sábado, 30 de enero de 2021

Trovatore en el Vilamarta: batuta y soprano

Finalmente, el Teatro Villamarta logró llevar a escena su producción propia de Il Trovatore. El evento tuvo lugar el pasado domingo 24 de enero a las doce del mediodía, una sola función fundiendo las dos inicialmente previstas. ¿Fue sensato llevar el proyecto adelante? Me parece a mí que no: miren ustedes lo que pasó en Les Arts, semanas de trabajo intenso, de ilusiones y de esfuerzo económico para tener que cancelar el Falstaff por la multiplicación del coronavirus entre los músicos. En Jerez Giuseppe Verdi se salvó por los pelos, porque dos días más tarde se cerraron todas las actividades no esenciales. Pero claro, entiendo que el mundo de la cultura también necesita comer, sobre todo después de llevar meses malviviendo. Por eso mismo, y aun considerando temeraria la decisión, hay que felicitar a todos los implicados por llevar adelante este proyecto contra viento y marea, probablemente en medio de un sinnúmero de inconvenientes que habrán sorteado como hayan podido.


¿Deben influir todas estas circunstancias en la valoración que uno realice? Muchas vueltas le he dado, y por eso mismo he tardado tanto en escribir este texto. He llegado a la conclusión de que hay que cuidar las palabras más que nunca, pero también de que debo ser sincero con mis impresiones. Al fin y al cabo, ese es el objetivo blog: quienes en él entren lo que andarán buscando es hacerse una idea de si me gustaron o no me gustaron fulanito o menganito.

La propuesta escénica es producción propia en colaboración con Palma de Mallorca. Me parece formidable que últimamente el Villamarta, en lugar de encargarle una y otra vez sus proyectos a su propio director o exdirector, un Francisco López que luego intercambiaba astutamente con otros teatros cuyos responsables hacían lo mismo, esté contando con los nombres jóvenes y prometedores de la escena española. Y mejor todavía que sea responsable una mujer. Me refiero a la directora de escena y escenógrafa Marta Eguilior, que en 2018 había presentado en este mismo teatro una recuperación de Pauline Viardot, El último hechicero.

Toda la propuesta, según la propia Eguilior, “tiene un halo de videoclip, una esencia a lo Rosalía” (leer entrevista). Ignoro si fue mi absoluta falta de sintonía con la referida estética influyó lo que hizo que el resultado me disgustara profundamente, o si también tuvo que ver la escasez del presupuesto disponible. Y eso que la regista bilbaína se mostró absolutamente honesta. Nada de cambiar la dramaturgia original, ni de superponer un konzept sobre aquella, ni de provocar ni de querer ser diferente a cualquier precio. Su propuesta era, sobre el papel, de todo sensata: simbólica antes que naturalista, esencial en todos los aspectos y basado en el uso de proyecciones y el manejo de la luminotecnia.

Pero a mis ojos lo que se veía le parecía muy feo. Independientemente del topicazo de que esta ópera por naturaleza tiene que ser oscura (¿de verdad?), aquello me molestaba hasta el punto de que en los mejores momentos de la interpretación musical –las dos arias de la soprano– decidí cerrar los ojos para que se veía no perturbara la magia poética. Incluso el vestuario de mi admirado Jesús Ruiz me pareció desafortunado. Lo mismo puedo decir de las coreografías, tanto por su diseño y por la calidad del cuerpo de baile. Sin comentarios.

Tampoco puedo decir nada positivo sobre la dirección de actores: teatro rancio y mediocremente realizado. Difícil aceptar a Manrico cantando “Ah si bien mio” sentado en una silla y haciendo como que toca el laúd mientras que el resto de la escena permanecía cubierta. Por no hablar del espectro de la madre de Azucena, que recordaba al bueno de Javier Botet disfrazado de Niña Medeiros. Por no hablar del duelo… Para qué seguir. Lo único que me gustó, el final, no lo puedo contar porque haría spoiler.


Hubo enormes desigualdades en la parte musical, pero aquí sí que se alcanzó la dignidad. Esta vino de la mano del equilibrio, la musicalidad y el excelente hacer técnico que a nivel global impuso el director musical, un señor al que solo conocía de oídas y que, quizá sin ser un poeta de la batuta –habría que ver como dirige a Mozart o Beethoven–, parece estar claramente por encima de la media de eso que conocemos como “directores de foso”. Me viene a la mente la horrorosa labor que hace ya años hizo en el Maestranza un presunto especialista como Maurizio Arena, que ahogó a los cantantes con una rapidísima, mecánica, machacona e insensible dirección. Todo lo contrario José María Moreno, un señor que sabe no confundir “italianidad” con “toscaninidad”, que canta y respira con las voces, que deja que la música fluya con pleno sentido del canto, que consigue que las melodías vuelen sin que la tensión se le venga abajo, que se aparta de toda tentación de efectismo en los momentos más “castrenses” de la partitura… Y que ha hecho sonar a la Filarmónica de Málaga, de la que es ahora titular, de manera mucho más satisfactoria que en la mayoría de las muchas ocasiones en las que ha pasado por el foso jerezano, a pesar de que en esta oportunidad –debido a los condicionamientos de la pandemia– venía con plantilla reducida y el empaste era más complicado. Estoy deseando escucharle en otros campos de la lírica, a ver qué tal.

Lo hizo francamente bien María Katzarava en el dificilísimo rol de Leonora. Dueña de una cálida y bien timbrada voz de lírica pura, la soprano mexicana se desenvolvió francamente bien en el belcantismo de la primera mitad de la obra para luego hacerlo todavía mejor en la segunda, más propiamente verdiana. Que le faltaran las notas más graves del Miserere –les pasa a casi todas– importa muy poco, porque destiló un canto elegante y muy sensible, de voluptuoso legato, perfecto control de la respiración y enorme cantabilidad, en la que no faltaron buenos agudos y una limpia coloratura. Brava.

No sé por qué, me había hecho a la idea de que Andeka Gorrotxategi estaba haciendo cosas muy buenas. Esperaba bastante y me decepcionó. Lo cierto es que el blog viene a suplir mi falta de memoria: justo antes de escribir estas líneas busco su nombre en él y descubro lo que me pareció en 2015 cuando le escuché en Goyescas. “Voz completamente atrás y una emisión esforzadísima”, escribí entonces. Exactamente lo mismo pensé el domingo escuchándole su Manrico, así que van dos veces en las que saco la misma impresión. Dicho esto, el tenor vasco cantó con irreprochable gusto y ofreció una Pira bastante más digna que la de otros cantantes más conocidos.

Ya he dicho muchas veces que a Luis Cansino lo admiro profundamente en lo personal. Tuve la fortuna de seguirle durante años en su Facebook y me faltan palabras para definir la inteligencia, la sensatez, la humanidad en el mejor sentido del término del barítono madrileño. Le he escuchado cosas francamente admirables en zarzuela. Sin embargo, en Verdi me deja frío: su espléndida voz corre perfectamente por la sala –yo estaba situado arriba–, las notas están todas ahí y la línea de canto no ofrece fisuras, pero su fraseo me resulta monótono y muy poco matizado. Hubo solvencia pero no emoción, y eso en el Conde de Luna no es suficiente.

Comenzó francamente mal María Luisa Corbacho. No sé si cantó enferma o en baja forma, pero lo cierto es que la voz parecía muy tocada. Fue mejorando poco a poco, y a pesar del ostensible trémolo que afeó su actuación, logró ofrecer en la última escena algunos instantes de gran canto verdiano que nos hicieron recordar pasadas actuaciones mucho más felices. Teniendo en cuenta que Azucena es el rol más decisivo en este título, no se puede decir que su labor fuera satisfactoria. Sí que estuvo bien el Ruiz de Fran García, y mejor aún el Ferrando de Javier Castañeda, aunque yo me quedo con las maravillosas frases que nos regaló Patricia Calvache haciendo de Inés.

El Coro del Teatro Villamarta, cantando con mascarilla, hizo lo que pudo en esta matinal en la que el maestro y la soprano lograron insuflar vida a la enorme obra maestra verdiana

miércoles, 27 de enero de 2021

Algunas grabaciones de los cuartetos de Ligeti

Literalmente, no tengo fuerzas para acabar la crítica del Trovatore del otro día en el Villamarta, así que improviso estas breves líneas sobre los dos Cuartetos de cuerda de uno de los compositores que más admiro y que más me fascinan en la actualidad, pero de los que menos he escrito en este blog: Gÿorgy Ligeti.


El Cuarteto nº 1 se compuso entre 1953 y 1954. Se trata obra de intensísimo sabor folclórico en la que el homenaje a Bartók resulta evidente, sobre todo en esos pasajes que hacen referencia a los personalísimos nocturnos del autor de El mandarín maravilloso. Pero eso no significa que nuestro artista resulte en absoluto impersonal: antes al contrario, la partitura rebosa creatividad y apunta ya claramente al Ligeti maduro. El Cuarteto nº 2 es ya de 1968: primera madurez del autor y plena fascinación sonora para un oyente que, eso sí, necesita dejar de lado cualquier prejuicio.

¿Dónde buscar? Para el Cuarteto nº 1 me parece muy interesante la grabación del Cuarteto Hagen (DG, 1990), que aborda la obra desde una óptica mucho antes lírica que angulosa haciendo gala de exquisita sensibilidad tímbrica y apreciable cantabilidad. Pero a mí, la verdad, me gustan más las dos aproximaciones del Cuarteto Arditti. La primera (Wergo, 1978) es una versión muy tensa y aristada, afiladísima su sonoridad, digamos que “expresionista”; claro que también se encuentra magníficamente construida, está fraseada con concentración, resulta irónica cuando hace falta y ofrece un elevado sentido de las texturas. La segunda (Sony, 1994) es menos tensa y extrema, no desprende tanta rabia ni desesperación, al tiempo que parece más sutil y ofrece mayor unidad entre las diferentes secciones. Otra opción sería la del Cuarteto Artemis (EMI, 1999), que ofrece una lectura menos dolorosa y más inquieta, un punto nerviosa, interesante por destilar más “guasa” en los momentos humorísticos, aun sin dejar de ofrecer instantes de gran desgarro.

El Arditti sigue triunfando en el Cuarteto nº 2, cuya primera grabación vuelve a poseer una intensidad, una comunicatividad y una visceralidad muy especiales. La de Sony es la perfección absoluta en cuanto a virtuosismo, estilo, concentración e imaginación. Y aún tiene una grabación más, la realizada en el Wigmore Hall en 2005 editada por la propia sala de conciertos: una exhibición espectacular de texturas y colores, aunque con algunos ruidos suplementarios propios del directo. Mucho menos interesante es el pionero testimonio del Cuarteto Lasalle (DG, 1969): no termina de desplegar ni la riqueza tímbrica ni la tensión interna que piden estos pentagramas, aunque ciertamente su fraseo sea hermoso, flexible y muy musical. Con su sonido delgado y ágil, Cuarteto Artemis ofrece estupendas intenciones pero resultados no del todo interesantes.

La cosa está clara: busquen cualquiera de las versiones del Arditti y prepárense.

domingo, 24 de enero de 2021

Una crítica indecente

Lo siento, pero cada día tengo más claro que a veces no se puede, ni se debe, ser respetuoso con quienes se dedican a lo mismo que uno. Hoy el señor Nicolás Montoya, médico y actor muy vinculado al Villamarta, ha batido todos sus récords en su crítica del Trovatore –a mi entender, muy desigual en lo musical y horrendo en lo escénico– que se ha hecho esta mañana en el teatro jerezano. Aquí tienen el enlace al texto publicado por Diario de Jerez, y abajo un extracto del mismo que no necesita más comentario por mi parte. Todo él es asombroso, pero hay pasajes tan escalofriantes que he querido subrayarlos en negrita.

"Todos ellos con un fraseo muy correcto y elocuente, timbres muy atractivos, tesitura adecuada a su voz y fineza a la hora de atacar las notas. Una Leonora impresionante. Con una fuerza espiratoria tal que le permite crear personaje en todo momento, sin abombar y haciendo que la glotis fuese protagonista, con tonos bemoles que acompañan a su personaje desde el aria de salida del primer acto hasta el más conocido y sublime del cuarto. Una mezzo y un tenor en tonalidades sostenidas. Con sorpresas, por dar importancia incluso a nivel del barítono a una mezzo que en pocas ocasiones es tenida tan en cuenta. Siendo capaz de abrir los sonidos sin esfuerzo y que en ocasiones se encarga de acercarse a una soprano delicada. Mientras, la línea del tenor consigue afianzarse en lo limpio y sonoro de la garganta subiendo sin problemas en la cabaletta, intensificando emociones y acelerando el ritmo musical sin problemas de respuesta torácica."

Bueno, al final sí que voy a añadir algo. ¡Basta ya del tomar el pelo al personal! Comprendo que haya medios que no tienen a su alcance a nadie que escriba una crítica de ópera de manera decente; o que las tienen pero no quieren contar con ellas porque se niegan a seguir los dictados que vienen de arriba; o que, sencillamente, no están dispuestos a pagar por una firma con un mínimo de solvencia. Pero en ese caso lo mejor es no publicar nada antes que hacer el ridículo de manera semejante.

Miren ustedes, cualquier trabajo –y escribir en un diario, aunque sea con intermitencia, es un trabajo– hay que procurar realizarlo de manera decente. Esa crítica resulta por completo indecente por su mezcla de ignorancia, cursilería y pretenciosidad. Y así lleva muchos años este señor en ese mismo medio. Mal asunto si seguimos callados ante circunstancias semejantes.

Las Goldberg por Gould: hay que conocerlas

Venga, un repasito a las Variaciones Goldberg de J. S. Bach registradas por Glenn Gould para CBS. Ya saben, la de 1955 y la de 1981, esta última grabada al mismo tiempo en analógico, en digital y con imágenes. Interpretaciones míticas y controvertidas donde las haya.


Creo que tenía razón el pianista en las autocríticas que realizó a su primera grabación –también su debut discográfico–, pionera en más de un sentido. Los tempi son por lo general demasiado rápidos, cuando no precipitados. Hay cierto exhibicionismo. La variación XXV, lentísima, suena un tanto a Chopin, o al menos anda fuera de estilo. Debemos reprochar asimismo una muy escasa flexibilidad, y el parco interés por los matices expresivos. Pero también es cierto que en esta clavecística aproximación, de articulación muy marcada y escaso pedal, mucho antes atenta a los valores contrapuntísticos de la partitura que a los melódicos, hay empuje, carácter bullicioso y brillantez, sentido de los contrastes y una admirable claridad, como también una apreciable voluntad por aproximarse al espíritu del barroco en unos tiempos en los que pocos pensaban en ello. Espléndida la toma para la época tras la remasterización en HD, disponible en streaming.

 

Veintiséis años después, Gould madura sustancialmente su visión de la obra y aporta esa riqueza en los matices, esa flexibilidad en el fraseo y esa atención a los valores melódicos que antes se echaba en falta. Para ello ralentiza de manera considerable los tempi de algunas de las variaciones –empezando por el aria, libérrima en el fraseo–, aunque otras siguen siendo rápidas o incluso extraordinariamente veloces, en una clara búsqueda de los contrastes. Por ventura, el canadiense no permite que se pierda claridad y hace gala de una enorme efervescencia. La sublime variación XV suena ahora menos chopiniana y “romántica”, al tiempo que más esencial y espiritual. Por lo demás, el toque sigue siendo voluntariamente seco y muy parco en el uso del pedal, consiguiendo una articulación igual de nítida. El canturrero de Gould es esta vez continuo y muy sonoro. La toma analógica ha ganado en presencia en la reciente remasterización HD: me parece más recomendable que la DDD. 

Yo creo que la cosa está clara: gusten más o gusten menos, las dos grabaciones hay que conocerlas. ¿Mi favorita al piano? La última de las tres de András Schiff (ECM, 2001).

viernes, 22 de enero de 2021

Valery Gergiev, un fraude

Está Valery Gergiev de gira por España. Dos cosas andan sobradamente reconocidas sobre su labor directorial: que le gusta poco ensayar y que sus resultados son muy irregulares. Lo dijo públicamente –usando suaves palabras, pero con claridad– el mismísmo Simon Rattle cuando le sustituyó al frente de la London Symphony. Pero aquí los medios le siguen aclamando como gran director.

 

Como este rincón en forma de blog está para dar mi opinión, ahí va: Gergiev es uno peores directores famosos de la actualidad, al nivel de ese tremendo bluf que se llama François-Xavier Roth, del gran rey de la cursilería que lleva por nombre Roger Norrington y de esa efímera promesa multipremiada (¡madre mía, cómo está el patio!) por su acumulación de convulsiones H.I.P. en Beethoven, Pablo Heras-Casado.

¿Por qué, si es tan mal director como afirmo, ha realizado la solidísima carrera que le ha llevado al frente de las más importantes orquestas del orbe? Por la astuta combinación de dos recursos. El primero, como sabe la gente del mundillo, ofrecerse a grabar para Philips muchísima música, en muy poco tiempo y cobrando poquísimo. Preferiblemente repertorio ruso y atendiendo a títulos desconocidos. El sello holandés, en aquellos tiempos de las vacas gordas del compact disc, vendió una barbaridad al tiempo que don Valerio y sus huestes se hacían nombre como especialistas “con sello de autenticidad” en la música de Tchaikovsky, Prokofiev y compañía.

El otro recurso, unas maneras directoriales caracterizadas por su fácil impacto en la audiencia: vistosidad a toda costa, contrastes llevados al extremo, simplificación de cuestiones expresivas y mucho, mucho ruido. No nos engañemos, esto es lo que le gusta al aficionado poco cultivado, ese que no logra distinguir la tosquedad en el tratamiento de la orquesta y que no tiene muy claras las cuestiones de estilo. Como además en el repertorio ruso –no vamos a negarle semejante virtud– conoce muy bien el lenguaje musical que hay que adoptar, el aplauso atronador está garantizado. Todos contentos: el maestro, el público, los gestores y unas orquestas que con él ensayan muy poquito –o nada– y aun así consiguen levantar al respetable de sus asientos.

Si a todo esto sumamos buenos contactos internacionales –es amigo de nuestro rey emérito– y el poderosísimo respaldo político y económico de Vladimir Putin, llegamos al resultado que hoy podemos apreciar: un señor que dirige con considerable descuido técnico y gran zafiedad en la expresión vendiendo con éxito su producto a lo largo y ancho del panorama internacional. Un fraude con todas las de la ley.

Fotografía: By Faqts, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=3112397

 

martes, 19 de enero de 2021

Barenboim: recital Chopin en Varsovia

He vuelvo a ver la filmación del recital que Daniel Barenboim ofreció en homenaje a Chopin el 28 de febrero de 2010 en Varsovia por el bicentenario de su nacimiento, que se celebraba el día siguiente. Esta vez lo he hecho en formato Blu-ray: como ocurre en casi todas las producciones de Accentus, calidad de imagen y sonido son excepcionales. Si usted tiene la fortuna de poseer un equipo surround de digna calidad, podrá comprobar que suena muchísimo mejor que el correspondiente CD editado por Deutsche Grammophon, recogiendo la auténtica atmósfera de la sala por los canales traseros –toses incluidas– y los riquísimos armónicos del piano.


Las interpretaciones oscilan entre lo magnífico y lo genial. Globalmente solo encuentro un reparo: la agilidad digital del maestro no es la de un Zimerman, un Kissin o un Lang Lang, lo que significa que la claridad, nota a nota, no es la máxima posible. Todo lo demás en lo que a la técnica se refiere es excepcional: la carnosidad de un sonido poderoso y pleno (¡qué alivio alejarse del Chopin alado y frágil, perlado en la sonoridad, de otros artistas de renombre!), el pleno sentido orgánico del fraseo, la perfecta lógica de las transiciones, la naturalidad de los trinos, la concentración de los pasajes más íntimos, el ardor sabiamente controlado de los más extrovertidos… Todo ello dentro de un enfoque más cercano al de un Rubinstein que al de un Arrau, es decir, más “viril” y dramático que propiamente lírico, pero en cualquier caso de una sinceridad y comunicatividad proverbiales.

 
Breves apuntes sobre cada pieza. Lo menos bueno de todo el recital es el arranque de la Fantasía Op. 49, un poco lineal y no todo lo inquietante que podía haber sido, pero en seguida el maestro se centra y ofrece una interpretación de asombrosa poesía humanística, trazada con seguridad pero también con enorme flexibilidad, jamás caprichosa, acentuando rica y sutilmente haciendo gala de ese sonido denso y musculado que a Barenboim le gusta.

El Nocturno Op. 27 nº 2 es pura magia por su belleza, cantabilidad, variedad del sonido, hondura y capacidad para generar tensiones hacia el clímax.

Plato fuerte a continuación, entiendo que para cerrar la primera parte: la Sonata nº 2. haciendo gala de un sonido cálido y musculado, de un toque poderoso mas no exento de los más sutiles matices y de unos trinos nada mecánicos, llenos de significado, el de Buenos Aires ofrece una interpretación ortodoxa pero nada salonesca, muy rotunda y valiente en el segundo movimiento, para seguidamente pasar a una marcha fúnebre sobria y llena de dignidad antes que desgarrada, en la  que en lugar de subrayar los aspectos más visionarios de esta música se interesa por los paralelismos con Beethoven, tanto en la sonoridad como en su hondo sentido trágico y filosófico. Personalmente prefiero una aproximación más desgarrada, pero lo que hace el maestro es interesantísimo, sobre todo en la sección central. De enorme naturalidad, más “atmosférico” que abstracto, el intrigante cuarto movimiento.

Los Valses Op. 34 nº 2 y 3Op. 64 nº 2 reciben lecturas sobrias, adustas, nada salonescas; más bien concentradas, reflexivas y con cierto regusto amargo, pero en cualquier caso muy musicales, fraseadas con naturalidad y sutil flexibilidad. El op. 34 nº 2 resulta particularmente desolado, aun sin alcanzar la magia lírica de un Kissin.

En la Berceuse Op. 57 el maestro, procurando no bajar la guardia ni caer en una excesiva ensoñación, despliega una matización sutil y un colorido riquísimo para ofrecer una memorable recreación en la que no sabe uno si admirar más el naturalísimo, nada mecánico sentido del balanceo que consigue la mano izquierda, o la cantabilidad tierna, cálida y exquisita de la derecha.

La celebérrima Polonesa heroica recibe por parte del de Buenos Aires una lectura sensacional por la enorme variedad tímbrica y dinámica del sonido, la riqueza de acentos expresivos, la sinceridad y potencia ajenas a la retórica y, sobre todo, la planificación global de tensiones, diferenciando las diferentes apariciones del tema principal y matizando con tanta flexibilidad como inteligencia para buscar antes la arquitectura que la exhibición puntual. Que haya pasajes digitalmente emborronados apenas empaña la excelencia del resultado.

Dos propinas. Primero la Mazurca Op. 7, nº 3, interpretada con sobria elegancia, austeridad, concentración y cuidado al equilibrar el encanto con el sentido de lo dramático. Y luego un Vals del minuto que se aleja por completo de lo virtuosístico y se enfoca hacia su sección central. Una edición imprescindible.

sábado, 16 de enero de 2021

Mi patria de Smetana por Inbal: muy recomendable

Me ha resultado problemático volver a escuchar la interpretación de Má vlast/Mi patria que registraron Eliahu Inbal y la Sinfónica de la Radio de Frankfurt en octubre de 1988 para el sello Teldec. Pero no por la calidad de la interpretación, que se encuentra entre las mejores, sino por un problema doméstico: digamos que a mi nuevo vecino no le gustan los extremos contrastes dinámicos de los seis poemas sinfónicos de Smetana. Lo peor de todo es que a partir de ahora me voy a ver muy limitado a la hora de escuchar música orquestal, algo que trastorna mi vida sobremanera; tengo previsto insonorizar –más aún– la habitación, pero hasta que logre hacerlo he de moderarme mucho. Si alguien me puede dar pistas –sí, ya se que hay que contratar a profesionales y que la cosa cuesta entre tres mil y cuatro mil euros– le quedaré muy agradecido. 


Bueno, vamos a la interpretación. Ya en Vyšehrad, el maestro israelí deja claro que su visión de la obra va a ser ante todo áspera, escarpada y dramática, pero también que no solo no va a buscar sus fines con tempi premiosos y gran electricidad, sino que lo hace dejando que la música fluya con enorme delectación, con concentración y con fluidez, planificando de maravilla las transiciones y alcanzando los clímax con plena naturalidad.

En El Moldava las cosas funcionan menos bien: frente a una maravillosa escena nocturna, nos encontramos con unos rápidos del río deficientes en el equilibrio de planos sonoros. La escena amorosa de Šárka no es la más sensual posible (¡Barenboim aquí es incomparable!), pero a cambio su final te deja con el corazón en un puño.

Inbal vuelve a tomarse las cosas sin prisas en Por los bosques y prados de Bohemia, que tras un arranque de una grandeza un punto inquietante –lo que resulta por completo pertinente– desgrana las melodías y los ritmos con plena delectación sin caer en pintoresquismo alguno, para rematar en un final bronco y dramático a más no poder. Tábor posee el adecuado carácter sombrío; la sonoridad ocre y áspera de la orquesta –la toma sonora puede influir– resulta idónea para los fines expresivos. Blaník, finalmente, está expuesta con una lógica y una claridad admirables, amén de con extraordinaria cantabilidad en el fraseo, navegando con perfecto sentido orgánico desde el amargor inicial hasta la grandeza –en absoluto retórica– de su conclusión.

De propina, tres números de La novia vendida en una lectura electrizante, con mucha chispa y sentido rústico, mas sin caer en lo tosco. Doble CD por completo recomendable.

miércoles, 13 de enero de 2021

Arthaus ningunea a Mehta

Arthaus le falta el respeto al maestro indio titulando Quasthoff sings Mahler a la filmación de un concierto de Zubin Mehta al frente de la Staatskapelle de Dresde ofrecido en 2010 en el que el bajo-barítono alemán solo interviene en 20 minutos del total, concretamente en los Kindertotenlieder ofrecidos en el marco de la celebración de los 150 años de Gustav Mahler.


Thomas Quasthoff, que se retiraría dos años después, no está del todo bien de voz: el timbre está inmaculado, pero los problemas en la zona de paso son evidentes. ¿Importa eso? Solo en algunas frases. Por lo demás, una sensata, ortodoxa y muy musical interpretación a la que le falta ese plus de sensualidad, de ternura y de emotividad que con un instrumentos mucho menos interesante ofrecía un tal Fischer Dieskau. Mehta dirige con enorme corrección, pero con el piloto automático puesto: no emociona lo más mínimo.

Mucho más cómodo se siente Zubin en las geniales Seis piezas para orquesta de Anton Webern, que por cierto fue la primera obra que le escuché en directo, allá por 1992 en el Teatro de la Maestranza. Es la suya una versión nerviosa, netamente expresionista, más atenta a la globalidad que al detalle, pero siempre vistosa y comunicativa. En cualquier caso, lejos de esa sensualidad y ese sentido del misterio que con la misma orquesta consiguió años atrás Sinopoli con la misma orquesta.

Richard Strauss y su Así habló Zaratustra para terminar. Algo decepcionante, a decir verdad: ni la salida del sol ni el final posee, en modo alguno, la concentración ni la inspiración que se debe exigir a un director tan versado en este repertorio. Por lo demás, una versión “muy de Mehta”, es decir, musculada y un tanto rústica, opulenta sin hedonismo alguno, de colores incisivos y bastante escarpada en la expresión, pero también bastante parca en sensualidad, en elegancia y en atmósferas, además de poco interesada en desmenuzar las texturas.

La toma en DTS multicanal, con surround auténtico, es un auténtico prodigio: quizá sea, junto con el Zaratustra de Nelsons, la mejor grabación que hayan recibido estas obras.

sábado, 9 de enero de 2021

La Sinfonía lírica por Maazel: ¡suban el volumen!

He vuelto a un disco que hace tiempo no escuchaba: la Sinfonía lírica de Alexander von Zemlinsky en interpretación de Lorin Maazel, la Filarmónica de Berlín y el matrimonio Dietrich Fischer-Dieskau/Julia Varady, registrada por los ingenieros de Deutsche Grammophon en la Jesus-Christus Kirche en marzo de 1884. Cuatro cosas.

 
Primera. Si no han escuchado la obra, háganlo ya. Leerán por todas partes que su modelo está en La canción de la Tierra de Mahler, algo que ya confesó el propio compositor. A mí me parece que eso es cierto a nivel formal, pero mucho menos en lo expresivo: a lo que recuerda, y mucho, es a la primera parte de los Gurrelieder. Porque la cosa va de amor, amor entendido en buena medida como erotismo y carnalidad. De anhelo, de encuentro, de goce y de separación, todo ello sobre textos de Rabindranath Tagore. No poseo la traducción al castellano, pero pueden ustedes encontrarlos en inglés aquí.

Segunda. La interpretación es un hito en la historia del disco. Maazel dirige con una vehemencia y una fuerza expresiva formidables, a veces con un certero sentido de lo inquietante, siempre bajo el más estricto control de una técnica de batuta insuperable. También hay en su lectura delicadeza, trazo fino y preciosismo bien entendido, pero cuidándose muy mucho de seguir los consejos del compositor de no caer en trivialidades ni languideces, es decir, de hacer esta música todavía más hedonista de lo que ya lo es. En cierto modo, se podría decir que el maestro se aleja del mero postromanticismo para mirar cara a cara al expresionismo, al tiempo que se mantiene lejos de la seducción impresionista. Dieskau hace gala de lo que es, el mejor cantante del siglo XX, de manera muy especial en la última de las canciones, pero quien más impresiona es la Varady, que evoluciona de manera increíble desde una parte muy lírica en las dos primeras canciones hasta la dramática que corresponde a la última.

Tres. El disco original solo se encuentra en las plataformas de streaming, pero si quieren un ejemplar físico pueden hacer lo que yo y comprar la edición de Brilliant Classics. Por desgracia, el libretillo no trae los textos.

Cuatro. La toma sonora no es ejemplar. Posee gran relieve en los graves, pero resulta algo turbia. Su gran baza es la amplísima gama dinámica, para lo cual los ingenieros tuvieron que grabar a volumen muy bajo. Así las cosas, no olviden subir el potenciómetro de manera significativa para disfrutar.

miércoles, 6 de enero de 2021

Dos millones de visitas

Esta misma mañana los Reyes me han traído como premio al esfuerzo realizado durante todos estos años –con mejores o peores resultados, esa es otra historia– alcanzar la cifra de los dos millones de visitas. Desde aquí agradezco a todos ustedes su interés. Y lo hago con la promesa de que, si el coronavirus o alguna otra circunstancia no cercenan mi vida en los difíciles meses que para todos están por venir, procuraré seguir emborronando algunas líneas de vez en cuando para que exista una voz más, en cierto modo alternativa a las oficiales, en este panorama de los que escribimos críticas sobre música clásica en España.


Aprovecho para saludar a la Sinfónica de Sevilla en su trigésimo aniversario, y muy especialmente a su "sagaz" relaciones externas María Jesús Ruiz de la Rosa, que hace tiempo me dieron la patada por considerar, pese que he seguido a la formación desde sus mismísimos inicios y a lo largo de muchas temporadas, que este blog y su autor no merecían la pena.

Julius Korngold, mal crítico y mal padre

Volver a Das Wunder der Heliane de Erich Wolfgang Korngold me ha permitido, de la mano de las magníficas notas escritas por Brendan G. Carrol en las grabaciones de esta ópera realizadas por Decca (CD) y Naxos (Blu-ray), refrescar algunos hechos sobre una de las más siniestras figuras de la pequeña historia de la crítica musical: Julius Korngold (1860-1945). El padre del compositor, claro está.


Este señor, que había sido discípulo de Bruckner, amigo de Brahms y defensor de Wagner y Mahler –no es mal currículo precisamente– se había convertido en el crítico musical más influyente de Viena. En el peor de los sentidos. Porque no le bastaba con hacer lo que realmente le corresponde a quien ejerce como tal, que es argumentar –con mayor o menor acidez o vehemencia– sus valoraciones estéticas de lo que se escucha para que el lector pueda, a partir del acuerdo o del desacuerdo con esas apreciaciones que presuntamente proceden de una persona con mayor experiencia y sensibilidad, reflexionar mejor sobre determinadas obras o interpretaciones. Lo que Julius quería era “mandonear”, es decir, decidir qué se puede y qué no se puede tocar en determinados espacios, o quiénes deben o no deben subir al escenario. Si la crítica debe servir para desarrollar la propia libertad, él entendía que era para todo lo contrario: para tomar decisiones en la vida musical moviendo los hilos desde su tribuna, y por ende para impedir de manera activa que determinados repertorios o intérpretes pudieran ser escuchados.

Y claro, teniendo en cuenta lo movidita que estaba la vida musical vienesa por aquella época, sus maquinaciones no solo dañaron a personalidades tan importantes como la del mismísimo Richard Strauss, sino también a la persona que él más quería: su propio hijo. Fue hiperprotector con él, con las más terribles consecuencias. Llegó incluso a oponerse al matrimonio –finalmente muy feliz– de Erich por miedo a perder influencia sobre su vida. En lo que a la música se refiere, su enorme poder fue decisivo para que reconocieran a su vástago como lo que realmente fue, un asombroso niño prodigio que en una muy temprana edad era capaz de escribir, una tras otra, enormes obras maestras hasta llegar al glorioso triunfo en 1920 de La ciudad muerta, cuyo libreto –escrito bajo pseudónimo– era precisamente de su señor papá.

Pero claro, al mismo tiempo que se encargaba de promocionar la a todas luces excelente música de Erich, realizó virulentas campañas contra todo lo que oliera a moderno. Y el estreno de Das Wunder der Heliane coincidió en el tiempo con el de Jonny spielt auf de Ernst Krenek, que Julius intentó boicotear a toda costa. No logró impedir su presentación en la Ópera de Viena pese al apoyo de su amigo Franz Schalk, que le debía el favor de la patada en el culo a su rival Strauss: la taquilla funcionó maravillosamente y Korngold padre tuvo que aguantarse. Peor aún le fue en Berlín. Su labor –nuevamente sin éxito– para impedir el estreno de Johnny llegó a convertirse en un verdadero acoso, hasta el punto de que los medios se tomaron la revancha con el estreno de Heliane: si hasta entonces la recargada y simbolista ópera de Erich había alcanzado un gran éxito, en la capital alemana, en la que los nuevos vientos musicales eran muy bien acogidos, fue recibida por la crítica con las uñas bien afiladas. Los problemas de la interpretación musical –la partitura es de una extrema dificultad orquestal y vocal– facilitaron a los cronistas machacarla sin piedad.

Las consecuencias fueron terribles: el compositor perdió gran parte de su inspiración –nunca volvería a ser el mismo– y su obra fue progresivamente olvidada, hasta que terminó siendo prohibida tras el ascenso de los nazis al poder. Eso sí, cuando tras el Anchluss Erich decidió quedarse en los Estados Unidos, el género de la música escrita para el cine iba a quedar marcado para siempre. Algo bueno tenía que salir de esta terrible historia de un crítico musical que se creyó mucho más importante de lo que realmente le correspondía, y de un progenitor que nunca llegó a comprender qué significa ser padre.

lunes, 4 de enero de 2021

Damnatio memoriae contra Plácido Domingo: la izquierda censora ataca de nuevo

Aviso previo: esta entrada puede ofender gravemente al lector. Queda usted advertido.

 

Lo de las listas elaboradas por revistas de música clásica es un verdadero despiporre. Ayer caí en la tentación de escribir sobre la de los treinta mejores (¿?) discos del año según Scherzo, y hoy no me queda más remedio que decir algo sobre la de “las cien personalidades más influyentes de la música clásica” según las firmas de Platea Magazine.

Agárrense. Anne-Sophie Mutter en el número uno. Bueno. Barenboim el dos. Vale. El tres, pásmense, es Igor Levit. Y el cuatro es nada menos que Kirill Petrenko, del que se afirma que “representa uno de los fenómenos, seguramente, más revolucionarios que ha vivido la clásica desde hace décadas, precisamente porque escapa a las convenciones y a las etiquetas”, todo ello “desde la humildad, poniendo la música por delante de todo lo demás”. Basta tener un poquito de sensibilidad y de conocimiento de la historia del arte directorial para darse cuenta de que lo que ha hecho el maestro ruso, armado de una técnica de batuta –justo es reconocerlo– a todas luces excepcional, es dinamitar el legado de la era Rattle y hacer que la orquesta retroceda dos décadas; es decir, a la nefasta titularidad de Claudio Abbado, a la búsqueda de sonoridades suaves e ingrávidas, contrastes dinámicos extremos e injustificados y, sobre todo, a la expresión descafeinada e insípida, cuando no teatrera y falta de sinceridad, en la que interesa seducir de la manera más facilona posible al oyente sin que este tenga que realizar mucho esfuerzo mental. Ya se sabe, los fortísimos significan garra dramática, los pianísimos casi inaudibles delicadeza y la cursilería, extrema sensibilidad.

Seguimos explorando la lista. Los puestos cinco y seis los ocupan Netrebko y Bartoli, respectivamente. El horrible Gergiev está en el doce. Para encontrar a Nelsons hay que bajar hasta el dieciséis. Rattle anda en el veintidós. Alfonso Aijón aparece en el treinta y cuatro. Jordi Savall anda por el cuarenta y uno, Calixto Bieito por el cincuenta y Javier Perianes por el cincuenta y dos, para que se hagan una idea. El enorme Kissin ha sido situado en el setenta y cuatro, dos peldaños después de Ainhoa Arteta (!). El cien es Francisco Moya, director de IBS Classical.

¿Quién es el gran ausente? Plácido Domingo. Todos sabemos por qué. No seré yo quien le exima de enorme culpabilidad moral –otra cosa es el delito– en una presunta conducta que el tenor madrileño ha mantenido durante décadas. Pero una damnatio memoriae me parece una decisión no ya ridícula, sino abiertamente execrable, trátese del Met de Nueva York, del Centro de Perfeccionamiento de Les Arts o de Platea Magazine. ¿Quizá tengamos que borrar del mapa a todos los “tocatetas” del pasado musical, a los Klemperer, Solti y Maazel, por poner algunos presuntos casos que están en mente de todos? Y como se ha hablado no hace mucho del “ogro en el podio” Barenboim, ¿descatalogamos los discos de los presuntos maltratadores Toscanini, Walter, Reiner o Leinsdorf? Ya que estamos, podríamos poner en la lista a esos hijos de puta que fueron Wagner, Puccini o Janácek. Y por qué no, también a Cellini, Caravaggio y Alonso Cano. ¿Y a Picasso? Ah, no, que ese era de izquierdas.

Porque de política estamos hablando, señoras y señores. De política mal entendida. De una izquierda que se comporta como la peor derecha: aquella mojigata y represora, la que desde su atalaya de supuesta superioridad moral se cree con derecho a ningunear, borrar del mapa o perseguir a todos aquellos que no se ajustan a sus inamovibles parámetros ideológicos. Esos personajes de tiempos no tan lejanos –en realidad, nada lejanos: siguen ahí– hablaban en nombre de Dios y de las irrefutables verdades de la religión auténtica. Los de ahora, desde las no menos incuestionables verdades de la (mal) denominada ideología de género y otras patrañas. Antes había que decir pompis y colita, acto marital y muchacho rarito. ¡Había que mostrar buena educación! Ahora toca el todos y todas, diversidad afectiva y persona con capacidades diferentes. No vaya a ser que alguno/alguna/algune se ofenda.

Quienes de ustedes me hayan seguido de vez en cuando saben que soy de izquierdas. Sin complejos. Pero es precisamente por eso, porque creo firmemente en valores tales como la tolerancia, la diversidad –cultural, sexual, religiosa y de lo que haga falta–, el diálogo y –no menos importante– la sátira como medio para la denuncia, por lo que este giro hacia posturas radicales tomado desde la propia izquierda es un error monumental que ataca directamente a los valores que se pretende representar, y que al mismo tiempo no hace sino avivar el fuego de la extrema derecha. Lean ustedes para profundizar en la cuestión El síndrome Woody Allen (ed. Debate, 2020) de Edu Galán, justamente uno de los pesos pesados de una revista, Mongolia, revista que acaba de ser apuñalada por presuntas ofensas (¡ay, los ofendiditos de allí y de acá!) por un señor tan detestable como el torero José Ortega Cano.

Lo dicho, soplan fuertes vientos de censura y represión que nos llegan desde los dos lados, izquierda y derecha. La ridícula lista de Platea Magazine elaborada por –va siendo hora de nombrar a los perpetradores– Gonzalo Lahoz y Alejandro Martínez, no es sino una evidencia más del fenómeno.

sábado, 2 de enero de 2021

Scherzo, o el triunfo del espasmo

Las listas de "los mejores discos del año" suelen caer en el más absoluto de los ridículos, pero lo que ha hecho Scherzo en esta ocasión no tiene nombre. Estúpido de mí, que he tenido la ocurrencia de echarle un vistazo a la edición digital de la revista esta mañana (leer aquí). De los treinta lanzamientos seleccionados, ni uno solo de Barenboim, quien últimamente nos ha regalado cosas tan sublimes como su nueva grabación de las sonatas de Beethoven, los tríos del mismo compositor, el Triple del de Böhm con Ma y Mutter más la Séptima sinfonía, el Dvorák con Soltani o los Tríos de Mozart.

A cambio, una larga selección de espasmos historicistas. Catorce discos corresponden a esta línea interpretativa, incluyendo nombres tan terroríficos entre los HIP como pueden ser Il Pomo d’Oro, Accademia Bizantina, Tur Bonet, Roth (¡la Quinta de Beethoven!) o el tándem Faust/Melnikov ("articulación saltarina, de arcos cortos y un legato muy suave", escribe el inefable Mengíbar como si eso fuera una virtud).

En fin, puedo decir claramente que nunca –con la excepción de la etapa Suñén– me gustó la línea editorial de esta revista, esa misma en la que se escribió que Barenboim era un correcto pianista metido a director, pero con el señor Eduardo Torrico se ha superado a sí misma. ¡Fíjense en que su crítico discográfico estrella es Norman Lebrecht! Como dijo el gran Marx, Groucho Marx: que paren el mundo, que me bajo.

viernes, 1 de enero de 2021

¿Concierto de Año Nuevo? Ni uno más, Santo Tomás

Salgo brevemente de la cueva para contestar desde aquí a un amigo –de Canarias, por más señas– que me acusaba de ser un esnob al confesarle ayer que había perdido hace tiempo todo interés por el Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena. Amigo al que, por cierto, le encanta “picarme” diciéndome que la música de mi adorado John Williams es mala.


Lo diré con claridad: prefiero zamparme una y otra vez el vídeo del compositor de Star Wars con la formación vienesa antes que otro concierto del 1 de enero, independientemente de quién lo dirija; mientras escribo estas líneas lo está haciendo Riccardo Muti, pero sería igual si lo hiciera Daniel Barenboim, el único que para mí merece actualmente la pena pese a que –siempre a mi entender, claro está– lo haga mucho menos bien que Karajan y Kleiber, que han sido los auténticamente geniales. Porque el problema está en la música: desde unos años a esta parte, y junto con una breve selección de páginas gloriosas, hay que aguantar recuperaciones de escaso o ningún interés. Música de circunstancias, de mediocre inspiración e inmediato olvido, que solo sirve para vender el producto: compre usted el disco porque se incluyen no sé cuántas obras nuevas.

Lo dicho, si quiero escuchar obras de segunda fila, me quedo con las de John Williams. ¡Con gran diferencia! Esa sí que es música inspirada y destinada a perdurar. Las mediocridades que nos regalan el 1 de enero entre horteras decoraciones florales, señores encopetados que no tienen ni idea de qué están escuchando y cursis coreografías protagonizadas por bailarines de sonrisa insufrible, no tengo ganas de volver a aguantarlas.

El Trío de Tchaikovsky, entre colegas: Capuçon, Soltani y Shani

Si todo ha salido bien, cuando se publique esta entrada seguiré en Budapest y estaré escuchando el Trío con piano op. 50.  Completada en ene...