Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Acabo de ver la retransmisión en directo, a través de la Digital Concert Hall, del primer Concierto de San Silvestre de la Filarmónica de Berlín que dirige su nuevo titular Kirill Petrenko, si bien el programa perfectamente podía haber estado diseñado por su antecesor Simon Rattle: todo él consagrado al musical norteamericano. Sí, ya se que An american in Paris no pertenece exactamente a este género, pero al fin y al cabo dio lugar a una película de Vincente Minnelli, ¿no? Solista de lujo, aunque no precisamente asociada a este universo musical: Diana Damrau. Los resultados han sido sobresaliente en todos los sentidos.
Arrancaba el programa con la obertura de Girl Crazy, o lo que es lo mismo, una selección de alguna de las mejores melodías de George Gershwin, y ya en ella Petrenko hizo gala de una perfecta mezcla de electricidad, brillantez y entusiasmo; que no abusase del vibrato y que procurase recrearse en la incisividad tímbrica me pareció un pleno acierto.
Apareció seguidamente Damrau para cantar "I Feel Pretty", de West Side Story. Versión por completo distinta a la de Kiri Te Kanawa con Bernstein himself: si aquellos optaron por la sensualidad y la delectación melódica, estos lo han hecho por lo chispeante, incluso por lo pizpireto. A continuación vinieron las Danzas sinfónicas procedentes del mismo musical. Petrenko las dirigió francamente bien, pero sin llegar a los niveles que alcanzaba el compositor; lo mejor me pareció "Cool", todo un prodigio de técnica de batuta, y lo peor la un duelo bastante descafeinado que, para colmo de males, fue interrumpido tras el último acorde por los aplausos de un público que no sabía bien de qué iba la cosa.
No estoy muy seguro del orden de las páginas que vinieron a continuación –en internet la información es errónea–. Damrau hizo estupendamente "If I Love You" de Richard Rodgers –precioso regulador al final– y "Over the Rainbow", de Harold Arlen, aunque para mi gusto su gran triunfo llegó en la maravillosa "Send in the Clowns" de Sondheim: sin que lograra borrarnos a las voces míticas que han abordado esta página, de Frank Sinatra a Barbra Streisand, la soprano alemana dijo y teatralizó –sobre todo esto último– la canción con absoluta atención a todos los pliegues expresivos. La arropó con amor verdadero el clarinete de Wenzel Fuch.
Kirill Petrenko, por su parte, bordó el nocturno sinfónico arreglado por Robert Russell Bennett sobre Lady in the Dark de Weill, demostrando no solo la técnica superlativa que todos le reconocemos, sino también pleno acierto estilístico y enorme convicción. Cerró el programa oficial con una interpretación de An american in Paris de absoluta referencia, más en la línea de un Bernstein que en la de Ozawa, es decir, mirando más a Nueva York que a la capital francesa, lo que resulta lógico teniendo en cuenta el resto del programa.
La primera propina fue nada menos que "I Could Have Danced all Night", de Frederick Loewe, cantada primero en alemán y luego en inglés. De nuevo Damrau, que supo utilizar con inteligencia los recursos belcantistas que tan bien conoce, hizo gala de una teatralidad desbordante, muy bien secundada con un Petrenko que parecía disfrutar de lo lindo. Y este nos sorprendió muy gratamente –al menos a mí, que adoro esta música– con "The Ride to Dubno", de la banda sonora de Franz Waxman para Taras Bulba: he escuchado interpretaciones más matizadas en las dinámicas –el maestro no disimulaba sus ganas de epatar al personal–, pero no tan rutilantes como esta.
A la postre, un concierto formidable que deja bien claro que en este repertorio Kirill Petrenko sí es capaz de desplegar el enorme talento que alberga. Sobre el Tercero de Beethoven que le va a dirigir a Barenboim dentro de dos semanas tengo muy serias dudas. ¡Feliz Año!
Por estas fechas suelo traer a este blog alguna versión de El cascanueces, la última de las cuales fue la muy notable de Dudamel. En esta ocasión he decidido prescindir del ballet completo para decantarme por una comparativa de las suites. No hace falta decir que solo he podido escuchar unas pocas de las muchísimas grabaciones que existen, aunque quizá sí sea necesario recordar que eso de las puntuaciones del uno al diez no es más que una convención para entendernos. Ni esto es un concurso ni yo soy un profesor de conservatorio. ¡Feliz Navidad!
1. Celibidache/Filarmónica de Londres (Decca, 1948). Decepciona el joven Celi –treinta y seis años– en una obertura pimpante y frivolona, como también en un Vals de las flores discutible en su planteamiento agógico, pero acierta por completo en el resto de las piezas, llenas de frescura y de animación, además de expuestas con trazo depurado y apreciable energía, lo que no impide al maestro remansarse en una danza árabe de perfume embriagador. Eso sí, poco que ver con lo que el rumano hará cuarenta y tres años (!) más tarde. (8)
2. Toscanini/Sinfónica de la NBC (RCA, 1951). El de Parma fue con frecuencia un músico de fraseo seco, rítmica machacona y alicorta inspiración, pero lo cierto es que su desarrollado sentido del humor incisivo y un punto agrio –ahí está su magnífico Falstaff–, unido a la incuestionable electricidad y sentido teatral de su batuta, le hacen acertar en buena parte de los números de esta música deliciosa. Y lo hace particularmente en los dos primeros, dichos con frescura y entusiasmo, como también en la danza china. La árabe no posee magia ni sensualidad –conceptos estos ajenos al universo toscaniniano–, pero funciona con más que corrección. La de los mirlitones podría estar más matizada, si bien posee la suficiente retranca; quizá ayude la nasalidad de las maderas de la orquesta neoyorquina, que por lo demás no puede ocultar su alarmante mediocridad. En la danza del Hada del azúcar y en el Vals de las flores, por desgracia, hace su aparición el Toscanini más lineal, grosero e insensible. (7)
3. Karajan/Philharmonia (EMI, 1952). Un auténtico placer descubrir que Karajan, a sus cuarenta y cuatro años, se mostraba bastante más centrado en esta música que en ocasiones posteriores. También menos personal, o al menos con más ganas de ser ortodoxo. La obertura y la danza árabe está dichas con sensualidad y adecuadamente paladeadas. La marcha y la danza rusa, llenas de fuerza, aunque también en exceso rápidas y lineales. Muy divertidas y atentas al recochineo de las maderas la danza árabe y la de los mirlitones. Expansivo y voluptuoso el Vals de las flores, antes que impregnado de magia poética. Delicada sin preciosismos el Hada del azúcar. Aunque en líneas generales se pueda ofrecer mayor riqueza en matices y personalidad, el propio Karajan demostrará en el futuro que hacerlo puede ser para peor. Correcto sonido monofónico. (8)
4. Beecham/Royal Philharmonic (EMI, 1954). En los dos primeros números el baronet se toma las cosas con calma, procurando paladear la música, pero el resultado es más bien pesadote y carece de gracia. En las dos siguientes las cosas funcionan con mera corrección. La danza árabe está llevada con prisas y carece de poesía. Sorprendentemente, danza china y mirlitones son un hallazgo: tratadas con lentitud pero esta vez para bien, rebosan mala leche y humor negro, anticipando en cierto modo lo que hará muchísimos años después Barenboim en su filmación del ballet completo. El Vals de las flores estaría francamente bien si no fuera porque Sir Thomas lo remata de manera desafortunada. Toma monofónica decente sin más. (7)
5. Malko/Philharmonia (EMI, 1955). Sin ser particularmente personal ni creativo, el maestro ucraniano ofrece una interpretación muy bien paladeada y desmenuzada, lenta pero de pulso sostenido, mucho antes lírica que extrovertida, pero en cualquier caso muy centrada en lo expresivo, rica en colorido y con apreciable encanto. Sonido estéreo muy bueno para la época. (9)
6. Markevitch/Philharmonia (Testament, 1959). Optando por tempi rápido y un colorido muy ruso, Markevitch hace una demostración de cómo la fuerza, la brillantez, la sana rusticidad y el entusiasmo no están reñidos con la frescura, la luminosidad, el encanto y el cuidado en la planificación. Por desgracia pinchan la danza Árabe y el vals, demasiado rápidos y sin toda la delectación debida. Trepidante y arrebatadora la danza rusa, y con mucho sentido del humor la de los mirlitones. Sonido magnífico para la época. (8)
7. Bernstein/Filarmónica de Nueva York (Sony, 1960). Interpretación llena de frescura, de animación y de sentido del humor, pero no muy paladeada ni llena de matices, a veces apresurada –danzas china y oriental–, en general dicha de cara a la galería, sin profundizar en ella. El Vals de las flores arranca con un solo de arpa más bien basto y luego está llevado con un aire festivo sin sensualidad valsística. (7)
8. Knappertsbusch/Filarmónica de Viena (Decca, 1960). Hans el Rubio ofrece una interpretación maravillosamente paladeada, expuesta con claridad meridiana, atenta al color y a la expresión de cada línea melódica, llena de gracia y de picardía como también de sensualidad, quizá algo más delicada de la cuenta en el Hada del azúcar, pero en cualquier caso muy certera en el espíritu de la página. Lástima que, decidido a seguir al pie de la letra la indicación allegretto de la danza árabe, se pierdan el misterio y la magia poética que esa pieza necesita. (9)
9. Karajan/Filarmónica de Viena (Decca, 1961). Solo un año después de la maravillosa versión de Kna, la formación austriaca vuelve a la carga con resultados muchos menos felices por culpa de un Karajan que ya es aquí plenamente Karajan, más para lo malo que para lo bueno. Introducción algo pesadota y sin mucha gracia, marcha muy bien expuesta pero no muy centrada en la expresión, Hada del azúcar pimpante y caprichosa –las maderas apenas se oyen–, danzas características dichas de manera un tanto lineal o pasando un tanto de largo… El cachondeo de la Danza china está bien, pero a la postre el salzburgués solo parece encontrarse a gusto en el Vals de las flores, cuando puede desplegar todo su sentido de la opulencia sonora haciendo cantar a la maravillosa cuerda vienesa. Tampoco la toma sonora ayuda mucho, desequilibrada en los planos y con demasiada distorsión para los oídos de un oyente actual, incluso en el Blu-ray Pure audio. (7)
10. Ormandy/Orquesta de Filadelfia (Sony, 1972). Interpretación bienhumorada, dicha con desparpajo, en la que sobresale una obertura miniatura lenta, soberbiamente expuesta y poseedora de la perfecta mezcla entre calidez, ternura y encanto sin cursilería. La marcha, por el contrario, es rápida –quizá en exceso– y efervescente. La danza del hada del azúcar, espléndida, incluye la coda final que tiene en el ballet. Irreprochables las danzas rusa, árabe y china. La de los mirlitones, demasiado rápida. Sorpresa desagradable en el Vals de las flores, interpretado con el fuego y la voluptuosidad adecuadas, pero con una seria modificación en la partitura: en las dos veces que se hace la repetición del tema principal, Ormandy sube de tono el mismo. La toma sufre distorsiones. (7)
11. Stokowski/Filarmónica de Londres (Philips, 1973). Tras una introducción animada y con gracia que parece anunciar que el maestro quiere ofrecer lo mejor de sí mismo, Stokowski comienza a hacer de las suyas, sobre todo con una marcha de una rapidez que resulta un verdadero disparate: a la orquesta le cuesta trabajo seguirle, y pese a su virtuosismo llena a sonar embarullada. Igualmente deplorable un Hada del azúcar que no es solo el colmo de las libertades y los más antimusicales caprichos en el fraseo, sino que además presenta en su arranque unas figuras de la cuerda que son añadido de la batuta a la orquestación original. Las danzas características se muestran bastante más centradas en la expresión, aunque don Leopoldo las adorna aquí y allá con amaneramientos varios. El Vals de las flores resulta rígido, marcial incluso –timbales en exceso marcados– y con muy poco encanto. La toma sonora, eso sí, es un verdadero milagro. (4)
12. Ozawa/Orquesta de París (Philips, 1974). Adoptando unos tempi más bien amplios –decididamente lenta la obertura– y valiéndose de una técnica de batuta descomunal, un Ozawa de treinta y ocho años consigue diseccionar el entramado orquestal de esta obra con una claridad pasmosa, haciéndolo además con ese enorme refinamiento y ese riquísimo sentido del color que le caracterizan, todo ello para entregarnos una lectura que es una reivindicación del Tchaikovsky más amable, elegante y sensual, el más poético y embriagador (¡formidable la danza árabe!), pero sin rastro de blandura ni de narcisismo. Se podrán echar de menos acercamientos más briosos y de humor más irónico, pero en su línea digamos que más francesa que rusa –ideal la orquesta parisina para las maneras de Ozawa– el resultado es formidable. Solo decepciona el Vals de las flores, entusiasta pero escaso de voluptuosidad. La toma sonora es francamente suena para estar realizada en la complicada Sala Wagram. (9)
13. Rostropovich/Filarmónica de Berlín (DG, 1978). Puede que la obertura resulte un poco pimpante, pero el resto es una verdadera maravilla. Por todo, empezando por la ejecución, continuando por la claridad, el sentido del color y la naturalidad del fraseo, y terminando por la enorme inspiración de una batuta emocionante, sincera, luminosa y también de enorme cantabilidad, que sabe matizar con creatividad y compromiso ofreciendo el mayor aliento poético posible, todo ello sin recrearse lo más mínimo en la belleza sonora ni en el músculo de la orquesta de Karajan. A destacar los maravillosos rubatos de la madera en el Hada del azúcar y los incandescentes violonchelos de un Vals de las flores memorable. La toma sonora fue siempre espléndida, pero la reciente remasterización en HD y una audición en el mismo formato recupera los agudos –incluyendo el siseo de la cinta– que se habían perdido en las dos encarnaciones en disco compacto. (10)
14. Mehta/Filarmónica de Israel (Decca, 1980?). Interpretación fresca, extrovertida, con garra y su adecuado punto de humor. También ofrece una buena dosis de concentración y de sensualidad en la danza oriental, además de brillantez y trazo claro. Falta, en cualquier caso, un punto de imaginación, atención al detalle y personalidad, algo en lo que Mehta nunca ha brillado especialmente. El Vals de las flores resulta poco ensoñado o sensual, pero sí muy impulsivo y apasionado. (9)
15. Mravinski/Filarmónica de Leningrado (CD Philips y DVD Dreamlife, 1982). En lugar de interpretar la suite tradicional, el mítico director ruso ofrece los veintidós minutos finales del primer acto del ballet –prescinde del coro de niños, que en sus primeras frases es sustituido por los oboes–, añade el maravilloso paso a dos del segundo acto y termina con el último número de la partitura. Y lo hace de una manera muy personal: Mravinsky obvia lo aspectos más amables de esta música, aporta toda tensión dramática todo lo posible y alcanza clímax de insólita incandescencia. La peculiar sonoridad de la orquesta, con esos metales broncos y poco empastados propios de la era soviética, contribuye a subrayar la singularidad de los resultados, que globalmente son interesantísimos salvo en el vals conclusivo, un tanto rígido y machacón. La delicada coda, sin embargo, se encuentra muy conseguida. El DVD tiene sonido monofónico, no así el CD. (9)
16. Marriner/Academy of S. Martin in the Fields (Philips, 1982). Desmintiendo su fama de director más bien sosaina en este repertorio, Sir Neville ofrece una interpretación efervescente, bulliciosa y refrescante, que rebosa de chispa y sentido del humor sin descuidar la sensualidad en la danza árabe y, por descontado, desplegando la depuración sonora esperable en él y sus chicos. Lástima que flojee el Vals de las flores, impetuoso pero un tanto rígido. La toma fue la mejor hasta ese momento, y aún hoy sigue resultando espléndida. (9)
17. Karajan/Filarmónica de Berlín (DG, 1982). En la última de sus
grabaciones aparece el Karajan más depurado en lo sonoro. También el más
lírico y elegante en la expresión, el más equilibrado, muy lejos de la
excesiva efervescencia de algunos números de su registro de 1952 y
sustituyendo el pícaro sentido del humor de entonces por otro más
amable, pero en cualquier caso ofreciendo belleza sonora y magia poética
como solo él sabía hacerlo. Pero hay dos problemas. El menor, una
tendencia al amaneramiento y a la blandura que es marca de la casa, y que se evidencia sobre todo en el Vals de las
flores. El mayor, la rapidez y el nerviosismo –sobre todo esto último– de una Danza árabe que le dura tan solo 2’46,
frente a los 4’01 de su grabación con la Philharmonia, los 2’59 con la
Filarmónica de Viena o los 3’22 de su registro en Berlín de 1966 (que no
he escuchado). La toma es excelente. (8)
18. John Williams/Boston Pops (Philips, 1983). Pocos meses más tarde de terminar su memorable partitura para El retorno del Jedi, el norteamericano daba cuenta de sus buenas dotes para la batuta con esta entusiasta recreación que, lejos de ser “hollywoodiense” en el peor sentido del término, convence por su perfecto equilibrio entre animación, sentido del humor y buen gusto, además de por una espléndida disección del entramado orquestal para la que cuenta con la complicidad de una ingeniería de sonido que recoge a la perfección a una orquesta que no es otra que la Sinfónica de Boston. En cualquier caso, para estar a la altura de los grandes recreadores de la página sería necesaria una personalidad más clara a la batuta, mayor riqueza en los matices –a veces Williams resulta un tanto lineal– y, sobre todo, un más elevado vuelo poético. En este sentido, la danza árabe se queda algo corta en sensualidad, como también un Vals de las flores más apasionado que voluptuoso. (8)
19. Svetlanov/Sinfónica de la URSS (Warner, 1983). Frente a las irregularidades de la selección de El lago de los cisnes que se ofrece en el mismo disco, el maestro moscovita nos entrega aquí una recreación de la más admirable ortodoxia, diseccionada de manera admirable y dicha con atención no solo al encanto y a la sensualidad que esta música necesita, sino también a sus aspectos más irónicos e incluso a su humor negro. Lo más interesante, en cualquier caso, se encuentra en una danza árabe lentísima y en un Vals de las flores distinto a lo habitual, mucho antes elegante y ensoñado que fogoso. Se incluye una, esta sí, incandescente recreación del sublime paso a dos del ballet completo. Lástima que la orquesta no sea la mejor posible: la cuerda es espléndida, pero los metales no solo no andan muy empastados, sino que además resultan un punto verbeneros. Tampoco la toma, aun ofreciendo una amplísima gama dinámica, es la mejor posible. (8)
20. Solti/Sinfónica de Chicago (Decca, 1986). La efervescencia, la vivacidad y el carácter bullicioso de la batuta, poseedora de una técnica colosal que es capaz de trabajar con pinceles finísimo a una orquesta que ha tocado esta obra con mayor virtuosismo que ninguna otra, logran un gran triunfo en los dos primeros números, pero a partir de ahí queda en evidencia que la sensualidad, la ternura, el encanto y el sentido del humor no eran el fuerte de Sir Georg. En cualquier caso, la musicalidad de un Solti siempre directo, fresco y comunicativo le permiten salir más que airoso del empeño. Toma sensacional. (8)
21. Kogan/Sinfónica Estatal de Moscú (Alto, 1990). Hijo del mítico Leonid Kogan y sobrino de Emil Gilels, el maestro Pavel Kogan ofrece una lectura entusiasta, animada, llena de dinamismo y por momentos –danza rusa– de los más trepidante, dotada además de un sentido del humor que –venturosamente– no es solo amable sino también un punto socarrón. Por desgracia, se queda corto en encanto, delicadeza, sensualidad y vuelo poético, algo que en esta música resulta imperdonable. Tampoco hay mucha atención a las gradaciones dinámicas ni al matiz expresivo. (8)
22. Abbado/Sinfónica de Chicago (Sony, 1991). Una lectura ágil, animada y efervescente, trazada con pinceles finos –increíble el virtuosismo de la orquesta– y brillante en su punto justo, pero más nerviosa de la cuenta en la marcha, insípida en la danza árabe y en exceso liviana en un Vals de las flores bastante desaprovechado y rematado de manera efectista. La verdad es que, aun demostrando una técnica soberbia, en ningún momento Abbado llega a conectar con el espíritu de esta música. Y es que el milanés, a principios de los noventa, ya estaba dejando de ser el gran director que había sido para convertirse en el campeón de la ligereza mal entendida. (7)
23. Celibidache/Munich (EMI, 1991). Aquí sí que está ya el Celi analítico y personalísimo, riquísimo en el colorido, a veces extravagante en sus decisiones, pero siempre provocando una fascinación muy especial. La obertura es ahora un verdadero prodigio de delicadeza bien entendida, de candidez y de encanto. De la marcha, perfectamente diseccionada, se puede decir lo mismo. La danza del Hada del azúcar jamás se ha escuchado con tanta magia, ni tan lenta. El tempo es bastante “normal”, sin embargo, en la danza rusa, mientras que en la árabe se baten todos los récords de duración desprendiendo una magia poética inigualable. La danza china está llena de recochineo. La de los mirlitones, dicha muy pausadamente, matizando de manera portentosa y buceando en los pliegues expresivos menos risueños, anuncia lo que hará Barenboim con esta página. Un espléndido Vals de las flores pone punto y final a una recreación poco menos que histórica en la que solo hay que lamentar que la toma, de origen radiofónico, adolezca de compresión dinámica. (10)
24. Levine/Filarmónica de Viena (DG, 1992). Parece mentira que un director como Levine grabara tanto y con tan grandísimas orquestas. Esta suite es todo un rosario de muestras de sus peores señas de identidad: precipitación, frivolidad, cursilería –danza oriental–, tosquedad generalizada, contrastes vulgares, incapacidad para desplegar sensualidad, encanto o magia poética… El Vals de las flores, sin rastros de voluptuosidad ni de verdadero sentido valsístico (¡menos mal que nunca le llamaron para Año Nuevo!), es merecedor de pasar al museo de los horrores musicales. (3)
25. Ozawa/Filarmónica de Berlín (DVD TDK, 1993). Dos años después de realizar su admirable registro del ballet completo en Boston, el maestro oriental vuelve a la suite y revalida su enorme sintonía con esta partitura con una lectura que es un modelo de ortodoxia en su perfecta combinación de frescura, delicadeza, colorido, sentido del humor y poesía. A destacar un tratamiento de los fagotes lleno de recochineo –nada habitual en Ozawa– de las maderas en la danza china –mucho más lenta que en su grabación para DG, y todavía más lograda–, como también la mezcla de intensidad y elegancia en el Vals de las flores. En el lado negativo, una celesta bastante mecánica y prosaica en el hada del azúcar. La toma sufre una considerable compresión dinámica. (9)
26. Van Immerseel/Anima Eterna (Zig-Zag, 2000). Salvo una danza oriental sosa, poco sensual y con poca atmósfera, nos encontramos ante una notable recreación, cuidada y muy bien tocada, que necesita mayores matices, más creatividad y más compromiso expresivo para ser tenida en cuenta. El vals, en este sentido, no posee mucho encanto. Lo de los instrumentos originales es lo de menos: poco relevante aportan. (7)
27. Norrington/Sinfónica de la Radio de Stuttgart (Hänssler, 2008). No es cuestión de que la cuerda de la formación alemana –nada del otro jueves– suene con poco vibrato, sino de que Norrington, independientemente de sus puntos de partida más o menos historicistas, es un director más bien mediocre, y si esta vez no llega a hacer gala –salvo en algún detalle– de su tendencia a la cursilería y no llega a sacar los pies del plato, lo cierto es que la inspiración brilla por su ausencia y el resultado es más bien gris, monótono e incluso aburrido, cuando no –danza rusa– de una alarmante flojera. A ignorar. (5)
Un melómano sevillano me transmitió, con admirable educación y exquisito tacto, ciertas ideas en torno a mi crítica sobre el Concierto nº 1 de Tchaikovsky que interpretó el otro día Juan Pérez Floristán junto a la ROSS. Concretamente, me comentaba que el joven pianista sevillano tocó la "versión original" del concierto, y que de ahí podrían venir las "cosas raras" que notamos en la interpretación. Yo imaginaba que la cosa vendría porque alguien estaba molesto. Acabo de confirmarlo leyendo el comentario que el padre del pianista ha escrito en el blog de Juan José Roldán, quien precisamente fue la persona que me invitó al concierto (la ROSS, concretamente la señora María Jesús Ruiz, hace tiempo que decidió no saber nada de mí).
Voy a hablar con absoluta claridad. Primero, no sabía que se tratase de ninguna "versión original". Nada se decía en el programa de mano, como se debía haber hecho si la persona encargada de editarlo hubiera sido mínimamente profesional. Y decidí no asistir a la conferencia previa, donde al parecer se puntualizó el asunto, porque solo tenía ese rato antes del concierto para departir con Juan José: me hubiera encantado asistir a la charla, pero prefiero gozar de la compañía de quien sigue siendo mi mejor amigo. Tampoco creo que quienes vamos a escribir algo, aunque sea en un modestísimo blog, tengamos la obligación de asistir a las charlas preconcierto. Vamos, digo yo.
Segundo, de acuerdo con que esos arpegios iniciales podrían ser autógrafos de Tchaikosky (¿de verdad que todos los grandes intérpretes de la obra han tocado hasta ahora una introducción espúrea?). Vale con que aquí y allá puede haber detalles que sonaban "raros" no por capricho del intérprete, sino por cuestiones presuntamente filológicas. Pero eso no tiene nada que ver con que a mí el toque de Pérez Floristán me pareciera ingrávido, su fraseo amanerado, su concepto equivocado. El de un señor que confunde la delicadeza con el preciosismo y la poesía íntima con lo cursi. El de un artista que quiere "descubrirnos la verdad" para llamar la atención y no para servir al compositor. El de un chico al que se le han subido demasiado pronto los elogios a la cabeza. Por descontado, quienes estén en desacuerdo con mi valoración pensarán que soy un imbécil y que guardo un enorme resentimiento contra el artista, quizá derivado de algún problema personal. Eso lo que se suele decir en estos casos, no nos engañemos. Acertarán en lo primero: soy un completo imbécil. Se equivocarán en lo segundo: Juan Pérez Floristán, con quien apenas he tenido trato, me cae estupendamente, estoy de acuerdo con casi todo lo que hace y escribe, me parece una persona inteligentísima y hasta ahora me resultaba un pianista sensacional. Y por su padre guardo una enorme admiración intelectual, amén de un muy sincero afecto personal, porque me parece una de las personas más modestas, sinceras, respetuosas y lúcidas que he conocido en este mundillo. Simplemente, el Tchaikovsky del otro día me pareció una cursilada. ¿Debo sentirme culpable por ello?
Ayer jueves renuncié al estreno de The Rise of Skywalker, cinta que como todo buen friki de Star Wars estoy deseando ver, y conduje ida y vuelta a Sevilla en medio de un huracán muy peligroso para los conductores con la ilusión de ver a Juan Pérez Floristán interpretando el Concierto para piano nº 1 de Tchaikovsky en un programa de la ROSS íntegramente dedicado al autor del Cascanueces. Tengo al sevillano –o le tenía, hasta hace unas horas– por un artista destinado a ser uno de los más grandes del piano del siglo XXI. No tanto porque posea un mecanismo superlativo –eso casi es lo de menos: de los conservatorios orientales salen decenas de perfectos mecanógrafos–, sino porque tiene muchas cosas que decir, porque estas cosas son siempre certeras y porque, además, sabe cómo decirlas: a esto último se le llama técnica, que no se debe confundir con el "mecanismo" antes referido. Si durante los años de mi exilio segureño apenas pude sino tener noticias a distancia de sus éxitos, ya asentado en Jerez he conseguido escucharle varias veces en directo y confirmar que, efectivamente, Pérez Floristán alberga un descomunal talento. En todas las ocasiones me ha gustado mucho, muchísimo o una barbaridad, de lo cual he dejado testimonio aquí mismo en diferentes reseñas.
Por todo lo expuesto, comprenderá el lector que lo de ayer me supuso un verdadero jarro de agua fría. Porque su Primero de Tchaikovsky no solo no me gustó, sino que me irritó ya desde esos memorables acordes de la mano izquierda de la introducción, generalmente rotundos y poderosos, convertidos en arpegios desgranados con un toque aéreo y grácil con resultados de alarmante cursilería.
Fue la suya una interpretación por completo personal, que además de soberbiamente tocada estuvo ricamente matizada (¡qué portentosa manera de modelar colores y dinámicas, qué limpieza, qué control del pedal!) con una clara intención de huir de la rutina y de decir cosas nuevas, lo que en principio está muy bien: el riesgo siempre se agradece. El problema es que a mí esas cosas me parecieron equivocadas, porque iban en la linea de reivindicar ese Tchaikovsky leve, delicado y preciosista que muchos creíamos por completo periclitado, y encima añadiendo devaneos estilísticos (¡esto no es Chopin, por favor!) y una buena dosis de frivolidades, preciosismos y amaneramientos que desarticularon el discurso y lo convirtieron en una sucesión de pasajes más o menos bonitos sin una idea expresiva clara ni sincera detrás de semejante exhibición de virtuosismo.
Justo lo mismo que ocurrio con el célebre Moment musicaux nº 3 de Schubert que llegó de propina, una música maravillosa en su aparente sencillez que el pianista sevillano decidió "descubrirnos" a base de detalles preciosistas. Les juro que todavía no doy crédito: yo pensaba que este chico era el Luke Skywalker del piano español, y ahora resulta que podría tratarse de todo un Kylo Ren. Por si fuera poco, en una entrevista en ABC anuncia que su próxima actuación en Sevilla será haciendo el Cuarto de Beethoven al fortepiano, apuntando que la interpretación historicista "ofrece mayor libertad". Quizá ese futuro evento nos confirme su paso definitivo al lado oscuro de la Fuerza. O tal vez no, si el espíritu de su venerable maestra jedi Obi-Wan Leonskaja logra volver a su interior.
En cualquier caso, nada historicista hubo en el Tchaikovsky de ayer 19 de diciembre, porque tenía a su lado a la Sinfónica de Sevilla y a John Axelrod. Me pareció aceptable sin más la labor del maestro estadounidense en el Concierto para piano nº 1. Incluso se prestó al enfoque falsamente lírico e intimista de Pérez Floristán e hizo lloriquear a los violonchelos en el segundo movimiento para disgusto de un servidor, y quién sabe si de algunos cuantos melómanos más de los muchos que había en el Maestranza. Pero acertó en la obra que abría el programa, ese Hamlet tan desequilibrado en su desarrollo como interesante –esta semana me he escuchado seis versiones para hacerme a una obra que frecuento poco– en la que su batuta logró dar unidad a la deslavazada pieza y desplegó un lirismo en la cuerda genuinamente tchaikovskiano. Sinfonía nº 4 para terminar. Hay precedentes singulares en el Maestranza. Ese enorme director de Tchaikovsky que fue Rostropovich la interpretó frente a la Royal Philharmonic en 1992, una versión que me pareció –yo era jovencito, no sé qué opinaría ahora– fogosa pero excesivamente estentórea. Mucho más cerca en el tiempo, la propia Sinfónica de Sevilla firmó una estupenda versión con Juan Luis Pérez, el padre de nuestro pianista. Y pocos años más tardes, el mismísimo Claudio Abbado hizo con la Simón Bolívar una lectura que, sin llegar a los resultados aún insuperados de su registro con la Filarmónica de Viena, fue a todas luces gloriosa.
Axelrod resolvió ayer la papeleta con muchísima dignidad, sobre todo al lograr trazar con solidez y buena progresión de las tensiones la complicadísima arquitectura del primer movimiento, dicho con convicción plena; lástima que en el clímax principal los trombones, no muy brillantes a lo largo de la velada, se comieran al resto de la orquesta, algo que fue responsabilidad plena de la batuta. El Andantino estuvo paladeado con gran delectación, aunque tendiendo a la morosidad y sin naturalidad suficiente; en cualquier caso, el maestro hizo cantar a la cuerda con enorme belleza y la hizo sonar con una solidez y un empaste –admirables violines y violas– como no se la escuchaba desde hace años. Muy bien el Scherzo, particularmente por el trabajo de filigrana que realizaron las maderas durante un trío que supo ser bullicioso sin caer en la frivolidad. E irreprochable el final, enérgico como debe ser, con un punto de rusticidad de lo más adecuado, pero sin caer en la vulgaridad del bombo y platillo. El público aplaudió a rabiar, merecidamente.
Se acabó. Han sido muchos años, creo cuarenta y dos en total, viviendo con la música de John Williams para las diferentes entregas Star Wars. Amándola profundamente. Considerándola no como un entretenimiento, sino como parte imprescindible de nuestras vidas. Mañana jueves llega el inevitable final.
Para Rise of Skywalker, ese enorme compositor menospreciado o ninguneado por algunos críticos musicales que van de exquisitos, Norman Lebrecht (¡cómo no!) a la cabeza de ellos, ha compuesto un bonito y emotivo tema lírico de ciertas resonancias elgarianas que quizá no se cuenta entre los más inspirados de los muchos y muy excelsos que el norteamericano ha compuesto para estas nueve películas, pero que uno no puede escuchar sino con lagrimas en los ojos. Muchas gracias, John. Te querremos siempre.
Ya comenté por aquí el concepto y la portada del disco dedicado a Maurice Ravel protagonizado por Josep Pons y Javier Perianes que Harmonia Mundi se encuentra promocionando estos días. Vamos ahora a por el contenido musical, cuya parte con la Orquesta de París se registró en marzo de 2017 para ser completada con las piezas para piano solo en Málaga en noviembre de 2018, siempre con toma excepcional a cargo de Teldex Studio.
Arranca el disco con la orquestación de la Alborada del gracioso. El maestro catalán ya había grabado la página frente a la Nacional de España, en un disco editado nada menos que por Deutsche Grammophon. Al igual que aquella, esta es una interpretación de irreprochable idioma, atenta al color y las texturas, trazada con pinceles finos y muy acertada en lo expresivo por su equilibrio entre lo extrovertido y lo misterioso –llenos de sugerencias determinados pasajes de la sección central–. La diferencia con la anterior grabación viene sobre todo por parte del instrumento: si nuestra OCNE sonaba un tanto verbenera en el final, los parisinos se mueven en un nivel extraordinario y aportan unas maderas (¡qué contrafagot!) quizá insuperables para este repertorio. ¿Falta algo para alcanzar lo excepcional? Pues sí, exactamente lo mismo que en el resto de la parte orquestal del disco: un grado mayor de tensión interna, de chispa y de efervescencia, lo que no resulta incompatible con la visión netamente impresionista de Ravel que Pons propone.
Perianes ofrece a continuación una insuperable interpretación de Le Toumbeau de Couperin en la que, lejos de optar por la efervescencia clavecinística y de los claroscuros digamos que “barrocos”, apuesta por una óptica tan apolínea como poética que aúna de modo milagroso la más exquisita elegancia con una naturalidad plena, que ofrece belleza sonora a raudales y vuela con la más exquisita poesía sin dejar de interesarse por las atmósferas inquietantes que por momentos asoman en la escritura. Por supuesto que hay otras maneras más vitalistas y angulosas de acercarse a la página, pero desde la ortodoxia de “lo francés”, Perianes llega hasta lo más alto.
El Concierto en sol lo he comentado hace un par de días en la ampliación de la comparativa discográfica que me atreví a realizar de esta sublime página. Transcibo a continuación el texto:
Aunque parezca mentira, el de Nerva es todavía capaz de darle una vuelta de tuerca más a su interpretación y llevarla, armado de un sonido hermosísimo y de un toque de lo más variado, hasta lo más alto posible. Y lo hace no solo en un primer movimiento más paladeado, más creativo y más poético que el que registró con Orozco Estrada, sino también en un Adagio assai que seguramente, en lo que a la parte pianística se refiere –en la orquestal ahí sigue el milagro irrepetible de Martinon– apenas encuentra parangón. En el tercer movimiento de nuevo pueden preferirse enfoques más efervescentes, pero lo que está claro es que Perianes no busca triunfar de cara a la galería, sino hacer música. Josep Pons comienza defraudando un tanto: el arranque suena algo alicaído, sin el vigor rítmico ni la incisividad en el timbre que deberían hacer que sonara un tanto “a Petrushka”. Pero luego no solo va evidenciando una perfecta sintonía con el enfoque lírico e introvertido del solista, sino que demuestra enorme capacidad para generar atmósferas, crear mágicas texturas y bucear en los pliegues expresivos de los pentagramas. En el segundo mantiene a la perfección el pulso y construye con perfecta lógica; el lacerante clímax central no resulta tan apasionado como el de Orozco Estrada, pero sí que se alcanza con una planificación más depurada y mayor naturalidad. Además, Pons permite respirar con holgura a los maravillosos solistas de la orquesta parisina, cuyas maderas siguen sencillamente siendo las ideales para esta obra. En el Presto conclusivo deja a su aire a los solistas de la orquesta con resultados superlativos: no pueden ser todos ellos más acertados en la expresión, llena de burla e ironía pero sin perder elegancia ni sabor francés. Una toma sonora memorable redondea unos resultados de referencia.
En la versión orquestal de Le Toumbeau de Couperin, el maestro Pons termina de dejar claras sus virtudes e insuficiencias a la hora de interpretar a Ravel, al que decididamente aborda desde la más absoluta ortodoxia impresionista. Hay aquí sensualidad, delectación melódica, ternura y delicadeza, trazo elegantísmo y colores difuminados, así como texturas muy atractivas en las que las pinceladas ágiles y aéreas son determinantes. Pero también se evidencia una tendencia a sustituir lo bullicioso y lo risueño por lo excesivamente suave, una ausencia de suficiente tensión interna –Forlane algo flácida– y escasez de contrastes tanto sonoros como expresivos. En esta misma línea en la que melancolía y ensoñación se ponen por delante de otras consideraciones, Sergiu Celibidache –grabación con la Filarmónica de Múnich de 1984– alcanzó unos resultados históricos a los que Pons no logra acercarse. Tratándose de una muy buena interpretación, es lo que menos me ha gustado del disco.
Alborada del gracioso en versión pianística para terminar. Doce grabaciones distintas me he escuchado para atinar en el comentario. Nombres míticos como Gieseking o Richter han salido mal parados de la comparación. Los mejores son para mí Beatrice Rana y Javier Perianes, ofreciendo recreaciones tan excepcionales como distintas entre sí. Lejos de arrancar con el vigor rítmico y la extroversión con que lo hacen su compañera y la mayoría de los pianistas, nuestro artista opta por ir paladeando la música con delectación, apostando por los aspectos más misteriosos y sugerentes de esta música haciendo uso para ello de una pulsación de extraordinaria sensibilidad –difuminada, pero nunca blanda–, de un legato embriagador y de un portentoso sentido orgánico del fraseo, amén de esa incomparable concentración interior que caracteriza su arte. Así las cosas, no es la suya una interpretación fulgurante que mueven al aplauso inmediato, sino toda una indagación en lo que de sensualidad, de embrujo y de magia poética hay aquí, renunciando a todo exhibicionismo y fusionando de manera incomparable el más ortodoxo lenguaje impresionista con todo ese sabor español que Perianes domina como nadie.
A la postre, un disco muy notable por parte de Pons y excepcional en lo que a Perianes y –no sería justo olvidarla– a la orquesta se refiere. No se lo pierdan.
Ayer sábado estuve en el cine asistiendo a la retransmisión en directo de la "Prima della Scala": Tosca de Puccini con Chailly y Netrebko en nueva producción de Davide Livermore. Me gustó muchísimo. Intentaré explicar telegráficamente el porqué.
Davide Livermore triunfó con la producción escénica que todos estábamos deseando ver: por completo fiel al libreto mas no por ello convencional, espectacular pero con los medios –abundantísimos: debe de haber costado una millonada– al servicio del drama, lujosa a más no poder sin caer en el recargamiento, y sobre todo cinematográfica, tremendamente cinematográfica. En el primer acto llegan a molestar, eso sí, los excesos de movimiento de las plataformas, aunque en contrapartida el Te Deum resulta impactante y ofrece una atmósfera mefistofélica –con referencia indisimulada al desfile de moda eclesiástica de Fellini– de lo más atractiva. En el segundo se agradecen el ensañamiento en el asesinato de Scarpia y la abundancia de sangre, mientras que del tercero queda para la memoria la terrible imagen de la protagonista y cayendo al vacío y gritando desesperada, en una resolución muy parecida a la de la muerte de Javert en el musical Los Miserables. Casualmente, ya escribí aquí que aquélla sería ideal para visualizar el suicidio de Floria Tosca: se ve que Livermore ha tenido la misma idea. El vestuario de Gianluca Falaschi, nada "historicista" pero lleno de significaciones, fue otro de los aspectos más singulares de la que, a la postre, creo que es la mejor producción escénica de este título que he visto.
Riccardo Chailly ofreció una dirección teatral a más poder, llena de fuego y de sinceridad, rica en las texturas y nada ampulosa, ni preciosista, ni amanerada. Eso sí, podía haber paladeado más algunas frases y haber subrayado los aspectos "góticos" de la partitura: ya se sabe que últimamente al maestro le ha dado por las prisas. Interesantísima, aunque no siempre para bien, el uso de una nueva edición de la partitura que recupera aquí y allá diversos compases amputados. Me gusta más así el apuñalamiento de Scarpia, más largo y feroz, mientras que extender considerablemente la coda solo puede funcionar con una escena como esta, en la que se puede ver a la protagonista cayendo lentamente al vacío. En una producción "normal", la dilatación de la música resultaría anticlimática.
Anna Netrebko, suntuosa de medios vocales, resultó en exceso impertinente y poco sensual en el primer acto, tanto en lo canoro como en lo escénico, echándose de menos matices psicológicos que hicieran un retrato más completo de la celosa diva. En el segundo estuvo magnífica –ofreció frases estremecedoras– y en el tercero estuvo absolutamente sensacional. Enorme.
Francesco Meli es un tenor "a la antigua", mucho antes para lo bueno que para lo menos bueno, que de todo hubo. Su canto fue cálido, valiente, brillante en el agudo y un tanto exhibicionista. En el primer acto se movió todo el tiempo desde el mezzoforte hacia arriba sin apenas atención al matiz, mejorando muchísimo en el resto de la ópera. Su "E lucevan le stelle" fue magnífico.
Luca Salci no tiene la voz más oscura posible. Tampoco precisamente la línea más depurada ni elegante. Pero compone con tanta inteligencia como convicción a Scarpia, sin necesidad de caer en truculencias ni de poner cara de villano de opereta. Los demás cantantes ofrecieron un nivel algo pobre para la ocasión, pero el conjunto funcionó.
Los aspectos negativos de la retransmisión estuvieron en una realización televisiva poco conseguida y en una gama dinámica considerablemente recortada. ¿Todavía no ha conseguido la tecnología emitir a los cines un sonido en condiciones? Ojalá que la filmación salga en Blu-ray, y que lo haga con las pertinentes correcciones audiovisuales, porque merece muchísimo la pena: una Tosca para el recuerdo.
Perdónenme ustedes que no tenga tiempo todavía para comentar –prometo hacerlo más adelante– el contenido del disco dedicado a Maurice Ravel protagonizado por Josep Pons, Javier Perianes y la Orquesta de París que Harmonia Mundi acaba de lanzar, aunque adelanto que me ha parecido excepcional en lo que a la labor del pianista onubense se refiere. Pero sí puedo apuntar algo sobre la portada, fotografía de "Igor Studio" y maquetación del "Atelier harmonia mundi". Si lo que el mismo equipo hizo con el registro Falla de Heras-Casado me pareció ridículo, esta otra es una de las mejores carátulas que he visto en un disco clásico, no solo por la calidad y el atractivo puramente visual de la fotografía, sino también por su relación conteptual con el programa propuesto.
"Como en un espejo, esta grabación yuxtapone las versiones originales para piano de dos de las obras maestras de Ravel (Le Tombeau de Copuerin y Alborada del gracioso) con sus respectivas orquestaciones. El Concierto en sol combina las dos facetas, tanto cuando el piano se integra en el sonido global como cuando desempeña su papel solista", reza la contraportada. El fotógrafo sienta a los dos protagonistas a una mesa con superficie de cristal y hace que en la mitad superior de la imagen las manos del director, firmes y apuntando en una dirección clara, dialoguen con las manos cruzadas del pianista, más iluminadas y casi en posición central; en la parte inferior se reflejan los rostros de los artistas, en este caso con más visibilidad para Pons que para Perianes, en un apasionante juego tanto de diagonales visuales como de referencias cruzadas. En el centro va el título del disco: Jeux de Miroirs. Y precisamente, como sabrán casi todos ustedes, se llama Miroirs la suite pianística de la que procede la Alborada.
Para mí, una obra maestra de las portadas del disco clásico. ¡No olviden que ya pueden escuchar el disco en las plataformas habituales de streaming!
Con motivo del vigésimo aniversario de la Orquesta del West-Eastern Divan, Medici TV saca a la luz algunas filmaciones de la orquesta fundada por Daniel Barenboim que habían circulado poco hasta ahora. Entre ellas, la de un concierto que se ofreció junto a Marta Argerich en el Teatro Colón de Buenos Aires en 2015 integrado por obras de Beethoven y Tchaikovsky.
Fascinante el Concierto para piano nº 2 del de Bonn, porque nos permite comprobar como, una vez más, el mayor intérprete beethoveniano de los últimos cien años no solo no logra llevar a su terreno a la señora Argerich, sino que en cierto modo se amolda a las personalísimas maneras de hacer de su admirada colega. Al menos es lo que ocurre en un primer movimiento que, sin ser muy distinto al que le conocíamos de ocasiones anteriores, parece sonar ahora más nervioso e inquieto, dotado de una desazón –ocurre en toda la introducción orquestal– de lo más atractiva. El resultado es un Allegro con brio que suena menos noble y reflexivo, más dionisíaco, pero no por ello precisamente gozoso sino más bien agitado, altamente dramático, sin que eso signifique la pérdida del control ni por parte del director ni de la solista, extraordinaria en todos los sentidos.
En el Adagio es Barenboim quien parece marcar la dirección. Él siempre rozó aquí el cielo, y aunque esta vez quizá no paladee la música con la poesía increíble que otras veces le hemos escuchado, despliega ese humanismo, esa cantabilidad y ese equilibro entre vuelo lírico y reflexión que solo los más grandes son capaces de destilar. Ni que decir tiene que maneja con enorme plasticidad a la WEDO y la hace respirar (¡qué maderas!) de manera por completo beethoveniana. ¿Y la Argerich? Pues aquí serena su natural carácter felino y, luciendo ese sonido "duro" pero moldeable al cien por cien que la caracteriza y un fraseo riquísimo en acentos, hace música con intensidad y sinceridad proverbiales. En el arranque del tercer movimiento, ahí sí, se le va la mano y cae un tanto en el virtuosismo mecánico, pero en seguida su piano y la batuta sintonizan plenamente y, con un Barenboim muy atento a la jocosidad un punto rústica de la página, se alcanzan unos resultados llenos de efervescencia. En homenaje a Pía Sebastiani, los dos artistas ofrecen a continuación una sublime interpretación a dos pianos de Bailecito, de Carlos Guastavino: aroma porteño servido de la más excelsa manera posible.
Sinfonía nº 4 de Tchaikovsky en la segunda parte. Ninguna novedad conceptual ofrece aquí el maestro frente a sus testimonios anteriores, aunque quizá sea en esta ocasión cuando sus aportaciones ofrezcan una síntesis más redonda y equilibrada hasta redondear una interpretación quizá no genial, pero a todas luces modélica. En este sentido, el primer movimiento es toda una lección de desarrollo orgánico en la arquitectura y de cómo planificar tensiones para alcanzar clímax de enorme fuerza sin recurrir a efectismos. El segundo, una vez más con Barenboim mucho antes incandescente que ensoñado, está dicho con enorme sensualidad y una plasticidad enorme en el tratamiento de la cuerda. Un prodigio la regulación dinámica de los pizzicatos en el tercero, irónico más que distendido, por no hablar de la claridad de las maderas en un trío que suena mordaz y bastante ruso. Y qué decir del Finale, de nuevo especialidad de la casa: imposible ofrecer una más lograda convergencia entre arrebato y control. La orquesta funciona estupendamente poniendo lo mejor de sí misma, aunque Barenboim hace un poco de trampa y se trae de refuerzo al mismísimo Mathieu Dufour, por entonces flautista de Chicago y ahora en la Filarmónica de Berlín.
Como primera propina llega el Vals triste de Sibelius, uno más de los muchos extraordinarios testimonios de Barenboim interpretando esta música; ciertamente lo hace no de la manera más siniestra posible, ni de la más alucinada en el clímax, pero logrando mezclar voluptuosidad, anhelo y amargor con perfecto control de los medios y enorme concentración.
La sorpresa viene en el segundo bis. Barenboim anuncia que la obertura de Ruslán y Ludmila de Glinka la va a dirigir quien ha sido su asistente en estos conciertos, un chico al que augura un futuro prometedor: Lahav Shani. El maestro no regatea en elogios hacia el joven israelí y hace a todo el público del Teatro Colón decir en alto su nombre: Lá-hav-Sha-ni. La interpretación es sensacional, arrebatadora pero muy bien cantada, así que la velada termina por todo lo alto, con el respetable entusiasmado y la Argerich aplaudiendo con satisfacción entre bambalinas.
Finalmente hemos perdido a Mariss Jansons. Más de dos décadas se ha llevado luchando contra sus problemas de corazón, demostrando una enorme fortaleza de la que ha sabido servirse para seguir dedicándose a lo que más le gustaba, hacer música, en todo momento con las más grandes orquestas y los más reputados solistas. Desde siempre los testimonios dejaron constancia de que se trataba de una gran persona, o al menos de un artista educado, afectuoso y muy alejado del prototipo del "maestro iracundo" que tan ridículo prestigio parece seguir teniendo para algunas mentes. No, nada tiene que ver el chillarle mucho a los músicos y tener arrebatos de cólera con la excelencia artística. Aunque habría que recordar también que la amabilidad, aunque contribuye a crear un buen clima de entendimiento, tampoco garantiza grandes resultados.
En este sentido, y sin cuestionar una técnica de batuta a todas luces excelsa, discrepo abiertamente con los que han visto en él a un enorme artista. En su obituario para El País, Pablo L. Rodríguez afirma que "Su secreto artístico residía en una personal aleación de la influencia
rusa de Yevgueni Mravinski y alemana de Herbert von Karajan, para
quienes trabajó como asistente". Permítanme que, en mi ignorancia, no reconozca en modo alguno el influjo de estos dos maestros de tan poderosa personalidad. También dice que "su huella en el mundo sinfónico ha sido inmensa". Tampoco lo veo: una cosa es haber dirigido muchísimo y otra muy distinta haber dejado huella.
Sencillamente, porque Jansons no ha tenido ninguna huella que dejar. Si por algo se distinguía la batuta del letón es por su carácter neutro, por su apatía intelectual, por ver en las notas sonidos y nada más que sonidos. Alguien dirá que eso mismo es lo que hacía el gran Bernard Haitink, uno de sus antecesores en la Concertgebouw. Pues sí, pero con la diferencia de que el holandés, aun siempre objetivo y negándose a aportar una mirada personal, procuraba comprometerse a fondo en lo expresivo. A mí me parece que Jansons no lo hacía así. O al menos, que lo hacía solo en contadas ocasiones, con partituras con las que parecía tener una conexión muy especial.
Una de ellas fue la Sinfonía litúrgica de Arthur Honegger, una soberbia, escalofriante música que grabó con excelentes resultados para EMI en 1993 al frente de su Filarmónica de Oslo y que repitió en 2004 frente a la citada Concertgebouw. La propia orquesta editó el resultado en un SACD sobre el que ya dije algo por aquí. Hoy he descubierto que hay vídeo disponible en YouTube. Lo he visto y he vuelto a quedar conmocionado. Y no solo por la temperatura que alcanzan las partes más escarpadas y terroríficas de la obra, sino también por la profundísima belleza de sus secciones líricas. Este es, sin duda, el Mariss Jansons que quiero recordar. Descanse en paz.