Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Si todo ha salido bien, cuando se publique esta entrada seguiré en Budapest y estaré escuchando el Trío con piano op. 50. Completada en enero de 1882, esta dilatada página en dos movimientos no se encuentra entre las obras más celebradas de Tchaikovsky, pero sí que contiene numerosas bellezas que demandan atención.
Confieso que solo conozco tres grabaciones. Una es la celebérrima de Pinchas Zukerman, Jacqueline Du Pré y Daniel Barenboim, una toma monofónica en vivo realizada en Tel Aviv en 1972 que EMI ha reprocesado ahora a 192 kHz. No me termina de convencer: cada uno de los artistas parece estar haciendo una obra diferente. A Jacquie se le notan ya los problemas de su enfermedad, pero eso no tiene especial importancia; más grave es la ausencia del calor de antaño, aunque siga siendo capaz de cantar las melodías de manera maravillosa. El que sí parece despistado es Pinky, que solo poco a poco se va poniendo en situación. Barenboim es quien sale mejor parado con un piano poderoso y severo, orquestal incluso, ya que no muy atento a las inflexiones poéticas y todavía algo monocorde en el toque. En la última de las variaciones y en su fúnebre coda los artistas encuentran finalmente una convergencia y hacen gran música.
Luego está la de Itzhak Perlman, Lynn Harrel y Vladimir Ashkenazy grabada por EMI en torno a 1980: interpretación muy ardiente, antes que sensual o lírica, pero también con desigualdades entre los solistas. Perlman, apasionadísimo y siempre desde una óptica hiperromántica, es el más centrado. Ashkenazy parece un punto sobreactuado, incluso machacón, poco sutil en la pulsación, mientras que Harrel queda un tanto en segundo plano. La toma se realizó en Nueva York y suena solo bien en el reprocesado en alta definición.
En fin, a mí la que realmente me gusta es la que he vuelto a escuchar el pasado martes, la de Renaud Capuçon, Kian Soltani y Lahav Shani en Erato. En ella nos encontramos a tres artistas en perfecta sintonía demostrando absoluta musicalidad, sabiendo cantar con enorme emotividad las melodías y alcanzar clímax poderosos –con grandeza bien entendida y una buena dosis de sonoridad orquestal, tal y como reconocía el propio compositor– en el primer movimiento, como también resultar elegíacos y ofrecer la adecuada ternura tchaikovsky Ana. Luego pasan por toda variedad de estados anímicos en el larguísimo tema con variaciones, cerrándose con hondura y concentración en la marcha fúnebre.
Por descontado, la técnica de los tres es suprema y se pone al servicio de la expresión, pero hay algo más: toda la interpretación desprende un goce muy especial a la hora de hacer música, un entusiasmo “juvenil” que desprende no solo confianza mutua, sino también una fuerte amistad. No el balde, Soltani y Shani tocaron durante años en la West Eastern Divan de Daniel Barenboim, mentor de ambos. Por eso aquí hay más, mucho más que tres señores dialogando educadamente: son colegas y cómplices haciendo juntos lo que más les gusta. ¿En igualdad de condiciones? Ahí no estoy tan seguro: el poderosísimo piano de Lavah Shani, que no en balde es también director de orquesta, parece llevar la voz cantante. Soberbia toma en vivo.
PS. La de Repin, Maisky y Lang Lang la he escuchado en el coche, así que no puedo emitir una opinión clara.
Perdón por el chiste malo y ordinario, pero tenía que hacerlo. Acabo de salir del Ateneu Ruman (sí, estoy en Bucarest) de escuchar el Concierto para piano 13 de Mozart a Elena Bashkirova, y... ¡Menuda diferencia con lo de Yuja Wang el otro día en Sevilla! La hija de, esposa de y madre de quienes ustedes ya saben ha puesto toda la carne en el asador; la china, otro chiste aún peor, puso toda la carne, pero solo hizo gran música en las propinas.
En fin, mientras haya artistas como Bashkirova aún queda espacio para la esperanza de que no se convierta todo en pura mercadotecnia.
Hasta el día 12 de diciembre tienen ustedes para ver de manera completamente gratuita, gracias al canal Arte (enlace), los Gurrelieder de Arnold Schönberg que Sir Simon Rattle dirigió en abril de 2024 celebrando el 75 cumpleaños de la Sinfónica de la Radio de Baviera. Es el tercer testimonio suyo acercándose a la tremenda página sinfónico-coral después de sus dos grabaciones oficiales al frente de la Filarmónica de Berlín, una en audio (EMI) y otra en vídeo (Digital Concert Hall). En este retorno logra dejar claro el nivel de los conjuntos bávaros: sencillamente el mejor que hasta ahora han conocido, muy por encima de los tiempos de Kubelik.
El maestro británico –ahora nacionalizado alemán– vuelve a ofrecer una verdadera lección de dominio de los medios a su disposición, particularmente de diseño de la arquitectura, capacidad para ir transformando el colorido –desde el sensual tardorromanticismo de toda la primera parte hasta el más descarnado expresionismo– y, sobre todo, tratamiento de las texturas, todo ello haciendo gala de una depuración sonora exquisita.
Ahora bien, interpretativamente vuelve a caer en la irregularidad. Sin ir más lejos, la introducción resulta un tanto frívola, y en toda la primera parte se evidencia quizá no el carácter excesivamente otoñal de su segunda versión en Berlín, pero sí cierta tendencia a quedarse en lo decorativo, como también a pasar de largo –cosa rara– ante la atmósfera de misterio que demandan algunos momentos clave. La breve segunda parte tampoco termina de convencer: resulta más nerviosa que propiamente desgarrada. Toda la tercera, como era de esperar, es una maravilla. Aquí Rattle se encuentra como pez en el agua desplegando brillantez, tensiones, teatralidad extrema y mucho, muchísimo sentido del humor, como también delicadeza poética en la narración y grandeza en el final.
La voz de Simon O'Neill–sustitución a última hora– no suena agradable al oído –emisión abierta–, pero posee la extensión, el volumen y la pasta apropiada para el imposible rol de Waldemar. Su estilo es irreprochable y el artista sabe pasar por todos los momentos expresivos. Dorothea Röschmann se queda bastante corta en los medios, pero al menos posee una dicción excelente y matiza con tanta intensidad como convicción lo que está diciendo. Jamie Barton es una Tove de muy alto nivel. La mitad "expresionista" de la obra se beneficia de un sólido Josef Wagner recreando al campesino y de un sensacional Peter Hoare haciendo del bufón sin que tengamos que sufrir una voz tenoril de escasa calidad. Un envejecido pero todavía sapientísimo Thomas Quatshoff encargándose de la narración. Formidables el Coro de la Radio Bávara y el de la MDR.
Por descontado, en discos la versión de referencia sigue siendo la de Ozawa, seguida muy de cerca por la de Chailly.
Hay que aplaudir que en Jerez de la Frontera se siga desarrollando –la creación tuvo lugar allá por 1998– el proyecto de la Orquesta Álvarez Beigbeder, formación de tamaño reducido que desde la iniciativa privada, con poquísimos medios y mucho admirable esfuerzo, intenta por un lado ofrecer a jóvenes artistas de la tierra la oportunidad de crecer como músicos, y por otro ocupar un cierto lugar en una ciudad –la mía- que no es precisamente pequeña pero carece de formación sinfónica más o menos estable.
También hay que alegrarse de cómo va progresando el nivel técnico de la misma: desde la última ocasión en que la escuché, un concierto de marchas procesionales, hasta el programa de alhambrismo sinfónico de ayer domingo 17 en el Teatro Villamarta, he notado una sustancial mejoría. Pudo influir que saqué mi entrada arriba, donde se escucha muchísimo mejor que en el patio de butacas –el sonido se pierde abajo, y el empaste también deja que desear–. No es menos cierto que hubo no pocas inseguridades y desajustes, pero a la postre creo que ha alcanzado un nivel digno para la ciudad.
No es menos motivo de satisfacción que la titularidad haya caído en manos de un maestro como José Colomé, un prodigio de musicalidad y buen gusto: anoche se mostró cuidadoso en el tratamiento de las familias, acertadísimo en los tempi –con él la música respira como es debido–, altamente sensual en el fraseo y muy alejado de cualquier tipo de efectismo, folclorismo barato o concesión de cara a la galería. Vamos, que es muy superior a otros directores que andan por Andalucía poniéndose al frente de este tipo de formaciones, y poco tiene que envidiar –más bien al contrario– a batutas conocidas que se han acercado en disco a la música orquestal de los Bretón, Turina y compañía.
Pero a mí, lo siento muchísimo, no me gusta el rumbo que la formación está tomando en lo que a elección de repertorio se refiere. Todo lo que voy a decir (¿realmente hay que insistir en ello?) son opiniones personales. Habrá valoraciones radicalmente opuestas, claro que sí. Se podrán discutir unas y otras todo lo que se quiera, pero no pienso renunciar a escribir lo que pienso. Es lo que he hecho siempre en este blog, y deseo seguir haciéndolo cueste lo que cueste.
Miren ustedes, no me gusta que se reivindique de la manera en la que se está haciendo la música de Germán Álvarez Beigbeder ("Don Germán" por estos lares), un señor que compuso bellas marchas procesionales pero cuya obra sinfónica presuntamente más destacada, Campos Andaluces –hay grabación con la Orquesta de Córdoba–, me parece un bodrio. Tampoco me hace gracia que se ensalce la figura de su más conocido hijo, de nombre artístico Manuel Alejandro –el de Raphael, Julio Iglesias y Rocío Jurado–, cuyas canciones son para mi gusto –por una vez coincido con Arturo Reverter, a quien le robo el calificativo– de una considerable cursilería.
Y no, no me parece que lo que Jerez y su teatro necesiten sea un programa integrado única y exclusivamente por obras “regionalistas”. Vale, La procesión del Rocío es una página tan menor como simpática (yo mismo tengo aquí una discografía comparada), y las Danzas fantásticas del propio Joaquín Turina, de las que incomprensiblemente solo se ofreció el último número, son una muy bella música. Pero no le encuentro interés a Adiós a la Alhambra de Jesús de Monasterio, cuya mayor virtud es la brevedad; imposible decir nada sobre la violinista Collette Baibaud, que parecía muy sensible en el fraseo pero necesita ser escuchada en obras de mayor enjundia. Tampoco le veo gracia alguna a En la Alhambra de Tomás Bretón. Cierto es que hace muy poco Tomás Marco ha escrito en Scherzo que se trata de una partitura nada despreciable (sic). A mí me parece tan mala como la música del propio Marco en su faceta de compositor, qué quieren que les diga. Y lo que ya es el colmo es la Fantasía morisca de Ruperto Chapí: larga, sin rastro alguna de inspiración y decididamente insoportable. Lo pasé muy mal en mi asiento escuchando semejante partitura. La cosa de Alexander Tsfasman que nos endilgó el otro día Yuja Wang en Sevilla (reseña) me parece Mahler al lado de esto.
¿Que hay que defender “nuestro repertorio”? Miren ustedes, esta música se puede enmarcar dentro del romanticismo nacionalista, del regionalismo o de lo que ustedes quieran, pero por sonar “andaluza” o tener tema alhambrista no es más “nuestra” que la de Francisco Guerrero o José María Sánchez Verdú, esos sí unos grandísimos compositores que nacieron, qué cosas, en Linares City y Algeciras City. Pero claro, esos no interesan. Y así estamos, en 2024 mirando hacia nuestras “esencias regionales”.
No, eso no es lo que yo quiero para Jerez. Quiero una orquesta que sepa tocar –y toque, y que lo haga bien– el repertorio realmente importante que, por tamaño de plantilla, esté a su disposición; y que luego, si lo considera oportuno, saque a la luz determinadas cosas que pueda resultar curioso escuchar. Centrarse en marchas de Semana Santa y costumbrismos varios no es el camino. Por eso mismo pienso obviar a esta orquesta a partir de ahora, como me gustaría que ellos obviasen desde la primera hasta la última letra todo lo que yo hasta aquí he escrito. Tenemos un concepto muy distinto de lo que debe ser la música y no hay entendimiento posible. Ni tiene por qué haberlo: cada uno es libre de tocar o escribir lo que le venga en gana.
Por cierto, la próxima parada sinfónica en el Villamarta es (¡agárrense quienes no lo sepan!) la Quinta de Bruckner por Christoph Eschenbach. Igualito, vamos.
PD. Esta entrada está cerrada a comentarios, para evitar que ocurra lo que pasó cuando escribí sobre otra orquesta jerezana, por cierto que a años luz por debajo de esta de la que ahora hablo: la Álvarez Beigbeder toca con dignidad.
Tras una cancelación en Valencia por culpa de la demoníaca DANA y una actuación en el Teatro Real de Madrid, llegaba a Sevilla la gira de la Mahler Chamber Orchestra con Yuja Wang anunciada como solista y directora. Al final no fue exactamente así: la artista china no dirigió ni el Concierto DumbartonOaks de Stravinsky ni Le toumbeau de Copuerin de Ravel, mientras que en el Concierto en sol del francés y la Suite de jazz de Tsfasman se limitó a algunos movimientos de brazos con la misma precisión y validez artística de los que usted y yo podemos hacer delante del equipo mientras escuchamos música. ¿Se echó de menos un director? Muchísimo, aunque no en todo el concierto.
La excepción fue DumbartonOaks. Un servidor se había tragado unos días antes cinco versiones seguidas de esta maravillosa obra del periodo neoclásico de Stravinsky. La experiencia fue interesantísima –leer aquí resultado– y me dejó claro que por muy “camerística” y presuntamente impregnada del “espíritu Conciertos de Brandemburgo” que se encuentre la página, un director puede dar visiones tan diversas como enriquecedoras de la escritura: belleza extraordinaria con Colin Davis, diversión con el propio Stravinsky, agresividad con Chailly, sensualidad con Dutoit y una perfecta combinación entre densidad y tensiones contrapuntísticas de la mano de Pierre Boulez, que firma la visión que a mí más me atrae.
Temía que los de la Mahler Chamber se quedase en la trivialidad. Pues no, en absoluto. Acercándose un tanto a la visión grabada por el compositor pero ofreciendo una dosis muy superior de depuración sonora y expresividad, los músicos nos presentaron una interpretación maravillosamente barroca. ¿Barroca en qué sentido? Pues en el de la teatralidad: cada una de las líneas estuvo altamente singularizada en lo expresivo, como si nos encontrásemos ante diferentes personajes dialogando entre sí, aportando cada uno de ellos una opinión que replicaba la del contrario y dotando así a la obra de intensos claroscuros y un alto voltaje expresivo. Nada de hacer la música amable, aunque sí que hubiera mucho de jovialidad, de sentido del humor e incluso de placer en el acto de hacer música. Las tensiones estuvieron bien marcadas –ataques incisivos sin necesidad de caer en el exceso– y la efervescencia conoció control. Desde el punto de vista técnico aquello fue impresionante. ¡Menuda plantilla de instrumentistas! Mis más encendidos aplausos para todos ellos, especialmente para quien parece que realmente dirigía el asunto, el concertino José María Blumenschein, a la sazón primer violín de la Sinfónica de la WDR de Colonia.
Apareció Yuja Wang vestida tal y como era de esperar, con raja hasta la cintura. Los fans no quedarían defraudados. Esta señora fue durante años un lamentable producto del marketing: figura escultural, vestidos de diseño, relojes de lujo y mucho, muchísimo dinero puesto sobre la mesa por Deutsche Grammophon para promocionar a una artista dotada de una agilidad y limpieza digitales absolutamente pasmosas, de un sonido capaz de adelgazarse hasta límites insospechados y de un sentido del ritmo envidiable, pero cortísima en expresividad, tendente al puro mecanicismo y muy interesada en correr lo más posible –aplausos por la vía fácil– a costa de la propia música. Fueron muchos, muchísimos los engañados por semejante fraude, pero ya se sabe lo mucho que gusta al personal la música a base de ligerezas y brillanteces varias. Ya saben, concebir el hecho musical como una experiencia densa y exigente, de esas que hacen pensar, queda fuera de paladares acostumbrados a la trivialidad, particularmente cuando algunos –o muchos– intérpretes de la escuela HIP han acostumbrado los oídos a recibir con entusiasmo detalles delicados, aéreos y gráciles, así como vertiginosas cascadas de notas de deliciosa efervescencia. Yuja Wang no tendrá nada que ver con la escuela historicista, pero es producto de los tiempos que corren.
Dicho esto, la pianista ha mejorado de manera ostensible en los últimos años. Comparen las versiones sueltas de Rachmaninov grabadas con Abbado y Dudamel con el ciclo completo hecho con el maestro venezolano hace poco: siguen detectándose frases mecanográficas aquí y allí, pero ahora el toque es mucho más rico, las dinámicas se encuentran más matizadas, los acentos ofrecen mayor variedad y están más sensatamente puestos.
Pero para que las cosas le salgan bien a Yuja hace falta un director que encauce el asunto. Y es justo lo que le ha venido pasando con la obra que traía a Sevilla, el sublime Concierto en sol de Ravel, que en su momento le pudimos escuchar en estos lares a Alicia de Larrocha con Rafael Frühbeck de Burgos. Como intenté explicar en la discografía comparada, Wang no dio lo mejor de sí misma con Lionel Bringuier en su registro para DG ni en el vídeo con el mismo director, pero luego lo hizo muchísimo mejor bajo la excelente dirección de Klaus Mäkelä. En el Maestranza dirigía –es un decir– ella misma, así que las cosas se quedaron a medio camino. Hubo mucha belleza en su pianismo, como también detalles mágicos –arranque del segundo movimiento–, delicadeza y una buena dosis de desparpajo, agilidad y sabor jazzístico en los movimientos extremos, pero se echó de menos un sonido más poderoso –desde mi asiento en un extremo lateral del teatro a veces no se la escuchaba bien–, un mayor sentido de los contrastes –todo muy bonito, quizá demasiado– y, sobre todo, un vuelo poético más elevado. Tanta ligereza termina hartando. La orquesta parecía otra: hubo imprecisiones –arranque del tercer movimiento– e inseguridades varias, los solistas intervinieron como cohibidos –muy bien el corno inglés en el Adagio– y el conjunto se resintió de falta de unidad. Faltaba, claramente, alguien que tuviera una idea clara de la obra y supiera cómo encauzar a todos para obtenerla. Faltaba un director.
¡Y vaya si faltó en Le tombeau de Couperin! Fue una mediocre interpretación, soberbiamente tocada pero dicha con mucho despiste. Ya sé que hay grandes maestros que se han estrellado contra ella, incluyendo nombres como los de Barenboim o Solti, pero precisamente por eso hacía más falta que nunca alguien que supiera algo sobre el estilo y la expresividad apropiadas para Ravel. Sí, en el Preludio se recrearon con brillantez y mucha limpieza las referencias clavecinísticas, mientras que el Rigaudon conclusivo ofreció contrastes y un sabroso sentido del ritmo, pero la sección central de este último y los otros dos movimientos fueron abiertamente malos por superficiales y asépticos, incluso rutinarios. ¿Dónde están la sensualidad, la ternura, la efusividad ravelianas? Escuchen a Cluytens, Ozawa o Previn. Mejor aún, a Celibidache con la Filarmónica de Múnich. No hay color.
Volvió Yuja Wang –con vestido distinto y todavía más bello que el de la primera parte– para interpretar la Suite de jazz de Alexander Tsfasman (1906-1971). Por nombre y contexto es imposible no pensar en la mal llamada Suite de jazz nº 2 de Shostakovich. Ya saben, frivolidad del realismo socialista y todo eso. Pero la diferencia es sustancial: lo de Dimitri Dmítrieviches pura delicia, esto de Tsfasman más bien una castaña pilonga. Por si fuera poco, Doña Yuja soltó aquello de “¡a correr se ha dicho!”, porque lo que le interesaba es insistir en que ella es la más rápida al oeste de Texas. Así las cosas, la orquesta pasó como una apisonadora ante las posibilidades líricas de partitura, ante su voluptuosidad y decadentismo, y se limitó a ofrecer un colchón de lujo –virtuosismo y limpieza insuperables– para que la Wang, con el ritmo en los huesos y los dedos tan ágiles como siempre, hiciera lo que más le gusta. Bicheen ustedes un poco por las plataformas de streaming y verán como esta partitura, por muy mediocre que sea, se puede hacer mejor.
Dos propinas. La primera –tontamente– no logré identificarla, pero me ayudó un colega: el Danzón nº 2 de Arturo Márquez. Ahí Yuja estuvo maravillosa. De la segunda no tengo ni idea, pero sirvió para ofrecer más de aquello que muchos habían venido buscando: fuegos artificiales.
Improvisación total de cara a la interpretación de esta noche bajo la dirección de Yuja Wang en Sevilla. Ya haré algo más digno.
1. Colin Davis/English Chamber (Decca, 1962). Nada de mirar al mundo barroco. Si neoclasicismo, pues estricto neoclasicismo. Británico por más señas, y del mejor posible. Equilibrio, elegancia algo distante, naturalidad, cantabilidad sin efusividades, moderación en los contrastes y una depuración sonora extrema singularizan esta recreación increíblemente bella que revela el lado más apolíneo de la escritura. La ECO está increíble: solo Boulez y su Ensemble alcanzarán semejante grado de claridad. La toma se ha conservado estupendamente. (9)
2. Stravinsky/Sinfónica de Columbia (CBS, 1964). Don Igor nunca fue un director elegante ni particularmente inspirado, pero resulta impagable su testimonio de cómo le gustaba a él que sonara su música. En este caso parece que la quería ágil, bulliciosa, afilada, dotada de claroscuros y salpimentada con un sentido del humor al mismo tiempo pícaro e incisivo. O sea, poco que ver con lo que había hecho Colin Davis. A conocer. (8)
3. Chailly/London Sinfonietta (Decca, 1979). Situándose en el extremo opuesto a Colin Davis, el milanés sigue a Stravinsky en su interés por poner la agilidad y los contrastes en primer plano, pero lo hace acentuando los ataques, marcado más los ángulos y dotando a la obra de cierta violencia. El humor, al menos el humor más distendido, queda relegado en esta interesantísima aproximación a los aspectos inquietantes de la escritura. (9)
4. Boulez/Ensemble InterContemporain (DG, 1981). Al frente de un conjunto que toca de manera portentosa, el autor de El martillo sin dueño –no precisamente un artista “romántico”– parece querer llevarle la contraria al propio Stravinsky y aporta una dosis importante de gravedad y sentido del misterio, de densidad incluso, además de –como Chailly– un humor más sombrío que risueño. Lo hace, en cualquier caso, sin merma alguna de la claridad (¡insuperable!), de la elegancia ni de ese sentido del ritmo tan peculiar de Stravinsky que el francés supo recrear como nadie. El resultado es fascinante. (10)
5. Dutoit/Sinfonietta de Montreal (Decca, 1991). El maestro suizo aporta sensualidad a esta música, una tímbrica algo impresionista y cierto sentido de la atmósfera. Por lo demás, Dutoit encaja perfectamente con esta música del periodo neoclásico de su autor por la mezcla de elegancia, equilibrio y belleza sonora. También se aprecia cierta sosería: con independencia de que se subrayen los aspectos lúdicos o los inquietantes, la partitura reclama tensiones más marcadas. (8)