Cuestión diferente es preguntarse si el apoyo de Ministerio de Cultura y Junta de Andalucía ha estado a la altura de las circunstancias, si las empresas privadas jerezanas han querido comprometerse, si el Ayuntamiento ha supervisado correctamente la gestión de sus menguantes aportaciones, o si desde la cúpula del teatro se han administrado con rigor los recursos disponibles: Hacienda acaba de disolver la Fundación Teatro Villamarta por el déficit acumulado. Lo cierto es que esta podría ser la penúltima propuesta operística –queda aún la nueva producción de Cavalleria/Pagliacci que dirige, faltaría más, Francisco López– que se ve en Jerez por mucho tiempo.
El punto flaco del Villamarta está siempre en los "cuerpos estables", esto es, en su coro –que es fijo– y en las tres o cuatro orquestas que más frecuentan su foso, en esta ocasión una Filarmónica de Málaga de sonido pobretón y con algunos solistas –violonchelo– que han dejado que desear. Expresivamente, sin embargo, terminaron convenciendo gracias al buen trabajo de Joan Cabero con las voces y de Carlos Aragón a la batuta. Este último dirigió con convicción, buen pulso y desarrolladísimo sentido teatral, aunque también de manera algo metronómica, sin atender mucho a las atmósferas y cayendo a veces en el desmadre de cara a la galería: deficientes los finales de los actos segundo y tercero. Su atención a los cantantes fue plena.
Estos últimos, supongo, han debido de hacer un gran esfuerzo para sacar estas funciones adelante, y sospecho que han trabajado mucho antes por amor al arte y por solidaridad con el teatro que por otra cosa, lo que les hace merecedores de todo nuestro respeto. Dicho esto, tampoco vamos a ocultar sus limitaciones, en este caso la de un Albert Montserrat que, habiendo sido barítono en tiempos pasados, sufre tiranteces y estrangulamientos cuando se trata de llegar a la franja superior; pero su voz posee un peso muy adecuado para el moro, se beneficia de un fiato muy considerabe y su expresividad, poco desarrollada en los aspectos amorosos del personaje, sabe crecerse en un acto IV lleno de convicción y entrega. Ya es mucho en un rol como este.
Yolanda Auyanet no posee una voz que a mí me resulte particularmente atractiva, pese a su buen volumen y apreciable esmalte. Sin embargo, ofreció una Desdémona que fue de menos a más, un tanto anodina en el primer acto –el dúo resultó frío tanto por ella como por él–, y luego con la temperatura in crescendo hasta culminar en una Canción del sauce y un Ave María de mucha clase, por línea impecable –importa poco o nada algún sobreagudo tirante– y musicalidad exquisita. Una pena que los aplausos rompieran la magia del momento.
Excelente el barítono José Antonio López, Yago de voz muy sonora y homogénea que supo ser malvado y "echado para adelante" sin caer en las truculencias y excesos que a veces tenemos que soportar en el personaje. En alguna que otra frase pudo quizá haber matizado aún más, haber ofrecido más sutilezas y claroscuros, pero lo compensó con una actuación escénica francamente notable, de auténtico profesional. Leo que en el Liceo este papel lo está haciendo el horroroso Vratogna y se me abren las carnes: ¿cómo es que no han contado con este señor que es mil veces mejor cantante?
La Emilia de María Ogueta me pareció excelente. El siempre eficaz Emilio Sánchez, ya algo mermado, hizo un muy correcto Casio. Aceptable el Roderigo de Manuel de Diego y decepcionante mi siempre admirado Luiz Álvarez en el rol de Ludovico: su voz, aun de la nobleza adecuada para el personaje, me pareció cansada, y además su situación en el escenario no le favorecía en absoluto. También se quedó corto el Montano de Andrés Bey.
La producción escénica venía del Teatro Principal de Palma de Mallorca y corría a cargo de Alfonso Romero: tradicional en todos los sentidos, modesta en sus medios y en sus dimensiones, pero francamente sensata –pese a algún detalle ridículo, como el de visualizar la imaginaria infidelidad de Desdémona con Casio– y muy bien llevada a cabo, con correctísima dirección de actores y espléndida dirección de masas, sacando además un excelente partido teatral del barco giratorio diseñado por Miguel Massip que hacía las veces de escenografía. Convencía menos el vestuario de María Miró, que podía recordar a algunas producciones de zarzuela, pero el aspecto visual fue equilibrado por la buena luminotecnia de Lia Alves, que nos regaló unos preciosos efectos en la gran escena de Desdémona del acto IV.
Lo dicho: gran equilibrio escénico y musical en una obra complicadísima de llevar a buen puerto. Difícilmente se puede hacer más con menos. Este es, sin duda, el nivel al que debería aspirar siempre el Villamarta.