Estuve el sábado en la primera de las diez retransmisiones de esta temporada que el Metropolitan de Nueva York ofrece en directo a través de cines de todo el mundo. En los Yelmo de Jerez éramos una veinte personas, número insuficients como para que la empresa decida continuar con la experiencia otros años, aunque lo cierto es que me lo esperaba aún peor. Tal vez en las siguientes funciones –la próxima es
Don Giovanni– la cosa funcione mejor. También es cierto que el Met debería hacer un esfuerzo por mejorar las condiciones audiovisuales: la gama dinámica resulta chata, se aprecia cierta distorsión y la diferenciación de canales apenas existe.
Siendo la orquesta la gran perjudicada de las insuficiencias de la transmisión, no puedo decir gran cosa de la dirección de
Sir Simon Rattle, que en principio me pareció espléndida: muy encendida y vehemente, diríase que mucho antes juvenil que reflexiva, más atenta a la carne que el espíritu, y por eso mismo más vistosa que profunda. Espléndidamente realizada, en cualquier caso, aunque a mi entender le sobre un punto plañidero en la narración de Isolda –en el momento en que cuenta cuando se miraron por primera vez a los ojos– y un exceso de nervio en determinados pasajes. Tampoco el sonido parecía el más wagneriano posible, pero aquí la toma sonora juega en su contra: a ver si tengo tiempo de escuchar la versión de concierto que ofreció con la Filarmónica de Berlín el pasado abril, disponible en la Digital Concert Hall.
A despecho de algunos ligeros accidentes sin la menor importancia,
Nina Stemme me pareció una Isolda vocalmente formidable, sobre todo cuando pudo lucir su registro agudo a plena potencia: el instrumento de esta señora es de primerísima calidad, lo mismo que su técnica. Expresivamente fue ante todo una Isolda vengativa; pero no una histérica llena de rabia y despecho, sino una mujer de una pieza, decidida y dispuesta a todo. Eso sí, cuando llega la parte amorosa no termina de bucear en los pliegues expresivos del personaje, quizá por no matizar todo lo posible, y al llegar a la Liebestod resultó, a juicio de quien suscribe, considerablemente fría. Fenomenal como actriz.
Stuart Skelton fue un Tristán suficiente, que no es poco. La voz no es la más adecuada, pero sí hermosa. Tampoco la técnica es impecable. Pero al menos el tenor australiano evidenció tanto buen gusto cantando como apreciable sensatez, procurando reservarse para un tercer acto en el que, sin llegar a ofrecer el carácter agónico que es propio del personaje en sus alucinaciones, como tampoco esos ricos matices expresivos que necesita en pasajes clave –tenía que haberle sacado más partido al "Isolde" que dice en el momento de su muerte–, cumplió con enorme dignidad. Desde luego, le encuentro muy preferible a Ian Storey, a quien tuve que sufrir –primero en directo, luego en DVD– en la interpretación de Barenboim en La Scala.
A
Ekaterina Gubanova ya la pude escuchar en directo dos veces como Brangania, una
en Valencia con Mehta y otra
en Madrid en la producción de Peter Sellars. Sin ser la artista más personal posible, como tampoco la voz idónea –en exceso clara, poco carnosa, necesitando una mayor diferenciación con la de Isolda–, cantó con una línea impecable y una elegancia suprema. También demostró ser una muy buena actriz.
A
René Pape lo encontré un punto tocado en los primeros minutos de su intervención, pero también me pareció más artista que nunca: matizó con tanto acierto como convicción y comunicatividad. Eso sí, en una línea que no es la más habitual: en lugar de un Marke paternal y dolido, fue un rey –almirante en esta producción– terriblemente indignado, y diríase que no poco celoso. Espléndida labor, en cualquier caso, aunque me resulta imposible olvidar el milagro de Falk Struckmann
en Sevilla con Barenboim, allá por enero de 2014.
El borrón en el elenco fue
Evgeny Nikitin. Tuve la ocasión de escuchar a este señor en Múnich el pasado mes de julio, en una inolvidable producción de El ángel de fuego que me produjo –lo digo ahora porque nada escribí en su momento– una conmoción extrema, y allí, en Prokofiev, estuvo más que solvente, pero en Wagner no funciona: fue un Kurwenal sonoro pero basto, muy basto tanto en lo canoro como en lo expresivo. Tampoco los roles menores estuvieron bien servidos.
La producción –que viene a sustituir a la de Dieter Dorn, que en su momento molestó a los patronos neoyorquinos– corría a cargo de Mariusz Trelinski. Sus grandes bazas fue la dirección de actores, por lo general excelente, y las atractivas proyecciones diseñadas por Bartek Macias. Trasladar la acción –la de los tres actos– a un buque de guerra de la época actual no aporta nada en especial, pero tampoco molesta. El problema está en que los resultados son desiguales. El primer acto funciona bastante bien, aunque entiendo que más en la pantalla grande que en directo, porque la ubicación del pequeño camarote de Isolda se pierde en el inmenso escenario neoyorquino. El segundo se queda a medio camino: demasiado frío. El tercero no funciona en absoluto, porque el añadido de una historia acerca del suicidio del padre del protagonista y la manera en que éste, de pequeño, le pegó fuego a su casa, no solo no enriquecen la psicología del personaje sino que se aparta considerablemete de la dramaturgia wagneriana en torno a la dualidad día/noche, luz/oscuridad, represión/muerte. Aparte de esto, la oscuridad casi total que preside las cuatro horas de función termina haciéndose bastante plomiza.
En fin, muy alto nivel musical y apreciables desequilibrios escénicos. Me lo pasé bien, y si la calidad de la toma sonora hubiera sido satisfactoria, me lo hubiera pasado aún mejor.