Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Un clásico del disco que, lo confieso, yo no había escuchado hasta ahora: las tres últimas sonatas para piano de Ludwig van Beethoven por Maurizio Pollini, la dos primeras registradas en 1975 en la Herkulessaal de Múnich y la tercera ya en 1977, en la Musikverein de Viena. Los ingenieros de Deutsche Grammophon hicieron un buen trabajo, pero hay que puntualizar que las tomas bávaras resultan un tanto secas; mejor la austríaca, más rica en armónicos. Las interpretaciones me han parecido bastante variables.
En la Sonata nº 30 op. 109 el italiano despliega un sonido de amplísima dinámica y de gran fuerza en los acordes –ya que no la densidad propiamente beethoveniana–, así como un toque de extraordinaria limpieza, para una interpretación desigual en la que pincha en un primer movimiento no ya en exceso rápido, sino nervioso y carente de hondura. En el segundo la extroversión resulta adecuada: lectura ardiente y combativa. El tema del tercero está correctamente expuesto, desarrollándose las variaciones con muy buena gama expresiva, a veces con un admirable distanciamiento “clasicista”, pero en otras ocasiones de nuevo con excesiva premura
Impresionante la lección de técnica por parte del italiano en la Sonata nº 31 op. 119, no solo por su asombrosa limpieza digital –su sonido, eso sí, resulta algo percutivo y escaso de armónicos–, sino también por la capacidad para construir y clarificar el discurso con tanta atención al trazo global como al detalle, con tanta claridad en la polifonía y con tan certero manejo de las tensiones hasta alcanzar picos de fuerza abrumadora, incluso –segundo movimiento– de excesiva violencia en algunos acordes. Pero a Pollini, como tantas veces, se le escapa lo más importante: la sensualidad, el humanismo, la poesía, la capacidad para trascender más allá de las notas… A la postre, una interpretación eminentemente intelectual, lo que aquí termina equivaliendo a poco sentida.
Pollini acierta de lleno en la Sonata nº 32, op. 111. Y lo hace ya desde los primeros acordes, valientes y poderosos a más no poder, sabiendo combinar a lo largo de todo el primer movimiento ese dramatismo que la partitura necesita con un perfecto control de los medios, sin precipitarse y dejando respirar la música. La Arieta la expone con mágica concentración, y a partir de ahí desgrana cada una de las variaciones (“transformaciones”, dice Barenboim) con perfecta lógica y absoluta continuidad, además de evidenciando un asombroso control de la gama dinámica; se pueden preferir lecturas más sensuales y menos distanciadas, pero la cantabilidad y la espiritualidad de esta increíble música se encuentran garantizadas.
De la grabación realizada por el maestro hace pocos años de estas mismas obras prefiero no decir nada, la verdad. Y ahora me van a permitir ustedes unas vacaciones de quince días. Vacaciones del blog, quiero decir: mañana nos reincorporamos los profesionales de la enseñanza y el comienzo de este curso va a requerir dedicación absoluta.
Un amigo me ha regalado un disco que me ha hecho disfrutar una barbaridad: música orquestal de cuatro óperas de Richard Strauss a cargo de Zubin Mehta y la Filarmónica de Berlín, registro realizado por Sony Classical en febrero y noviembre de 1990 en la Philharmonie de la capital alemana con toma de sonido modélica.
Sobre la música puedo decir poco, salvo puntualizar que los dos suntuosos fragmentos de El amor de Danae arreglados por Clemens Krauss parecen música menor en comparación con el resto. Intermezzo es una verdadera delicia, Rosenkavalier mucho más que eso, y Die Frau ohne Schatten se eleva a la categoría de lo sublime.
Mehta se encuentra en su salsa desplegando opulencia y colorido, siempre en la línea que ya le conocemos en este repertorio: músculo antes que ligereza, brillantez más que sensualidad, fuerza dramática por delante del preciosismo. Dicho esto, y aun tratándose de un maestro que atiende más al trazo global que al detalle, que nadie se piense que son interpretaciones expeditivas: la orquesta está trabajada con esos pinceles finos que necesita esta música de tan refinadísima orquestación. Incluso da la impresión de que el director indio ha intentado llegar a un punto de encuentro entre la sonoridad berlinesa y las esencias de Viena que él tan bien conoce y que tan importantes son para el mundo de Richard Strauss.
Luego se puede puntualizar que en Rosenkavalier no alcanza la magia sonora de Karajan o la chispa de Kleiber, o que en Die Frau se echa de menos el carácter visionario de un Barenboim, pero eso ha de importar poco: Mehta sabe lo que se tiene entre manos y ofrece una visión, una de las visiones posibles, que resulta perfectamente ortodoxa, sensata y válida, y que además está realizada con mano maestra. En este sentido, buena parte de la excelsitud de lo que aquí se escucha tiene que ver con una orquesta que por aquella época todavía tenia el sello de Karajan y que era capaz de materializar todo aquello que la batuta más exigente le pidiera. Escuchen este disco.
El 14 de agosto de 2003 se presentaba ante el público la nueva –seguramente ustedes ya saben que hubo una anterior– Orquesta del Festival de Lucerna, en realidad un buen puñado de músicos de la Joven Orquesta Gustav Mahler al que se añadían unos invitados de increíble lujo: el Cuarteto Hagen, Natalia Gutman, Emmanuel Pahud, Sabine Meyer, etc. Todos ellos deseando trabajar con un Claudio Abbado que, con el cáncer deteriorando su organismo, se disponía a emprender la última etapa de su carrera en compañía de los mejores amigos. Programa interesantísimo: los Adioses de Wotan con Bryn Terfel, suite de El martirio de San Sebastián y La mer. Euroarts editó las obras den Debussy en DVD, pero la de Wagner quedó fuera. Ahora he podido volver a ver el concierto completo gracias a la plataforma Medici TV, y además con calidad de imagen de Blu-ray, muy superior a la de la edición comercial. Desdichadamente, la toma sonora pierde: si el DVD, reproducido en multicanal, ofrecía un sonido asombroso, verdaderamente de referencia, la filmación disponible en Medici suena en un estéreo bastante convencional. He realizado la comparación: se pierde muchísimo.
Ahora bien, esta es la única opción para ver y escuchar el referido final de La walkyria. Y merece la pena, aunque sea para ver cómo tocó a fondo el maestro: muy triste ver a Abbado tan despistado, tan completamente fuera de estilo, y al mismo tiempo tan pretencioso. La claridad es asombrosa, la riqueza de colores infinita, pero esto no solo no suena a Wagner y carece tanto de la densidad sonora y expresiva como de la fuerza trágica que la música demanda, sino que adolece de esas sonoridades ingrávidas y relamidas que tanto le gustaban al milanés en sus presuntos años de gloria. Bryn Terfel, vocalmente espléndio, le pone muchas ganas a su interpretación, pero se le escapan muchos pliegues psicológicos de la conmovedora escena.
Sensacional, por el contrario, la extensa suite –con coro y solistas– de El martirio de San Sebastian. Aquí sí, la obsesión de Abbado por obtener sonoridades leves, frasear con línea ondulante y tratar con extremo refinamiento colores y texturas no son solo inconvenientes, sino una enorme baza a la hora de recrear los pentagramas. De este modo nos entrega una interpretación perfecta en el estilo, tan sensual como evanescente, elegantísima en todo momento y plena de misterio, acertando asimismo a la hora de otorgar expresión a los timbres y a la de no hacer en exceso triunfalista el final. Maravilloso el Schweizer Kammerchor y espléndidas las dos sopranos, Rachel Harnisch y Eteri Gvazava. EuroArts la ha subido a YouTube: yo que ustedes no me la perdería, pero les aviso que la pista multicanal del DVD suena considerablemente mejor.
"Dionisíaca y extrovertida a más no poder, particularmente ágil y muy contrastada, danzante y alegre por momentos, también llena de nervio cuando debe, y dotada de un sentido del color y de las texturas seguramente inigualado. Y qué decir de los primeros atriles, los Pahud, Meyer, Mayer y compañía, de su orquesta all-stars. ¿Por qué, siendo impresionante, no se sitúa al nivel de las más grandes? Porque necesita paladear más determinados pasajes, como la conclusión del primer movimiento o la calma antes de la tempestad, y sobra una coda vulgar y efectista a más no poder (¡Abbado de olvida del crescendo!) cuyo interés por el decibelio es potenciado por una toma sonora de incomparable gama dinámica"
No hay mucho más que decir: el Debussy hay que conocerlo. Y el Wagner también, que las sombras son necesarias al lado de las luces para obtener un verdadero retrato de ese gran director que fue Abbado.
Este concierto lo transmitió en directo la Digital Concert Hall el 8 de junio de 2019. Celebraba los 50 años (¡ahí es nada!) de Daniel Barenboim poniéndose al frente de la Orquesta Filarmónica de Berlín con el mismo programa de aquella ocasión: Sinfonía nº 95 de Haydn, Concierto nº 4 de Beethoven y Sinfonía nº 4 de Schumann. Suponía, además, el primer encuentro entre el músico de Buenos Aires y Maria João Pires, tras una cancelación a última hora de Radu Lupu por enfermedad. Los resultados me impactaron tanto que fue incapaz de escribir. Lo voy a intentar ahora que he vuelto a ver el concierto, esta vez en mi nuevo televisor 4K: fue filmado con esa tecnología y ahora ofrece una imagen excepcional, además de una toma sonora que felizmente se realizó a volumen muy bajo, y por ello no sufre esa compresión de la gama dinámica que se aprecia en algunas filmaciones de esta plataforma.
La descomunal interpretación de Haydn es toda una bofetada en la cara a los que consideran que las maneras “históricamente informadas” son necesariamente más adecuadas. Está claro que esta Sinfonía nº 95 no suena en absoluto como sonaba en vida del compositor, pero esto no quiere decir que no se haga justicia a su música. Todo lo contrario. Este es un Haydn con carne sonora y sangre expresiva, ajeno a esas anemias con la que algunos artistas –HIP o no– abordan este maravilloso universo sonoro. Un Haydn que, además, suena precisamente a eso, a Haydn, con toda su rusticidad bien entendida (¡no confundir con falta de refinamiento!), con su elegancia viril, su humor jocoso, su reconfortante calidez humana –nada que ver con el sabor agridulce de Mozart– y también con sus claroscuros teatrales: el Finale alcanza una potencia que parece anunciar a Beethoven, lo que en absoluto resulta un disparate. Que no encontremos aquí el pathos que hallaba un Klemperer es lo de menos: el de Breslau, siempre punto y aparte, es demasiado personal como para ser comparado con cualquier otro. La orquesta está increíble (¿cuántas décadas hará que no ofrece un Haydn así?), empasta maravillosamente y se entrega por completo en la expresión, al tiempo que el violonchelista Ludwig Quandt demuestra enorme altura en sus importantes intervenciones.
Podía haber sido muy desafortunado este encuentro de dos artistas tan distintos entre sí, al menos en Beethoven, como Barenboim y la Pires. Felizmente, ambos pusieron de su parte y nos entregaron una interpretación maravillosamente apolínea en la que Barenboim recreó la obra de manera mucho más lírica de lo en él habitual, menos teatral y menos contrastada, sin grandes fogosidades en el movimiento conclusivo, al tiempo que se centraba en el vuelo lírico, la belleza sonora y el equilibrio, mientras que Pires se dejaba de preciosismos, de delicadezas y de blanduras y se concentraba mucho más a la hora de destilar poesía, haciendo gala de un perfecto dominio de la pulsación y de una cantabilidad maravillosa; aún así, una mayor tensión interna y un más desarrollado sentido de los claroscuros, por no decir una más amplia variedad expresiva, hubieran sido bienvenidas por su parte. Los portentosos solistas de la orquesta cantaron en absoluta sintonía y redondearon una interpretación de enorme altura. De propina, y enlazando con la segunda parte del concierto, una curvilínea recreación de “El pájaro profeta” de Schumann.
En la Sinfonía nº 4 de este último autor el maestro da una vuelta más de tuerca al enfoque de su registro para Teldec dieciséis años anterior. Obviamente esta es una versión que no quiere saber nada de ese Schumann alado y esquizofrénico que se viene últimamente a reivindicar. Antes el contrario, Barenboim entronca con la pura tradición interpretativa centroeuropea de localizar en él las semillas de Brahms, incluso de Bruckner, y por ello reivindica aspectos tan denostados por las maneras HIP como pueden ser la densidad sonora y expresiva, la nobleza en el fraseo, la atmósfera cargada, la hondura meditativa y la grandeza visionaria, además de un concepto que viene directamente de Furtwängler como es el tratamiento orgánico del fraseo, concibiendo la partitura como una única transición desde la primera nota hasta la última. Ningún disparate para esta obra en concreto, claro está: recuerden cómo está escrita esta op. 120.
Pero que nadie se piense que estamos ante una visión eminente gótica, menos aún masiva o pesadota. Volver a escucharla me ha permitido reparar en que, a pesar de todo lo expuesto, hay mucho de clasicismo en esta lectura. Particularmente en un primer movimiento lleno de equilibrio, denso pero al mismo tiempo pleno de agilidad, hermosísimo en lo sonoro sin que haya delectación alguna, apolíneo pese a estar recorrido por la emoción. Barenboim quiere mirar tanto el futuro como al pasado. El Andante tampoco quiere cargar las tintas y encuentra el balance perfecto entre vuelo lírico, ternura y amargor, fraseando con perfecta lógica y añadiendo algunos asombrosos descubrimientos. Tras un irreprochable Scherzo viene una transición todavía más genial que las que hasta ahora le habíamos escuchado, en no sé ya cuantos conciertos, discos y retransmisiones, al maestro porteño; toda una demostración de técnica de batuta y de virtuosismo por parte de la increíble formación berlinesa, que supera no solo a la Staatskapelle de Berlín, sino también a todas cuantas orquestas se han acercado a esta sinfonía. Se les veía satisfechos, por cierto, como diciendo “por fin hacemos una interpretación normal de esta partitura, y no lo de Rattle”.
Tras un Finale rebosante de energía, de fuerza y de emoción –aquí sí, el maestro se pone más Florestán que Eusebio–, aunque sin ceder al arrebato, sino manteniendo siempre un perfecto control, la obra se cierra con una coda electrizante. El público estalla en medio de su prolongado acorde final y se entrega con un entusiasmo muy superior al que se suele escuchar en esta misma Digital Concert Hall. Y es que el respetable tenía clarísimo que lo que había presenciado no era nada “normal”, si siquiera dentro de la altísima calidad media que preside las interpretaciones de la Berliner Philharmoniker. Se trataba, quizá, de la más modélica e indiscutible Cuarta de Schumann que se haya escuchado.
El nombre de Herbert von Karajan no suele encontrarse asociado a los de Johann Sebastian Bach e Igor Stravinsky. Con razón, me temo. Buen ejemplo de ello lo tenemos en este disco que el maestro grabó para Deutsche Grammophon al frente de su Filarmónica de Berlín entre 1975 y 1979: Magníficat –versión revisada– del primero y Sinfonía de los salmos del segundo.
En Bach Karajan despliega sonoridades poderosas y musculadas, brillantez y enorme fuerza expresiva, como también sensualidad, refinamiento y gran cantabilidad cuando ello es necesario. Sencillamente ideal para el Magnificat, en principio, pero hoy día uno no puede dejar de desear una articulación más incisiva, menos laxa, así como un diferente equilibrio de masas instrumentales: en los coros inicial y final, la cuerda berlinesa no deja escuchar apropiadamente los diseños de las maderas. En cualquier caso, el principal problema de esta interpretación está en el Coro de la Deutschen Oper, bastante por debajo de lo deseable. Anna Tomowa-Sintow y Benjamin Luxon están bien, mejor aún Agnes Baltsa, pero Peter Schreier, tantas veces sensacional en este repertorio, no está a su nivel habitual. ¿Cómo es eso posible en una grabación que se realizó, agárrense, en febrero de 1975, diciembre de 1977, enero de 1978 y enero de 1979? ¿De verdad no hubo fecha para obtener una toma mejor?
La Sinfonía de los salmos sí que se realizó de un tirón, en febrero de 1975. Karajan apuesta por un carácter marcadamente gótico, lo que produce fascinantes resultados en la primera parte del tercer salmo, pero su acercamiento global muestra un despiste estilístico supino: sonoridades difuminadas, blanduras diversas y falta de atención a la incisividad rítmica esencial en el compositor. El coro, mostrando todavía con mayor crudeza sus limitaciones, termina relegando esta interpretación a una muy discreta segunda fila.
Esta entrada es para anunciar que vuelvo a abrir el blog a
comentarios. Me vi obligado a cerrarlo –lo he tenido que hacer varias
veces– por culpa de los graves insultos recibidos por parte de algunos
lectores, como también por la insistencia de algún troll que viene de
Úbeda y que últimamente, por algún otro sitio, se hace pasar por
argentino (!).
Por ello mismo voy a dejar las cosas claras: quien
quiera provocarme u ofenderme, puede hacerlo libremente EN SU PROPIO
BLOG o EN SUS REDES SOCIALES. En esta que es mi casa virtual, NO SE LO
CONSIENTO. Lo mismo va para trolls y agitadores diversos, con o sin
pseudónimo. Si las cosas vuelven a ir mal, cierro de nuevo. He dicho.
En la entrada anterior hablé de patrias y banderas. De mi absoluta descreencia en todas ellas, en tanto que sean sinónimos de sumisión incondicional, de obligaciones sentimentales impuestas por el nacimiento, de falta de reconocimiento de los valores de la alteridad –cuando no desinterés o abierto desprecio–, o de la invocación a esos conceptos como medio de someter y/o movilizar a la población para conseguir determinados fines que a veces pueden ser imprescindibles para el bienestar de la colectividad, a veces ocultan los oscuros intereses de las oligarquías de turno. Y también dejé claro que no por todo ello dejo de sentirme parte de la colectividad en la que me integro –Andalucía, España y Europa– ni de un universo cultural –el legado del mundo clásico más la herencia judeocristiana– que me parece maravilloso.
Ahora quisiera añadir algo más: mi firme creencia en la necesidad de desarrollar los valores espirituales del ser humano y de las sociedades. Valores que no necesariamente implican una concepción teísta del universo, ni menos aún la adscripción a una fe determinada. Se puede ser agnóstico –es mi caso– o ateo y desarrollar por completo esos valores, al igual que uno puede ser estricto en las prácticas de su religión y carecer por completo de esa dimensión espiritual.
Supongo que no hará falta decirles que considero el arte en general y la música en particular como puntos clave para el desarrollo de esa dimensión. Sí, ya sé que los ejemplos del uso de la creación artística para apoyar las más repugnantes acciones de unos seres humanos sobre otros ha sido una constante en la historia. Pero no es menos cierto que es esa misma labor creativa –pienso ahora en la Novena de Beethoven, manipulada por Hitler y sus secuaces– una de las principales herramientas para enfrentarnos a ellas, para reconocer que muy por encima de las circunstancias que nos hacen diferentes a unos de otros, se encuentra un único Espíritu. Ese arte y esa música no solo nos hacen verdaderamente humanos, elevándonos muy por encima de la mera animalidad de la que partimos: son el punto de encuentro con esa alteridad que en realidad no es tal.
Perfecta plasmación de este ideario la encuentro en uno de los discos más hermosos que yo haya escuchado nunca: Jerusalén, la ciudad de las dos Paces. Se trata de uno de los libros-disco de Jordi Savall en torno a determinados temas históricos; a mi entender, del mejor de ellos. El contenido viene en dos SACD de soberbia toma sonora registrados entre 2007 y 2008 al frente de sus habituales conjuntos instrumental (Hespérion XXI) y vocal (La Capella Reial de Catalunya) más una no pequeña serie de músicos invitados procedentes de casi todos los países en torno al Mediterráneo. El resultado es un ensemble más all-stars que nunca: uno no puede sino derretirse escuchando a gente como Andrew Lawrence-King, Dimitris Psonis, Pierre Hamon, Begoña Olavide –en doble cometido vocal e instrumental–, Pedro Estevan, y un largo etcétera. Incluso Arianna Savall y Fahmi Alqhai realizan sendos cameos. Más la voz de la malograda Montserrat Figueras y el arco del propio JordiSavall, eso por descontado.
¿Y la música? Exactamente lo esperable: remotísima tradición hebrea, canciones sefardíes, conductus, cantigas de Santa María, invocaciones musulmanas, marchas turcas… y una escalofriante oración por los fallecidos en Auschwitz registrada en 1950 por un cantante que se libró de la cámara de gas precisamente por cómo cantó la plegaria cuando iba a ser ajusticiado. A todos esos ingredientes se añaden las “trompeta de Jericó” (sic) dispuestas a derribar las “barreras del espíritu”. Todo ello lo mete el de Igualada en la coctelera de su habitual e inconfundible sonido, echándole muchísima (¿demasiada?) fantasía al asunto y procurando limar diferencias para acercar unas músicas a las otras, pero siempre haciéndolo con exquisito gusto, virtuosismo extremo en todos y cada uno de los componentes del ensemble y enorme capacidad para dialogar, para escucharse, algo tan fundamental en la música antigua como en la que no lo es tanto.
En realidad, estamos muy cerca de los planteamientos de Daniel Barenboim y su West-Eastern Divan. No se trata solo de juntar a artistas de procedencias y creencias diferentes y hasta enfrentadas entre sí, sino de hacerles dialogar en lo musical. El de Buenos Aires lo ha dicho mil veces: es imposible hacer una buena interpretación si los intérpretes no saben escucharse de verdad. La música no es sino una metáfora. Solo escuchando, comprendiendo y encontrando una réplica sensata para el discurso del otro –lo que no significa darle la razón, el maestro también ha insistido en ello– se pueden alcanzar la Armonía –el equilibrio entre las partes y el todo, entre el individuo y la colectividad, según el concepto de la Grecia clásica– y, por ende, la estabilidad, la integración y la Paz. Y esta última palabra es, precisamente, el eje de todo el proyecto musical de Savall. ¿Que es independentista catalán? Pues sí, en su derecho está. Tampoco conozco a muchas personas que hayan hecho tanto por el patrimonio musical de España (sí, de Es-pa-ña) a lo largo de los últimos cuarenta años.
Escuchen este disco. Está en las plataformas habituales, pero les recomiendo la compra: la presentación es una maravilla visual y ofrece muchísima información para comprender, para reconocer y también para amar a todas estas músicas, a estas religiones y a estas culturas. Solo así, insisto, reconociendo y amando, seremos seres humanos en toda la dimensión que nos corresponde.
Esta mañana he tenido una conversación con un amigo en la que este en un momento dado, para criticar a determinada persona, me apostillaba sobre que “además, independentista”. A raíz de la réplica que realicé he decidido escribir estas líneas. Porque me parece necesario dados los tiempos que corren, y también porque –quién sabe si estoy en mis últimos meses de vida– cada vez le pongo menos reparos a decir las cosas tal y como las siento. No, ya no le tengo miedo a comentarios como el que una vez me hizo un (ex) compañero de trabajo acusándome de “no amar a la patria” por no sentir en mi fuero interno ascos hacia el independentismo catalán.
Miren ustedes, eso del amor a la patria, a la bandera, a sus símbolos y a toda la parafernalia que la rodea no es en absoluto un deber. En todo caso, fue una necesidad en otros tiempos, aquellos en los que era necesario articular ideológicamente e inyectar emocionalmente una serie de valores que sirviesen para que la colectividad no solo actuase de manera decidida y compacta a la hora de defender las fronteras del propio territorio, sino también a las de invadir el espacio ajeno sin otra justificación que la de la grandeza de la nación propia. Lo que implica, por si alguien no se había dado cuenta, que los jóvenes y no tan jóvenes habrían de garantizar la plena disponibilidad de sus personas y de sus vidas para defender o dar lustre a esa patria a la que supuestamente se debían.
También fue ese sometimiento incondicional a la bandera un recurso imprescindible para que los individuos no replicasen a la hora de someterse la oligarquía de turno, ni se atreviesen a poner en duda el sistema económico, social y político establecido. Obedecer es muchas veces difícil. Pero si esa obediencia se transforma en la sumisión que viene dada por el amor, por la creencia irracional –ajena a la crítica a partir de análisis racionales– en una serie de “verdades reveladas” que no pueden discutirse, porque presuntamente vienen dadas a partir del nacimiento y la pertenencia a un determinado colectivo, entonces el mantenimiento de un determinado orden –mejor o peor– y el impulso de las empresas bélicas –necesarias o no– resulta mucho más sencillo.
¿Implica este razonamiento que resulta ridículo identificarse con los valores de nuestra colectividad, desear lo mejor para quienes nos rodean o defender nuestras fronteras en caso de necesidad? En absoluto. Lo que sí quiero decir es que nadie tiene sentirse obligado por el mero hecho de su nacimiento, ni menos aún tiene que conducir a despreciar a quienes sientan de manera diversa, para ser un “verdadero patriota”. Para quien esto firma, lo importante no es amar a ese concepto llamado “patria”, sino desear y procurar la felicidad para lo demás seres humanos con los que comparte espacio y, por ende, organización social y política. Ello implica reconocer la pluralidad –cualquier pluralidad: política, sexual, religiosa, folclórica o lo que haga falta– y ser tolerante con ella dentro de esos límites razonables que no permitan que el exceso de tolerancia conduzca a justamente lo contrario.
Por todo ello, no siento ni reconozco ninguna patria andaluza, ni patria española ni patria catalana, al mismo tiempo que me siento plenamente andaluz y plenamente español, estoy por completo satisfecho de serlo –no cambiaría por mi nacionalidad por ninguna otra– y comprendo que una persona que se haya criado en el País Vasco o en Cataluña ame una presunta patria llamada Euskadi o Catalunya y piense –creo que muy erróneamente– que otra nación llamada España les tenga invadidos y sometidos desde hace tiempo. Y pareciéndome negativo el fenómeno de desarticulación del actual estado español, jamás creeré que el odio visceral a quienes impulsan este proceso centrífugo sea una buena forma de paliarlo. Todo lo contrario: si amásemos a los demás seres humanos –en sus peculiaridades, en sus grandezas y en sus miserias– muy por encima de las banderas que supuestamente nos representan, se acabarían esos problemas nacionalistas de aquí, de allí y de mucho más allá que tantísimos males han traído y seguirán trayendo.
PD. En la foto, de hace ya algunos años, estoy tomando cerveza y salchicha en Múnich, una de mis "patrias" preferidas. A mucha honra.
He vuelvo a escuchar, por enésima vez, la interpretación que de la Sinfonía nº 2 de Gustav Mahler grabó Otto Klemperer en noviembre de 1961 y marzo de 1962 en el Kingsway Hall de Londres al frente de la formidable Philharmonia Orchestra y del no menos increíble Philharmonia Chorus, a la sazón dirigido por Wilhelm Pitz. Un verdadero clásico del disco ante el cual nada interesante puede un servidor añadir. Sin embargo, no me resisto a escribir estas líneas para manifestar mi asombro ante la manera en que este señor, a sus setenta y seis años de edad, se ingenió para conseguir la cuadratura del círculo, es decir, para luchar contra la propia esencia de una música que es ante todo “romántica”, apasionada, extrema en los contrastes, refinadísima y vulgar al mismo tiempo, elegante y alucinada, lírica y estruendosa, con frecuencia reiterativa, narcisista en extremo, y todas esas cosas que ustedes ya saben; luchar contra ella, decía, y no solo salir ileso del enfrentamiento, sino conseguir además subrayar los valores más interesantes de la partitura, decir cosas nuevas e incluso (¿es posible mayor contradicción?) resultar emotivo.
Todo ello, además, haciéndolo desde el pleno conocimiento de lo que se tiene entre manos. Podrán venir muchos intérpretes “históricamente informados” a decirnos que esto se ha de hacer de esta manera o de otra, pero Klemperer tuvo la oportunidad de dirigir la banda interna con el mismísimo Mahler en el podio. ¿Acaso se puede estar más “históricamente informado”? Otra cosa es que el de Breslau, genio y figura, se pasara en mayor o menor medida las indicaciones del compositor por el forro. Él se lo podía permitir.
Así las cosas, Herr Klemperer decide ofrecer un primer movimiento poco o nada gótico, es decir, todo lo contrario de lo que se suele esperar de esta música. Nada de lentitudes, atmósferas cargadas, sonoridades oscuras y amenazantes, silencios que pesan como losas, juegos infinitos con la agógica y la dinámica… Nada de nada. Tempo rápido, poca flexibilidad, sonoridades virulentas y muchísima mala leche. No hay luto ni cambios de estado anímico, y sí una batalla implacable, decidida y perdida de antemano contra el destino inevitable que nos espera a todos. Las líneas de tensión, esas magistrales líneas de tensión diseñadas por Mahler, se evidencian, se tensan y nos atrapan desde el primer compás.
A continuación, un Andante moderato rápido y nada complaciente. Ni rastro de trivialidad, de dulzura ni –menos aún– de cursilería, pero sin dejar de cantar las melodías con plena luminosidad ni de subrayar los aspectos más atormentados de la página. Lo mejor, como era de esperar, llega con el tercer movimiento: Klemperer está en su salsa destilando humor negro y mala leche, y no digamos su orquesta (¡qué maderas, únicas e incomparables, tuvo la Philharmonia!). En cualquier caso, uno no sabe si admirar más cómo el maestro y sus músicos interpretan los pentagramas o cómo los diseccionan, porque no se puede ir más allá en claridad y precisión.
En el lied Klemperer no baja la guardia y se mantiene en la distancia, procurando que suene lo menos acaramelado posible. Hace bien, pero hubiera sido imprescindible la intervención de Janet Baker, presente en su registro en vivo de 1965, para terminar de convencer: Hilde Rössl-Majdan necesita una voz con más cuerpo y mayor emotividad en la expresión. Y el gran monumento final, pues ya se sabe, granítico e imponente, sobrio y directo al grano, con todo bajo control y pocas libertades, pero siempre con una tensión tan soterrada como constante y una perfecta planificación global de la arquitectura. ¿Y cómo ve la resurrección este maestro judío, católico, agnóstico y rabiosamente ateo? Pues más desde la tierra que mirando al cielo, pero con una intensísima necesidad de creer en más allá hay algo más. Elisabeth Schwarzkopf está maravillosa, lo mismo que el coro.
La grabación sonó siempre mal en compacto. Ahora he tenido la oportunidad de escuchar un SACD editado en Japón por Tower Records y la mejoría es escandalosa. ¿No podrían los señores de EMI distribuir comercialmente un nuevo y más decente reprocesado en Europa?
En la entrada anterior comenté el contenido de la edición en “solo audio”, disponible en CD y en las plataformas de streaming habituales, de John Williams in Vienna. Voy ahora a por la edición “de luxe”, que tuve la precaución de reservar en Amazon hace meses: los que se han apuntado a última hora tendrán que esperar.
¿Qué contiene exactamente este lanzamiento? Deutsche Grammophon no ha sido muy explícita al respecto, a decir verdad. Trae dos discos. Uno es el CD “normal”, con trece pistas que suman 75 minutos de música. El otro es un Blu-ray que contiene al mismo tiempo “audio solo” y vídeo. En “audio solo” se reproduce exactamente el contenido del CD, pero en tres pistas de sonido: estéreo DTS-HD MA a 96 kHz, 5.1 DTS-HD MA a 48 kHz y Dolby Atmos 7.1 asimismo a 48 kHz. Es decir, que el CD en principio sobra, porque aquí tenemos lo mismo con muchísima más calidad técnica. Hay que advertir que la última pista solo ha de ser útil a aquellos privilegiados que tengan un amplificador que reproduzca tal sistema y, además, un equipo de cajas acústicas ad hoc, es decir, con dos de ellas en el techo o bien encima de las cajas frontales mirando hacia arriba; no es mi caso, que tengo un 7.1 “tradicional” con cajas laterales y traseras. Yo he escuchado las otras dos, y no hay color: infinitamente mejor la 5.1 que la 2.0. ¡Todavía hay quienes se empeñan en hacer ascos al multicanal! En fin, ellos se lo pierden.
Luego está, en ese mismo Blu-ray, lo verdaderamente interesante: la filmación del concierto –una de las dos veladas con el mismo programa– que John Williams, Anne-Sophie Mutter y la Filarmónica de Viena ofrecieron en enero de 2020 en la Musikverein entre un público muy, pero que muy distinto de aquel que acude el 1 de enero: generación de los setenta, con toda claridad y con absoluta lógica, pues los más grandes admiradores del compositor norteamericano somos los que nos criamos con Star Wars, Indiana Jones y E.T. Dos horas y ocho minutos de concierto, con mucha música que se quedó fuera del CD. ¿Cuál? Pues todo lo de la Mutter, con excepción de The Witches of Eastwick, que sí que había salido. En concreto, aquí podemos escuchar a la violinista alemana luciendo su increíblemente bello sonido y su alucinante virtuosismo desgranando temas de Harry Potter, Sabrina, Far and Away, Cinderella Liberty, The adventures of Tintin y Schindler’s List. Todo ello tal y como aparecía en el disco Across the Stars, grabado asimismo para el sello amarillo y ya comentado aquí: no voy a repetirme. Lo que sí conviene advertir es que, en las piezas sin Mutter, lo que se escucha en la filmación no es exactamente lo mismo que en el “solo audio”: allí las piezas están grabadas sin público, o al menos sin aplausos, muy probablemente mezclando los ensayos con los conciertos (así es como se suele hacer: lo pude comprobar cuando asistí a las sinfonías de Beethoven por Barenboim en Colonia). En el vídeo –obviamente– hay público, hay aplausos y hay locuciones de Williams al respetable, aunque subtituladas tan solo en inglés y alemán.
Y ahora viene lo mejor. La calidad de sonido es sensacional, yo diría que óptima, particularmente cuando se escucha en surround: la acústica de la sala está perfectamente recogida, y hasta se percibe con claridad la reverberación del violín de Mutter cuando en solitario toca las cadenzas. La Filarmónica suena espaciada y con unos graves impresionantes. Para escuchar una orquesta sinfónica grabada con la misma calidad hay que acudir a los lanzamientos en Blu-ray del sello CMajor: Bruckner de Barenboim, Mahler de Chailly y cosas así. Pero lo de la imagen va más allá. Les aseguro a ustedes que nunca, nunca he visto una filmación de música clásica con semejante calidad: definición, iluminación, contraste… El color negro es asombroso. Y no, no se trata de 4K, sino de un Blu-ray normal y corriente.
De propina, media hora de entrevistas –subtítulos de nuevo en inglés y alemán– bastante más interesantes que las que venían en Across the Stars. Me ha llamado la atención lo que dice Mutter del Concierto de Alban Berg: que funciona mejor en estudio que en directo. Y Williams confiesa que no fue decisión suya incluir la “Marcha Imperial”, sino una petición a última hora de la orquesta, cuyos metales –de ellos venía la solicitud– tenían ganas de soltarse la melena. Pues nada, todos contentos.
Creo que no hace falta decir más. Quien haya leído hasta aquí ya sabrá que debe olvidar el CD y optar por esta edición, más cara pero muchísimo más jugosa. Obligatoria para todo aficionado a la música de cine y muy, pero que muy recomendable para cualquier clase de melómano. Y digno broche final a una carrera longeva y jalonada por merecidísimos éxitos. Te queremos, John.
Hoy viernes se ha puesto a la venta John Williams in Vienna, un encuentro que hasta hace algunos años los cientos de miles de admiradores de John Williams hubiéramos considerado imposible: la Filarmónica de Viena se pone al servicio del maestro norteamericano y, con la colaboración de nada menos que Anne-Sophie Mutter, actúan juntos en la Musikverein y graban el resultado para Deutsche Grammophon, sello que le pone al producto una portada que se asemeja a la de uno de sus discos más justamente famosos, el del Concierto de Año Nuevo de Karajan. Ya les digo, un verdadero sueño húmedo materializado en CD y Blu-Ray.
Amazon aún tardará unos días en hacernos llegar la edición “de lujo”, pero las plataformas habituales nos permiten ya mismo escuchar el contenido del CD, que es lo que ahora voy a comentar. Y aquí, atención, viene la sorpresa: lo que se incluye no es un registro en vivo del programa que, en dos sesiones diferentes, se ofreció el pasado enero, sino una grabación “en estudio”, sin público y sin aplausos –probablemente se trata de una mezcla de los ensayos con los conciertos–, de una selección del mismo. Y aquí viene la segunda sorpresa: por mucho que se anuncie a Mutter en la carátula, la violinista alemana solo es protagonista de un corte, The Witches of Eastwick, justamente el arreglo que faltaba en su anterior disco de Williams, Across the Stars. Sabia decisión: si ya tenían un disco juntos, es lo más sensato dejar esta oportunidad para escuchar otras composiciones del maestro. Al fin y al cabo, quien quiera saber qué hizo la solista en esta ocasión no tiene más que aguardar a que llegue esa edición especial, que obviamente es la compra más recomendable. Pero bueno, vamos ahora a por el contenido del CD.
Este se abre con esa maravilla que es “The Flight to Neverland” de Hook, un arreglo de dos de las emotivas canciones compuestas para el filme de Spielberg sobre Peter Pan y que nunca fueron escuchadas como tales: el cineasta cambió de opinión y la cinta dejó de ser el musical previsto, por lo que algunas de las melodías ya compuestas pasaron a convertirse en temas. La audición nos permite confirmar la inspiración extraordinaria de Williams, como también el excelente estado de la Filarmónica de Viena y la enorme calidad de la toma sonora, brillante y de graves redondísimos. He escuchado la gran mayoría de las grabaciones de todas estas músicas, y puedo asegurar que, con la única excepción de su disco en torno a Spielberg grabado en Los Ángeles en 2017 para Sony, nunca habían sonado tan bien sus creaciones.
Close Encounters of the Third Kind sigue siendo hoy lo mejor de Spielberg, y también de lo más inspirado salido de la pluma de su compositor predilecto, quien supo tomar prestado los hallazgos de Ligeti para fusionarlos con su propio idioma y renovar por completo el lenguaje musical de la ciencia-ficción. La formación vienesa aporta mejor que ninguna otra las texturas que esta página necesita.
El formidable tema de The Witches of Eastwick se presenta en el extremadamente virtuosístico arreglo, pensado con la mirada puesta en Tartini y su Trino del Diablo, para Anne-Sophie Mutter, quien se lo pasa en grande demostrando las diabluras, nunca mejor dicho, que es capaz de hacer con su instrumento, y también que su arte violinístico puede sonar todo lo mefistofélico que haga falta.
“Adventure on Earth” es uno de los arreglos de concierto –no confundir con “Flying”– realizados por Williams sobre su partitura para E.T. A la batuta de Williams le falta fuelle en la secuencia inicial de las bicicletas, pero es todo un placer escuchar esta música con la sonoridad suntuosa de la Filarmónica de Viena, justo como ocurre con Jurassic Park: por muy buena que sea la “orquesta del estudio” de turno, los mimbres de la que sigue siendo una de las grandes del mundo se dejan notar de manera muy evidente.
War Horse no es una de las composiciones más celebradas de Williams, pero sí que es una de sus creaciones para el cine más personales y sinceras, por su manifiesta relación con sus partituras escritas fuera de la pantalla grande: puro clasicismo norteamericano de amplios horizontes, melodías sencillas y delicado equilibrio entre optimismo y melancolía.
Jaws se hizo célebre por el ostinato que representaba la amenaza del tiburón, pero aquí lo que escuchamos es la gran fuga que dejaba claro que, ya antes de Star Wars y en plena ebullición pop, jazzística y funky de los setenta, el maestro estaba dispuesto a defender un lenguaje clásico que dominaba perfectamente.
El “Marion’s Theme” de Raiders of the Lost Ark fue uno, uno más, de los bellísimos temas de amor que Williams escribió para el cine de aventuras entre finales de los setenta y principios de los ochenta. Aquí lo escuchamos en un arreglo reciente, muy elaborado y bastante más “clásico” que cinematográfico.
El bloque final se consagra a la saga galáctica, a la que el maestro le había dedicado unas grabaciones con la Boston Pops para Phillips que fueron sensacionales. Justo es reconocer que en su faceta de director, nuestro artista se muestra un tanto apagado en el tema de A new Hope: a Dudamel, por ejemplo, se le ha escuchado bastante mejor. La presencia de “The Rebellion is Reborn” solo se explica por el deseo de incluir el penúltimo capítulo de la serie, The Last Jedi, porque el tema es francamente flojo. Enseguida vuelve el Williams más inspirado con “Luke and Leia” de The Return of the Jedi, que se ofrece en una actualización de su arreglo “de concierto” original y no en el realizado para la Mutter; si la trompa está maravillosa en su solo, escuchar la sublime melodía en los violonchelos vieneses es para que se salten las lágrimas.
De la “Imperial March” de The Empire Strikes Back ha dicho el maestro que nunca la escuchado mejor que con la Wiener Philharmoniker: no seré yo quien se atreva a negarlo. Como propina, la marcha de Indiana Jones con la Mutter incorporada a los primeros violines, poniendo así punto y final a un disco que es mucho más que una gozada para los fans de Williams y una máquina de hacer dinero. Es, sobre todo, la consagración definitiva de la música sinfónica escrita para el cine como parte del repertorio clásico, por la puerta grande vienesa, en la sala de conciertos más célebre del mundo y con el sello más prestigioso.
Después de llevar al disco las obras para piano y orquesta junto a Vladimir Ashkenazy para Decca, André Previn y la Sinfónica de Londres grabaron las sinfonias y otras páginas de Sergei Rachmaninov para el sello EMI. Comenzaron con la Sinfonía nº 2 –primera vez que se grababa la versión original, sin cortes– en enero de 1973, y entre 1974 y 1976, ya con sonido cuadrafónico, se registró el resto. He vuelto a escuchar estas recreaciones y me han gustado todavía más que antes.
Es verdad que no suele ser el Rachmaninov de Previn el más voluptuoso, el más melancólico, el más escarpado ni el más personal. Pero siempre convence plenamente por la manera en que el maestro logra equilibrar esos componentes sin que ninguno de ellos pierda intensidad, al tiempo que cuida la planificación –vertical y horizontal– en grado extremo y se aparta de todo narcisismo para dejar que la música fluya con tanta naturalidad como sinceridad expresiva. De este modo, ofrece una Sinfonía nº 1 a todas luces irreprochable, todo lo ominosa que debe ser en el arranque, atenta siempre a la atmósfera, sensual y efusiva cuando corresponde, decadente en su punto justo, con una ensoñación y un sabor tchaikovskiano por completo pertinente en el Larghetto, y altamente rocoso, bronco y dramático en los momentos más terribles, particularmente en un final que nos deja con el corazón en un puño.
Aunque el Adagio de su posterior grabación con la Royal Philharmonic es todavía superior, este registro con la London Symphony de la Sinfonía nº 2 sigue siendo la referencia, como intenté explicar en la discografía comparada. Escuchada una vez más, me gustaría destacar la rusticidad bien entendida con que el maestro hace sonar a la orquesta, con un punto de aspereza muy adecuado para el repertorio ruso que la aparta de la sonoridad más hedonista, pulida y voluptuosa con que otros maestros abordan este. También el detallismo y la exactitud con que están tratados cada uno de los planos sonoros, atenta la batuta a que todas y cada una de las líneas instrumentales estén ahí sin que el fraseo parezca analítico, sino por completo fresco, espontáneo y natural. Igualmente acierta Previn al obviar los innecesarios portamenti del segundo movimiento por los que sí se opta en otras ocasiones.
La Sinfonía nº 3 es otro milagro. Asombra la absoluta comunión que se establece entre autor e intérprete, porque Previn acierta por completo tanto con la sensualidad decadente como con la particular rusticidad que demanda este universo sonoro, así como con su particular fusión entre brillantez y sentido trágico, ofreciendo además un fraseo voluptuoso, muy carnal y muy efusivo –emocionante a más no poder el tema lírico de primer movimiento–, y una inmejorable capacidad para darle unidad a la arquitectura. La LSO está en plena forma, hace gala de primeros atriles formidables, y Previn la trata con depuración sonora, equilibrio de planos y una enorme plasticidad, obteniendo increíbles resultados en un final tan rutilante como entusiasta en el que logra hacer que las explosiones suenen con plena sinceridad.
Gran recreación la de La isla de los muertos. Armado de una técnica sin fisuras –admirable el tratamiento del diseño polifónico que sigue al último clímax, por ejemplo–, el maestro ofrece una lectura ante todo atmosférica, brumosa, llena de melancolía, decadentista en su punto justo, en la que la música se encuentra paladeada con sosiego y lógica sin que por ello dejan de avanzar las tensiones de manera implacable. Quizá solo falta, para ser una interpretación perfecta, un punto de garra dramática y carácter visionario en los momentos más escarpados, aunque en parte puede deberse a una toma sin toda la gama dinámica deseable.
Sobre las Danzas sinfónicas, copio lo que escribí en la correspondiente discografía comparada:
"Pocos directores –o ninguno– ha sabido poner de relieve de manera tan
admirable esa mezcla de sensualidad y melancolía que caracteriza a la
música de Rachmaninov como André Previn. Ello queda bien de manifiesto
en esta lectura paladeada con sosiego, fraseada de manera tan natural
como flexible y sonada con voluptuosidad bien entendida, en la que al
mismo tiempo de respira una atmósfera onírica y un punto malsana de lo
más adecuada. Se pueden preferir enfoques más rústicos y vigorosos,
también más escarpados, pero en su línea esta realización es
sobresaliente. La toma, aun realizada en Abbey Road, resulta un punto
cavernosa: ni siquiera la reciente restauración en SACD realizada por
Tower Records termina de convencer."
Vocalise recibe recreación
hermosa sin narcisismos, lírica sin caer en lo meramente ensoñado,
delicada sin blanduras. Exactamente lo mismo se puede decir de las dos páginas de Aleko.
Nos queda por hablar de esa fascinante página sinfónico-coral que es Las campanas. Sin ser particularmente escarpada y doliente, sino más bien poniendo de relieve los aspectos más líricos, sensuales y evocadores de esta música, Previn vuelve a ofrecer una dirección admirable tanto por su excelente factura técnica como por su convicción y fuerza expresivas. Su tratamiento de la orquesta es claro, minucioso, rico el colorido y de elevada plasticidad. Su fraseo es cálido y despliega toda esa poesía tan particular del compositor. Su planteamiento de las tensiones resulta irreprochable, como también el pulso con el que va paladeando la música sin perder concentración. Robert Tear no tiene una voz bella, ni siquiera grande, pero al menos parece centrado. El canto de Sheila Amstrong es muy hermoso. John Shirley-Quirk posee un instrumento adecuado y canta sin afectación, aunque tampoco termine de emocionar. Espléndido el London Symphony Chorus.
Estas grabaciones se encuentran actualmente disponibles en una caja de ocho compactos que se complementa con los conciertos para piano, más una serie de páginas para piano solo, a cargo de Nikolai Lugansky y la batuta de Sakari Oramo: buenísimas versiones, pero que no pegan junto a estas, que tendría como compañeras lógicas las de Previn/Ashkenazy si no fuera porque están en Decca. Sea como fuere, el precio es tan barato y la presentación tan agradable –se reproducen las portadas originales– que la conclusión solo puede ser una: hay que hacer la compra.
He tardado en comentar este disco. Tanto, que está a punto de aparecer la secuela: John Williams y Anne-Sophie Mutter con la Filarmónica de Viena. Este que ahora tengo entre manos se llama Across the Stars y en él, como seguramente ya saben, la violinista alemana interpreta la música del autor de Star Wars y muchos otros éxitos de Hollywood. Lo he escuchado varias veces en mi equipo de música, y muchas en mi coche de camino al trabajo. Ya pueden imaginar que me gusta una barbaridad. Fue registrado en marzo de 2019 en los antiguos estudios de la MGM, hoy Sony Pictures Studios, por el ingeniero Shawn Murphy, que hizo una labor sensacional: la audición en HD, disponible en plataformas como Qobuz o Tidal, es de la que dejan con la boca abierta. La edición la realizó Deutsche Grammophon con muy poca vergüenza: primero un CD "normal" y más tarde una edición “de lujo” con quince minutos más de música y un DVD que incluye casi cuarenta minutos de entrevistas de la solista al maestro –no muy interesantes, con subtítulos solo en alemán– a un precio superior.
No es novedad que Williams grabe, fuera de la pantalla grande y para un sello de música clásica, con un solista de primerísima magnitud: ya tenía dos discos con Itzhak Perlman, uno con Yo-Yo Ma y otro con Gil Shaham. Pero sí es la primera en la que el contenido se dedica exclusivamente –o casi: hay una breve pieza “de concierto” escrita para Mutter– a su propia música cinematográfica. Algunas de ellas se pensaron con Perlman en mente: es el caso de Schindler’s List y del “Chairmans Waltz” de Memoir of a Gheisha. El tema principal de esta película pasa del violonchelo de Yo-Yo Ma al violín de la alemana. El de Sabrina ya lo había arreglado para Perlman. Y el resto, si no me fallan los datos, son arreglos realizados exprofeso para Mutter, de los cuales “Across the Stars”ya había sido estrenado junto con Honeck y la Staatskapelle de Berlín: aquí les dejo el vídeo de aquella ocasión en la que, venturosamente, Barenboim no vigilaba para que su orquesta no tocara “música degenerada”.
Es fácil explicar cómo son los arreglos de Williams: justo a la medida de Mutter. Al servicio de ella, pero sin perder personalidad. Hay larguísimas cadenzas pensadas para lucir el más supremo virtuosismo, y hay también oportunidades para que la artista se deje llevar por la delectación melódica, por el decadentismo y por la autocomplacencia. Es decir, por todas esas cosas que a quien esto suscribe le ponen enfermo cuando esta señora ha hecho Mozart, Beethoven y Tchaikovsky en los tiempos más recientes –cuando joven era muchísimo mejor–, pero que en este repertorio resultan por completo pertinentes. No nos engañemos: por mucho que adoremos la música del maestro, y yo la adoro de manera incondicional, esta es exactamente lo que es. Mutter encaja en ella a la perfección, por descontado que bajo la supervisión de un Williams que al igual que sabe ponerse a su servicio, logra que no se pase de la raya.
Es interesante comparar cómo aborda la protagonista de este disco las obras pensadas para Perlman con respecto a lo que en su momento hizo el violinista judío, porque en el fondo lo que sale a la luz es la diferencia artística entre los dos inmensos violinistas. El sonido de ella es infinitamente más bello: frente a la afilada acidez de su colega, sin duda ideal para determinadas obras del gran repertorio, Mutter ofrece el que probablemente sea el registro agudo más bello que se haya conocido, tan resplandeciente como firme y lleno de carne, mientras que en el resto de la tesitura ofrece una homogeneidad fuera de lo común. El canto de Mutter, su capacidad para ligar las notas, para vibrar ampliamente el sonido sin llegar al exceso, para modelar las dinámicas, es asimismo digno de asombro. Pero Itzhak, no precisamente corto en virtuosismo, la aventaja en tensión interna, en fuerza dramática y en sinceridad expresiva, como también a la hora de no dejarse llevar por el hedonismo sonoro: el resultado es que suele ser más intenso y conmovedor en sus recreaciones. Los dos temas de Schindler’s List aquí incluidos, el definitivo y el rechazado por Spielberg (“Remembrances”), dejan clara la manera que cada uno de los dos artistas tiene de acercarse a la música.
Mutter confiesa en la entrevista que su página preferida es Cinderella Liberty, escrita en 1973 para la armónica maravillosa de Toots Thielemans. Era todavía el Williams jazzístico, muy anterior a la recuperación de gran sinfonismo clásico con Star Wars. Puede sorprender que la violinista se sienta ahí tan a gusto, pero debe recordarse que su ex André Previn, enorme amigo de Williams, se movió en Hollywood por los mismos derroteros. Mutter tampoco oculta su entusiasmo ante el arreglo del tema de Dracula, puro romanticismo “old-fashioned” para la más que interesante película de John Badham: la voluntad de mirar al pasado incorporando todos los tópicos habidos y por haber, pero haciendo gala del más exquisito gusto, obtiene extraordinarios resultados.
Mis preferencias personales, siempre a lo que al disco se refiere –no a las bandas sonoras originales– van hacia el tema de Rey de Star Wars: The Force Awakens, una hermosísima y muy elaborada melodía que Mutter canta maravillosamente, hasta el punto de que casi es preferible su recreación a la de la película –en la que fue dirigido por Dudamel, dicho sea de paso–. Por el contrario, me parece que “Across the Stars” de Star Wars: Attack of the Clones pierde en este arreglo con respecto al original, que a mi juicio es uno de los más bellos y emotivos temas de amor de toda la historia del cine. El tema de Leila de la primera de las películas de la saga galáctica tampoco se beneficia de la larga introducción que Williams ahora le ha endosado.
Las dos páginas de Memoir of a Gheisha son espléndidas, y en la segunda de ellas hay una curiosidad: si en el original del “Chairmans Waltz” escuchábamos a Perlman con Yo-Yo Ma, aquí tenemos a la Mutter con nada menos que Lynn Harrell, cuya presencia en el disco pasa casi inadvertida en la carátula trasera. También me gusta muchísimo el tema de Sabrina, tanto que a veces llega casi a saltarme las lágrimas. Y una auténtica delicia “The Duel” de The Adventures of Tintin, en un arreglo que con toda justicia Mutter califica de paganiniano.
El tema de Yoda suena bien al violín, pero mejor aún lo hace el hermosísimo de Luke y Leia de Return of the Jedi. En Harry Potter chirría alguna extravagancia propia de nuestra artista en los últimos años: ahí sí llega a sacar ligeramente los pies del plato. El virtuosismo de Far and Away le viene de perlas a la violinista, como también la religiosidad recogida de Munich. En cuanto a Markings, se trata de una página de ocho minutos y medio de duración para violín, cuerda y arpa escrita en 2017 especialmente para Mutter; se desarrolla de un trazo siguiendo la fórmula lento-rápido-lento en un lenguaje “clásico ma non troppo” que no se basa en la melodía, sino más bien en la atmósfera y en las texturas; se escucha con agrado.
Falta una cosa en el disco: el “tartiniano” arreglo del tema de The Witches of Eastwick. Venturosamente se encuentra en Williams in Vienna, y ese track en concreto ya lo tiene ustedes en las plataformas habituales, y aquí arriba en YouTube, como aperitivo de lo que se prevé el disco más vendido –excepción hecha de los conciertos del 1 de enero– de la Wiener Philharmoniker de los últimos lustros.
Hoy mismo ha salido a la venta –y en las benditas plataformas de streaming– la grabación de Kian Soltani y Daniel Barenboim de la op. 104 de Antonin Dvorák. Ocasión ideal para completar y publicar la discografía que vengo preparando desde hace algún tiempo del concierto para violonchelo más hermoso de la historia. No hace falta decir mucho sobre él: baste recordar que su autor escribió este Concierto en Si menor para violonchelo y orquesta en Estados Unidos y que conoció su estreno en 1896. Es, por tanto, posterior a la Sinfonía del Nuevo Mundo, pero anterior a Rusalka. Dvorák en la cima de su inspiración.
1. Piatigorsky. Ormandy/Orquesta de Philadelphia (Sony, 1946). Un arranque fulgurante nos hace pensar que vamos a encontrarnos aquí ante un Ormandy no honrado artesano, sino músico por completo comprometido. La intuición se confirma, ofreciéndonos el maestro una lectura verdaderamente intensa, incluso arrebatada, con momentos de enorme brillantez y bien comprendida por una orquesta que ya era portentosa, sin que por ello la batuta deje de hilar con trazo fino y con apreciable vuelo melódico. El problema es que con frecuencia el arrebato termina en desbordamiento, en exceso de nervio, y que la referida brillantez asimismo se acerca a lo superficial. Algo parecido se puede decir del aún joven violonchelista ucraniano –cuarenta y tres años– Gregor Piatigorsky, cuyo sonido de admirable solidez, incontestable virtuosismo y encendido temperamento tampoco termina de profundizar en la vertiente elegíaca de esta obra. De esta manera, y aunque no faltan los momentos admirablemente paladeados –bellísimos diálogos entre la madera y el solista en el segundo movimiento–, la interpretación termina resultando irregular, más vistosa que profunda y carente de ese el lirismo tierno, un punto amargo, que demanda el autor. Tras un clímax final sin toda la grandeza trágica que parece pedir, una coda en exceso precipitada nos nos deja con buen sabor en los labios. Buena toma monofónica. (8)
2. Rostropovich. Boult/Royal Philharmonic (Testament, 1957). Con buen sonido estereofónico rescata Testament este testimonio de un Rostropovich que a sus treinta años de edad ofrecía ya ese sonido inconfundible suyo, cálido y profundo, esa maravillosa cantabilidad y ese fraseo humanístico que le harían famoso, en una lectura de la página que se decide claramente a bucear en los aspectos más íntimos y poéticos de los pentagramas en contraposición a otras ópticas más claramente virtuosísticas. Podrá aún profundizar más en la obra, e incluso resolver mejor determinados aspectos técnicos en alguna que otra frase, pero la suya es ya una gran interpretación. Por desgracia, la batuta de un solvente, sensato y musical pero poco personal e inspirado Sir Adrian Boult no termina de remontar el vuelo. (8)
3. Fournier. Szell/Filarmónica de Berlín (DG, 1962). Szell ofrece la dirección en él esperable, rocosa y escarpada, de adecuado sabor rústico, de intensidad muy controlada y perfecto control de los medios a su disposición. Trabaja a la Berliner Philharmoniker con el sonido que le es propio, pero también con claridad y cierto sentido incisivo en las maderas, como si estuviese frente a su orquesta de Cleveland. Asimismo, como era de esperar, le falta un punto de sensualidad y de humanismo, resultando algo contundente en los fortes y optando por lo dramático y por lo escarpado mucho antes que por lo lírico en el Adagio. Lástima que resulte algo precipitado e insulso en la coda final. En cualquier caso, recreación de altura, como lo es la de un Fournier de sonido muy lleno, fraseo natural y muy viril, y enfoque a medio camino entre lo rebelde y lo poético por otro, obteniendo entre ellos un equilibrio admirable. La toma sufre compresión dinámica, pero la reciente recuperación en HD le otorga gran plasticidad y un relieve en los graves ideal para recoger el verdadero sonido de la formación alemana. (8)
4. Starker. Dorati/Sinfónica de Londres (Mercury, 1962). A esta célebre grabación no le ha sentado bien el paso del tiempo. En el violonchelista húngaro hay que admirar la agilidad y fluidez de su fraseo, así como su incuestionable sensibilidad, pero se echan de menos un sonido más carnoso y, sobre todo, una expresividad más efusiva, particularmente en el segundo movimiento. En cuanto a la batuta, resultan muy atractivas su frescura y su sana rusticidad dentro de un enfoque escarpado que contrasta con el más bien lírico del solista, pero salvando algún pasaje –por ejemplo, el tema lírico de la introducción está paladeado de manera admirable–, resulta en exceso nerviosa –la coda llega a precipitarse de manera lamentable– y superficial, ajena a esa mezcla de sensualidad, calidez y ternura que también necesita esta música. La toma es más bien seca e incluso chillona, pese a las posibilidades que ofrece la reproducción en SACD. (7)
5. Fournier. Kertész/Orquesta del Festival Suizo (Audite, 1967). Interesa este testimonio, de calidad técnica no muy allá, por ser el único de ese gran intérprete de Dvorák que fue Itsván Kertész dirigiendo esta página. Y comienza de manera fulgurante, con garra y gancho, pero a medida que avanza su recreación queda claro que pese a la electricidad, la frescura, el sentido dramático y el perfecto idioma del maestro, los aspectos más poéticos, sensibles y humanísticos quedan en exceso marginados en esta vistosa, sin duda atractiva, pero a la postre superficial recreación. Bajo este acompañamiento tan distinto al del mucho más severo y concentrado Szell, el gran Fournier demuestra mayor espontaneidad e inmediatez, como también excesivo nerviosismo. (7)
6. Du Pré. Celibidache/Sinfónica de la Radio de Suecia (DG y Teldec, 1967). La colaboración entre dos personalidades tan poderosas podía haber terminado en un choque de trenes, pero ocurre todo lo contrario. Poca veces se habrá escuchado en esta obra un diálogo tan rico entre batuta y solista, tan absoluta comunión a la hora de jugar con la flexibilidad de los tempi –por lo general muy lentos: la lectura se extiende hasta los 45’20– para permitirse mutuamente paladear las melodías hasta el límite, haciéndolo con una naturalidad admirable y derrochando una inspiración prodigiosa en todo momento que logra el milagro, por ambas partes, de llegar al punto justo de equilibrio entre extroversión e introversión, entre frescura juvenil y melancolía, entre brillantez épica y pathos dramático. La sinceridad de las emociones es plena en todo momento, culminando en una coda a la que Celi sabe dotar de toda la grandeza amarga que necesita. Únicamente las posibilidades de una orquesta cumplidora pero con limitaciones –pobre solo de trompa en la introducción– emborronan la excelsitud de la interpretación. (10)
7. Du Pré. Barenboim/Sinfónica de Londres (YouTube BBC, septiembre 1968). La BBC nos ha sorprendido a todos con la recuperación y difusión gratuita de este concierto en solidaridad con el pueblo checoeslovaco –los tanques rusos habían sofocado pocos días atrás la Primavera de Praga– que tuvo lugar en el Royal Albert Hall en septiembre de 1968 con un Daniel Barenboim en una de sus muy raras ocasiones frente a la Sinfónica de Londres y la Du Pré volviendo a demostrar un extraordinario compromiso expresivo con la obra. Diríase que en esta ocasión en exceso, porque la intensidad es tal que la afinación vacila en más de una ocasión en el primer movimiento y la fogosidad no ya espiritual sino literalmente física de Jacqueline se lleva por delante una cuerda al iniciar el tercero. En perfecta sintonía con el enfoque de su esposa, y por ende adoptando un enfoque muy distinto al de Celibidache, menos rico en concepto y menos atento a la disección de la obra que el del rumano pero considerablemente más escarpado, Barenboim dirige con auténtica garra y obtiene un formidable rendimiento de una orquesta que se muestra en óptima forma y cuenta con solistas de excepción: se puede reconocer al enorme Jack Brymer. La toma de sonido es monofónica, relega un tanto a la orquesta y sufre alteraciones en el volumen. (9)
8. Rostropovich. Karajan/Filarmónica de Berlin (DG, 1968). Desde los primeros compases queda claro que el protagonista absoluto de este registro va a ser Karajan, un Karajan aquí muy inspirado que no solo ofrece esa opulencia sonora, esa atención a los detalles y, ya en lo puramente interpretativo, esa grandeza épica que le era tan cara, sino también un enorme vuelo melódico y una gran capacidad para hacer que su maravillosa orquesta (¡qué cuerda grave!) intervenga otorgando expresividad a todos y cada uno de los pasajes de la partitura, revelando incluso líneas que generalmente pasan desapercibidas y profundizando en todos los recovecos. Por desgracia, el maestro está tan pendiente de sí mismo y ofrece una interpretación tan monolítica –nada que ver con lo de Du Pré/Celibidache–que se olvida un tanto de dialogar con el solista como es debido, aunque aquí Rostropovich se muestre claramente más cómodo que con Boult porque los muy holgados tempi del salzburgués le permiten frasear con la amplitud que a él le gusta y sacar aún más fuerza comunicativa a las notas. El sonido HD con que ha sido recuperado el registro beneficia al solista, que suena con gran riqueza de armónicos. (9)
9. Du Pré. Barenboim/Sinfónica de Chicago (EMI, 1970). Con su sonido
luminoso –tan diferente del de Rostropovich– y su fraseo incandescente
sometido al más absoluto control, Du Pré sigue siendo una enorme
recreadora de la partitura. Barenboim repite su enfoque dramático y
escarpado a más no poder, y por ello mismo revelador en más de un
momento, pero no tan atento a las posibilidades líricas de la página y quizá algo menos inspirado que en la filmación anteriormente comentada. Curioso que a sus veinticinco años de edad,
Jacquie hubiera alcanzado una madurez mucho mayor que su marido a los
veintiocho. ¡Cuántas maravillas nos hubiera legado si la enfermedad se
hubiera retrasado tan solo una década! ¡Qué increíble pérdida! Ni que
decir tiene que la Sinfónica de Chicago está fabulosa, pero los
ingenieros de sonido la dejaron un tanto atrás y la recogieron con
cierta distorsión que permanece incluso en la reciente remasterización a
96/24. (9)
10. Tortelier. Previn/Sinfónica de Londres (EMI, 1977). Al frente de una
orquesta en envidiable forma, Previn ofrece una dirección fresca, muy
comunicativa, rápida (39’05'') sin que en ningún momento dé la sensación
de resultar precipitada. Ofrece enormes dosis de brillantez
cuando debe y no olvida cantar las melodías con poesía sincera, en
absoluto afectada, pero atiende en especial a los aspectos dramáticos y
escarpados de la página. Todo ello lo hace perfecta sintonía con un
Tortelier no impecable en lo puramente técnico, pero sí expresivo a más
no poder, que haciendo gala de un sonido brillante y de un fraseo de
enorme efervescencia desgrana una recreación vehemente a más no poder,
alejada de ensoñaciones y del ternurismo –aunque no por ello
precisamente escasa de cantabilidad–, bien dispuesta a hurgar en las
heridas de los pentagramas y a ofrecer un segundo movimiento donde la
sensualidad deja paso al drama e incluso la congoja, sin que las
tensiones sonoras y expresivas se relajen ni un momento. El tercero sabe ser decidido y dramático sin perder en absoluto la nobleza ni la
elegancia que caracterizan al inolvidable violonchelista francés. (9)
11. Rostropovich. Giulini/Filarmónica de Londres (EMI, 1977). Rostropovich vuelve a ofrecer la interpretación en él esperable, humanista a más no poder, cantable por encima de todo, fraseada con tanta belleza sonora como efusividad y riquísima en acentos que no se limitan a lo lírico o lo contemplativo, sino que también aportan claroscuros dramáticos y cierto carácter patético que otorgan gran profundidad reflexiva a su acercamiento, que es cualquier cosa menos una mera combinación de sonidos bellos para acariciar el oído. El que sorprende es Giulini, aunque solo relativamente para quienes conozcan sus maneras de hacer en la segunda mitad de los setenta. Hay en su dirección, desde luego, tanta ternura y humanismo como en el violonchelo, y su cantabilidad –tempi lentos abordados con enorme concentración– es la mayor posible; pero su tratamiento de la orquesta resulta también muy dramático, incluso escarpado, y su aparente serenidad en los momentos líricos esconde una enorme fuerza trágica y no poco amargor. Dicho de otra manera: la orquesta se opone frente al violonchelo tanto en lo sonoro como en lo expresivo, más que acompañarlo, pero con un diálogo continuo en el que no está descartada la inversión de roles. Por otra parte, resulta asombroso el trabajo técnico que hace el maestro con la orquesta londinense, que suena no solo con una redondez intachable sino también con una pasmosa claridad en cada una de las secciones. Por no hablar de como construye y afloja tensiones con asombrosa lógica, sin lugar para el arrebato espontáneo pero sin que tampoco se pierda la sensación de fluidez y naturalidad. (10)
12. Rostropovich. Giulini/Filarmónica de Londres (DVD EMI, noviembre 1977). Esta es una filmación en el Henry Wood Hall, dirigida con mucha sensatez por Hugo Käch –interesante superposición de imágenes en los diálogos entre el violonchelo y otros solistas–, realizada con posterioridad a la toma de estudio. Lógicamente, los resultados interpretativos son similares: de referencia. Mucho más interesante el gesto de Rostropovich que el de Giulini. (10)
13. Rostropovich. Ozawa/Sinfónica de Boston (Erato, 1985). Confesaba el mítico cellista que esta era su interpretación favorita de cuantas llevó al disco. Puede que tuviera razón en lo que a él se refiere; al menos, no está peor que en su difícilmente mejorable recreación junto a Giulini, tal es su capacidad para atender a todas las posibilidades expresivas de la obra –hay frescura, luminosidad y júbilo, ternura y ensoñación, pero también patetismo y hondura reflexiva– haciéndolo con la mayor convicción posible. Más dudas hay en torno a la labor de Ozawa, cuidadoso y atento a los contrastes sonoros, a todas luces magnífico en un segundo movimiento en cuyas delicadezas se mueve como pez en el agua, pero globalmente algo facto de carácter. Sea como fuere, su labor y la de la fabulosa orquesta no es del todo fácil de apreciar debido a una toma sonora –metálica, distorsionada– muy deficiente para la época. (9)
14. Ma. Maazel/Filarmónica de Berlín (Sony, 1986). En los años ochenta
Maazel intentó dar lo mejor de sí mismo en una serie de grabaciones al
frente de la orquesta de Karajan, probablemente pensando suceder al
salzburgués. La jugada le salió mal, pero nos dejó joyas como este
Dvorák memorable, amplio en los tempi pero de pulso siempre sostenido,
que globalmente sigue siendo una de las mejores recreaciones de la
página en lo que al podio respecta, y sin duda la más clara de todas: se
escucha absolutamente todo. Solo se pueden poner reparos al primer
movimiento, lleno de grandeza pero con algún detalle un punto
preciosista y una coda en exceso hinchada. El Adagio se encuentra
maravillosamente cantado, mientras que el Finale pocas veces, o nunca,
ha destilado tanta poesía, particularmente en sus últimos minutos, justo
en los que un aún joven Yo-Yo Ma, que aún tendrás que madurar más la
página, hace gala de una portentosa inspiración y de detalles de la más
alta categoría dentro de un enfoque eminentemente lírico y humanista,
lejos del desgarro de una Du Pré o de un Rostropovich. (9)
15. Lloyd-Webber. Neumann/Filarmónica Checa (Philips, 1988). Lo insólito de
este disco es poder escuchar con excelente ingeniería de sonido a Václav
Neumann con su Filarmónica Checa, con los horrores tecnológicos que
tuvo que sufrir el binomio artístico. Y se disfruta del resultado,
porque la formación está en mucho mejor forma que años atrás y el
veterano maestro, ya que no con especial refinamiento ni inspiración,
dirige con entusiasmo, perfecto conocimiento del idioma y sabiendo muy
bien lo que se trae entre manos: no en balde, Dvorák está en casa. En
cualquier caso, mucho mejor los movimientos impares que el central,
dicho de manera más bien expeditiva. Julian Lloyd-Webber arranca de
manera decidida, vibrante, y hace gala de un virtuosismo difícil de
cuestionar, pero poco a poco van apareciendo aquí y allá detalles de
blandura, un tanto sensibleros, que no logran disimular su relativa
falta de sintonía con los aspectos más poéticos de la partitura. (8)
16. Schiff. Previn/Filarmónica de Viena (Philips, 1992). Orquesta y toma sonora de verdadero lujo para un Previn ahora algo más rápido que antes, menos dramático y quizá no tan inspirado, pero de nuevo notabilísimo recreador de la página gracias a su certero estilo, excelente técnica y gran musicalidad. El problema es Heinrich Schiff: este señor toca –tocaba– maravillosamente, hacía gala de un sonido muy bonito y fraseaba con naturalidad, holgura y gran capacidad para cantar las melodías, pero todo ello con una expresión no ya en exceso lírica y ensoñada, sino abiertamente blanda. Poco hay en su recreación, sin duda hermosa, de intensidad dramática, de tensión y de sentido de los contrastes. El resultado es una lectura amable y muy cómoda de escuchar, pero escasamente variada y poco emotiva. (8)
17. Mork. Jansons/Filarmónica de Oslo (Virgin, 1992). Dotado de un
sonido particularmente sólido y prieto, el violonchelista noruego ofrece
una interesantísima recreación caracterizada por su intensidad y su
tensión interna, así como por su renuncia a dejarse llevar por éxtasis
contemplativos o veleidades narcisistas. Le falta un punto de calidez y
de ternura, en cualquier caso, para llegar a lo excepcional. Buena sin
más la orquesta, dirigida por Jansons con evidente entusiasmo y un punto
rústico muy adecuado, ya que no con especial poesía ni con mucha
atención al detalle; incluso resulta, como en él es habitual, un tanto
primario en el tratamiento de la orquesta. (8)
18. Ma. Masur/Filarmónica de Nueva York (Sony, 1995). Tras un primer movimiento dicho un tanto de pasada y con alguna blandura, el tantas veces rutinario maestro alemán ofrece un cálido, noble, muy bien cantado y a la postre magnífico segundo movimiento –asimismo admirable la sección lenta del tercero, antes de la coda– modelando el más mórbido y acariciador lecho para que Yo-Yo Ma despliegue su canto emotivo y lleno de belleza; eso sí, su visión sigue resultando antes “amorosa” que doliente, y no llega a hurgar en las heridas como lo han hecho otros grandes. (8)
19. Maisky. Mehta/Filarmónica de Berlín (DG, 2002). El violonchelista de origen letón nos ofrece su habitual ración de blandura y amaneramiento, dentro de un acercamiento que oscila entre el exceso de nervio y la expresividad llorica, con ese sonido pequeño y no siempre agradable que le caracteriza. A su lado, Mehta intenta poner remedio con una dirección viril y decidida, aunque también un punto primaria y sin particular vuelo poético. Lo único destacable, en realidad, es la excelsitud de la orquesta berlinesa. Muy buen sonido en SACD. (7)
20. Weilerstein. Belohlávek /Filarmónica Checa (Decca, 2013). La norteamericana marca un hito en la interpretación de este concierto, no solo por hacer gala uno de los sonidos más bellos –homogéneo, carnoso, pleno de armónicos– que se hayan escuchado en esta obra maestra, sino también por la mezcla de sinceridad, emoción y creatividad con que recrea los pentagramas, sabiendo cantar las melodías con el mayor vuelo lírico pero también aportanto ternura, drama, luz y jovialidad en su punto justo, equilibrando todos los ingredientes para ofrecer una visión de enorme riqueza expresiva que hace plena justicia a la obra; solo algún detalle en el primer movimiento nos hace poner algún ligero reparo. Sin ser personal ni creativa, la dirección de Belohlávek resulta espléndida por su enorme frescura, su rusticidad bien entendida y su apreciable sabor folclórico en absoluto reñido con la intensidad de las emociones; es decir, un modelo dentro de la más absoluta ortodoxia. Se pueden echar de menos direcciones más adustas, más profundas o más dramáticas, pero el resultado termina siendo inobjetable. La toma se realizó en el Rudolfinum de Praga sin todo el acierto posible: el sonido resulta un tanto emborronado. (10)
21. Soltani. Barenboim/Staatskapelle de Berlín (DG, 2018). Toma en vivo en la que Barenboim insiste en su visión temperamental, altamente dramática de la página, pero esta vez enriqueciendo su lectura con una mayor dosis de esa sensualidad que ha ido desarrollando desde aquel ya lejano 1970 con Du Pré, así como de una flexibilidad y un sentido orgánico de las tensiones auténtica marca de la casa. El Adagio, extrañamente, está ahora dicho con menos lentitud y no termina de destilar toda la poesía posible, pero en contrapartida el Finale es quizá el mejor dirigido de todos los comentados en esta comparativa, un verdadero prodigio de inspiración en perfecta consonancia con un Kian Soltani que también en este movimiento alcanza verdadera excelsitud: ¿se ha escuchado alguna vez tan sublime el pasaje desde 6:16 hasta 7:05? En el resto de la obra el violonchelista ofrece una recreación de enorme altura, no ya por la belleza de su sonido y la intensidad de su fraseo, sino por su capacidad para atender a todos los pliegues expresivos de la página, aunque hay que reconocer que globalmente en esos dos primeros movimientos no llega a la altura de la sublime Weilerstein. Del uno al diez, vamos a darle un nueve y medio a los dos artistas. Como la orquesta, tratada con una sonoridad particularmente germánica, está espléndida (¡qué primeros atriles!), puntuamos con un diez la recreación. (10)