Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Enorme honestidad y valentía la de Manuel Hernández-Silva al escoger el
programa del concierto de la Academia de Estudios Orquestales de la Fundación Barenboim-Said ofrecido ayer jueves en la Sala Turina de Sevilla: Sinfonía
Júpiter de Mozart y Cuarta de Schumann. Dos partituras extremadamente
difíciles de tocar con auténtica limpieza, y no precisamente menos fáciles de
interpretar por parte del director. O sea, de las que dejan por completo al
descubierto las insuficiencias tanto de la batuta de turno como de la orquesta,
en este caso una formación de jóvenes andaluces que refuerzan con estas jornadas
sus estudios –algunos andan todavía en el conservatorio, otros ya han salido de
él– y que en no pocos casos actúan por vez primera ante el público con un
repertorio sinfónico. Circunstancia esta última que hay que tener muy en cuenta
a la hora de valorar su labor: no se les puede pedir lo mismo que a la Sinfónica
de Sevilla que a esa misma hora actuaba en el Maestranza, orquesta de la que
precisamente forman parte la mayoría de sus maestros de la referida Academia.
Medio en serio medio en broma, casi podíamos llamar a este conjunto “Joven
Sinfónica de Sevilla”.
Pues bien, y siempre teniendo en cuenta la referida circunstancia, creo que
los resultados desde el punto de vista técnico han sido muy positivos. Injusto y
ridículo sería ocultar que hubo irregularidades. Se deslizaron sonoridades
ácidas en los violines, y en algún momento –final de la transición de la
introducción al Allegro en la obra de Schumann– estos anduvieron muy
desmadejados. Las trompetas, que realizaron su labor sin una sola nota falsa,
sonaron demasiado fuertes en Mozart. Y los grandes solos del segundo movimiento
de la sinfonía del alemán fueron desiguales: al oboe le traicionaron los nervios
en su diálogo con un violonchelo –una chica– que estuvo muy correcto, mientras
que ya en solitario, el primer violín resolvió francamente bien su difícil y
bellísima parte.
Aquí acaban los reparos. Porque el conjunto sonó de manera bastante
satisfactoria, poco titubeante y muy disciplinado, equilibrado entre sus
secciones y, sin duda espoleado por la batuta, con muchísima entrega expresiva.
Soy testigo de que hace años la Orquesta Joven de Andalucía –la que dirigió el
mismísimo Barenboim en Marbella, sin ir más lejos– no alcanzaba
semejante nivel. Si tenemos en cuenta que la propia OJA estuvo muy bien en Jerez
hace tan solo unos meses, la conclusión parece clara: aunque haya aún mucho
camino por recorrer, el nivel medio de los jóvenes instrumentistas andaluces se
encuentra ahora mejor que nunca. Y eso se debe tanto a la constancia de los
chavales como al profesorado de los conservatorios, pero también a la
posibilidad de completar sus estudios con proyectos de diferente naturaleza,
entre ellos éste de la Fundación Barenboim-Said que patrocina la Junta de
Andalucía. Por tanto, se merecen también un fuerte aplauso los profesores
salidos de la ROSS y el propio maestro Hernández-Silva.
Me queda hablar de la labor puramente interpretativa de este último. Me gustó
bastante en la primera parte y regular en la segunda. Fue el suyo un Mozart de
esos “de la gran tradición”, por completo ajeno a las maneras históricamente
informadas que, me temo, algunos intentan imponer en Sevilla frente a la
deseable convivencia entre las dos líneas. Y dentro de esa “gran tradición”, que
a su vez ofrece muchísimos senderos que recorrer (¿qué tienen que ver entre
ellos el Mozart de Furtwängler, Klemperer, Böhm, Kubelik o Marriner?),
Hernández-Silva ofreció una Sinfonía nº 41 poderosa, con músculo –que no
masiva–, rotunda, llena de fuego y de pasión, mucho antes interesada por el
pathos que por la belleza sonora, y desde luego un punto protobeethoveniana.
Vamos, una Júpiter propiamente jupiterina. No estuvo, sin embargo, tan
atento a los aspectos líricos de la página: al segundo tema del primer
movimiento o al sublime Andante cantabile, aunque fraseados sin rigidez y con su
adecuado punto de sensualidad, se les podía haber sacado más partido. Tampoco
jugó lo suficiente con las gradaciones dinámicas ni atendió del todo al
equilibrio de planos, algo con lo que seguramente tuvo que ver la deficiente
acústica que la pequeña sala presenta para una orquesta de estas dimensiones:
todo sonaba demasiado fuerte. Triunfó el maestro, en cualquier caso, por su
temperamento verdaderamente irresistible y su fuerza comunicativa.
La Cuarta de Schumann me pareció diferente a la que le escuché en
enero de 2015 al frente de la OJA. Si en aquella percibí el punto de
equilibrio exacto entre lirismo y pasión, salvo en un cuarto movimiento que
entonces me pareció en exceso clásico, esta me ha parecido puro fuego, para lo
bueno y para no lo tan bueno. Y si la Júpiter pide ante todo potencia
expresiva, la página del autor de Genoveva exige también una delicadeza,
una levedad bien entendida y una agilidad que en manos de algunos directores
terminan convirtiéndose en frivolidad y cursilería. Por completo alejado de
semejantes veleidades, Hernández-Silva cayó en el otro extremo: su lectura
resultó temperamental a más no poder y tuvo unos muy adecuados acentos
dramáticos, y hay que elogiar cómo su batuta consiguió que los chavales tocaran
con una pasión desbordada, pero con frecuencia el fraseo fue cuadriculado –sobre
todo en el primer movimiento– y la tosquedad hizo acto de presencia. El
hermosísimo segundo movimiento estuvo bien cantado, aunque a mí me gusta con ese
sabor agridulce tan difícil de conseguir. La dificilísima transición al cuarto
estuvo resuelta solo con dignidad, mientras que la gran coda final fue
furtwaengleriana a tope, dicho sea como el mayor de los elogios posibles.
Para cerrar ya estas líneas, compartir plenamente el discurso final del
maestro sobre la importancia de apoyar la formación de estos jóvenes (¿habrá
habido, quizá, quienes voluntariamente hayan decidido darle poca difusión a este
evento?). También sobre la terrible situación en su Venezuela natal y
sobre la necesidad de alcanzar la paz mediante el diálogo en Oriente Medio: la
recaudación del concierto iba dirigida a UNRWA, la Agencia de Naciones Unidas
para los refugiados de Palestina.
Como estos días trabajo no por las tardes sino por las mañanas, he podido por
fin acudir a los cines UCC de la vecina localidad de El Puerto de Santa María
para asistir a una de sus funciones de ópera en directo desde el Covent Garden:
Otello de Giuseppe Verdi con debut de Jonas Kaufmann en el
rol del moro, Antonio Pappano a la batuta y nueva producción escénica de
Keith Warner. Precio más barato que el de las transmisiones del Met (15 euros) y
buen surtido de canapés con champán en el intermedio cortesía de la casa. Sala
llena y público muy silencioso. Así da gusto, oigan.
No me cuento entre los incondicionales del tenor alemán, porque soy de
aquellos a los que las particulares sonoridades que emite del mezzoforte para
abajo les resultan desagradables. Pero me ha gustado muchísimo su Otello, sin
duda el mejor que he escuchado desde tiempos de Domingo.
Obviamente carece de la
bellísima voz del madrileño, también de su línea de canto más claramente latina
y, sobre todo, de ese punto de intensísima emoción que Plácido alcanzaba en el
“Niun mi tema”. Pero Kaufmann es muy artista y triunfa por completo en el
rol más difícil de todo Verdi: lo canta con excelente gusto, plena atención al
texto, riqueza de matices expresivos, enorme sinceridad y sin concesión ninguna
al efectismo. Nada de sollozos ni de truculencias. Tampoco se recrea en esos
brillantes agudos que posee. Ni los escatima. Dicen que en el estreno se
reservó, dados los altibajos de su estado vocal en los últimos tiempos, pero
ayer miércoles 28 nada hubo de eso. Es además muy buen actor, así que a la
postre convenció por completo vocal y escénicamente tanto en la vertiente
amorosa del personaje como en aquellos momentos más desquiciados del mismo.
Grande.
A Maria Agresta le escuché su Desdémona en
Valencia en 2013, en aquella ocasión bajo una lenta y atmosférica dirección
de Zubin Mehta. Me sigue gustando muchísimo: voz por completo adecuada, línea de
canto sin fisuras –dicen que en el estreno sí hubo problemas–, italianidad al
cien por cien y enorme sensibilidad expresiva, concibiendo al personaje con
cierta carnalidad digamos que erótica y sin rastro de ñoñería. La esposa de
Otello es cariñosa e inocente, pero no una ursulina. En sus dos maravillosas
“arias” del último acto estuvo magnífica.
Esperaba mucho peor a Marco Vratogna. Su canto sigue siendo basto, vulgar, y
su concepción del personaje bastante grosera, carente de la gran cantidad de
pliegues psicológicos que exige Iago (¡cómo olvidar a Fischer-Dieskau!), pero al
menos da las notas, las da de manera sonora y es excelente actor. Más que correcto el
Cassio de Frédéric Antoun y magnífica la Emilia de Kai Rüütel.
Estupenda la lectura de Pappano, muy distinta de la genial de
Barbirolli o de la de Mehta en Valencia, y más bien cercana a la de Sir Georg
Solti en el propio Covent Garden (con Domingo: aún hoy versión
de referencia) y a la de Carlos Kleiber en La Scala. Es decir, una dirección
rápida, incisiva en la tímbrica y en la articulación, tempestuosa a más no poder
e impregnada de un poderosísimo sentido teatral; por momentos terrible dramática
–a ningún director le he escuchado con semejante desgarro el momento en el que
Otello arroja al suelo a Desdémona frente a la embajada veneciana–, pero también
maravillosamente paladeada en las escenas más íntimas y dotada de una
cantabilidad admirable. También me ha impresionado su trabajo técnico: increíble
conseguir mayor claridad con semejante velocidad en los tempi.
El trabajo de Richard Eyre no me ha gustado gran cosa. Respeta a
Verdi, a Boito y a Shakespeare –Iago mata a su esposa a final, como en el drama
original–, cosa que corriendo los tiempos que corren resulta muy de agradecer.
La dirección de actores es buena. Pero no me vale el argumento de que la
escenografía es neutra para potenciar el drama humano: la escenografía es fea, y
punto. La iluminación oscurísima, incluso cuando no debería serlo, con la
excepción de la escena final, en la que ocurre todo lo contrario: la música pide
tinieblas y la propuesta nos ofrece un blanco radiante en el lecho de Desdémona,
por otro lado de diseño muy contemporáneo a pesar del vestuario de época. Hay
también más de una tontería, particularmente la escena en la que el protagonista
juega con unos barquitos. Muy sangriento, y por ello mismo chocante, el suicidio
del protagonista.
En cualquier caso, las desigualdades de la escena no lograron empañar el
enorme nivel musical de este Otello que me hubiera gustado ver en
directo: estaré en Londres por esas fechas pero no quedaban entradas, así que ya
tengo otros planes para esos días. Y podré ver Turandot en la propia
Royal Opera, lo que tampoco está mal.
Hay personas empeñadas en transmitir una idea negativa de la Fundación Barenboim-Said y, por ende, de la Junta de Andalucía que la constituyó allá por julio de 2004. Lo hacen afirmando que el presupuesto –importantísimo en un primer momento, ahora drásticamente menguado– que la Junta reserva para ella se invierte casi con exclusividad en los dos conciertos anuales que Daniel Barenboim tienen comprometidos en tierras andaluzas al frente de la Orquesta del West Eastern Divan. Su razonamiento es implacable: por muy buenos que fuesen dichos conciertos –que para ellos a veces no lo son, o incluso pueden calificarse abiertamente de malos–, gastar semejante cifra en solo dos veladas musicales es un disparate en una comunidad con necesidades culturales mucho más importantes. Luego añaden la guinda demagógica de los conservatorios de música desatendidos por la administración pública –circunstancia que probablemente sea cierta– y de los grupos de intérpretes locales que a duras penas sobreviven entre el desinterés de nuestra clase política –cosa que también ocurre, aunque en algunos casos se podría hablar justo de lo contrario–, y ya está el cóctel servido. Cóctel molotov, claro. Algunos incluso lo adornan con aquello de que "Barenboim viene a llevárselo calentito" para darle todavía más fuerza.
Por descontado que cada uno es libre de defender el modelo cultural que le parezca más oportuno, como también de admirar a Barenboim o de no hacerlo. Pero lo que no se puede hacer es mentir tan descaradamente como algunas de estas personas lo hacen. Y con semejante maldad. Lo de menos es que, como se ha repetido hasta la saciedad, el de Buenos Aires y su orquesta multicultural no cobren un euro por sus actuaciones. Lo grave es que también ocultan que, además de sufragar los gastos meramente organizativos de los referidos conciertos y de los encuentros que en tiempos pasados venían asociados a los mismos, la Fundación Barenboim-Said hace muchísimas otras cosas con su dinero. Un dinero que va destinado, por ejemplo, a talleres musicales y conciertos en Palestina; a másteres universitarios y clases magistrales que cuentan con la participación de numerosos músicos establecidos en nuestra comunidad autónoma y de algunas estrellas de fama internacional –desde el gran Asier Polo hasta mi odiado Enrico Onofri, por ejemplo–; también cursos de iniciación musical en Andalucía y hasta siete publicaciones en castellano del malogrado Edward Said. En la lista habría que incluir igualmente la Academia de Estudios Orquestales que celebra mañana jueves la clausura de este curso con un concierto en la Sala Joaquín Turina de Sevilla que ahora les quiero recomendar.
Y lo hago por un doble motivo. El primero, valorar con nuestros propios oídos si la labor realizada por la referida academia y sus maestros ha dado sus frutos. La segunda, tener la oportunidad de escuchar al maestro venezolano Manuel Hernández-Silva. He escrito muchas veces sobre él, casi siempre para bien. Le considero una de las mejores batutas asentadas ahora mismo en España. Hace un par de años le escuché una de las dos obras que tocará en este programa, la Cuarta sinfonía de Schumann. Escribí en este blog lo siguiente:
"Más que correcta su interpretación de la Cuarta sinfonía de
Schumann, obra difícil donde las haya: la misma tarde del concierto
escuché a un director de la categoría de Christian Thielemann
estrellarse literalmente contra ella, y pocos días antes comprobé como
el gran George Szell no lograba en absoluto ofrecer los admirables
resultados que lograba con otras sinfonías del mismo autor.
Hernández-Silva
consiguió, al menos en los tres primeros movimientos, encontrar los dos
delicadísimos puntos de equilibrios que demanda esta música: entre
ligereza y densidad por un lado, y entre fogosidad y vuelo lírico por
otro. En el cuarto movimiento la cosa no funcionó tan bien: creo que la
transición –que podría haber empezado aún más piano– debería rematar de
manera más visionaria, para seguidamente poner fuego (pero fuego
controlado, ojo, que muchos se precipitan) donde Hernández-Silva se
mostró ante todo fluido y elegante, digamos que excesivamente clásico.
Por lo demás hubo en su lectura naturalidad y excelente gusto,
siempre teniendo en cuenta que el maestro atendió antes a que la
orquesta sonara bien que a ofrecer los numerosos detalles expresivos que
demanda esta obra maestra. Lo dicho: más que correcta."
La otra obra va a ser nada menos que la Sinfonía Júpiter. Va a ser difícil superar el nivel de la lectura que ofreció Barenboim con la WEDO recientemente en el Maestranza, pero podría tratarse de una importante recreación, a tenor del Don Giovanni que le escuché en 2006 en Córdoba. Entonces me referí a la suya como "una batuta musical y llena de vida, quizá no muy ominosa en los momentos más
visionarios ni especialmente creativa, pero sí perfectamente equilibrada entre
los aspectos dramáticos y humorísticos de la partitura, centradísima en el
idioma y desbordante de teatralidad, entusiasmo, vuelo lírico y pasión". Añadiría ahora lo que pude conocer más tarde: Hernández Silva tiene una formación vienesa cien por cien. O sea, Mozart-Mozart en la mejor tradición centroeuropea, esa misma que detestan (¡qué casualidad!) algunos de los que con más saña atacan a la West-Eastern Divan. Mi recomendación queda hecha. Y, como estos días trabajo en horario matutino, me podré pasar por allí. Ya les contaré.
PS. Toda la información sobre las actividades de la Fundación Barenboim-Said la he tomado de su web oficial, que les recomiendo consulten para comprobar que no miento.
Tengo previsto escuchar en directo la Sexta sinfonía de Gustav Mahler que va a ofrecer Rattle frente a la London Symphony en el Palacio de Carlos V el próximo domingo. Por eso mismo decidí hace unos días ver la interpretación que de esta partitura mahleriana, sin duda una de las dos o tres más geniales del autor, realizó Sir Simon frente a la Filarmónica de Berlín en junio 2011, disponible en la Digital Concert Hall de la formación alemana. Y quedé profundamente impresionado.
Realmente es
difícil ponerle alguna pega a esta soberbia lectura. Puede echarse de
menos la atmósfera siniestra que imprimió Barbirolli en su aún hoy referencial
registro para EMI, así como el increíble trabajo de disección orquestal que
realizó entonces el maestro londinense. También podría añorarse esa mezcla
especial de incandescencia, sensualidad y carácter visionario que ofreció
Bernstein en su no menos memorable grabación con la Filarmónica de Viena de
1988. He vuelto a escuchar las dos y, efectivamente, ahí permanecen como dos de los más grandes monumentos de la música sinfónica grabada. Pero lo que hace Rattle, menos personal que los citados y sin ese punto de
genialidad, es fantástico en todos los sentidos: planificación
perfecta tanto en la arquitectura global como en el detalle, tremendo dominio
del ritmo, riqueza de color que se diría infinita –siempre con su punto de
adecuada incisividad–, brillantez bien entendida… Y ganas, muchísimas ganas.
Es la del maestro británico es una lectura incandescente, llena de verdad, de entusiasmo, de
comunicatividad, pero –todo está
controlado al milímetro– sin que el ardor llegue al nerviosismo. Rattle trabaja todo el espectro orquestal con trazo fino y
sin deseos de epatar al personal por la vía rápida, como hacen otros directores
famosos. Todo ello con una perfecta comprensión de la música del compositor,
ofreciendo tragedia en grandes dosis, también sentido épico, pero
atendiendo asimismo a su particular humor grotesco, a su aliento vital, a lo que
de luminoso y de amor por la vida tiene también esta partitura, y al enorme
vuelo lírico de un Andante moderato –aquí en segundo lugar– emocionante a más no
poder y con esa pizca del decadentismo que sin duda necesita. De
melifluidad, de narcisismo y de caídas en lo otoñal no hay ni rastro ni en este
movimiento ni en el resto de la interpretación, que consigue un perfecto
equilibrio entre todas las facetas del universo mahleriano con la absoluta
complicidad de una orquesta en estado de gracia en la que cada una de las
intervenciones solistas, aquí fundamentales, son una verdadera lección de
virtuosismo y acierto expresivo.
En fin, una Sexta de Mahler no solo superior a la ya espléndida de Daniel Harding con la misma orquesta aquí comentada, sino solo un paso por detrás de las citadas de Barbirolli y Bernstein. Una pena que la toma sonora no
llegue a recoger toda la gama dinámica que la obra demanda. En cuanto al concierto de Granada, las expectativas por mi parte no pueden ser más elevadas. Otra cosa será el programa del lunes: de una Segunda de Brahms por Rattle me fío poquísimo.
Tengo previstas tres citas en directo con Sir Simon Rattle, dos en
Granada y una en el mismísimo Barbican Hall, en todas las ocasiones con la
London Symphony a su frente. El largamente ansiado encuentro me ha obligado a
hacerme por fin un hueco para ver en la Digital Concert Hall la Tosca que
el maestro británico ofreció el pasado 22 de abril con la que todavía es su
orquesta, la Filarmónica de Berlín, en la Philharmonie de la capital
alemana, unos días después de que los mismos conjuntos –con idéntica soprano, no así los protagonistas masculinos– representaran escénicamente la magistral creación
de Giacomo Puccini en el Festival de Pascua Baden-Baden.
Aunque pronto podremos ver en la misma plataforma la citada versión teatral,
encuentro preferible quedarme con la función en concierto. Por dos razones:
librarme de una de esas puestas en escena modernas que cada día me molestan más –está enterita de manera corsaria en YouTube–,
y poder ver –además de escuchar– cómo los miembros de una orquesta se encargan de la partitura, y
por ende reparar aún más y mejor en la increíble orquestación pucciniana.
Además, pocas veces o nunca –Karajan la grabó con esta misma formación y con la
Filarmónica de Viena– se habrá escuchado esta ópera aún mejor tocada que en
esta oportunidad, con una perfección absoluta y con unas intervenciones de
solistas instrumentales de una musicalidad para quitar el hipo. Tampoco se queda
precisamente corto el Coro de la Radio de Berlín en el fundamental Te Deum.
Otra cosa es la labor de Sir Simon, en todo momento gran director pero ajeno a este universo sonoro. Su dirección alcanza la excelsitud
en los momentos más claramente teatrales del drama, llenos de vida, de carácter
descriptivo y de garra, trabajados además con pinceles muy finos y enorme
sensibilidad para el color y las texturas; el enfrentamiento entre Tosca y
Scarpia, el arranque del último acto y la escena del fusilamiento son
magníficos. Rattle resulta discutible, por el contrario, en aquellos pasajes
donde tiene que desplegar ese sentido de la melodía característicamente
pucciniano, esa voluptuosidad y esa particular carnalidad que esta música
demanda: en esos casos o bien se queda corto, o se le va la mano en el
refinamiento e incurre en alguna blandura, sin llegar nunca a destilar la poesía
no solo hermosa –el británico despliega belleza a raudales–, sino también
intensa que emana de los pentagramas. Tampoco me termina de convencer cómo
interpreta en los metales el tema de Scarpia –demasiado rápido–, ni me parece a
la altura de las circunstancias un Te Deum que empieza algo liviano y no
se desarrolla con esa grandeza opresiva que le conviene.
Kristine Opolais es una muy buena intérprete del rol titular: voz
oscura, homogénea y bien manejada, al servicio de una recreación bastante
centrada en lo expresivo, no muy italiana que digamos pero ajena a efectismos
más o menos veristas, lo que no le impide estar atenta al contenido del texto; repárese,
por ejemplo, en cómo “ordena morir” a Scarpia, o en la carnalidad llena de
pliegues psicológicos de sus dúos con Cavaradossi sin que estos signifiquen
convertirla poco menos que en una diva caprichosa, en una histérica o incluso en
una esquizofrénica, idea que en manos de algunas intérpretes puede ser muy
atractiva –pienso en la Malfitano– pero que a estas alturas resulta demasiado
vista. Su Floria es una mujer sinceramente enamorada: nada más, y nada menos.
Lástima que su notable “Vissi d’arte” no llegue a la excelsitud: algunos
recursos belcantistas adicionales no le hubieran venido nada mal. En cualquier
caso, la señora esposa de Andris Nelsons posee otras dos importantes armas para
enfrentarse al rol: un enorme atractivo físico y un considerable talento
como actriz. Su éxito entre el público de la Philharmonie es colosal.
Stefano La Colla cuenta con la ventaja de ser italiano –por dicción y
por línea de canto– pero posee una voz desigual, resplandeciente en el agudo
y con escaso peso en el grave. Expresivamente no es gran cosa. Va de menos a
más, desde un “Recondita armonía” que pasa sin pena ni gloria hasta un acto
tercero en todo momento admirable, cantado con propiedad y exquisito gusto; en
el enfrentamiento con Scarpia no se le nota sufrir mucho, pero sus “Vittoria”
son de los que gustan al personal. Lo menos bueno, su escasísima valía en el
plano teatral, circunstancia que en versión de concierto tampoco importa
demasiado.
A Evgeny Nikitin –a quien disfruté mucho en directo el año pasado en
Múnich protagonizando El ángel de fuego– como Scarpia no hay por donde
cogerlo. Su voz truculenta puede valer para el personaje, y desde luego
escenifica bastante bien –con gran dosis de repugnancia– al detestable barón,
pero su canto es pedestre, vulgar e incluso basto, desde luego nada pucciniano,
y si en el primer acto al menos da las notas y ofrece empuje, su enfrentamiento
con Floria Tosca es todo él un catálogo de horrores canoros. Malo el
Spoletta de Peter Tantsits, digno el sacristán de Maurizio Muraro
y excelente el carcelero de Walter Fink. En cualquier caso, una
Tosca con suficientes cosas de interés.
Sobre un irreal trémolo de las cuerdas con sordina se va
elevando, tímidamente, un tan hermoso como desgarrado lamento de violín. Tras
una serie de acrobacias en la mejor tradición del concierto romántico, una
orquesta de sonoridad oscura y potente termina de establecer el carácter trágico
y no poco rebelde de lo que se va a escuchar. Algunos podrían pensar de manera inmediata en un territorio vasto y desolado, sin rastro de la presencia humana. Y en ese momento se pregunta uno si tiene sentido la afirmación tantas veces repetida según la cual esta
soberbia página, como el resto de la producción sinfónica del autor, no es sino
la plasmación musical de los paisajes de su Finlandia natal.
Por un lado, las investigaciones musicológicas apenas encuentran rasgos del
folclore finlandés en su obra. Más bien, dada la falta de tradición musical en
Finlandia y la formación de Sibelius, es perceptible la influencia tanto del
denso romanticismo germano como del encendido, trágico y a veces grandilocuente
lirismo de Tchaikovsky. Al menos en la primera de las dos etapas que se
distinguen en su trayectoria creativa, la cual culmina precisamente en este
concierto; a partir de la Tercera Sinfonía su estilo se hará más austero,
concentrado y personal.
Por otro, e independientemente del hecho de que Sibelius fuera un
nacionalista convencido, se percibe un aliento profundamente nórdico en su
música, como en la del noruego Grieg o el danés Nielsen, que efectivamente nos podría traer a la mente
paisajes fríos, extensos y desolados, habitados por almas recias y curtidas de
gran potencia interior
Para complicar aún más este problema podemos acudir a la descripción que el
propio Sibelius realiza del tercer movimiento de la obra estrenada en 1903 bajo su propia dirección y luego sustancialmente revisada: "una danza macabra a través de los páramos de Finlandia". Sí, en
esto no hay duda: el dolor y la rebeldía del primer movimiento, y la desolada
melancolía del segundo, sólo podían conducir al frenesí de la danza última: tal
como ocurre en El Séptimo Sello, del sueco (¡qué casualidad!) Ingmar
Bergman
¿Una danza macabra? ¿A través de los páramos de Finlandia, o quizás de los
del corazón? De momento dejémoslo en la Muerte, simplemente.
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Las líneas anteriores las escribí –ahora han sido parcialmente modificadas– hace ya dieciocho años para unas notas al programa. Queda claro que son reflexiones muy personales. Quizá demasiado. Desde entonces mi manera de entender la obra no ha cambiado mucho, pero lo cierto es que en fechas recientes Lisa Batiashvili casi ha logrado convencerme de que la partitura se puede interpretar igual de bien desde una óptica apolínea, sin necesidad de subrayar aristas ni de caer en el desgarro emocional, concediendo amplio espacio a la belleza formal y al poder evocador de la música. O sea, justo lo contrario de lo que hacía mi violinista todavía hoy favorito en esta obra maestra, Pinchas Zukerman. Maxim Vengerov, tercero en discordia a la hora de disputarse el podio en esta partitura dificilísima de tocar e interpretar, supondría un perfecto punto de equilibrio entre ambos enfoques. Los tres, curiosamente, contaron con la complicidad de Daniel Barenboim en el podio. Un Barenboim ya admirable en los años setenta pero considerablemente más maduro en la última de sus grabaciones. Adelanto al lector que esas tres son, para quien esto suscribes, las claras referencias.
1. David Oistrakh. Sixten Ehrling/Orquesta del Festival de Estocolmo (EMI-Testament,
1954). Resulta difícil ponerle pegas a este violín recio, viril,
ardiente a más no poder pero siempre controlado, de una rusticidad muy adecuada
para una obra como esta y en todo momento dispuesto a poner de relieve los
aspectos más tensos y rebeldes de la partitura. Y lo logra como pocos lo han
hecho. Sin embargo, hay que reconocer que, entregado por completo al dramatismo,
el enorme violinista ruso no termina de sintonizar con la vertiente más lírica
de la obra, echándose de menos mayor dosis de sensualidad, de poesía y de fuerza
evocadora para redondear su, en cualquier caso, impresionante acercamiento. El
joven maestro sueco –treinta y seis años– sintoniza con la visión del solista
para lo bueno y para lo menos bueno, ofreciendo un acercamiento muy escarpado
pero de escaso vuelo poético, amén de más atento al trazo global que al detalle.
La toma sonora, monofónica, ha resistido bien el paso del tiempo. (7)
2. Heifetz. Hendel/Sinfónica de Chicago (RCA, 1959). Tocar, lo que se dice
tocar, es difícil hacerlo mejor que como lo hizo aquí el celebérrimo violinista de origen lituano, con un sonido de
extraordinaria firmeza y sorteando cualquier escollo técnico de la endiablada partitura. Pero interpretar… Literalmente, la interpretación no existe. Su
fraseo es mecánico, aséptico, anodino. Hay tensión en su fraseo, sí, pero esa
tensión no va en ninguna dirección expresiva. Ni dolor interno, ni rebeldía, ni
nostalgia, ni lirismo más o menos contemplativo. Nada de nada. La dirección de
Walter Hendl es todo lo vistosa que le permite la formidable Chicago Symphony,
pero resulta no menos superficial que la intervención del solista. La toma sonora en SACD de tres canales, impresionante
pese a faltarle un punto de gama dinámica. (5)
3. Ferras. Karajan/Filarmónica de Berlín (DG, 1964). Sin ser su virtuosismo
el mayor posible, resulta admirable el violín, de sonido bello y carnoso, gran
variedad expresiva y apreciable aliento lírico, sin llegar al carácter doliente
y la tensión extrema de otros colegas. Karajan ofrece una dirección de enorme belleza y sonido
opulento, siempre sensual y poderosa, rocosa en su grado justo, pero mirando
antes a la dimensión romántica del autor que a la expresionista, y por ende no
muy electrizante ni encrespada. Así las cosas, lo mejor es un formidable segundo
movimiento y lo menos conseguido un tercero trazado con naturalidad y poesía,
pero sin el carácter bronco, obsesivo y demoníaco, de danza macabra, que aquí
resulta tan atractivo. Muy buen sonido en la última remasterización. (9)
4. Perlman. Leinsdorf/Sinfónica de Boston (RCA, 1966). Veintiún añitos
contaba Perlman cuando realizó este registro, dejando a todo el
mundo patidifuso por su enorme capacidad técnica para enfrentarse a una obra semejante. Por desgracia, ya desde los primeros compases se aprecia que le queda
aún bastante para madurar su acercamiento: sin ser tan mecánico como Heifezt y
mostrando ya un temperamento adecuadamente dramático, el joven violinista
israelí frasea de manera muy supeficial, a veces con nerviosismo y casi siempre
pasando por encima de las posibilidades poéticas que le plantea esta música. No
le ayuda precisamente la no menos despistada dirección de un Leinsdorf más bien
ajeno al espíritu de la partitura. En cualquier caso, la interpretación va de
menos a más, desde un primer movimiento flojísimo por parte de solista y batuta
hasta un tercero muy correctamente encaminado. (7)
5. David Oistrakh. Rozhdestvensky/Gran Orquesta Sinfónica de la URSS
(BMG-Melodiya, 1968?). De nuevo nos encontramos aquí ante un violín recio, viril, ardiente pero siempre controlado, de
una rusticidad muy sana y muy adecuada, también muy cantable y de honda belleza,
aunque poco dado a la ternura y la sensualidad lírica. Ahora cuenta con una dirección más interesante que la de Ehrling: bronca, hosca,
muy dramática, mirando más al futuro que al pasado del compositor. La interpretación pierde puntos por la orquesta, que se queda corta. La toma sonora, en estudio, es mejor de lo que se podía
esperar. (9)
6. Chung. Previn/Sinfónica de Londres (Decca, 1970). En la primera
de sus tres grabaciones de la página, André Previn demuestra gran sintonía con el
idioma de Sibelius ofreciendo una recreación adecuadamente tensa, poderosa y escarpada,
situada en el punto justo entre la tradición romántica y el lenguaje maduro del
autor en el que la partitura, por su cronología, se encuentra situada, y todo
ello lo hace demostrando sinceridad expresiva y la excelente capacidad de
concertación que ya le conocemos, aunque todavía sin terminar de profundizar en
las notas, e incluso mostrándose un poco menos concentrado de la cuenta. Quizá
por eso la violinista coreana, en su deslumbrante debut discográfico con tan
solo veintidós años de edad, no logre tampoco redondear su lectura mayormente
lírica, más cantable que doliente, bellísima en cualquier caso, aunque resulte
imposible no caer rendidos de asombro ante su deslumbrante exhibición de
virtuosismo. Y tampoco vamos a negar que carezca de temperamento cuando quiere
hacer gala de éste: el último movimiento posee una garra irresistible. La toma
sonora, ofreciendo gran equilibrio de planos y una buena gama dinámica, deja en
evidencia su edad. (8)
7. Zukerman. Barenboim/Filarmónica de Londres (DG, 1975). El de Buenos Aires
ofrece una dirección tan atractiva como discutible: rabiosa y muy escarpada, llena de tensión, en ese sentido
más juvenil que madura, pero en cualquier caso sincera y con mucha fuerza. Lo asombroso de este registro, en cualquier caso, es un Pinchas Zukerman intensísimo y visceral, lleno de
imaginación, de teatralidad y de sentido de los contrastes, capaz de volar con
lirismo y de ser ensoñado pero, sobre todo, atento a la dimensión más amarga y
rebelde de la página. El resultado, una interpretación de una inmediatez, una
intensidad y un dramatismo impresionantes, pero sin que se resientan la
arquitectura ni la belleza sonora: todo está bajo control. A mi entender, todavía hoy es la número uno. La toma sonora es
francamente buena para la época. (10)
8. Kremer. Rozhdestvensky/Sinfónica de Londres (RCA, 1977). Tras un arranque
sin suficiente concentración ni poesía, sorprende muy gratamente encontrarse
ante un Gidon Kremer –treinta años– no solo con un sonido menos gatuno de lo que
en él va a ser habitual, sino también resplandeciente en el agudo, fluido a más
no poder en el fraseo y muy centrado en lo expresivo, y si bien es cierto que en
el primer movimiento no va a lograr cogerle el pulso poético a la obra, en el
segundo ofrece una recreación sincera, intensa y comunicativa a más no poder, la
propia de un violinista de primera categoría. Desdichadamente en el tercero
aparece el Kremer que todos conocemos, arañando la música con sonoridades poco
gratas y ofreciendo excentricidades diversas en plan exhibicionista. Quizá por
no contar esta vez con una orquesta rusa sino con la London Symphony, la
dirección de Rozhdestvensky –quien asimismo alcanza su mayor inspiración en el
Adagio– resulta mucho menos bronca y escarpada de la que ofreció junto a
Oistrakh. Espléndida la toma. (8)
9. Perlman. Previn/Sinfónica de Pittsburg (EMI, 1979). Tan solo ocho años
después de su registro con la Chung, Previn redondea su aproximación tomándose
las cosas con un poco más de calma, moderando los tempi al mismo tiempo
que añade una dosis extra de vuelo lírico e intensidad dramática: la fuerza que
adquiere el gran clímax del segundo movimiento resulta muy emotiva. Perlman, muchísimo más maduro que en su primera aproximación, es ya el gran Perlman, y sin lugar a dudas
resulta más adecuado para esta obra que la Chung, tanto por lo afilado de su
sonido como por su personalidad particularmente encendida y visceral, lo que no
le impide someter en todo momento las pasiones al más absoluto control técnico.
Ofrece así una lectura ante todo doliente y rebelde, cargada de sentido trágico,
desdichadamente sin la belleza sonora y la hondura contemplativa de las
recreaciones de otros colegas, pero impactante en lo expresivo y en perfecta
sintonía con la batuta. La remasterización HD la hacen sonar
bastante mejor que la de Previn con Chung. (9)
10. Mullova. Ozawa/Sinfónica de Boston (Philips, 1985). El suntuoso sonido de la
orquesta norteamericana, al mismo tiempo aterciopelado y oscuro, en principio
ideal para esta partitura, es lo único remarcable dentro de una lectura a todas
luces decepcionante en la que dos grandes artistas se encuentran como pez fuera
del agua. Ni por sonido –hermoso pero poco denso– ni por temperamento –ajeno a
tensiones y conflictos– la Mullova es capaz de hacer justicia a la mezcla de
poesía y dramatismo que exige la obra, mientras que el siempre refinado y
elegante Ozawa parece preocuparse tan solo de ofrecer grandes sonoros –y su
habitual exquisitez para el color– sin profundizar en las asperezas de la
página. Tanta blandura por parte de uno y de otro termina irritando. (6)
11. Kennedy. Rattle/Sinfónica de Birmingham (EMI, 1987). En contra de lo que
se podía esperar de un violinista tan comercial y de un director aún por
madurar, lo que aquí encontramos es una muy hermosa versión de trazo
claramente lírico, muy sensata y muy musical, aunque un tanto escasa de
temperamento, de garra y de carácter, sobre todo en un tercer movimiento más
bien descafeinado. Esto no le impide a Rattle, en cualquier caso, ofrecer un notable clímax dramático hacia el final del primer movimiento; en la conclusión
de la obra, por desgracia, se precipita innecesariamente. (8)
12. Shaham. Sinopoli/Philharmonia (DG, 1991). Hay que descubrirse
ante la tremebunda exhibición técnica del joven violinista estadounidense
(¡veinte años, uno menos que Perlman cuando grabó por primera vez la partitura!) en una
partitura tan endiablada como esta. ¡Qué sonido más hermoso, qué homogeneidad,
qué afinación! ¡Qué manera de resolver con pasmosa facilidad los pasajes más
endiablados! ¡Qué habilidad para moverse entre los pianísimos más sutiles y el
enfrentamiento con la masa orquestal! Por si fuera poco, en lo expresivo
demostraba ya ser un artista comprometido, sincero, alejado de la mera
exhibición y dispuesto a hurgar en los aspectos más dramáticos de la música,
aunque es necesario reconocer que no termina de redondear su acercamiento, sobre todo en un segundo movimiento con tremendos picos de tensión
pero algo ajeno a la sensualidad, la ternura y la emotividad lírica que asimismo
alberga. Tampoco la tremenda cadenza del primer movimiento resulta del todo
aprovechada. A Sinopoli le pasa un poco lo mismo: la labor técnica es colosal y
el enfoque resulta adecuadamente escarpado, pero hay más vistosidad que hondura
en su, en cualquier caso, muy notable acercamiento. La toma sonora es
sensacional, una de las mejores que haya recibido esta página. (8)
13. Mutter. Previn/Staatskapelle de Dresde (DG, 1995). En su tercera y última
aproximación discográfica, el ya anciano Previn se pone al frente de una
orquesta soberbia –maravillosamente recogida por los ingenieros de Deutsche
Grammophon– para ofrecer una lectura de enorme depuración sonora, muy bella y
con frecuencia minuciosa –se escuchan detalles generalmente
desaprecibidos– que alcanza un perfecto equilibrio entre lo poderoso –sin
resultar muy escarpado– y lo poético en una demostración no de genialidad, pero
sí de plena madurez; el clímax del Adagio vuelve a estar muy bien construido,
siempre haciendo gala de una muy natural planificación de las tensiones. El
problema está en la que iba a ser en el futuro su señora esposa. Mutter es dueña
del sonido violinístico más bello jamás escuchado y de una técnica insuperable, pero aborda la página oscilando entre un preciocismo narcisista
proclive al amaneramiento y, en el extremo opuesto, un temperamento dramático
algo artificioso, no del todo creíble. Entre un polo y otro, ofrece pasajes
admirables en los que sabe aunar cantabilidad y carácter emotivo derrochando un
lirismo de la mejor ley. Desconcertante. (7)
14. Vengerov. Barenboim/Sinfónica de Chicago (Teldec, 1996). Veintiún años
después las cosas han cambiado y Barenboim, aunque sabe ser poderoso cuando debe
–tremenda la garra de los clímax– y aprovecha el tercer movimiento para hacer
gala de su siempre desarrollado sentido de lo trágico, se muestra menos
escarpado, quizá también menos vehemente, al tiempo que más atento al vuelo
lírico –Adagio algo más lento y mejor paladeado–, más dado a la reflexión y más
profundo. Más maduro, en definitiva, aunque se pueda preferir el enfoque más
inmediato de la anterior ocasión. La orquesta aporta, además de virtuosismo en
grado superlativo, una sonoridad oscura y densa en la cuerda grave que el
director aprovecha de maravilla. Por su parte, el entonces joven Vengerov sabe
encontrar el punto perfecto de equilibrio entre la calidez humanista de la
vertiente lírica de la página y el dolor y la tensión interna que
asimismo demanda la partitura; sin necesidad de acentuar ninguno de los
dos extremos, pero mostrándose conmovedor en grado extremo. Todo ello lo hace, además, con un sonido carnoso y de enorme belleza, una agilidad incontestable y un
fraseo de enorme concentración. Lástima que la toma sonora, como tantas
realizadas por Teldec en el Orchestra Hall de Chicago por aquellos años, resulte
algo turbia y difusa, aunque a cambio ofrezca una amplia gama dinámica. (10)
15. Vengerov. Barenboim/Sinfónica de Chicago (DVD Arthaus, 1997).
De nuevo impresionante el violín, de sonido firme y bellísimo, un punto aristado, fraseando con una intensidad doliente fuera de lo común, también con hondura y
reflexión en el segundo movimiento y con su pizca de humor en el tercero,
siempre dentro de un enfoque sobrio y dramático, poco dado a las ensoñaciones
poéticas, pero no precisamente escaso de cantabilidad. El mismo enfoque es el de
la batuta, intensa y poderosa, que hace sonar a la portentosa orquesta de manera
particularmente bronca y oscura, mirando hacia el Sibelius maduro antes que al
juvenil en esta obra de transición. Eso sí, en algún clímax resulta un punto
nerviosa, muy escarpada pero sin toda la grandeza opresiva posible: quizá la grabación que los mismos intérpretes hicieron en disco sea un poco mejor. La toma
sonora se beneficia de la acústica extraordinaria de la Philharmonie de Colonia,
pero posee un punto de distorsión que la hace algo áspera. (9)
16. Tetzlaff. Dausgaard/Sinfónica de la Radio Nacional Danesa (Virgin, 2002). Queda claro que el violinista de Hamburgo posee destreza digital sobrada para
abordar esta obra, pero su sonido pequeño y bonito no parece el más adecuado
para la misma –necesita más carne–, ni su expresividad termina de resultar
comprometida, pareciéndose interesar más por la belleza sonora y la elegancia
–arranque tan apolíneo y luminoso como falto de garra– que por el mundo de
tensiones que anida en la partitura. Tampoco Dausgaard, en todo momento
correcto, parece dejar volar su inspiración, mostrándose un tanto insípido en
los pasajes líricos y más nervioso que desgarrador en los dramáticos. Tampoco se
preocupa mucho de matizar las diferentes líneas del entramado orquestal ni de
graduar las tensiones. La toma sonora es buena, pero solo eso. (7)
17. Khachatryan. Emmanuel Krivine/Sinfonia Varsovia (Naive, 2003). Aquí se bate el récord de Shaham: el violinista armenio graba la obra a sus dieciocho años. Pasmoso. Pero ocurre lo que tenía que ocurrir: si bien es cierto que muestra una tremenda agilidad, su sonido no es del todo poderoso y
su enfoque no todo lo tenso que debería; incluso algún pasaje resulta un pelín blando. Siendo su interpretación globalmente notable, Khachatryan no era todavía el genial artista que es a día de hoy. No le ayuda una batuta muy solvente pero un tanto plana e impersonal. Toma sonora con relieve pero
turbia e incluso con distorsión en los tutti. Esperemos que Khachatryan tenga en el futuro una nueva oportunidad para dejar testimonio de su visión de la partitura. (7)
18. Kraggerud. Engeset/Sinfónica de Bournemouth (Naxos, 2003). Siguiendo la
tónica habitual en el sello Naxos, lo que aquí se nos ofrecen es una interpretación más
que digna, pero solo eso, a cargo de artistas desconocidos en toma sonora
notable sin más (ni siquiera en el SACD multicanal, que es lo que he escuchado).
En este caso nos encontramos con un violinista, Henning Kraggerud, de sonido no
ya pequeño sino un punto canijo, que toca bastante bien y se muestra sensible
dentro de un enfoque fundamentalmente lírico –no puede permitirse otra cosa–, y
ante un director, Bjarte Engeset, que dirige con solvencia y cierta prisa en el
tercer movimiento, pero sin demostrar especial interés por desmenuzar la
partitura ni derrochar mucha inspiración. Prescindible. (7)
19. Hahn. Salonen/Radio Sueca (DG, 2007). Resulta muy atractivo el enfoque
tenso, austero, dramático y escarpado por parte de los dos artistas, ajenos a
cualquier devaneo sonoro, pero se echan de menos vuelo lírico, calidez humana y
emotividad. En cualquier caso, hay que quitarse el sombrero ante la exhibición de técnica que realiza la violinista norteamericana. La grabación podría ser mejor. (8)
20. Zjnaider. Juraj Valcuha/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2011). Nos encontramos aquí ante un violinista de
sonido no muy potente pero sí robusto, capaz de adelgazarlo hasta el límite sin
perder solidez, amén de pletórico de agilidad y poseedor de una amplia gama de
colores, abordando la partitura en una línea introvertida pero de enorme tensión interna,
muy doliente, en absoluto narcisista o ensoñado. Dirección sobria, rocosa, sin
concesiones frente a una orquesta increíble. Resultado, una importantísima interpretación. (9)
21. Esther Yoo. Ashkenazy/Philharmonia (DG, 2014). Violinista de sonido hermoso y
gran técnica que ofrece una interpretación lírica y luminosa en el buen sentido,
es decir, en absoluto blanda ni meramente contemplativa, pero que se queda corta
a la hora de desplegar el sentido dramático y la emotividad intensa de esta
obra. Es decir, lo mismo que le había ocurrido antes a otros colegas. Por su parte, y aun sin terminar de sintonizar con la partitura, Ashkenazy
demuestra, muchos años después de su magnífica integral sinfónica para Decca con
esta misma orquesta, seguir sintonizando perfectamente con el idioma de
Sibelius, tratándolo en el punto justo de equilibrio entre romanticismo tardío y
modernidad, evitando la tentación de quedarse en la belleza epidérmica y
sabiendo hacer que suena hosco, poderoso y hondo sin necesidad de forzar las
cosas. Muy buen sonido HD, pero hay un poco de soplido o de ruido electrónico que no soy capaz de identificar. (8)
22. Kavakos. Rattle/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, Atenas, 1 mayo
2015). El violinista griego posee un sonido robusto y un punto rústico, en
absoluto almibarado, que le sienta de maravilla a la obra. Sin embargo, su
interpretación no termina de conectar con el espíritu de la misma, resultando
adecuadamente escarpada y doliente mas no del todo cálida, ni humanística, ni
tierna, que también debe serlo. En cualquier caso, va de menos a más, y tras un
excesivo distanciamiento el primer movimiento se va calentando hasta alcanzar un
clímax muy escarpado y, a partir de ahí, mantener un nivel sostenido. Rattle
hace sonar a la orquesta con la adecuada suntuosidad, pero tampoco se encuentra
demasiado metido en la partitura, a la que ve quizá con excesivo carácter
contemplativo, y solo llega a interesar realmente cuando ofrece asombrosas
ráfagas de electricidad en el movimiento conclusivo. (8)
23. Batiashvili. Barenboim/Staatskapelle Berlín (DG, 2016). Violín de sonido
muy hermoso, quizá excesivamente lírico, ofreciendo una interpretación de
maravillosa cantabilidad que quiere ser ante todo contemplativa y evocadora. Es decir, lo mismo que ya intentaron muchos otros con anterioridad sin lograr redondear los resultados. Pero esta vez las cosas funcionan de maravilla: además de lo dicho, la violinista georgiana sí que se muestra muy atenta a los aspectos
dolientes de la partitura y a su marcado carácter trágico, sabiendo ofrecer
tensión interna, acentos lacerantes y apasionamiento bien controlado, aunque
haciéndolo sin necesidad de subrayar asperezas, extremar los contrastes
expresivos ni caer en el desgarro, sino más bien alcanzando un equilibrio con la
extrema belleza formal de la propuesta. Una aproximación apolínea, en
definitiva, pero por completo convincente, en magnífica sintonía con un
Barenboim que desde los tiempos de su grabación con Zukerman conoce a la
perfección el dolor que se esconde tras las notas, pero que en esta más reciente
fase de su carrera sabe asimismo ser esencial y ofrecer un lirismo concentrado y
esencial de altísimo vuelo poético. Impresionante la Staatskapelle berlinesa, a
la que el maestro hace sonar de manera poderosa y escarpada ideal para Sibelius. Una toma soberbia redondea un disco (¡menudo Tchaikovsky!) imprescindible. (10)
Grabación de los conciertos para violín nº 3 y 5 de Wolfgang Amadeus Mozart. Increíble que a los
catorce años se pueda exhibir un sonido violinístico tan hermoso, tan homogéneo,
tan lleno de carne, tan perfectamente afinado; un fraseo tan ágil, tan
desenvuelto en el virtuosismo –espléndidas las cadenzas de Sam Franko y Joseph Joachim– y tan
lleno de cantabilidad. Pero asombra aún más la sensibilidad asombrosa de esta
niña, la capacidad para desplegar poesía de altísimos vuelos atendiendo al mismo
tiempo a lo que de coqueto y galante tiene esta música, sin confundir en
absoluto estos conceptos con ingravidez, trivialidad y cursilería.
Es probable que muchos lectores lo hayan adivinado sin necesidad de mirar la carátula: estoy hablando de los registros que de las obras citadas realizó Anne-Sophie Mutter en febrero de 1978 en la Philharmonie de Berlín junto a su mentor Herbert von Karajan y la orquesta de la que era titular para Deutsche Grammophon. Con resultados excelsos no solo por parte de ella: cierto es que la sonoridad
de la Berliner Philharmoniker resulta en exceso musculada para este repertorio, pero
por fortuna la dirección del salzburgués es de trazo fino, ofrece mucha convicción en
los movimientos extremos y despliega la más conmovedora concentración los adagios, particularmente en el sublime del Concierto nº 3.
Mutter decide grabar los cinco conciertos, más la Sinfonía concertante, en julio de 2005, de nuevo para el sello amarillo. Han pasado veintisiete
años desde su grabación con Karajan. Nuestra artista cuenta ahora cuarenta y dos recién
cumplidos, y decide ponerse al frente de la Filarmónica de Londres para tocar y
dirigir al mismo tiempo. La increíble hermosura de su sonido sigue ahí, como
también su espectacular dominio técnico del instrumento. Y su capacidad para
frasear las melodías con una cantabilidad asombrosa. Sin embargo, su violín no
vuela ahora a la misma altura poética, porque la asombrosa frescura de antaño,
la sinceridad, la inocencia digamos que adolescente que desprendía en aquella
ocasión, se ve sustituida por una cierta dosis de autocomplacencia, sin llegar
quizá a las dosis de inaguantable narcicismo que la violinista alemana ha hecho
gala en su madurez en otros repertorios (Beethoven, Tchaikovsky), pero
recreándose sin tapujos en la belleza más superficial en lugar de profundizar en
la intensidad de las emociones, y adornando la partitura aquí y allá con algunos
detalles no solo innecesarios, sino también un poco preciosistas, poco
naturales, producto más del deseo de decir cosas nuevas que de acudir a la
esencia de la música.
Como directora debemos reconocer que no lo hace nada mal, aportando un fraseo
que, aun muy lejos del historicismo –en las notas confiesa no tener ningún interés por las cuerdas de tripa–, resulta más ágil y menos masivo que el de Karajan, por ello mismo más adecuado para obras como esta, pero sin la
fuerza expresiva que conseguía aquél y con detalles, nuevamente, un poco más
coquetos de la cuenta.
Así las cosas, lo mejor de las nuevas grabaciones –no he escuchado el ciclo completo, solo los dos conciertos grabados con anterioridad– es el movimiento conclusivo del KV 216, donde tanto con el
instrumento como dirigiendo a la orquesta alcanza el adecuado punto de
equilibrio entre elegancia y picardía. Lo peor, la dulzonería de la aparición del violín primer movimiento del KV 219 –llevado ahora con mayor rapidez– y algunos pasajes de su Adagio; las célebres "turquerías" suenan más rígidas y con mucho menos empuje que con Karajan en lo que a la
orquesta se refiere
La toma sonora del disco de 1978 es espléndida en su última remasterización. La del de 2005 no es mucho mejor, ni siquiera teniendo la oportunidad de disfrutar de la versión en HD. En cualquier caso, recomiendo escuchar las dos grabaciones: sacarán ustedes una idea muy clara de cómo ha evolucionado esta prestigiosísima violista. A peor.
Mala suerte: tengo entrada para escuchar a Lang Lang y Rattle en Londres haciendo el Segundo concierto para piano de Belá Bartók, y el pianista chino cancela tanto esta actuación como la que tenía prevista con Barenboim (Primero de Rachmaninov). En cualquier caso, y como el concierto sigue en pie con otro solista, es buen momento para sacar a la luz la pequeña comparativa que realicé hace unos meses de esta obra tremenda que no solo demanda gran concentración en el oyente, sino también un considerable sufrimiento al solista de turno: según se puede leer en la Wikipedia, András Schiff asegura que el teclado termina con rastros de sangre cada vez que la toca, tal es la exigencia física de la partitura.
Obviamente, dar las notas y hacerlo con un sentido expresivo no es el único reto. Hace falta también un director que sepa lo que se trae entre manos, y por tanto que atienda no solo a la vertiente más visceral de esta página, que es la que más llama la atención a ese público que sale huyendo cada vez que escucha al nombre de Bartók, sino también a lo que tiene de misterio, de vuelo lírico e incluso de espiritualidad más o menos inquietante. Y necesita asimismo una orquesta a muchísima altura en todas sus familias, siendo la obra particularmente exigente con unos metales que en el primer movimiento, manteniéndose la cuerda sin actividad alguna, cobran todo el protagonismo; en el segundo, curiosamente, es el metal el que permanece callado.
La partitura fue compuesta entre 1930 y 1931, cuando el compositor contaba cincuenta años, había dejado ya muy atrás El mandarín maravilloso y aún tenía que enfrentarse a la escritura de su Música para cuerdas, percusión y celesta. Él mismo fue el solista del estreno, que tuvo lugar en Fráncfort en 1933 bajo la dirección de Hans Rosbaud.
Solo he podido reseñar doce referencias. Una pena que no tengan ustedes a su disposición ninguna de las dos grabaciones radiofónicas con Barenboim dirigiendo de manera admirable esta obra, sobre todo a la hora de aportar una atmósfera densa y opresiva un segundo movimiento que le suena particularmente turbulento y lleno de malos presagios; la primera de esas grabaciones se remonta a 2005 y tuvo como protagonista a Lang Lang, la segunda es de 2011 y la protagoniza un Yefim Bronfman mejor aún que en su grabación comercial con Salonen. En cualquier caso, esta muestra es una buena representación de lo que circula en el mercado.
1. Sándor. Fricsay/Sinfónica de Viena (Orfeo, 1955). A pesar de la categoría
de los intérpretes congregados, esta interpretación registrada en el Festival de
Salzburgo deja mal sabor de boca. Lo hace, ante todo, por la pobreza de los
metales de la Wiener Symphoniker, pero también por una planificación poco
depurada, incluso confusa, al menos en los movimientos extremos. También por su
relativa falta de concentración, particularmente por el excesivo nerviosismo en la sección
central del segundo movimiento. Eso sí, el toque de Sándor resulta lo suficientemente
variado –aunque su fraseo con frecuencia resulte más virtuosístico que rico en
matices– y la expresión tanto del solista como de la batuta, ambos en un estilo impecable (¡faltaría más,
tratándose de quienes se trata!), muestra un
considerable compromiso con las diferentes atmósferas propuestas por la
partitura, desde lo violento y arrollador hasta lo lírico, pasando por lo
sensual y lo religioso. La toma sonora no ayuda. (6)
2. Anda. Fricsay/Sinfónica de la Radio de Berlín (DG, 1959). Su orquesta
berlinesa no es mucho mejor que la Sinfónica de Viena, pero en estudio –con la
posibilidad de repetir hasta que salga bien– y contando con una toma de sonido
espléndida para la época, el maestro de Budapest encuentra una oportunidad mucho
más adecuada para plasmar su concepto. Ciertamente lo consigue, y buena prueba
de ello es la superior concentración de los dos primeros movimientos, ahora
mucho más misteriosos y paladeados (9’50 y 12’19 frente a los 8’52 y 10’51 de la
interpretación editada por Orfeo); también más depurados en lo sonoro, más
claros y mejor tensados, aunque de nuevo el gorjeo de los pájaros y toda la
sección intermedia movimiento central ofrece especial agitación e incisividad.
El toque del joven Géza Anda resulta un punto más percutivo y monolítico que el
de Sándor, pero quizá se implique más a fondo en la partitura y subraye con
mayor acierto sus tensiones. (7)
3. Richter. Svetlanov/Sinfónica del Estado de la URSS (Russia Revelation,
1967). Grabación en vivo francamente mediocre que permite apreciar la visión
angulosa e incisiva de un Richter que, como era esperar, interpreta la partitura
con vehemencia, electricidad y un cierto carácter demoníaco; el Adagio lo aborda
con muy adecuada concentración y sentido de lo inquietante, aunque su sección
intermedia resulta efervescencia pura y los pasajes dramáticos que flanquean la misma descarguen una fuerza dramática abrumadora. Eso sí, su toque resulta
poderoso y combativo por encima de otras consideraciones, lo que no le impide
dar verdaderas lecciones de agilidad. La dirección parece comulgar plenamente
con las maneras del solista, desplegando aristas y vehemencia en los movimientos
extremos –que alcanzan clímax de gran incisividad– y combinando meditación con
arrolladora electricidad –maderas particularmente incisivas– en el central;
lástima que las insuficiencias de la toma apenas dejan apreciar hasta qué punto
es minucioso el tratamiento de la orquesta, cuyos ásperos metales –a decir
verdad– tampoco son los mejores que uno pueda imaginar. (8)
4. Kovacevich. Colin Davis/Sinfónica de la BBC (Philips, 1968). Lo más
valioso de esta interpretación es la labor del maestro británico, sobre todo en
un primer movimiento dicho con mucho empuje y muy bien diseccionado, dotado
además del adecuado sentido del ritmo y de rusticidad bien entendida, cualidad
que en principio no asociamos al arte directorial de Sir Colin. Flojea el
solista, que aun superando con nota el enorme reto de tocar con la potencia y
agilidad necesarias, resulta algo lineal en la pulsación y bastante insulso en lo expresivo. La orquesta se muestra solvente, pero los metales se quedan cortos en
el tercer movimiento. Toma sonora francamente notable en la serie Eloquence.
(7)
5. Richter. Maazel/Orquesta de París (EMI, 1969). Aun sin
ser precisamente una maravilla de la tecnología, esta toma sonora sí que deja
disfrutar del acercamiento de Richter a la partitura, en un enfoque parecido al
de su registro en vivo con Svetlanov aunque quizá ahora menos tremendo, menos
feroz y encrespado, más rico en sutilezas y significaciones, quizá por tener a
un lado a un Maazel que, siendo considerablemente áspero e incisivo cuando
debe, también sabe mostrarse muy estático en las secciones extremas del adagio
–más lento, más sensual y misterioso que el de Svetlavov– y sustituir parte de
la efervescencia de la citada grabación en vivo por muy apreciables sutilezas en
la tímbrica y el fraseo. (9)
6. Pollini. Abbado/Sinfónica de Chicago (DG, 1977). No puede imaginarse
orquesta más adecuada para esta obra que la Chicago Symphony, con unas maderas
tan exactas y, sobre todo, con unos metales de tan asombrosa potencia y
brillantez, insuperables en un primer movimiento en el que
ostentan todo el protagonismo. Tampoco parece haber mejor director que el Abbado
de los setenta, todo fuego y sinceridad, implacable en su sentido rítmico,
portentoso a la hora de clarificar las texturas y muy dispuesto a subrayar todas
las aristas necesarias, aunque también a paladear con concentración la atmósfera
nocturna de un segundo movimiento que le suena, mucho antes que sensual o
evocador, terriblemente desolado e inquietante. El relativo reparo es Pollini,
soberbio de fuerza y exactitud, así como de vigor en el ritmo, pero
excesivamente percutivo, sin toda la variedad deseable en el sonido ni en la
expresión. La toma sigue siendo espléndida. (9)
7. Ashkenazy. Solti/Filarmónica de Londres (Decca, 1979). No sorprende que el
primer movimiento sea formidable, pues estaba claro que nadie como Sir George
para hacer sonar a los metales de la London Philharmonic con su máxima
brillantez posible, ni para diseccionar así el entramado de las maderas,
adecuadamente incisivas y ricamente matizadas. También lo estaba que el aún joven Ashkenazy
poseía virtuosismo en grado más que suficiente para satisfacer las demandas
extremas de esta partitura, así como un toque que sabe no quedarse en absoluto
en lo percutivo. Lo que llama la atención es el Adagio, paladeado con
extrema lentitud y una concentración prodigiosa, sutilísima en
sus acentuaciones tanto desde el podio como en lo que al solista se refiere,
quien aprovecha su sección intermedia para demostrar su enorme agilidad sabiendo
no caer en el mero despliegue de fuegos artificiales. En el Allegro molto
conclusivo los dos artistas vuelven a ofrecer tensión máxima y una fuerza
arrolladora, pero de nuevo haciendo que el control de la arquitectura –magnífica
manera de remansarse en los breves pasajes líricos– y la atención al matiz se
pongan por encima del espectáculo sonoro. (10)
8. Kocsis. Iván Fischer/Orquesta del Festival de Budapest (Philips, 1987). Más que sabor folclórico, lo que el maestro húngaro ofrece es garra, inmediatez,
frescura y comunicatividad, dentro de un enfoque valiente con las aristas y la
agresividad que desprende la música, pero sin necesidad de subrayar tales
aspectos. Por desgracia, en los movimientos extremos se echan de menos claridad,
refinamiento y atención al matiz, mientras que el central no termina de destilar
todo el lirismo inquietante que necesita. A mayor nivel se mueve Zoltán Kocsis,
quien con un toque agilísimo pero con suficiente peso, además de muy poderoso en
los grandes clímax, ofrece una recreación de una efervescencia y una
electricidad como pocas veces se ha escuchado. La toma sonora es espléndida.
(8)
9. Bronfman. Salonen/Filarmónica de Los Ángeles (Sony, 1993). El maestro
finlandés ofrece una dirección que va de menos a más, no particularmente
inspirada ni con especial garra, tampoco todo lo clarificadora que uno
pudiera esperar de una batuta analítica como la suya, pero que convence por
alcanzar un perfecto equilibrio entre todas las vertientes expresivas que
ofrece la partitura, combinando así lo aristado con lo sensual, la teatralidad
con el vuelo lírico, lo dramático con la espiritualidad, sin suavizar aristas ni
escatimar picos de tensión, pero atendiendo a todas las posibilidades poéticas
que la partitura ofrece. Bronfman posee un sonido adecuadamente denso y
poderoso, como también una agilidad diríase que insuperable –rapidísimo y
efervescente el Presto central del segundo movimiento–, pero sabe no caer en lo
meramente percutido y modelar su sonido para atender, como hace Salonen, a las
diversas atmósferas propuestas por el compositor. La toma es francamente buena,
pero no la más clara de las posibles. (8)
10. Schiff. Iván Fischer/Orquesta del Festival de Budapest, (Teldec, 1996). Nueve años
después de su grabación para Philips, Iván Fischer y su orquesta vuelven a
ofrecernos, sin diferencias apreciables, su atractiva pero no del todo
convincente visión de la obra, esta vez con un András Schiff de enfoque parecido
al de Kocsis, cierto es que sin llegar a las cotas de efervescencia de aquél,
pero quizá con un toque algo más variado y un enfoque de mayor pluralidad. En
cualquier caso, no termina de calar lo suficiente en la obra. Los ingenieros de
sonido realizan una espléndida labor. (8)
11. Andsnes. Boulez/Filarmónica de Berlín (DG, 2003). Como no podía ser menos
cuando del compositor y director francés hablamos, el análisis, la claridad y la
objetividad, entendiendo por esto último la decisión de no subrayar ningún
aspecto expresivo y de controlar con absoluto rigor todas las emociones, se
ponen por encima de cualquier otra consideración, lo que no significa
precisamente que la interpretación carezca de tensión interna ni de potencia
dramática. Desde este punto de vista los resultados son espectaculares, pero en
este caso, y al contrario que en la mayoría de sus Bartók, se aprecia una
relativa falta de compromiso en el primer movimiento, al que le faltan, aun
estando admirablemente expuesto, algo de fuerza y carácter, sobre todo si lo
comparamos con las maravillas que años más tarde Sir Simon Rattle conseguirá con
la misma orquesta. Los otros dos son espléndidos, concentradísimo
el Adagio y con una sección central llena de efervescencia –clara en el trazo, algo
nada fácil–, y un tercero que sí posee toda la garra y vigor necesarios. Leif
Ove Andsnes realiza un trabajo admirable por su virtuosismo, vigor rítmico y
fuerza expresiva, pero –de nuevo son odiosas las comparaciones: imposible no
pensar en Lang Lang junto a la misma Berliner Philharmoniker– se echa en falta
un toque algo más variado en lo sonoro y rico en significaciones. La toma es
soberbia. (9)
12. Lang Lang. Rattle/Filarmónica de Berlín (Sony, 2013). Asombra en el pianista chino la insultante facilidad con la que parece tocar una
partitura de dificultad extrema, hasta el punto de que probablemente nunca se
haya escuchado una ejecución tan ágil y nítida en la
digitación. Deslumbra igualmente su capacidad para modelar el sonido desde los
fortísimos más atronadores hasta las más sutiles veladuras, desde lo muy
percutivo hasta lo sutilmente impresionista. Y lo hace también su manera de
frasear combinando cantabilidad y flexibilidad con una tensión interna que no
deja lugar a tomar aliento. Pero lo que verdaderamente le encumbra a lo más alto
es la riqueza, inteligencia y sensibilidad de sus matices, ofreciendo multitud de
acentos que revelan que esta obra ofrece posibilidades que van más
allá del mero contraste entre la fiereza de los movimientos extremos y el
carácter nocturno del central, explorando especialmente el lirismo y la
sensualidad que subyacen los pentagramas. Rattle dirige a su portentosa orquesta
con mano firme, energía muy controlada y gran atención al detalle, aunque sin
subrayar aristas ni resultar virulento; en este sentido, se echan de menos la
energía, la incisividad y el colorido de un Solti, quizá también su imaginación
en algunos pasajes. En cualquier caso, su técnica y su convicción terminan
triunfando, sobre todo cuando se trata, como en el caso del solista, de poner de
relieve los aspectos más líricos de la partitura, o de demostrar que los pasajes
más virtuosísticos –por ejemplo, el “canto de pájaros” que es eje axial del
simétrico Adagio– están llenos de poesía. Toma sonora excepcional en Blu-ray Pure Audio. (10)