietante y al gran clímax se le pueda pedir una arquitectura más tensa y
escarpada. En cualquier caso, admirable.
En el tercer movimiento sobresale el trío, de nuevo un prodigio de
cantabilidad, belleza sonora y elocuencia; el resto del scherzo está bien, pero
cosas mucho más poderosas se han escuchado. Y en los movimientos extremos Jochum
hace gala de una enorme fluidez y de un buen dominio de la polifonía, pero a mi
entender frasea con cierta premura, o al menos sin la concentración debida,
pasando de largo ante muchas bellezas melódicas que debería estar mejor
paladeadas y no ofreciendo esa mezcla de calidez, tensión dramática y grandeza
visionaria que esta música necesita. La orquesta de Karajan ofrece
una muy buena prestación, pero extrañamente las trompetas resultan un punto
chillonas.
Por cierto, he escuchado el registro en unos archivos FLAC procedentes de
Japón a la escandalosa resolución de 192 kHZ/24 bits. Suena muy bien, claro,
pero en absoluto se logran soslayar las limitaciones del original, que no son
pocas.
Formidable concierto el ofrecido el 21 de enero de 2017 por la Filarmónica de
Berlín, disponible en la Digital Concert Hall, con la participación de un
espléndido András Schiff y bajo la batuta de un todavía más extraordinario
Herbert Blomstedt. En los atriles, el Concierto para piano nº 3 de Bartók
y la Sinfonía nº 1 de Brahms.
He repasado la filmación de la página bartokiana que, bajo la idiomática y
comprometida batuta de un aun joven Sir Simon Rattle, permite comprobar cómo era
esta entendida por el pianista húngaro allá en 1997. Queda claro que veinte años
no pasan en balde: si por aquel entonces se mostraba muy centrado y musical
pero resultaba un tanto unilateral por la fogosidad de su acercamiento, ahora
ofrece un enfoque mucho más controlado, también más diverso en
significaciones, así como un toque todavía más variado y (¡atención a la primera
frase de su parte!) más rico en matices. Todo ello lo hace en perfecta sintonía con
un Blomstedt que ofrece una lenta, lírica y contemplativa interpretación, dicha con exquisita depuración sonora y dotada de una elevación espiritual insólita.
Esto significa, ya lo estarán ustedes imaginando, que el veterano maestro
alcanza la excelsitud en el segundo movimiento, pero también que se queda algo corto de
efervescencia en el tercero. En cualquier caso los resultados son
extraordinarios por la belleza sonora y la poesía que logran
conjugar los dos artistas, respaldados de manera inmejorable por los no menos
inspirados primeros atriles de la formación berlinesa. De las trece grabaciones
que tengo escuchadas y comentadas en mi bloc de notas de esta partitura, la
presente es una de las dos o tres que más me gusta. En el Adagio religioso, la que más.
Resulta interesante comparar esta Primera de Brahms con la ofrecida
hace tan solo unos días por la misma formación bajo la batuta de Sir Simon
Rattle, porque desmiente ese dicho tan habitual entre muchos directores –pienso
ahora en Barenboim y en Harding– según el cual la labor de batuta es ante todo
un trabajo de coordinación entre quienes “verdaderamente hacen la música”. Pues
va a ser que no. La orquesta es aquí la misma, pero la diferencia es enorme. Por
lo pronto, la sonoridad de la Berliner Philharmoniker es bajo su dirección
muchísimo más claramente brahmsiana: si Rattle optaba por el músculo y la
opulencia made in Karajan, el norteamericano sí que consigue ese terciopelo
cálido y oscuro que asociamos habitualmente con el autor.
Pero es que, además, la manera de orgánica y flexible que tiene el maestro de
frasear, el planteamiento lleno de naturalidad de las tensiones y la hermosísima
cantabilidad con que afronta las melodías son justamente las que esperamos en la
música de Johannes Brahms, como lo es también ese lirismo tierno, sensual y un
punto agridulce que sabe obtener su batuta. Eso sí, la mirada de un Blomstedt de
89 añitos de edad –ahora tiene 90– es comprensiblemente otoñal, lo que significa
–como en la obra de Bartók de la primera parte– que la inspiración más sublime
la alcanza en los dos movimientos intermedios, mientras que en los dos extremos
se echa de menos un punto de ese nervio y de ese carácter escarpado que
consiguen otros directores. Hay que destacar, en cualquier caso, la enorme
nobleza y emotividad con que expone el tema principal del cuarto, por no hablar
de la magia que desprende la introducción al mismo, la cual a su vez se
beneficia de la excelsa intervención de la flauta de Emmanuel Pahud. Claro que,
si de solistas hablamos, no podemos ignorar la sublime participación del oboe de
Albrecht Mayer ni del concertino Noah Bendix-Balgley en el segundo movimiento,
por no hablar del excepcional clarinete de Andreas Ottensamer en el tercero.
Pero insisto: el podio es lo que termina marcando los resultados. Blomstedt sí
sabe o que se trae entre manos y ofrece una recreación que quizá no sea la mejor
posible, pero que es una magnífica representante de la mejor tradición
brahmsiana centroeuropea. Hay que descubrirse.
Escribe hoy Gonzalo Alonso (aquí), ese señor que prácticamente ha convertido su página en una plataforma de promoción de Giancarlo del Monaco, Miguel Ángel Gómez Martínez y María José Montiel, que "nadie duda que James Levine es uno de los grandes directores de nuestro tiempo". Miente. Yo sí lo dudo. Y lo ha dudado durante años la plantilla de críticos discográficos de la revista Ritmo –la de antes, la de los buenos tiempos–, que fue la que nos hizo ver a muchos que el de Cincinatti, aun dotado de un apreciable instinto teatral y de habernos legado alguna que otra muy buena interpretación en los años setenta –después solo brilló en Saint-Säens y en Gershwin, pare usted de contar–, es un director zafio y hortera, vulgarísimo en la expresión, tosco a más no poder en el tratamiento de la plantilla sinfónica, desatento a la hora de diferenciar estilos y empeñado en acumular decibelios para epatar al personal a base de trallazos y efectismos variados. Un auténtico patán de la batuta, vamos.
Sobre el tema de abusos sexuales y demás no voy a entrar, porque me parece que no hace falta. Mi interés ahora va por otro camino: quien quiera aplaudir a Jimmy será siempre libre de hacerlo, faltaría más, pero que no se atreva a afirmar que la admiración de los aficionados es unánime. Porque nada más lejos de la realidad.
Hace un rato fui incapaz de resistirme a escribir algo sobre el Tercero de Prokofiev por Yuja Wang, y ahora me ocurre exactamente lo mismo con el Concierto para orquesta de Bartók por Yannick Nézet-Séguin que acaba de lanzar Deutsche Grammophon en una caja de seis compactos dedicada a la relación entre el director canadiense y la Filarmónica de Rotterdam, cuya titularidad abandona justo ahora. Pero lo hago justo por el motivo contrario: me ha encantado.
Y lo ha hecho a pesar del relativo lastre que supone, precisamente, la formación neerlandesa: ni la cuerda tiene una sonoridad del todo compacta, ni los metales están a la altura de los de las grandísimas orquestas –Chicago y Berlín sobre todo– que nos han dejado testimonios fonográficos señeros de esta partitura. Pero Yannick la modela magníficamente, la hace respirar de la manera adecuada, encauza con absoluto acierto expresivo cada una de las intervenciones solistas y consigue una claridad insólita, todo ello al servicio de un concepto que mezcla de manera admirable frescura y mala leche, atmósfera y sentido del humor, sin necesidad de cargar las tintas pero yendo mucho más allá de la mera exhibición virtuosística.
Lo menos admirable es el primer movimiento, irreprochablemente expuesto y bien tensado, pero sin ese plus de visceralidad controlada de que hacía gala un Solti y, en general, dicho con cierta impersonalidad. Notable pero no sobresaliente, pues, excelencia que sí se alcanza en un segundo movimiento analizado con lupa pero no por ello precisamente frío: la mordacidad y la jocosidad nada inocente se ponen en primer plano. Demuestra además Yannick un olfato para las texturas soberbio, el cual cobra aún más importancia –lógico– en un tercero que sabe ser nocturnal, misterioso y sugerente, pero también terriblemente trágico, y hasta desgarrado, en su dramática sección central.
En el cuarto la retranca no se limita a las citas de Lehár y Shostakovich (¡qué intencionalidad la de los solistas!), sino que también aparece en las secciones extremas, cuyo lirismo más o menos folclórico no supone en esta interpretación un soplo de aire fresco frente a la cargada atmósfera del movimiento anterior, sino que se encuentra lleno de desazón y de intensa emotividad.
El quinto, finalmente, es un prodigio: no solo posee toda la fuerza y la jovialidad adecuada, además de un estupendo sentido del ritmo y una adecuada rusticidad sonora, sino que además se encuentra increíblemente bien analizado: juro haber escuchado aquí cosas –pasajes fugados de la sección central, sobre todo– que se me habían pasado por alto incluso con Boulez y con Chailly, que eran hasta ahora el no va más en lo que análisis de esta partitura se refiere.
En fin, si no me creen tienen ustedes disponible el registro en la plataforma Tidal –estoy suscrito a ella, y ahí lo he escuchado–, como también en Spotify. Le recomiendo que no se lo pierdan.
Escribo estas líneas a vuelapluma y para desahogarme. Porque amo profundamente la música de Prokofiev. Me encanta su Concierto para piano nº 3. Y lo que acabo de escucharle a la señora Yuja Wang con la Filarmónica de Berlín, en concierto del pasado 13 de abril retransmitido por la Digital Concert Hall, me ha parecido bochornoso. Me da igual que el público de la Philharmonie estalle en aplauso nada más acabar –con frases que son mecanografía pura– el primer movimiento, que Kirill Petrenko ponga cara de estar colaborando con un genio y que los músicos de la formación alemana demuestren su entusiasmo al finalizar.
También me importa un pimiento que a mí mismo su filmación con Claudio Abbado de 2009 que en su momento comenté en esta entrada no me pareciera malo. Lo que hace la pianista china con esta obra me ha parecido ahora de juzgado de guardia, un destrozo en toda regla consistente en tocar de manera por completo mecánica y con absoluta indiferencia expresiva; hay nervio en su recreación, ciertamente, y en grandes dosis, pero no hay diferenciación de atmósferas, ni emotividad, ni ironía. Porque no hay matices. Wang solo convence en la cuarta variación del segundo movimiento, cuyo lirismo onírico recrea de manera admirable adelgazando el sonido al límite y ofreciendo sonoridades mágicas, porque en el resto se impone el más circense virtuosismo. Que haya muchos melómanos que se dejen deslumbrar por eso, por una extrema limpieza digital que no va acompañada de nada más, me resulta de lo más triste.
¿Y Petrenko? Realiza una admirable labor de concertación, pero ahí se queda la cosa. Se puede profundizar mucho más en los significados, marcar mejor las aristas, subrayar la mala leche, colorear con más ajustado idioma los timbres, otorgar más variedad expresiva y, sobre todo, atender de manera más comprometida a la vertiente emotiva de la página: la sección central del segundo movimiento se queda en un lirismo más bien superficial, perdiéndose así todo el contenido emocional de una obra que es más, muchísimo más, que un mero despliegue de ritmos, colores y oportunidades de lucimiento. Hay aquí toda una confesión personal que Petrenko se muestra incapaz de ver. La verdad es que después de haberle escuchado su descomunal recreación de Die Soldaten, este señor me tiene desconcertado, por lo que creo que sobre su futuro como titular de la Filarmónica de Berlín conviene darle un voto de confianza, pero también mantener dudas razonables hasta que demuestre lo que sabe hacer con el repertorio más básico. En cuanto al Tercero de Prokofiev, no hay que irse muy lejos: Lang Lang y Rattle con esta misma orquesta.
Leo esta mañana (aquí) encendidos elogios a Gregorio Marañón por parte de Pedro González Mira. Permítanme discrepar en público. El Teatro Real se ha convertido bajo la presidencia del nieto del ilustre médico en el centro lírico de Europa –al menos entre los que son de titularidad pública– en que más caras cuestan las localidades. Permanece lastrado por unos cuerpos estables que son de segunda. Y no ofrece elencos con frecuentes visitas de estrellas de la lírica internacional como sí ocurre los coliseos de primer nivel. No soy precisamente el primero en señalarlo.
Luego se podrá discutir de las circunstancias de financiación del teatro madrileño y de los españoles en general frente a los de otras latitudes, o sobre el éxito de este señor a la hora de ganarse la confianza de los patrocinadores privados, pero lo cierto es que el Teatro Madrid no solo ofrece una muy discreta relación calidad/precio, sino que además permanece vedado para muchísimos operófilos que no se pueden permitir el acceso a sus butacas. No dudo que buena parte de las funciones consigan llenarse –las finanzas, dicen desde el Patronato, se encuentran saneadas–, pero me parece igualmente claro que muchos de los que se sientan en las localidades con buena visibilidad–que son bien pocas– lo hacen más para dejarse ver que para otra cosa. Ese es el modelo que Don Gregorio ha establecido. Y por eso mismo quien esto suscribe está deseando que el señor Marañón y Bertrán de Lis sea sustituido cuanto antes por alguien que priorice algo tan básico para un teatro público como la accesibilidad de todos los aficionados verdaderamente interesados en la música.
Esta noche ofrece el Auditorio Nacional de Madrid lo que los organizadores,
con toda justicia, llaman “el concierto del año”: Sir Simon Rattle con la
Filarmónica de Berlín. Todo un acontecimiento que hay que agradecer a
Ibermúsica, aunque la cruda realidad es que muchos buenos melómanos se quedarán
sin asistir por motivos puramente económicos: a 210 euros la entrada más cara y
50 la más barata –como expliqué por aquí, sale más barato escuchar a la
Filarmónica de Viena en la Musikverein–, el asunto es como para pensárselo dos
veces. No me extraña que, en el momento de escribir estas líneas, queden aún 99
butacas libres.
Felizmente, quienes por esta y por otras razones no podemos acudir tenemos la
oportunidad de calibrar a través de la Digital Concert Hall los resultados artísticos que con el mismo
programa estos artistas alcanzaron en el concierto del pasado 27 de mayo en la
Philharmonie. ¿Y cómo salieron las cosas? Magníficamente en lo que a la orquesta se refiere, pero de manera irregular en
lo que compete a Sir Simon. Como era de esperar, porque de su Tercera de
Lutowslawski y de su Primera de Brahms ya teníamos noticias.
Eso sí, antes de que se sirvieran los dos platos fuertes se presentaba un estreno mundial de Jörg Widmann, de quien algo he dicho en este blog hace
muy poquito. Danza sobre el volcán ha resultado ser una página magníficamente
escrita que, en su brevedad, sabe conciliar un lenguaje digamos “moderno” con la
brillantez sonora, la inmediatez expresiva, el virtuosismo y hasta la
espectacularidad; atrapa de principio a fin y se disfruta muchísimo. Es, además,
una obra muy divertida, pero aquí debo callar para no hacer ningún spoiler.
De la magistral Sinfonía nº 3 de Lutoslawski realicé una
comparativa en este blog en la que, al actualizarla, incluí la versión de
Rattle y los berlineses ofrecida por la misma Digital Concert Hall allá por
2012. Puedo repetir palabra por palabra lo que entonces escribí:
"Sir Simon toma como modelo claro la realización del propio autor con la misma
orquesta de 1985, y consecuentemente ofrece –armado de una técnica de batuta
portentosa y secundado por una orquesta pletórica de facultades– una realización
ante todo lírica y sensual, fascinante en el tratamiento de las texturas y muy
emotiva, aunque quizá al británico se le va un poco la mano a la hora de
“romantizar" la obra; un poco más de incisividad, de mala leche y de garra
dramática en determinados no le hubiera venido mal a esta interpretación quizá
un punto más amable de la cuenta, pero en cualquier caso de espléndido nivel."
¿Algo que añadir? Sí: que esta vez me ha gustado todavía más que antes por
la manera que tiene Rattle de revelar, colorear y
otorgar significación expresiva a las texturas de esta fascinante página; también por la
calidez e incluso la emotividad de determinados pasajes, aunque los relativos
reparos que entonces puse también siguen vigentes.
Del Brahms de Rattle también hablé en
el blog, y no precisamente para bien, a raíz de su integral en disco
compacto registrada por EMI en 2008. Escribía entonces que “este Brahms es
puro sonido. (…) La arquitectura está perfectamente trazada, sin altibajos en
las tensiones. Y la habitual extroversión del director británico, cuyas ganas de
comunicar logran como siempre enganchar al oyente, se ve sensatamente acompañada
por un notable sentido de lo otoñal (…) Pero Rattle se queda ahí, en un brillante y
extremadamente virtuosísimo espectáculo sonoro que no trasciende en absoluto.
(…) Su Brahms seduce y a ratos engancha, pero resulta insincero y, la
postre, no emociona”.
Los apuntes que por aquel entonces tomé sobre su lectura de la Sinfonía nº
1 coinciden bastante con lo que he apreciado en esta recreación diez años
posterior. La introducción resulta bastante lineal, desarrollándose a partir de
ahí un primer movimiento de enorme corrección que se beneficia de la que
sencillamente es la mejor orquesta del orbe para esta página, pero sin que la
garra y la sinceridad terminen de hacer su aparición: en las grandísimas
versiones de la página (Solti, Bernstein/Viena, Giulini/Viena, Barenboim/Berlín) hay frases muchísimo más aprovechadas, la flexibilidad se hace más evidente, se
alcanza mayor fuerza visionaria en los picos dramáticos y, desde luego, se
aprecia un lenguaje mucho más inequívocamente brahmsiano.
En el segundo lo mejor
vuelve a ser la orquesta, por sonoridad global y por la excelsitud de sus
solistas, mientras que la batuta se queda en la superficie: todo hermosísimo
pero sin ese peculiar lirismo agridulce que esta música necesita. El tercero me
ha gustado más que el de antes: lo encuentro irreprochable en su ortodoxia.
La
introducción al cuarto me sigue pareciendo mejorable; la enunciación del tema
principal tampoco posee la calidez y la nobleza que asociamos con él, pero en seguida
Rattle se pone las pilas y termina ofreciendo un Finale con muchísimo gancho en
el que, felizmente, no he encontrado los excesos de hace una década, cuando
quedaba demasiado patente el deseo de epatar con metales y percusión. También ahora la toma sonora es más satisfactoria, pues la de
los ingenieros de EMI parecía subrayar en exceso los timbales y las frecuencias
graves en general.
En definitiva, un placer absoluto escuchar a esta orquesta en estos repertorios, como en cualquier otro: los asistentes al concierto de esta noche se lo pasarán en grande. Pero Rattle, se mire por donde se mire, sigue siendo muchísimo mejor director en la música del
siglo XX que en la de la centuria anterior.
El malogrado Giuseppe Sinopoli grabó las sinfonías de Robert Schumann para Deutsche Grammophon al frente de la Staatskapelle de Dresde allá por 1994, por cierto que con toma sonora algo reverberante. Los resultados artísticos propiamente dichos generaron polémica. He repasado los dos discos y mi impresión vuelve a ser globalmente positiva, siempre y cuando se sintonice con la propuesta: al contrario de buena parte
de los maestros tradicionales, el veneciano no quiere ver en el autor de Genovena a un
predecesor de Brahms, de tal modo que apuesta una visión que no es densa,
honda y noble, sino ante todo ágil –que no erróneamente ingrávida o nerviosa– y muy atenta a subrayar los claroscuros de la escritura shumanniana, dejando muy en evidencia la “neurosis” del compositor. Algo parecido a lo que Sinopoli hizo con Mahler, pues.
Así las cosas, se supone que es en la Sinfonía nº 1 en la que mejor tendría que funcionar este enfoque, siempre y
cuando a la batuta no se le vaya la mano en nerviosismo. Y eso es justamente lo que le
ocurre al maestro en el primer movimiento, lo menos bueno de una globalmente notabilísima
interpretación en la que el Larghetto está lleno de anhelo, el Scherzo sabe
combinar incisividad y garra dramática con delicadeza y ligereza bien
entendidas, y el cuarto logra resultar todo lo ágil y chispeante que necesita
sin perder potencia sonora ni expresiva.
Importante la Sinfonía nº 2, pero tampoco exenta de irregularidades. Tras una introducción cálida,
misteriosa y muy sugerente, Sinopoli plantea un primer movimiento de
excelente trazo y grandeza sin retórica, fraseado con enorme agilidad, para después pasar –de manera
algo desconcertante– a un Scherzo rápido y muy efervescente y no poco dramático,
pero en exceso nervioso: una cosa es ofrecer un Schumann juvenil e
impulsivo, y otra un Schumann esquizofrénico. Lo mejor llega con un Adagio espressivo
sonado con increíble belleza por parte de la aterciopelada cuerda de la orquesta
sajona y maravillosamente paladeado por la batuta, que sabe destilar una
sensualidad extrema e impregnarla de una muy adecuada amargura, si bien aún se han escuchado clímax
más punzantes. Vibrante, grandioso y muy bien construido
el Finale, sin ser el más arrebatado posible.
Solo notable la Renana. El primer moviento logra ser ágil y brillante, sin alcanzar toda la grandeza deseable. El segundo está dicho alcanzando el punto justo entre animación
y carácter contemplativo, mas la poesía no termina de despegar el vuelo. El
tercero sabe no caer en la excesiva delicadeza ni la ñoñería. El cuarto resulta bajo
la batuta de Sinopoli no tanto grandioso y opresivo como desolado. Y de nuevo
fresco y vibrante, más no del todo intenso, un quinto muy bien planificado.
Globalmente ortodoxa y sensata la Sinfonía nº 4,lastrada por un gran punto negro: un segundo movimiento llevado
con ciertas prisas y considerablemente aséptico. El
primero está bien planteado, sin poseer especial garra ni inspiración poética;
el tercero resulta muy notable y el cuarto, tras una transición más que buena,
resulta un punto más nervioso de la cuenta, aunque es vistoso y ofrece cierta garra, siempre
con la complicidad de una orquesta que aporta una hermosísima sonoridad y la
mejor tradición.
A la postre, una integral sinfónica de alto nivel que no llega a ser perfecta. ¿Tengo alguna favorita? La verdad es que ninguna me parece redonda, pero aquí les doy algunas pistas sobre mis preferencias.
Considero un rotundo acierto programador por parte de Joan Matabosch
llevar a escena Die Soldaten de Bernd Alois Zimmermann. Y me
alegro de haber acudido al Teatro Real, porque difícilmente en mi vida
volveré a escuchar en directo semejante obra maestra. Pero mientras el vídeo que comenté el otro día de la Ópera de Baviera liderado por Andreas
Kriegenburg y Kirill Petrenko me dejó conmocionado –solo
conocía otra versión anteriormente, la de Kontarsky y Kupfer–, de la de Madrid de ayer domingo –última función– salí más bien frío. Ni a Calixto
Bieito ni a Pablo Heras-Casado les he encontrado a la altura de las
circunstancias. Como era de prever, porque cada día tengo más claro que nos
encontramos ante dos blufs. No quiero decir con esto que los citados artistas no
tengan talento. ¡Claro que lo tienen! Sencillamente, este es mucho menos de lo que se
nos vende, resultando comprensible que ante una obra de las extremas
complicaciones de la presente ambos se hayan estrellado. Y así ha sido porque los dos, intentando llegar al espectador de la manera más fácil posible, han hecho
lo que no tenían que hacer: recurrir a la obviedad.
Si son ustedes aficionados al cine sabrán que transmitir inquietud, negrura y
violencia no significa necesariamente recurrir a lo explícito. Al contrario,
ello puede ser contraproducente. El controvertido regista quiere demostrar que
él es más atrevido, salvaje y combativo que nadie, así llena el escenario de
truculencias: mamadas en primer término, proyecciones de un pollo decapitado,
palizas brutales, la protagonista bañándose en sangre... Nada nuevo, nada
escandaloso y nada efectivo. Y todo ello recurriendo a una saturación visual muy
propia de los tiempos que corren, aun camuflada –se muestra astuto Matabosch en
el libreto– como punto de encuentro con
las simultaneidades de tiempo y acción que propone Zimmermann. Qué quieren que
les diga, la producción muniquesa, aun no escamoteando detalles escabrosos,
moderaba semejantes recursos y lograba ser muchísimo más atmosférica que esta,
más agobiante y más terrorífica. También ofrecía una definición de personajes
bastante más sutil y certera: si en general los retratos que realiza Bieito
están realizados con brocha gorda, presentar a la joven Marie como una
mezcla de niña inocente y tonta del culo es un error monumental, porque el
personaje no es ni lo primero ni lo segundo. En cualquier caso, tampoco vamos a
ocultar que hubo un excelente ritmo escénico, un gran dominio de los medios y
algunas muy buenas ideas, como la de concluir la primera parte con la madre de
Wesener mirando al público, asustada, para seguidamente abandonar la escena
arrastrando su gotero.
Ya saben lo mucho que ha cambiado mi opinión sobre Heras-Casado. A estas
alturas de la película ya he abandonado –como ante las puertas del Hades– toda
esperanza. Su técnica es incuestionable: solo el hecho de coordinar esta
partitura, de lograr que sonara correctamente, y de hacerlo con una orquesta que
no es de primera fila, ya es un mérito muy considerable. Pero eso aquí no basta.
Como en Fígaro, Tristán o Turandot, hay que interpretar. Y
ahí me parece que se quedó a medio camino. Como Bieito, optó por subrayar lo
obvio antes que por explorar pliegues, recurrió al efecto gratuito en lugar de a
la sutileza. Hubo brutalidad pero no lirismo; inyectó ritmo pero se olvidó de
las sutilísimas texturas tímbricas escritas por Zimmermann. Todo sonó mucho,
pero muy de cara a la galería: el terrorífico acorde final fue decibélico a más
no poder, mas careció de angustia y rabia. Petrenko demostró en el citado vídeo
de Múnich que esta partitura alberga muchas más posibilidades de las que se
intuyeron en el Teatro Real. Eso sí, de los problemas
derivados de colocar la orquesta en varios estratos dentro de la
caja escénica, de los que tanto he leído, no puedo decir nada porque no los
detecté: sospecho que la acústica era mucho más satisfactoria desde mi segundo
piso que desde el patio de butaca, que es donde se colocan los críticos.
Tampoco me entusiasmó el equipo de cantantes, excepción de la gran veterana
Hanna Schwarz –madre de Wesener–, de la siempre estupenda Iris
Vermillion –madre de Stolzius– y, sobre todo, de una enorme Susanne
Elmark en el rol titular: formidable en lo vocal y lo escénico, se dejó
literalmente la piel en un rol de terroríficas demandas que ha debido de reducirles voz y cuerpo a puré. El resto me pareció correcto sin más, y menos
que eso el Desportes de Martin Koch –que se alternaba con Uwe Stickert–.
El coro se comportó con enorme profesionalidad, lo mismo que la muy aumentada
orquesta.
La sala estaba llena, o casi: pude tomar asiento porque había un par de
butacas libres delante de mi localidad “de pie” de 67 euros desde la cual, dada
la ubicación de los cantantes sobre el foso –y no en la caja escénica–, no se
veía absolutamente nada de la acción. Algunos pocos espectadores
desertaron en el intermedio. Hubo aplausos de entusiasmo a destiempo,
concretamente antes del acorde final: ¿no se habían escuchado al menos una vez
la obra antes de acudir? A Heras-Casado alguien en los palcos izquierdos le
abucheó con saña; a mi entender de manera injusta, porque el joven maestro al
menos había puesto un poco de orden en aquello. Pero ya les digo que
convencerme, a mí no me convenció. Ni él, ni Bieito. Con esta obra necesito
sentir que me remueven las entrañas, y eso no ocurrió.