viernes, 30 de junio de 2017

Hernández Silva con la Academia de Estudios Orquestales: puro fuego

Enorme honestidad y valentía la de Manuel Hernández-Silva al escoger el programa del concierto de la Academia de Estudios Orquestales de la Fundación Barenboim-Said ofrecido ayer jueves en la Sala Turina de Sevilla: Sinfonía Júpiter de Mozart y Cuarta de Schumann. Dos partituras extremadamente difíciles de tocar con auténtica limpieza, y no precisamente menos fáciles de interpretar por parte del director. O sea, de las que dejan por completo al descubierto las insuficiencias tanto de la batuta de turno como de la orquesta, en este caso una formación de jóvenes andaluces que refuerzan con estas jornadas sus estudios –algunos andan todavía en el conservatorio, otros ya han salido de él– y que en no pocos casos actúan por vez primera ante el público con un repertorio sinfónico. Circunstancia esta última que hay que tener muy en cuenta a la hora de valorar su labor: no se les puede pedir lo mismo que a la Sinfónica de Sevilla que a esa misma hora actuaba en el Maestranza, orquesta de la que precisamente forman parte la mayoría de sus maestros de la referida Academia. Medio en serio medio en broma, casi podíamos llamar a este conjunto “Joven Sinfónica de Sevilla”.

Pues bien, y siempre teniendo en cuenta la referida circunstancia, creo que los resultados desde el punto de vista técnico han sido muy positivos. Injusto y ridículo sería ocultar que hubo irregularidades. Se deslizaron sonoridades ácidas en los violines, y en algún momento –final de la transición de la introducción al Allegro en la obra de Schumann– estos anduvieron muy desmadejados. Las trompetas, que realizaron su labor sin una sola nota falsa, sonaron demasiado fuertes en Mozart. Y los grandes solos del segundo movimiento de la sinfonía del alemán fueron desiguales: al oboe le traicionaron los nervios en su diálogo con un violonchelo –una chica– que estuvo muy correcto, mientras que ya en solitario, el primer violín resolvió francamente bien su difícil y bellísima parte.


Aquí acaban los reparos. Porque el conjunto sonó de manera bastante satisfactoria, poco titubeante y muy disciplinado, equilibrado entre sus secciones y, sin duda espoleado por la batuta, con muchísima entrega expresiva. Soy testigo de que hace años la Orquesta Joven de Andalucía –la que dirigió el mismísimo Barenboim en Marbella, sin ir más lejos– no alcanzaba semejante nivel. Si tenemos en cuenta que la propia OJA estuvo muy bien en Jerez hace tan solo unos meses, la conclusión parece clara: aunque haya aún mucho camino por recorrer, el nivel medio de los jóvenes instrumentistas andaluces se encuentra ahora mejor que nunca. Y eso se debe tanto a la constancia de los chavales como al profesorado de los conservatorios, pero también a la posibilidad de completar sus estudios con proyectos de diferente naturaleza, entre ellos éste de la Fundación Barenboim-Said que patrocina la Junta de Andalucía. Por tanto, se merecen también un fuerte aplauso los profesores salidos de la ROSS y el propio maestro Hernández-Silva.

Me queda hablar de la labor puramente interpretativa de este último. Me gustó bastante en la primera parte y regular en la segunda. Fue el suyo un Mozart de esos “de la gran tradición”, por completo ajeno a las maneras históricamente informadas que, me temo, algunos intentan imponer en Sevilla frente a la deseable convivencia entre las dos líneas. Y dentro de esa “gran tradición”, que a su vez ofrece muchísimos senderos que recorrer (¿qué tienen que ver entre ellos el Mozart de Furtwängler, Klemperer, Böhm, Kubelik o Marriner?), Hernández-Silva ofreció una Sinfonía nº 41 poderosa, con músculo –que no masiva–, rotunda, llena de fuego y de pasión, mucho antes interesada por el pathos que por la belleza sonora, y desde luego un punto protobeethoveniana. Vamos, una Júpiter propiamente jupiterina. No estuvo, sin embargo, tan atento a los aspectos líricos de la página: al segundo tema del primer movimiento o al sublime Andante cantabile, aunque fraseados sin rigidez y con su adecuado punto de sensualidad, se les podía haber sacado más partido. Tampoco jugó lo suficiente con las gradaciones dinámicas ni atendió del todo al equilibrio de planos, algo con lo que seguramente tuvo que ver la deficiente acústica que la pequeña sala presenta para una orquesta de estas dimensiones: todo sonaba demasiado fuerte. Triunfó el maestro, en cualquier caso, por su temperamento verdaderamente irresistible y su fuerza comunicativa.

La Cuarta de Schumann me pareció diferente a la que le escuché en enero de 2015 al frente de la OJA. Si en aquella percibí el punto de equilibrio exacto entre lirismo y pasión, salvo en un cuarto movimiento que entonces me pareció en exceso clásico, esta me ha parecido puro fuego, para lo bueno y para no lo tan bueno. Y si la Júpiter pide ante todo potencia expresiva, la página del autor de Genoveva exige también una delicadeza, una levedad bien entendida y una agilidad que en manos de algunos directores terminan convirtiéndose en frivolidad y cursilería. Por completo alejado de semejantes veleidades, Hernández-Silva cayó en el otro extremo: su lectura resultó temperamental a más no poder y tuvo unos muy adecuados acentos dramáticos, y hay que elogiar cómo su batuta consiguió que los chavales tocaran con una pasión desbordada, pero con frecuencia el fraseo fue cuadriculado –sobre todo en el primer movimiento– y la tosquedad hizo acto de presencia. El hermosísimo segundo movimiento estuvo bien cantado, aunque a mí me gusta con ese sabor agridulce tan difícil de conseguir. La dificilísima transición al cuarto estuvo resuelta solo con dignidad, mientras que la gran coda final fue furtwaengleriana a tope, dicho sea como el mayor de los elogios posibles.

Para cerrar ya estas líneas, compartir plenamente el discurso final del maestro sobre la importancia de apoyar la formación de estos jóvenes (¿habrá habido, quizá, quienes voluntariamente hayan decidido darle poca difusión a este evento?). También sobre la terrible situación en su Venezuela natal y sobre la necesidad de alcanzar la paz mediante el diálogo en Oriente Medio: la recaudación del concierto iba dirigida a UNRWA, la Agencia de Naciones Unidas para los refugiados de Palestina.

jueves, 29 de junio de 2017

Kaufmann triunfa como Otello

Como estos días trabajo no por las tardes sino por las mañanas, he podido por fin acudir a los cines UCC de la vecina localidad de El Puerto de Santa María para asistir a una de sus funciones de ópera en directo desde el Covent Garden: Otello de Giuseppe Verdi con debut de Jonas Kaufmann en el rol del moro, Antonio Pappano a la batuta y nueva producción escénica de Keith Warner. Precio más barato que el de las transmisiones del Met (15 euros) y buen surtido de canapés con champán en el intermedio cortesía de la casa. Sala llena y público muy silencioso. Así da gusto, oigan.

No me cuento entre los incondicionales del tenor alemán, porque soy de aquellos a los que las particulares sonoridades que emite del mezzoforte para abajo les resultan desagradables. Pero me ha gustado muchísimo su Otello, sin duda el mejor que he escuchado desde tiempos de Domingo.


Obviamente carece de la bellísima voz del madrileño, también de su línea de canto más claramente latina y, sobre todo, de ese punto de intensísima emoción que Plácido alcanzaba en el “Niun mi tema”. Pero Kaufmann es muy artista y triunfa por completo en el rol más difícil de todo Verdi: lo canta con excelente gusto, plena atención al texto, riqueza de matices expresivos, enorme sinceridad y sin concesión ninguna al efectismo. Nada de sollozos ni de truculencias. Tampoco se recrea en esos brillantes agudos que posee. Ni los escatima. Dicen que en el estreno se reservó, dados los altibajos de su estado vocal en los últimos tiempos, pero ayer miércoles 28 nada hubo de eso. Es además muy buen actor, así que a la postre convenció por completo vocal y escénicamente tanto en la vertiente amorosa del personaje como en aquellos momentos más desquiciados del mismo. Grande.

A Maria Agresta le escuché su Desdémona en Valencia en 2013, en aquella ocasión bajo una lenta y atmosférica dirección de Zubin Mehta. Me sigue gustando muchísimo: voz por completo adecuada, línea de canto sin fisuras –dicen que en el estreno sí hubo problemas–, italianidad al cien por cien y enorme sensibilidad expresiva, concibiendo al personaje con cierta carnalidad digamos que erótica y sin rastro de ñoñería. La esposa de Otello es cariñosa e inocente, pero no una ursulina. En sus dos maravillosas “arias” del último acto estuvo magnífica.


Esperaba mucho peor a Marco Vratogna. Su canto sigue siendo basto, vulgar, y su concepción del personaje bastante grosera, carente de la gran cantidad de pliegues psicológicos que exige Iago (¡cómo olvidar a Fischer-Dieskau!), pero al menos da las notas, las da de manera sonora y es excelente actor. Más que correcto el Cassio de Frédéric Antoun y magnífica la Emilia de Kai Rüütel.

Estupenda la lectura de Pappano, muy distinta de la genial de Barbirolli o de la de Mehta en Valencia, y más bien cercana a la de Sir Georg Solti en el propio Covent Garden (con Domingo: aún hoy versión de referencia) y a la de Carlos Kleiber en La Scala. Es decir, una dirección rápida, incisiva en la tímbrica y en la articulación, tempestuosa a más no poder e impregnada de un poderosísimo sentido teatral; por momentos terrible dramática –a ningún director le he escuchado con semejante desgarro el momento en el que Otello arroja al suelo a Desdémona frente a la embajada veneciana–, pero también maravillosamente paladeada en las escenas más íntimas y dotada de una cantabilidad admirable. También me ha impresionado su trabajo técnico: increíble conseguir mayor claridad con semejante velocidad en los tempi.

El trabajo de Richard Eyre no me ha gustado gran cosa. Respeta a Verdi, a Boito y a Shakespeare –Iago mata a su esposa a final, como en el drama original–, cosa que corriendo los tiempos que corren resulta muy de agradecer. La dirección de actores es buena. Pero no me vale el argumento de que la escenografía es neutra para potenciar el drama humano: la escenografía es fea, y punto. La iluminación oscurísima, incluso cuando no debería serlo, con la excepción de la escena final, en la que ocurre todo lo contrario: la música pide tinieblas y la propuesta nos ofrece un blanco radiante en el lecho de Desdémona, por otro lado de diseño muy contemporáneo a pesar del vestuario de época. Hay también más de una tontería, particularmente la escena en la que el protagonista juega con unos barquitos. Muy sangriento, y por ello mismo chocante, el suicidio del protagonista.

En cualquier caso, las desigualdades de la escena no lograron empañar el enorme nivel musical de este Otello que me hubiera gustado ver en directo: estaré en Londres por esas fechas pero no quedaban entradas, así que ya tengo otros planes para esos días. Y podré ver Turandot en la propia Royal Opera, lo que tampoco está mal.

miércoles, 28 de junio de 2017

Un concierto recomendable: Hernández Silva, o la tradición vienesa

Hay personas empeñadas en transmitir una idea negativa de la Fundación Barenboim-Said y, por ende, de la Junta de Andalucía que la constituyó allá por julio de 2004. Lo hacen afirmando que el presupuesto –importantísimo en un primer momento, ahora drásticamente menguado– que la Junta reserva para ella se invierte casi con exclusividad en los dos conciertos anuales que Daniel Barenboim tienen comprometidos en tierras andaluzas al frente de la Orquesta del West Eastern Divan. Su razonamiento es implacable: por muy buenos que fuesen dichos conciertos –que para ellos a veces no lo son, o incluso pueden calificarse abiertamente de malos–, gastar semejante cifra en solo dos veladas musicales es un disparate en una comunidad con necesidades culturales mucho más importantes. Luego añaden la guinda demagógica de los conservatorios de música desatendidos por la administración pública –circunstancia que probablemente sea cierta– y de los grupos de intérpretes locales que a duras penas sobreviven entre el desinterés de nuestra clase política –cosa que también ocurre, aunque en algunos casos se podría hablar justo de lo contrario–, y ya está el cóctel servido. Cóctel molotov, claro. Algunos incluso lo adornan con aquello de que "Barenboim viene a llevárselo calentito" para darle todavía más fuerza.

Por descontado que cada uno es libre de defender el modelo cultural que le parezca más oportuno, como también de admirar a Barenboim o de no hacerlo. Pero lo que no se puede hacer es mentir tan descaradamente como algunas de estas personas lo hacen. Y con semejante maldad. Lo de menos es que, como se ha repetido hasta la saciedad, el de Buenos Aires y su orquesta multicultural no cobren un euro por sus actuaciones. Lo grave es que también ocultan que, además de sufragar los gastos meramente organizativos de los referidos conciertos y de los encuentros que en tiempos pasados venían asociados a los mismos, la Fundación Barenboim-Said hace muchísimas otras cosas con su dinero. Un dinero que va destinado, por ejemplo, a talleres musicales y conciertos en Palestina; a másteres universitarios y clases magistrales que cuentan con la participación de numerosos músicos establecidos en nuestra comunidad autónoma y de algunas estrellas de fama internacional –desde el gran Asier Polo hasta mi odiado Enrico Onofri, por ejemplo–; también cursos de iniciación musical en Andalucía y hasta siete publicaciones en castellano del malogrado Edward Said. En la lista habría que incluir igualmente la Academia de Estudios Orquestales que celebra mañana jueves la clausura de este curso con un concierto en la Sala Joaquín Turina de Sevilla que ahora les quiero recomendar.


Y lo hago por un doble motivo. El primero, valorar con nuestros propios oídos si la labor realizada por la referida academia y sus maestros ha dado sus frutos. La segunda, tener la oportunidad de escuchar al maestro venezolano Manuel Hernández-Silva. He escrito muchas veces sobre él, casi siempre para bien. Le considero una de las mejores batutas asentadas ahora mismo en España. Hace un par de años le escuché una de las dos obras que tocará en este programa, la Cuarta sinfonía de Schumann. Escribí en este blog lo siguiente:
"Más que correcta su interpretación de la Cuarta sinfonía de Schumann, obra difícil donde las haya: la misma tarde del concierto escuché a un director de la categoría de Christian Thielemann estrellarse literalmente contra ella, y pocos días antes comprobé como el gran George Szell no lograba en absoluto ofrecer los admirables resultados que lograba con otras sinfonías del mismo autor.
Hernández-Silva consiguió, al menos en los tres primeros movimientos, encontrar los dos delicadísimos puntos de equilibrios que demanda esta música: entre ligereza y densidad por un lado, y entre fogosidad y vuelo lírico por otro. En el cuarto movimiento la cosa no funcionó tan bien: creo que la transición –que podría haber empezado aún más piano– debería rematar de manera más visionaria, para seguidamente poner fuego (pero fuego controlado, ojo, que muchos se precipitan) donde Hernández-Silva se mostró ante todo fluido y elegante, digamos que excesivamente clásico. Por lo demás hubo en su lectura naturalidad y excelente gusto, siempre teniendo en cuenta que el maestro atendió antes a que la orquesta sonara bien que a ofrecer los numerosos detalles expresivos que demanda esta obra maestra. Lo dicho: más que correcta."
La otra obra va a ser nada menos que la Sinfonía Júpiter. Va a ser difícil superar el nivel de la lectura que ofreció Barenboim con la WEDO recientemente en el Maestranza, pero podría tratarse de una importante recreación, a tenor del Don Giovanni que le escuché en 2006 en Córdoba. Entonces me referí a la suya como "una batuta musical y llena de vida, quizá no muy ominosa en los momentos más visionarios ni especialmente creativa, pero sí perfectamente equilibrada entre los aspectos dramáticos y humorísticos de la partitura, centradísima en el idioma y desbordante de teatralidad, entusiasmo, vuelo lírico y pasión". Añadiría ahora lo que pude conocer más tarde: Hernández Silva tiene una formación vienesa cien por cien. O sea, Mozart-Mozart en la mejor tradición centroeuropea, esa misma que detestan (¡qué casualidad!) algunos de los que con más saña atacan a la West-Eastern Divan. Mi recomendación queda hecha. Y, como estos días trabajo en horario matutino, me podré pasar por allí. Ya les contaré.

PS. Toda la información sobre las actividades de la Fundación Barenboim-Said la he tomado de su web oficial, que les recomiendo consulten para comprobar que no miento.

martes, 27 de junio de 2017

Impresionante Sexta de Mahler con Rattle en Berlín

Tengo previsto escuchar en directo la Sexta sinfonía de Gustav Mahler que va a ofrecer Rattle frente a la London Symphony en el Palacio de Carlos V el próximo domingo. Por eso mismo decidí hace unos días ver la interpretación que de esta partitura mahleriana, sin duda una de las dos o tres más geniales del autor, realizó Sir Simon frente a la Filarmónica de Berlín en junio 2011, disponible en la Digital Concert Hall de la formación alemana. Y quedé profundamente impresionado.



Realmente es difícil ponerle alguna pega a esta soberbia lectura. Puede echarse de menos la atmósfera siniestra que imprimió Barbirolli en su aún hoy referencial registro para EMI, así como el increíble trabajo de disección orquestal que realizó entonces el maestro londinense. También podría añorarse esa mezcla especial de incandescencia, sensualidad y carácter visionario que ofreció Bernstein en su no menos memorable grabación con la Filarmónica de Viena de 1988. He vuelto a escuchar las dos y, efectivamente, ahí permanecen como dos de los más grandes monumentos de la música sinfónica grabada. Pero lo que hace Rattle, menos personal que los citados y sin ese punto de genialidad, es fantástico en todos los sentidos: planificación perfecta tanto en la arquitectura global como en el detalle, tremendo dominio del ritmo, riqueza de color que se diría infinita –siempre con su punto de adecuada incisividad–, brillantez bien entendida… Y ganas, muchísimas ganas.

Es la del maestro británico es una lectura incandescente, llena de verdad, de entusiasmo, de comunicatividad, pero –todo está controlado al milímetro– sin que el ardor llegue al nerviosismo. Rattle trabaja todo el espectro orquestal con trazo fino y sin deseos de epatar al personal por la vía rápida, como hacen otros directores famosos. Todo ello con una perfecta comprensión de la música del compositor, ofreciendo tragedia en grandes dosis, también sentido épico, pero atendiendo asimismo a su particular humor grotesco, a su aliento vital, a lo que de luminoso y de amor por la vida tiene también esta partitura, y al enorme vuelo lírico de un Andante moderato –aquí en segundo lugar– emocionante a más no poder y con esa pizca del decadentismo que sin duda necesita. De melifluidad, de narcisismo y de caídas en lo otoñal no hay ni rastro ni en este movimiento ni en el resto de la interpretación, que consigue un perfecto equilibrio entre todas las facetas del universo mahleriano con la absoluta complicidad de una orquesta en estado de gracia en la que cada una de las intervenciones solistas, aquí fundamentales, son una verdadera lección de virtuosismo y acierto expresivo.

En fin, una Sexta de Mahler no solo superior a la ya espléndida de Daniel Harding con la misma orquesta aquí comentada, sino solo un paso por detrás de las citadas de Barbirolli y Bernstein. Una pena que la toma sonora no llegue a recoger toda la gama dinámica que la obra demanda. En cuanto al concierto de Granada, las expectativas por mi parte no pueden ser más elevadas. Otra cosa será el programa del lunes: de una Segunda de Brahms por Rattle me fío poquísimo.

lunes, 26 de junio de 2017

Simon Rattle dirige Tosca

Tengo previstas tres citas en directo con Sir Simon Rattle, dos en Granada y una en el mismísimo Barbican Hall, en todas las ocasiones con la London Symphony a su frente. El largamente ansiado encuentro me ha obligado a hacerme por fin un hueco para ver en la Digital Concert Hall la Tosca que el maestro británico ofreció el pasado 22 de abril con la que todavía es su orquesta, la Filarmónica de Berlín, en la Philharmonie de la capital alemana, unos días después de que los mismos conjuntos –con idéntica soprano, no así los protagonistas masculinos– representaran escénicamente la magistral creación de Giacomo Puccini en el Festival de Pascua Baden-Baden.


Aunque pronto podremos ver en la misma plataforma la citada versión teatral, encuentro preferible quedarme con la función en concierto. Por dos razones: librarme de una de esas puestas en escena modernas que cada día me molestan más –está enterita de manera corsaria en YouTube–, y poder ver –además de escuchar– cómo los miembros de una orquesta se encargan de la partitura, y por ende reparar aún más y mejor en la increíble orquestación pucciniana. Además, pocas veces o nunca –Karajan la grabó con esta misma formación y con la Filarmónica de Viena– se habrá escuchado esta ópera aún mejor tocada que en esta oportunidad, con una perfección absoluta y con unas intervenciones de solistas instrumentales de una musicalidad para quitar el hipo. Tampoco se queda precisamente corto el Coro de la Radio de Berlín en el fundamental Te Deum.

Otra cosa es la labor de Sir Simon, en todo momento gran director pero ajeno a este universo sonoro. Su dirección alcanza la excelsitud en los momentos más claramente teatrales del drama, llenos de vida, de carácter descriptivo y de garra, trabajados además con pinceles muy finos y enorme sensibilidad para el color y las texturas; el enfrentamiento entre Tosca y Scarpia, el arranque del último acto y la escena del fusilamiento son magníficos. Rattle resulta discutible, por el contrario, en aquellos pasajes donde tiene que desplegar ese sentido de la melodía característicamente pucciniano, esa voluptuosidad y esa particular carnalidad que esta música demanda: en esos casos o bien se queda corto, o se le va la mano en el refinamiento e incurre en alguna blandura, sin llegar nunca a destilar la poesía no solo hermosa –el británico despliega belleza a raudales–, sino también intensa que emana de los pentagramas. Tampoco me termina de convencer cómo interpreta en los metales el tema de Scarpia –demasiado rápido–, ni me parece a la altura de las circunstancias un Te Deum que empieza algo liviano y no se desarrolla con esa grandeza opresiva que le conviene.

Kristine Opolais es una muy buena intérprete del rol titular: voz oscura, homogénea y bien manejada, al servicio de una recreación bastante centrada en lo expresivo, no muy italiana que digamos pero ajena a efectismos más o menos veristas, lo que no le impide estar atenta al contenido del texto; repárese, por ejemplo, en cómo “ordena morir” a Scarpia, o en la carnalidad llena de pliegues psicológicos de sus dúos con Cavaradossi sin que estos signifiquen convertirla poco menos que en una diva caprichosa, en una histérica o incluso en una esquizofrénica, idea que en manos de algunas intérpretes puede ser muy atractiva –pienso en la Malfitano– pero que a estas alturas resulta demasiado vista. Su Floria es una mujer sinceramente enamorada: nada más, y nada menos. Lástima que su notable “Vissi d’arte” no llegue a la excelsitud: algunos recursos belcantistas adicionales no le hubieran venido nada mal. En cualquier caso, la señora esposa de Andris Nelsons posee otras dos importantes armas para enfrentarse al rol: un enorme atractivo físico y un considerable talento como actriz. Su éxito entre el público de la Philharmonie es colosal.

Stefano La Colla cuenta con la ventaja de ser italiano –por dicción y por línea de canto– pero posee una voz desigual, resplandeciente en el agudo y con escaso peso en el grave. Expresivamente no es gran cosa. Va de menos a más, desde un “Recondita armonía” que pasa sin pena ni gloria hasta un acto tercero en todo momento admirable, cantado con propiedad y exquisito gusto; en el enfrentamiento con Scarpia no se le nota sufrir mucho, pero sus “Vittoria” son de los que gustan al personal. Lo menos bueno, su escasísima valía en el plano teatral, circunstancia que en versión de concierto tampoco importa demasiado.

A Evgeny Nikitin –a quien disfruté mucho en directo el año pasado en Múnich protagonizando El ángel de fuego– como Scarpia no hay por donde cogerlo. Su voz truculenta puede valer para el personaje, y desde luego escenifica bastante bien –con gran dosis de repugnancia– al detestable barón, pero su canto es pedestre, vulgar e incluso basto, desde luego nada pucciniano, y si en el primer acto al menos da las notas y ofrece empuje, su enfrentamiento con Floria Tosca es todo él un catálogo de horrores canoros. Malo el Spoletta de Peter Tantsits, digno el sacristán de Maurizio Muraro y excelente el carcelero de Walter Fink. En cualquier caso, una Tosca con suficientes cosas de interés.

miércoles, 21 de junio de 2017

Genial a los catorce, pretenciosa a los cuarenta y dos

Grabación de los conciertos para violín nº 3 y 5 de Wolfgang Amadeus Mozart. Increíble que a los catorce años se pueda exhibir un sonido violinístico tan hermoso, tan homogéneo, tan lleno de carne, tan perfectamente afinado; un fraseo tan ágil, tan desenvuelto en el virtuosismo –espléndidas las cadenzas de Sam Franko y Joseph Joachim– y tan lleno de cantabilidad. Pero asombra aún más la sensibilidad asombrosa de esta niña, la capacidad para desplegar poesía de altísimos vuelos atendiendo al mismo tiempo a lo que de coqueto y galante tiene esta música, sin confundir en absoluto estos conceptos con ingravidez, trivialidad y cursilería.


Es probable que muchos lectores lo hayan adivinado sin necesidad de mirar la carátula: estoy hablando de los registros que de las obras citadas realizó Anne-Sophie Mutter en febrero de 1978 en la Philharmonie de Berlín junto a su mentor Herbert von Karajan y la orquesta de la que era titular para Deutsche Grammophon. Con resultados excelsos no solo por parte de ella: cierto es que la sonoridad de la Berliner Philharmoniker resulta en exceso musculada para este repertorio, pero por fortuna la dirección del salzburgués es de trazo fino, ofrece mucha convicción en los movimientos extremos y despliega la más conmovedora concentración los adagios, particularmente en el sublime del Concierto nº 3.

Mutter decide grabar los cinco conciertos, más la Sinfonía concertante, en julio de 2005, de nuevo para el sello amarillo. Han pasado veintisiete años desde su grabación con Karajan. Nuestra artista cuenta ahora cuarenta y dos recién cumplidos, y decide ponerse al frente de la Filarmónica de Londres para tocar y dirigir al mismo tiempo. La increíble hermosura de su sonido sigue ahí, como también su espectacular dominio técnico del instrumento. Y su capacidad para frasear las melodías con una cantabilidad asombrosa. Sin embargo, su violín no vuela ahora a la misma altura poética, porque la asombrosa frescura de antaño, la sinceridad, la inocencia digamos que adolescente que desprendía en aquella ocasión, se ve sustituida por una cierta dosis de autocomplacencia, sin llegar quizá a las dosis de inaguantable narcicismo que la violinista alemana ha hecho gala en su madurez en otros repertorios (Beethoven, Tchaikovsky), pero recreándose sin tapujos en la belleza más superficial en lugar de profundizar en la intensidad de las emociones, y adornando la partitura aquí y allá con algunos detalles no solo innecesarios, sino también un poco preciosistas, poco naturales, producto más del deseo de decir cosas nuevas que de acudir a la esencia de la música.

 
Como directora debemos reconocer que no lo hace nada mal, aportando un fraseo que, aun muy lejos del historicismo –en las notas confiesa no tener ningún interés por las cuerdas de tripa–, resulta más ágil y menos masivo que el de  Karajan, por ello mismo más adecuado para obras como esta, pero sin la fuerza expresiva que conseguía aquél y con detalles, nuevamente, un poco más coquetos de la cuenta.

Así las cosas, lo mejor de las nuevas grabaciones –no he escuchado el ciclo completo, solo los dos conciertos grabados con anterioridad– es el movimiento conclusivo del KV 216, donde tanto con el instrumento como dirigiendo a la orquesta alcanza el adecuado punto de equilibrio entre elegancia y picardía. Lo peor, la dulzonería de la aparición del violín primer movimiento del KV 219 –llevado ahora con mayor rapidez– y algunos pasajes de su Adagio; las célebres "turquerías" suenan más rígidas y con mucho menos empuje que con Karajan en lo que a la orquesta se refiere

La toma sonora del disco de 1978 es espléndida en su última remasterización. La del de 2005 no es mucho mejor, ni siquiera teniendo la oportunidad de disfrutar de la versión en HD. En cualquier caso, recomiendo escuchar las dos grabaciones: sacarán ustedes una idea muy clara de cómo ha evolucionado esta prestigiosísima violista. A peor.

martes, 20 de junio de 2017

Concierto para piano nº 2 de Bartók: discografía comparada

Mala suerte: tengo entrada para escuchar a Lang Lang y Rattle en Londres haciendo el Segundo concierto para piano de Belá Bartók, y el pianista chino cancela tanto esta actuación como la que tenía prevista con Barenboim (Primero de Rachmaninov). En cualquier caso, y como el concierto sigue en pie con otro solista, es buen momento para sacar a la luz la pequeña comparativa que realicé hace unos meses de esta obra tremenda que no solo demanda gran concentración en el oyente, sino también un considerable sufrimiento al solista de turno: según se puede leer en la Wikipedia, András Schiff asegura que el teclado termina con rastros de sangre cada vez que la toca, tal es la exigencia física de la partitura.


Obviamente, dar las notas y hacerlo con un sentido expresivo no es el único reto. Hace falta también un director que sepa lo que se trae entre manos, y por tanto que atienda no solo a la vertiente más visceral de esta página, que es la que más llama la atención a ese público que sale huyendo cada vez que escucha al nombre de Bartók, sino también a lo que tiene de misterio, de vuelo lírico e incluso de espiritualidad más o menos inquietante. Y necesita asimismo una orquesta a muchísima altura en todas sus familias, siendo la obra particularmente exigente con unos metales que en el primer movimiento, manteniéndose la cuerda sin actividad alguna, cobran todo el protagonismo; en el segundo, curiosamente, es el metal el que permanece callado.

La partitura fue compuesta entre 1930 y 1931, cuando el compositor contaba cincuenta años, había dejado ya muy atrás El mandarín maravilloso y aún tenía que enfrentarse a la escritura de su Música para cuerdas, percusión y celesta. Él mismo fue el solista del estreno, que tuvo lugar en Fráncfort en 1933 bajo la dirección de Hans Rosbaud.

Solo he podido reseñar doce referencias. Una pena que no tengan ustedes a su disposición ninguna de las dos grabaciones radiofónicas con Barenboim dirigiendo de manera admirable esta obra, sobre todo a la hora de aportar una atmósfera densa y opresiva un segundo movimiento que le suena particularmente turbulento y lleno de malos presagios; la primera de esas grabaciones se remonta a 2005 y tuvo como protagonista a Lang Lang, la segunda es de 2011 y la protagoniza un Yefim Bronfman mejor aún que en su grabación comercial con Salonen. En cualquier caso, esta muestra es una buena representación de lo que circula en el mercado.




1. Sándor. Fricsay/Sinfónica de Viena (Orfeo, 1955). A pesar de la categoría de los intérpretes congregados, esta interpretación registrada en el Festival de Salzburgo deja mal sabor de boca. Lo hace, ante todo, por la pobreza de los metales de la Wiener Symphoniker, pero también por una planificación poco depurada, incluso confusa, al menos en los movimientos extremos. También por su relativa falta de concentración, particularmente por el excesivo nerviosismo en la sección central del segundo movimiento. Eso sí, el toque de Sándor resulta lo suficientemente variado –aunque su fraseo con frecuencia resulte más virtuosístico que rico en matices– y la expresión tanto del solista como de la batuta, ambos en un estilo impecable  (¡faltaría más, tratándose de quienes se trata!), muestra un considerable compromiso con las diferentes atmósferas propuestas por la partitura, desde lo violento y arrollador hasta lo lírico, pasando por lo sensual y lo religioso. La toma sonora no ayuda. (6)



2. Anda. Fricsay/Sinfónica de la Radio de Berlín (DG, 1959). Su orquesta berlinesa no es mucho mejor que la Sinfónica de Viena, pero en estudio –con la posibilidad de repetir hasta que salga bien– y contando con una toma de sonido espléndida para la época, el maestro de Budapest encuentra una oportunidad mucho más adecuada para plasmar su concepto. Ciertamente lo consigue, y buena prueba de ello es la superior concentración de los dos primeros movimientos, ahora mucho más misteriosos y paladeados (9’50 y 12’19 frente a los 8’52 y 10’51 de la interpretación editada por Orfeo); también más depurados en lo sonoro, más claros y mejor tensados, aunque de nuevo el gorjeo de los pájaros y toda la sección intermedia movimiento central ofrece especial agitación e incisividad. El toque del joven Géza Anda resulta un punto más percutivo y monolítico que el de Sándor, pero quizá se implique más a fondo en la partitura y subraye con mayor acierto sus tensiones. (7)



3. Richter. Svetlanov/Sinfónica del Estado de la URSS (Russia Revelation, 1967). Grabación en vivo francamente mediocre que permite apreciar la visión angulosa e incisiva de un Richter que, como era esperar, interpreta la partitura con vehemencia, electricidad y un cierto carácter demoníaco; el Adagio lo aborda con muy adecuada concentración y sentido de lo inquietante, aunque su sección intermedia resulta efervescencia pura y los pasajes dramáticos que flanquean la misma  descarguen una fuerza dramática abrumadora. Eso sí, su toque resulta poderoso y combativo por encima de otras consideraciones, lo que no le impide dar verdaderas lecciones de agilidad. La dirección parece comulgar plenamente con las maneras del solista, desplegando aristas y vehemencia en los movimientos extremos –que alcanzan clímax de gran incisividad– y combinando meditación con arrolladora electricidad –maderas particularmente incisivas– en el central; lástima que las insuficiencias de la toma apenas dejan apreciar hasta qué punto es minucioso el tratamiento de la orquesta, cuyos ásperos metales –a decir verdad– tampoco son los mejores que uno pueda imaginar. (8)



4. Kovacevich. Colin Davis/Sinfónica de la BBC (Philips, 1968). Lo más valioso de esta interpretación es la labor del maestro británico, sobre todo en un primer movimiento dicho con mucho empuje y muy bien diseccionado, dotado además del adecuado sentido del ritmo y de rusticidad bien entendida, cualidad que en principio no asociamos al arte directorial de Sir Colin. Flojea el solista, que aun superando con nota el enorme reto de tocar con la potencia y agilidad necesarias, resulta algo lineal en la pulsación y bastante insulso en lo expresivo. La orquesta se muestra solvente, pero los metales se quedan cortos en el tercer movimiento. Toma sonora francamente notable en la serie Eloquence. (7)



5. Richter. Maazel/Orquesta de París (EMI, 1969). Aun sin ser precisamente una maravilla de la tecnología, esta toma sonora sí que deja disfrutar del acercamiento de Richter a la partitura, en un enfoque parecido al de su registro en vivo con Svetlanov aunque quizá ahora menos tremendo, menos feroz y encrespado, más rico en sutilezas y significaciones, quizá por tener a un lado a un Maazel que, siendo considerablemente áspero e incisivo cuando debe, también sabe mostrarse muy estático en las secciones extremas del adagio –más lento, más sensual y misterioso que el de Svetlavov– y sustituir parte de la efervescencia de la citada grabación en vivo por muy apreciables sutilezas en la tímbrica y el fraseo. (9)



6. Pollini. Abbado/Sinfónica de Chicago (DG, 1977). No puede imaginarse orquesta más adecuada para esta obra que la Chicago Symphony, con unas maderas tan exactas y, sobre todo, con unos metales de tan asombrosa potencia y brillantez, insuperables en un primer movimiento en el que ostentan todo el protagonismo. Tampoco parece haber mejor director que el Abbado de los setenta, todo fuego y sinceridad, implacable en su sentido rítmico, portentoso a la hora de clarificar las texturas y muy dispuesto a subrayar todas las aristas necesarias, aunque también a paladear con concentración la atmósfera nocturna de un segundo movimiento que le suena, mucho antes que sensual o evocador, terriblemente desolado e inquietante. El relativo reparo es Pollini, soberbio de fuerza y exactitud, así como de vigor en el ritmo, pero excesivamente percutivo, sin toda la variedad deseable en el sonido ni en la expresión. La toma sigue siendo espléndida. (9)



7. Ashkenazy. Solti/Filarmónica de Londres (Decca, 1979). No sorprende que el primer movimiento sea formidable, pues estaba claro que nadie como Sir George para hacer sonar a los metales de la London Philharmonic con su máxima brillantez posible, ni para diseccionar así el entramado de las maderas, adecuadamente incisivas y ricamente matizadas. También lo estaba que el aún joven Ashkenazy poseía virtuosismo en grado más que suficiente para satisfacer las demandas extremas de esta partitura, así como un toque que sabe no quedarse en absoluto en lo percutivo. Lo que llama la atención es el Adagio, paladeado con extrema lentitud y una concentración prodigiosa, sutilísima en sus acentuaciones tanto desde el podio como en lo que al solista se refiere, quien aprovecha su sección intermedia para demostrar su enorme agilidad sabiendo no caer en el mero despliegue de fuegos artificiales. En el Allegro molto conclusivo los dos artistas vuelven a ofrecer tensión máxima y una fuerza arrolladora, pero de nuevo haciendo que el control de la arquitectura –magnífica manera de remansarse en los breves pasajes líricos– y la atención al matiz se pongan por encima del espectáculo sonoro. (10)



8. Kocsis. Iván Fischer/Orquesta del Festival de Budapest (Philips, 1987). Más que sabor folclórico, lo que el maestro húngaro ofrece es garra, inmediatez, frescura y comunicatividad, dentro de un enfoque valiente con las aristas y la agresividad que desprende la música, pero sin necesidad de subrayar tales aspectos. Por desgracia, en los movimientos extremos se echan de menos claridad, refinamiento y atención al matiz, mientras que el central no termina de destilar todo el lirismo inquietante que necesita. A mayor nivel se mueve Zoltán Kocsis, quien con un toque agilísimo pero con suficiente peso, además de muy poderoso en los grandes clímax, ofrece una recreación de una efervescencia y una electricidad como pocas veces se ha escuchado. La toma sonora es espléndida. (8) 



9. Bronfman. Salonen/Filarmónica de Los Ángeles (Sony, 1993). El maestro finlandés ofrece una dirección que va de menos a más, no particularmente inspirada ni con especial garra, tampoco todo lo clarificadora que uno pudiera esperar de una batuta analítica como la suya, pero que convence por alcanzar un perfecto equilibrio entre todas las vertientes expresivas que ofrece la partitura, combinando así lo aristado con lo sensual, la teatralidad con el vuelo lírico, lo dramático con la espiritualidad, sin suavizar aristas ni escatimar picos de tensión, pero atendiendo a todas las posibilidades poéticas que la partitura ofrece. Bronfman posee un sonido adecuadamente denso y poderoso, como también una agilidad diríase que insuperable –rapidísimo y efervescente el Presto central del segundo movimiento–, pero sabe no caer en lo meramente percutido y modelar su sonido para atender, como hace Salonen, a las diversas atmósferas propuestas por el compositor. La toma es francamente buena, pero no la más clara de las posibles. (8)



10. Schiff. Iván Fischer/Orquesta del Festival de Budapest, (Teldec, 1996). Nueve años después de su grabación para Philips, Iván Fischer y su orquesta vuelven a ofrecernos, sin diferencias apreciables, su atractiva pero no del todo convincente visión de la obra, esta vez con un András Schiff de enfoque parecido al de Kocsis, cierto es que sin llegar a las cotas de efervescencia de aquél, pero quizá con un toque algo más variado y un enfoque de mayor pluralidad. En cualquier caso, no termina de calar lo suficiente en la obra. Los ingenieros de sonido realizan una espléndida labor. (8)



11. Andsnes. Boulez/Filarmónica de Berlín (DG, 2003). Como no podía ser menos cuando del compositor y director francés hablamos, el análisis, la claridad y la objetividad, entendiendo por esto último la decisión de no subrayar ningún aspecto expresivo y de controlar con absoluto rigor todas las emociones, se ponen por encima de cualquier otra consideración, lo que no significa precisamente que la interpretación carezca de tensión interna ni de potencia dramática. Desde este punto de vista los resultados son espectaculares, pero en este caso, y al contrario que en la mayoría de sus Bartók, se aprecia una relativa falta de compromiso en el primer movimiento, al que le faltan, aun estando admirablemente expuesto, algo de fuerza y carácter, sobre todo si lo comparamos con las maravillas que años más tarde Sir Simon Rattle conseguirá con la misma orquesta. Los otros dos son espléndidos, concentradísimo el Adagio y con una sección central llena de efervescencia –clara en el trazo, algo nada fácil–, y un tercero que sí posee toda la garra y vigor necesarios. Leif Ove Andsnes realiza un trabajo admirable por su virtuosismo, vigor rítmico y fuerza expresiva, pero –de nuevo son odiosas las comparaciones: imposible no pensar en Lang Lang junto a la misma Berliner Philharmoniker– se echa en falta un toque algo más variado en lo sonoro y rico en significaciones. La toma es soberbia. (9)



12. Lang Lang. Rattle/Filarmónica de Berlín (Sony, 2013). Asombra en el pianista chino la insultante facilidad con la que parece tocar una partitura de dificultad extrema, hasta el punto de que probablemente nunca se haya escuchado una ejecución tan ágil y nítida en la digitación. Deslumbra igualmente su capacidad para modelar el sonido desde los fortísimos más atronadores hasta las más sutiles veladuras, desde lo muy percutivo hasta lo sutilmente impresionista. Y lo hace también su manera de frasear combinando cantabilidad y flexibilidad con una tensión interna que no deja lugar a tomar aliento. Pero lo que verdaderamente le encumbra a lo más alto es la riqueza, inteligencia y sensibilidad de sus matices, ofreciendo multitud de acentos que revelan que esta obra ofrece posibilidades que van más allá del mero contraste entre la fiereza de los movimientos extremos y el carácter nocturno del central, explorando especialmente el lirismo y la sensualidad que subyacen los pentagramas. Rattle dirige a su portentosa orquesta con mano firme, energía muy controlada y gran atención al detalle, aunque sin subrayar aristas ni resultar virulento; en este sentido, se echan de menos la energía, la incisividad y el colorido de un Solti, quizá también su imaginación en algunos pasajes. En cualquier caso, su técnica y su convicción terminan triunfando, sobre todo cuando se trata, como en el caso del solista, de poner de relieve los aspectos más líricos de la partitura, o de demostrar que los pasajes más virtuosísticos –por ejemplo, el “canto de pájaros” que es eje axial del simétrico Adagio– están llenos de poesía. Toma sonora excepcional en Blu-ray Pure Audio. (10)

sábado, 17 de junio de 2017

¿Conoce usted la Sexta de Mahler?

En caso negativo, y habida cuenta de que se trata de una de las más grandes sinfonías compositor austriaco, le recomiendo calurosamente que vea este vídeo filmado en octubre de 1976 en la Musikverein de Viena en el que un Leonard Bernstein con barba dirigía a la Wiener Philharmoniker. A modo de anticipo, dejo aquí unos comentarios que he tomado a vuelapluma y habrán de formar parte de una comparativa que espero publicar dentro de poco.



Nueve años después de su grabación con la Filarmónica de Nueva York para CBS, Lenny repite al frente de una orquesta muy superior –y mahleriana al cien por cien– el mismo concepto. Es decir, un primer movimiento en exceso rápido –tanto como la otra vez: el resto se los toma con más calma– y con un punto festivo que no le conviene, pero globalmente una interpretación llena de extroversión y goce dionisíaco; apasionadísima, extremadamente sincera y comunicativa a más no poder; irresistible en el ritmo, riquísima en el colorido; capaz de ofrecer los contrastes expresivos extremos que pide la partitura sin caer en la esquizofrenia ni en el amaneramiento, atenta tanto al pasado romántico como al futuro expresionista, dicha de un solo trazo… Todo un huracán de emociones que alcanza su culmen en un memorable Andante moderato –ubicado en tercer lugar–, para después ofrecer un movimiento conclusivo que es puro fuego y no deja un momento de respiro: en su siguiente grabación con la misma orquesta, una de las grandes referencias discográficas, lo dirá con mayor amplitud sin perder garra.

En cualquier caso, lo que interesa en esta ocasión es la posibilidad de contemplar a Bernstein en la que es una de las actuaciones escénicas –soberbia filmación en celuloide de Humprey Burton– más memorables de su carrera. Ver cómo usa todo su cuerpo para explicar la obra –tremendo verle canturreando, al borde de la lágrima, en el Andante Moderato– es toda una experiencia. Por eso mismo, y aun viéndose lastrada por una toma sonora que no está a la altura de la obra, considero esta versión –editada en DVD por Deutsche Grammophon– como la más recomendable para quien se acerque por vez primera a esta prodigiosa creación mahleriana. Si es su caso, adelante. Y si no conocen esta filmación, también.

viernes, 16 de junio de 2017

Michael Barenboim, enorme violinista

Michael Barenboim nació en París en 1985. En Andalucía le hemos visto crecer año tras año formando parte de la orquesta del West-Eastern Divan, desde que era apenas un adolescente hasta ahora que es un señor casado que fuma en pipa. En los primeros tiempos era uno más entre los violines. Más tarde pasó a ser concertino. El primer solo que le escuché fue el de la Primera sinfonía de Brahms en la Alhambra: estuvo regular. Poco a poco se le fue viendo más suelto, más seguro. Hasta que llegó el Concierto para violín de Schoenberg dirigido por su padre y grabado en vivo en mayo de 2012, comentado en este blog: ahí ya demostraba ser un artista con cosas muy importantes que decir. Ahora el sello Accentus saca su primer CD en solitario, registrado en junio y julio de 2016 con formidable calidad técnica. Repertorio “facilito” integrado por la Sonata BWV 1005 de J. S. Bach, la Sonata Sz. 117 de Béla Bartók y Anthèmes I & II de Pierre Boulez. ¿Resultados? Aunque personalmente echo en falta más “carne” en su sonido, me parece que estamos ante una nueva gran figura del violín.



El disco se abre con Anthèmes I. Y desde el primer momento queda claro este chico no solo posee un descomunal dominio técnico de las posibilidades de su instrumento, sino también una musicalidad fuera de serie: los colores que extrae del instrumento, la electricidad que recorre su fraseo, la relación de unas frases con otras, las gradaciones dinámicas, el peso otorgado a las pausas… Todo ello está en función de una idea muy clara, que no es otra que la tensión entre el sonido y el silencio. Tensión que forma parte consustancial de la música de Boulez y que, me parece, identifica asimismo a Michael Barenboim como intérprete.

La obra, que no parece precisamente fácil de tocar, desde luego no es sencilla de escuchar. He realizado repetidas audiciones, comparando con diversos registros disponibles en Spotify (plataforma que tengo conectada a mi receptor, dicho sea de paso). La primera grabación mundial de la obra fue la de Julie-Anne Derome (Atma, 1996), violinista canadiense de sonido más afilado que el de Michael Barenboim, también menos sólido. Su recreación, lenta y atenta al peso de los silencios, es de alto nivel, pero personalmente no encuentro necesidad de contrastar tanto las texturas, que en algún momento hace sonar desagradables. En cualquier caso, no parece alcanzar la potencia expresiva de la de Barenboim, ni su capacidad para el diálogo interno, para otorgar significación a cada una de sus intervenciones. La de Jeanne-Marie Conquer grabada por Naïve e incluida por DG en la edición completa de las obras de Boulez interpretación angulosa y áspera, fraseada con nervio y electricidad, pero no muy sutil, ni imaginativa, ni rica en matices expresivos. Hay que descubrirse ante la tremenda interpretación de Carolin Widmann (Hänssler), más intensa y más comunicativa que todas las citadas, incluida la de Barenboim, y dicha con un sonido violinístico de una solidez impresionante. Ahora bien, la comparación deja claro que la lectura de nuestro artista es más bella, más sutil, más poética, más rica en los diálogos internos que establece el instrumento consigo mismo, quizá también en colores y texturas, y desde luego más atenta al vuelo lírico que se esconde entre los pentagramas. Más plural en el enfoque, en definitiva, y por ello más completa.


Deslumbrante la Sonata de Bartók. Obra postrera del autor, encargada por Menuhin con el indisimulado deseo de ayudarle económicamente. El genial compositor húngaro respondió a su iniciativa escribiendo una página tremenda que Michael Barenboim interpreta como si le fuera la vida en ello. La angustia que recorre su lectura llega a ser insoportable. No hay la menor concesión al oyente: todo aquí es aspereza, retorcimiento y visceralidad. Las tensiones están marcadísimas y las descargas de electricidad llegar a ser fulminantes, pero por ventura ello no supone exceso de nervio ni renuncia al vuelo lírico, como tampoco un descuido de los acentos melódicos ni de los más sutiles detalles tímbricos, algo que queda claro en un tercer movimiento que sabe ser onomatopéyico –canto de los pájaros– sin quedarse en lo contemplativo y sensual, sino poniendo asimismo de relieve lo que de inquietante tiene este pasaje nocturnal típicamente bartokiano. Aquí también he realizado comparaciones. El citado Menuhin resulta quizá más onírico y más sensual, pero no resulta ni mucho menos tan dramático como Barenboim, y tampoco se encuentra del todo bien de dedos, mientras que Isabelle Faust, haciendo uso de unos tempi considerablemente lentos, resulta en exceso distanciada. Por cierto, la violinista alemana posee un sonido tan pequeño como el del protagonista de este disco, pero mientras ella se encuentra mucho más a gusto en los pianísimos que cuando tiene que desplegar robustez sonora, Michael es capaz de satisfacer plenamente todas las demandas de la partitura.

Sigue la Sonata BWV 1005 de Johann Sebastian Bach. Aquí tenido la oportunidad de realizar una larga serie de comparaciones: Fischer, Podger, Khachatryan, Hahn, Szeryng, Midori Seiler, Huggett, Beyer, Faust, Grumiaux y Chung, esta última en sus dos grabaciones. Demasiada competencia como para sobresalir, aunque Barenboim hijo queda en buen lugar. Su fraseo es tradicional, pero ágil y fluido, cantable y alejado de cualquier tipo de afectación; rico en acentos sin necesidad de romper el discurso musical, de buscar claroscuros ni de generar grandes efectos teatrales. La lógica y la naturalidad, dentro de una óptica de perfecto equilibrio entre pathos y belleza lírica, presiden su recreación. El Adagio inicial está recreado con lentitud, con un dolor contenido, sin necesitar el enfoque expresionista de otros colegas –ni menos aún de las sonoridades desagradables de Amandine Beyer­­–, aunque a decir verdad no vuela a la asombrosa altura de la interpretación ya comentada por aquí de Hilary Hahn ni de la no menos increíble de Sergey Khachatryan, que espero reseñar algún día. La Fuga está dicha con admirable fluidez –nada que ver con el desastre de Monica Hugget–, pero aquí echo de menos imaginación por parte de nuestro artista, sobre todo a la hora de crear grandes arcos de tensión sonora mediante el juego de dinámicas. Bello y lírico el adagio antes que doliente, diríase que un tanto femenino, en consonancia con la sonoridad delicada de su violín. Irreprochable el Presto final, sutilmente graduado a la hora de acumular tensiones y ajeno a frivolidades.


Para terminar, nuevamente Boulez. Anthèmes II fue estrenada en 1997 como ampliación –doblando su longitud, de ocho minutos y medio a diecinueve– de la página que abría el disco, escrita seis años atrás. Pero el resultado sonoro es aquí muy distinto, por la incorporación de manipulación electrónica en vivo creando una serie de ecos, reverberaciones y efectos diversos que le otorgan un muy atractivo sentido de la espectacularidad espacial: si es posible, pongan su receptor/amplificador en modo “estéreo multicanal” para que la música les rodee, tal y como deseaba el compositor francés. Tenemos varios acercamientos en vivo de Michael Barenboim a esta página: la interpretación en la Staatsoper berlinesa de 2010 editada por Deutsche Grammophon en un doble compacto aquí comentado, el vídeo de los Proms de 2012 y una toma radiofónica de 2015 realizada en la Philharmonie de Berlín. Este nuevo registro se realizó en estudio, en el IRCAM de París –el resto del disco está grabado en la Jesus-Christus-Kirche berlinesa– en el verano de 2016. ¿Simple deseo de registrar con la mayor calidad posible la electrónica en vivo, obviamente del propio IRCAM, que ya colaboraba en todas las interpretaciones anteriores? ¿O ganas de revisitar la obra para decir cosas nuevas seis años después de su primera aproximación?

He realizado diferentes audiciones, en uno de los casos poniendo de manera consecutiva la grabación de DG y esta otra editada por Accentus. No he apreciado grandes diferencias, aunque sí me ha dado la impresión de que en 2010 ofrecía una lectura más misteriosa y sensual, más atenta a los aspectos líricos de la obra, mientras que en las dos más recientes –esta y la de 2015– apuesta por poner de relieve la vertiente más angulosa de la misma, acentuando los picos de tensión y hasta apostando por una mayor dosis de agresividad. Sea como fuere, me parece que Michael Barenboim nada tiene que envidiarle a la impresionante grabación de Hae-Sun Kang, la violinista coreana que en su momento se encargó de estrenar la obra; antes al contrario, quizá nuestro artista la supera en riqueza de colores y en valentía a la hora de poner acentos.

A falta de escucharle en otros repertorios para conocer el alcance de su dimensión artística, lo dicho antes: este soberbio disco apunta a que nos encontramos ante un enorme violinista.

miércoles, 14 de junio de 2017

Petrushka y Pulcinella por Abbado

He conseguido "vía Rusia" –el navegante bien informado ya sabe a qué me refiero– el SACD editado en Japón que incluye las interpretaciones de Petrushka y Pulcinella registradas por Claudio Abbado para Deutsche Grammophon al frente de la Sinfónica de Londres en la etapa en la que el maestro milanés era titular de la referida formación. No las conocía. Me han gustado mucho, aunque más la lectura de la primera de las obras, que me parece fenomenal, que la de la segunda.


Petrushka recibe una interpretación marcada por la vivacidad, la chispa y el carácter bullicioso de una batuta a veces algo más apresurada de la cuenta, pero depuradísima y precisa en la tímbrica –incisiva en su grado justo–, clara en las texturas, llena de ritmo y muy certera a la hora de diferenciar en lo expresivo a cada uno de los personajes y las situaciones que ofrece la genial partitura stravinskiana, si bien en una línea más caricaturesca que otra cosa; al contrario que Bernstein, Dohnányi o Chailly, Abbado decide no humanizar a los protagonistas de la acción y dejarlos en lo que son, unos muñecos. Un incisivo y nervioso –en el mejor de los sentidos– piano de Leslie Howard redondea una realización de enorme altura.

En Pulcinella también priman una luminosidad, una chispa, un sentido del humor y unas ganas de vivir irresistibles. Ahora bien, aquí a Abbado se le va un poco la mano y resulta, en más de una ocasión, en exceso nervioso en el fraseo, por momentos pimpante. Esto no significa que descuide la sensualidad y el sentido cantable que asimismo anidan en esta música, pero lo cierto es que tales aspectos los ha sabido poner de relieve bastante mejor Pierre Boulez (¡quién lo diría!) en la interpretación, muy diferente a ésta, aquí hace poco comentada. La Sinfónica de Londres, tratada con incisividad adecuada, responde con encomiable virtuosismo a los requerimientos del maestro italiano, mientras que el equipo de cantantes ofrece un digno nivel: correcto Neal Davis, solvente John Shirley-Quirk y más interesante en lo vocal que en lo expresivo –aun elegantísima– nuestra Teresa Berganza.

En el SACD el sonido de Petrushka, registro realizado en septiembre de 1980, es asombroso: limpio, natural y de admirable brillantez en el agudo. No sé cómo se las han apañado los chicos de Esoteric, pero parece claro que muchas de las últimas grabaciones analógicas eran en origen mejores que las primeras digitales. La toma de Pulcinella, de 1978, es menos buena. Si saben dónde encontrar este disco, no hace falta decir más.

domingo, 11 de junio de 2017

Karl Böhm, ¿el mejor Réquiem de Mozart?

A raíz de mi reciente comentario sobre las grabaciones de Karajan y Muti, he decidido volver a dos interpretaciones del Réquiem de Mozart que hace mucho tiempo que no escuchaba. Me refiero a las dos últimas de Karl Böhm, registradas ambas en Viena el año 1971 y editadas por Deutsche Grammophon. Una de ellas es la del DVD, y corresponde a una filmación en celuloide –espléndida para la época– realizada en la Piaristenkirche durante el mes de diciembre, poniéndose el maestro al frente de la Sinfónica de la capital austríaca. La otra, que yo siempre creí posterior en el tiempo, es en realidad algo anterior, del mes de abril, y se grabó en la Musikverein. La orquesta, obviamente, es aquí la Filarmónica. Pero la que más me interesa es la del vídeo, de la que he escuchado decir a los críticos Ángel Carrascosa y Jesús Trujillo que es su versión favorita. No sé si diría yo tanto, pero el reencuentro me ha dejado estupefacto.


Es difícil explicar cómo es esta interpretación. ¿La orquesta y el coro son grandes? Sí. ¿Densa la sonoridad? Ciertamente. ¿Lentos los tempi? Lentísimos. ¿Tradicional la articulación? Por completo. ¿Hay prolongados calderones y grandes contrastes sonoros? Desde luego. Pero pese a las aparentes coincidencias formales, poco tiene que ver esta lectura con las de Karajan y Muti anteriormente comentadas. Con el de Salzburgo existía una clara intención de abrumar al personal a base de una mezcla de suntuosidad sonora y decibelios. Aquí nada hay de eso. Con Böhm la forma no es objetivo en sí misma, sino que se encuentra en exclusiva al servicio de la expresión. Una expresión que es sobria, austera, concentrada y terriblemente trágica: aunque no el más dramático y lleno de tensión –ahí está la lectura de Barenboim con la English Chamber–, este es el Réquiem mozartiano más doliente que conozco, el más triste y el más agónico (¡acongojante el "Agnus Dei"!); quizá también el más sincero, el que menos espacio concede a la brillantez sonora y aquel en el que la sensualidad y hasta la dulzura que también habitan los pentagramas de encuentran más a raya. Es decir, todo lo contrario que con Muti, que sí que suavizaba aristas y aflojaba tensiones para dejarse llevar por una ensoñación pseudomística poco conveniente. Todo ello, por descontado, lo lleva a cabo el de Graz –setenta y siete añitos- haciendo gala de la marmórea elegancia que caracteriza su batuta, de su perfecta capacidad para clarificar las texturas y sin una sola caída, a pesar de los tempi, en el pulso interno. Y con un estilo, esto es lo más milagroso, que no suena a Brahms ni a Bruckner, sino a puro Mozart. Aunque no al Mozart de los historicistas, claro está.

El cuarteto vocal es un prodigio. Quizá a Gundula Janowitz y a Peter Scherier determinadas sensibilidades –no es mi caso– le pueden poner algunas pegas, pero ante lo que hace el matrimonio Christa Ludwig-Walter Berry solo cabe hincarse de rodillas. Lo menos bueno es el Coro de la Ópera de Viena, pero casi se diría que sus tiranteces contribuyen a hacer todavía más angustiosa esta lectura. Lo que sí deja mucho que desear es la toma sonora, sin mucha gama dinámica y con distorsiones.

 

La del audio suena bastante mejor, sobre todo si se tiene la suerte de disfrutar de la reciente edición en HD. La interpretación es parecida a la del vídeo, pero hay diferencias. Los tempi son un poco más lentos (¡más aún!): 64’22 en abril frente a los 62’47 de diciembre, si bien la impresión auditiva es que la diferencia es mayor aún; entiendo que esta circunstancia se puede deber a la ausencia de las imágenes, que a veces altera de manera sustancial la percepción. En lo expresivo esta visión con la Filarmónica –el coro vuelve a ser el de la Ópera de Viena– es quizá un poco más gótica, más atmosférica, quizá también más serena; por ello mismo menos tensa y doliente que la anterior, menos visionaria. Diríase que es más clásica, aunque insisto en que el concepto es muy parecido.

La mayor diferencia viene por parte de los solistas. La gran Edith Mathis, de timbre oscuro y aterciopelado, puede resultar más adecuada que la Janowitz, Wieslaw Ochman no lo hace nada mal, pero la notable Julia Hamari no llega a la altura inmensa de la Ludwig y, desde luego, el engolado Karl Ridderbusch no tiene nada que hacer frente a Walter Berry. Gran versión, pero me quedo con la que lleva imágenes.


En fin, qué quieren que les diga. En el momento de escribir estas líneas el vídeo está aún colgado en YouTube. Véanlo antes de que lo quiten, lean –está en inglés– esta crítica completamente opuesta a la mía y opinen por sí mismos.

sábado, 10 de junio de 2017

Shostakovich por el Cuarteto Jerusalem

Increíblemente bien grabados por los ingenieros de los estudios Teldex, los compactos con música de Shostakovich protagonizados por el Cuarteto Jerusalem en 2004 y 2006 en Harmonia Mundi se ofrecen ahora en un doble álbum de la colección HM Gold que me apresuro a recomendar pese a sus relativas –muy relativas– desigualdades.


La primera, en la frente: habiendo comparado con dos versiones diferentes del Borodin (Melodiya y Decca) y con la del Fitzwilliam, el Cuarteto nº1 –de 1938: el autor contaba ya 32 años– recibe en manos de estos chicos (Alexander Pavlovsky, Sergei Bresler, Amichai Grosz y Kyril Zlotnikov, este último con un chelo de la Du Pré prestado por Barenboim) la interpretación más tensa, más comprometida, con más contrastes sonoros y expresivos, tensa hasta clímax espeluznantes, pero también hermosísima de sonoridad y maravillosamente cantada. Los movimientos extremos son prodigiosos. El tercero, extrañamente, es más elegante y suavemente irónico que aristado, quizá por la necesidad de contrastar con la intensa emotividad del resto.

Sigue el Cuarteto nº 4, de nuevo con resultados excepcionales: recreación aún más tensa que la del Borodin de 1982, pero no menos bella, y eso que el primer violín suena muy aristado cuando debe. Se cierra el primer CD con el Cuarteto nº 9: enorme depuración y belleza sonoras, fraseo flexible y asombrosamente matizado en las dinámicas, y un enfoque lírico y humanístico –que no superficial ni descafeinado– mucho antes que visceral presiden esta interpretación a la que le falta quizá un último punto de tensión sonora, como también un sentido del humor más inquietante, alcanzando en cualquier caso grandes cotas de intensidad en un soberbio Allegro conclusivo. Esta vez me quedo con el Fitzwilliam y con el Borodin.

Ya en el segundo compacto, la del Cuarteto nº 6 –escrito en 1956– es una interpretación de belleza formal extrema, fraseada con una naturalidad admirable, muy matizada en las dinámicas pero no exenta de tensiones internas y de sentido de lo inquietante. Los tempi de los dos primeros movimientos son más lentos que los del Borodin, lo que hace estas interpretaciones más cantables y holgadas, pero en el Lento, van apreciablemente más rápido y eso se nota, porque se ahonda bastante menos en la densidad y en la negrura de la página. Por eso me vuelvo a quedar con los rusos, y también con el Fitzwilliam.

En el emblemático Cuarteto nº 8 no ofrecen una visión expresionista ni violenta, sino más bien humanista y profunda; también de enorme belleza en lo sonoro, pero atendiendo plenamente al carácter doliente y desolado de la obra. En comparación con la del Hagen que comenté hace poco, esta es más rápida, más atmosférica y desde luego más lírica, se encuentra fraseada con mayor flexibilidad, despliega más imaginación y ofrece un enfoque más plural, pero carece de la inmediatez, la garra y el intenso dramatismo de aquella, que me sigue pareciendo más recomendable, sin olvidar de nuevo a los señores del Borodin (Melodiya y Virgin, no así lo del renovado Borodin en Decca).

Cuarteto nº 11 para concluir. Lejos de ofrecer una áspera y angulosa lectura nihilista a la manera del Borodin (Melodiya), y sin necesidad de extremar contrastes como hizo el Emerson (DG), el Jerusalem vuelve a apostar por una perfecta mezcla entre belleza sonora, cantabilidad, concentración y tensión dramática, permitiendo que la obra fluya con naturalidad pasmosa. No hay que forzar nada: música pura interpretada con objetividad, lo que tampoco significa renunciar a la electricidad o el dramatismo en el fraseo –tremendo el cuarto movimiento– ni al humor más inquietante –quinto-, como tampoco al lirismo elegíaco –sexto– que demanda una obra no en vano compuesta por Shostakovich en 1965 a la memoria de Vasily Shirinsky, miembro de su querido Cuarteto Beethoven. Lo dicho: un producto muy recomendable.

jueves, 8 de junio de 2017

Dos Réquiem de Mozart con la Filarmónica de Berlín: Karajan y Muti

Morbazo: dos versiones del Réquiem de Wolfgang Amadeus Mozart (versión Süssmayr, por descontado) con la Filarmónica de Berlín, registradas ambas en la Philharmonie de la capital alemana, con dos directores tan emblemáticos a su frente como Herbert von Karajan y Riccardo Muti. Tanto en lo sonoro como en lo expresivo hay importantes puntos en común entre ellas, pero lo cierto es que las diferencias son considerables. Y gana el de Salzburgo, señoras y señores.

 
La de Karajan fue registrada en 1975 por los ingenieros de Deutsche Grammophon. Ya pueden imaginar que los efectivos congregados son enormes, las sonoridades opulentas, hay alguna caída en la blandura –el arranque mismo– y el maestro extrema los contrastes entre volúmenes sonoros. En todo momento queda en evidencia su deseo de epatar al personal hasta el punto del disparate estilístico (¡tremendos calderones al final del Kyrie o el Lachrimosa!) y de acercarnos a territorios antes brucknerianos que mozartianos. Sin embargo, es difícil resistirse ante la cantabilidad de su fraseo, ante lo maravillosamente trazadas que están las fugas, ante el derroche de belleza sonora, ante la fuerza expresiva general que emana de la batuta, por no hablar de su perfecta sintonía con el espíritu teatral, léase operístico, que caracteriza a las partes compuestas por Süssmayr. Cuarteto vocal de gran nivel en el que solo flaquea un poco el tenor Werner Krenn; magníficos Tomowa-Sintow, Baltsa y Van Dam.


En principio el concepto de Muti no difiere mucho del de la versión de Karajan, es decir, sonoridades poderosas y musculadas al servicio de un concepto eminentemente operístico donde la ampulosidad, la atmósfera un punto gótica y la seducción a través de la belleza formal se imponen por encima de otras consideraciones. Pero podríamos pensar, conociendo a ambos directores, que con Muti el Réquiem sonaría menos refinado y con más empuje, más sincero y más directo al grano. Pues no, todo lo contrario: al italiano sí que se le va la mano suavizando aristas y ablandando el fraseo, y aunque hay momentos de enorme garra –Sanctus– donde sí encontramos al Muti enorme director teatral, la impresión global es que esta interpretación resulta no ya otoñal sino mortecina, flácida incluso –decepcionantes las fugas del Kyrie o el Quam olim Abrahae–, equivocadamente ensoñada y no poco insincera, por muy bellas que resulten las sonoridades de la Filarmónica de Berlín, del Coro de la Radio de Suecia y el Córo de Cámara de Estocolmo. El cuarteto contribuye aún más a desequilibrar los resultados, y si Waltraud Meier está excelsa y James Morris cumple aun con su voz en exceso cavernosa, Patricia Pace –una auténtica soubrette– puede hacer poca cosa con su vocecita del montón y su expresividad insulsa, por no hablar de ese camelo de tenor que se llamó Frank Lopardo.

Ah, he podido escuchar ambos discos en SACD. El de Karajan suena increíblemente bien. El de Muti, un poco menos.

martes, 6 de junio de 2017

Miedo

Sé que a algunos lectores no les gusta que hable de política. Pero me lo pide el cuerpo, hasta el punto de que encuentro para escribir de esto las fuerzas qu eno tengo para hacerlo de música: no vivimos aislados dentro de una burbuja, sino dentro de un entorno con el que hay que comprometerse. Lo que ocurra en él va a afectar directamente a nuestras vidas.

MIEDO me dan los que se autodenominan liberales. Quieren decir en realidad derecha extrema, circunstancia que les da vergüenza reconocer. No debne confundirse con la extrema derecha, es decir, con la posición antisistema que va de la mano con los movimientos neonazis: esos también me dan miedo, pero se les identifica rápidamente. A estos otros no, y por ello son más peligrosos. Porque están dentro del sistema y se amparan en la democracia para llevar a cabo medidas extremadamente injustas basadas en el neoliberalismo económico, esto es, en el egoísmo puro y dudo: cada uno con lo que le haya tocado en suerte, y a los demás que les den. Sirve de poco que su lideresa en España, Esperanza Aguirre, haya caído en desgracia por las toneladas de corrupción por ella amparada. Ellos siguen ahí.

MIEDO me dan quienes afirman que su pensamiento se basa en el humanismo cristiano. No, no me refiero en absoluto a esos millones de católicos en España que son, en mayor o menor medida, tolerantes o muy tolerantes con otras maneras de pensar y de sentir. Me refiero a esa minoría que, bajo el paraguas de la referida etiqueta, desean la vuelta al estado confesional y a la imposición en el ámbito civil de creencias que pertenecen única y exclusivamente a la esfera de lo religioso. Que consideran un ataque a nuestra sociedad que en los centros educativos formemos también en el respeto y la tolerancia. Y que pretenden combatir el repugnante fundamentalismo islámico ni más ni menos que con más dosis de catolicismo intransigente e intolerante –apagar fuego con gasolina–, cuando la guerra que se está desarrollando –porque de una guerra se trata– no es entre cristianismo e islam, sino entre un mundo más o menos democrático y laico –llamémosle Occidente– y un otro mundo –llamémosle Oriente– dictatorial y confesional.

Pero también me dan MIEDO, muchísimo miedo, aquellas personas que en rechazo a estas posturas antes señaladas y a los múltiples problemas que aquejan a nuestra vida política responden desde una izquierda extrema que aplauden a políticos que se autodenominan "verdadera y única izquierda" al tiempo que no tienen reparos en reivindicar medidas que no son precisamente más democráticas que esa interferencia del poder ejecutivo en el judicial en la que ha caído el actual gobierno del PP; medidas que se acercan a las que son propias de los regímenes totalitarios. Algunas de estas personas, incluso, llegan a apoyar a regímenes tan repugnantes como el de la actual Venezuela (¡a buena hora mangas verdes, señor Dudamel!) o a decir barbaridades como que en la actual Cuba hay mayor democracia que en España.

Las posturas se radicalizan, y lo harán cada vez más a medida que el terrorismo islamista siga avanzando, que las desigualdades sociales se hagan más profundas y que lleguen al poder políticos de la calaña de Donald Trump. Decididamente, tengo miedo.

lunes, 5 de junio de 2017

El concierto para violonchelo de Dvorák por Du Pré

Escribir comparativas discográficas con muchas versiones resulta pesado y aburrido. Haré algunas más –tengo varias de ellas a punto de finalizar–, pero a partir de ahora procuraré que esas comparaciones sean solo entre dos o tres registros de una misma obra: a veces así se descubren cosas interesantes. Por ejemplo, el sublime Concierto para violonchelo de Dvorák en las dos grabaciones de Jacqueline Du Pré, la de noviembre de 1967 junto a Sergio Celibidache y la Sinfónica de la Radio de Suecia editada tanto por DG como por Teldec –obviamente un registro en vivo–, y la de 1970 junto a Barenboim y la Sinfónica de Chicago lanzada por EMI.

 
La primera de ellas es una maravilla. La colaboración entre dos personalidades tan poderosas podía haber terminado en un choque de trenes, pero lo cierto es que ocurre todo lo contrario. Poca veces se habrá escuchado en esta obra un diálogo tan rico entre batuta y solista, tan absoluta comunión a la hora de jugar con la flexibilidad de los tempi –por lo general muy lentos: la lectura se extiende hasta los 45’20– para permitirse mutuamente paladear las melodías hasta el límite, haciéndolo con una naturalidad admirable y derrochando una inspiración prodigiosa que logra el milagro de llegar al punto justo de equilibrio entre extroversión e introversión, entre frescura juvenil y melancolía, entre brillantez épica y pathos dramático. La sinceridad de las emociones es plena en todo momento, culminando en una coda a la que Celi sabe dotar de la grandeza amarga que necesita. Únicamente las posibilidades de una orquesta cumplidora pero con limitaciones –discreto solo de trompa en la introducción– emborronan un poco la excelsitud de una interpretación de conocimiento obligado.


Con su sonido luminoso –tan diferente del de Rostropovich, otro grandísimo intérprete de esta página– y su fraseo incandescente sometido al más absoluto control, Jacquie sigue en 1970 haciendo verdaderos prodigios con la partitura. Por desgracia, ahora las cosas no funcionan de manera tan superlativa como con Celibidache debido a un Barenboim dramático y escarpado a más no poder, y por ello mismo revelador en más de un momento, pero no tan atento a las posibilidades líricas de la página, más monolítico en su enfoque, y por ende menos inspirado que el maestro rumano. Ni que decir tiene que la Sinfónica de Chicago está fabulosa, pero los ingenieros de sonido la dejaron un tanto atrás y la recogieron con cierta distorsión que permanece incluso en la reciente remasterización a 96/24.

Una cosa más. Jaqueline tenía veinticinco años de edad cuando realizó el registro con su marido, y tan solo veintidós en su genial recreación junto a Celibidache. ¡Cuántas maravillas nos hubiera legado la violonchelista británica si su enfermedad se hubiera retrasado tan solo una década! ¡Qué tristísima pérdida!

El Trío de Tchaikovsky, entre colegas: Capuçon, Soltani y Shani

Si todo ha salido bien, cuando se publique esta entrada seguiré en Budapest y estaré escuchando el Trío con piano op. 50.  Completada en ene...