Les juro que tanto un vídeo como el otro son absolutamente espeluznantes, en todos los sentidos. Yo me lo he pasado en grande. Espero que también ustedes se diviertan muchísimo.
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
jueves, 31 de octubre de 2019
Terrorífico, muy terrorífico
No seré yo quien aplauda la progresiva desaparición de nuestras tradicionales celebraciones de Todos los Santos por esa monumental horterada en que se ha convertido la importación de la fiesta de Halloween. Pero tampoco quiero resistirme a dejarles aquí algo verdaderamente terrorífico: la música de Antón García Abril para La noche del terror ciego y el tráiler, también con partitura del turolense, para El ataque de los muertos sin ojos, segunda parte de las andanzas de las momias de esos caballeros templarios que cuando estuvieron vivos se mostraban aficionados al sado-maso de luxe. Cosas de Amando de Ossorio.
Les juro que tanto un vídeo como el otro son absolutamente espeluznantes, en todos los sentidos. Yo me lo he pasado en grande. Espero que también ustedes se diviertan muchísimo.
Les juro que tanto un vídeo como el otro son absolutamente espeluznantes, en todos los sentidos. Yo me lo he pasado en grande. Espero que también ustedes se diviertan muchísimo.
jueves, 24 de octubre de 2019
Concierto para piano de Schumann: discografía comparada
Estrenado en 1845, el Concierto para piano de Robert Schumann es una de las obras más compleja de interpretar de un compositor que ya de por sí resulta muy complicado. Ya conocen uetedes perfectamente eso de Eusebius y Florestán. ¿Cómo integrar las dos personalidades contrapuestas?
No son pocos los artistas que lo han itentado desde la esquizofrenia, extremando contrastes y apostando por un nervio a veces convertido en nerviosismo. Otros prefieren encontrar una reconciliación entre ambas figuras y apostar por un Schumann al mismo tiempo noble y encendido, pero mucho menos contrastado y dotado de cierta densidad que le hacen sonar un tanto "protobrahmsiano". El dilatado primer movimiento tiene que sonar apasionado, con impulso y con frecura, pero también con un punto de ensoñacion y paladeando bien las melodías, corriéndose el peligro de caer en un extremo o en otro. Más peligro tienen aún el breve Intermezzo, Andantino grazioso: que suene delicado y un punto ligero es imprescindible, pero la cursilería, la trivialidad y el narcisismo acechan a la vuelta de la esquina. El Allegro vivace conclusivo no es menos difícil de resolver en la expresión, por no hablar de la necesidad ofrecer una ejecución limpia en el teclado y de clarificar el sutil, pero también a veces muy rotundo tejido orquestal shumanniano.
Como siempre, no se tomen muy en serio la lista siguiente, mero intento de compartir algunas ideas sobre como diferentes artistas se han enfrentado al reto de dar la talla en esta bellísima obra maestra absoluta.
1. Gieseking. Furtwängler/Filarmónica de Berlín (TIM, 1942). Estamos en pleno conflicto bélico, por lo que tratándose del Furt “de guerra” podríamos esperar que el temperamento extremadamente vehemente, dramático y hasta rabioso que caracterizan al maestro durante este periodo no funcionase bien con una partitura que necesita un muy especial equilibrio entre forma y expresión, entre delicadeza y densidad, entre elegancia y arrebato. No es así, o al menos no del todo: aunque hay alguna frase más nerviosa de la cuenta y la pasión furtwaengleriana atiende mucho antes a Florestán que a Eusebius, lo cierto es que el increíble dominio de la agógica por parte de la batuta y su incontestable sinceridad terminan ganando la partida en el primer movimiento, y más aún en un segundo dicho con calidez y sin el menor atisbo de coquetería mal entendida. Todo ello, no le dejemos en segundo plano, en perfecta sintonía con un Gieseking de toque variado y tan intensa como controlada expresividad, por completo ajena al preciosismo. Defrauda el Allegro Vivace conclusivo, tanto por parte de un Furt intensísimo pero no siempre inspirado en lo poético como, sobre todo, por la de un Gieseking que aquí extrañamente sucumbe al más superficial mecanicismo. La toma sonora es notable para la época. (8)
2. Benedetti Michelangeli. Mitropoulos/Filarmónica de Nueva York (Aura, 1948). Conociendo las maravillas que haría junto a Barenboim en su registro lanzado por Deutsche Grammophon, sorprende y disgusta seriamente descubrir que a sus veintiocho años de edad el pianista italiano interpretaba esta partitura así de mal; a ratos, tan elegante como distanciado; mecanográfico la mayor parte del tiempo; en no pocas ocasiones, brutal e incluso grosero. Eso sí, con una agilidad, una limpieza y una exactitud digital pasmosas. Tampoco ayuda la dirección de un Mitropoulos ciertamente encendido, pero muy nervioso, descontrolado y fuera de estilo. El gran maestro tan solo encuentra inspiración, en sintonía con los menos decepcionantes momentos del solista, en un segundo movimiento bien paladeado. La toma sonora deja que desear. (5)
3. Lipatti. Karajan/Philharmonia (EMI, 1948). La capacidad de ofrecer una absoluta perfección en la ejecución, circunstancia con la que tiene mucho que ver la extraordinaria calidad de una orquesta fundada tan solo tres años atrás por Walter Legge precisamente para grabar discos con el máximo nivel posible, debió de convertir a este registro en una incuestionable referencia en su momento. Ahora bien, desde entonces ha pasado mucha agua bajo el puente y no es fácil aplaudir la interpretación de Dinu Lipatti. De él se pueden admirar la decisión y la fogosidad bien controlada con que aborda una partitura en la que no concibe preciosismo alguno, pero no la escasa variedad de su toque y la irregularidad con que la poesía que sale de sus manos, siendo más los momentos en los que se queda más bien corto de ella –la cadenza, sin ir más lejos– que los que están a la altura de las circunstancia. Interesa más la labor de un Karajan de cuarenta años recién cumplidos, aún toscaniniano en su concepto del fraseo, y por ende no muy dado a la flexibilidad ni a la riqueza de matices, pero capaz no solo de organizar a la perfección el material sonoro, sino también de hacer cantar con extraordinaria belleza a los violonchelos en el segundo movimiento. La reciente remasterización en HD suena con gran dignidad para la época. (7)
4. Arrau. Galliera/Orquesta Philharmonia (Testament, 1957). A sus cincuenta y
cuatro años de edad, el genial pianista chileno da la lección alcanzando el
punto justo de equilibrio entre vehemencia controlada y vuelo lírico, fraseando
con una cantabilidad y una riqueza de matices que revelan todos y cada uno
de los rincones de la partitura sin dejar espacio para el virtuosismo
exhibicionista, como tampoco para el preciosismo ni la belleza huera. Todo
respira una sinceridad, una naturalidad y una capacidad expresiva ante las que
solo cabe caer rendidos. En cualquier caso, en acercamientos posteriores podrá
aún sacar más partido al sublime Andantino grazioso, en el que también se le
puede pedir algo más de reposo e inspiración (esos chelos no terminan de
emocionar como deben) a un Alceo Galliera por lo demás no solo enorme
profesional, sino también maestro muy inspirado que sí sabe paladear con sosiego
el primer movimiento (alcanza los 16’45’’) y dotar de garra al tercero mientras
que hace sonar admirablemente a la fabulosa orquesta de Klemperer. Lástima que
el sonido, monofónico y poco más que digno, no sea todo lo bueno que podía haber
sido para la época. (9)
5. Janis. Reiner/Sinfónica de Chicago (RCA, 1959). Era de suponer que la batuta incisiva, teatral y electrizante de Reiner no resulta precisamente la ideal para el mundo schumanniano, que exige equilibrios demasiado difíciles de conseguir para una batuta tan extrovertida. En cualquier caso, la solidez del trazo es admirable y el maestro ofrece alguna transición muy lograda, además de verse muy bien secundado por una orquesta ya espléndida por aquellas fechas, y cuyos solistas intervienen con apreciable musicalidad. Byron Janis toca de manera portentosa, posee un sonido variado y es capaz de ofrecer empuje y extroversión sin caer en lo cuadriculado, pero permanece bastante ajeno a la esencia lírica de la partitura. Más virtuosístico que musical, en definitiva. (7)
6. Fischer. Klemperer/Philharmonia (EMI, 1960-62). La dirección va de menos a más, pues la severidad habitual en el de Breslau le juega una mala pasada en el primer movimiento, dicho con la decisión y claridad deseables pero muy parco en poesía. Sorprendentemente, Klemperer no renuncia a cierta emotividad en el segundo, que llega a convencer dentro de su sobriedad, mientras que en el tercero su fuerza rocosa le hace ganar la partida. Algo parecido le ocurre a Annie Fischer, poderosa pero muy cuadriculada –por momentos machacona– en la primera parte de la obra, mostrándose bastante más centrada en la segunda, aun lejos de explorar todos los rincones poéticos de la misma. Quizá la grabación en dos años distintos explique semejantes irregularidades. (7)
7. Arrau. Dohnanyi/Concertgebouw (Philips, 1963). El maestro repite y mejora
su acercamiento seis años anterior haciendo gala de su bellísima pulsación y su
fraseo tan cantable como infinito en matices. Todo respira humanidad y tan
serena como profunda belleza, sin dejar de atender –en modo alguno– los aspectos
apasionados y vehementes de la página, recreados con tanta intensidad como
control. La dirección del joven Dohnányi es sobria y ajustada, tan alejada del
preciosismo como el solista, pero no por ello precisamente escasa de vuelo
lírico: ¡qué manera de hacer cantar a los violonchelos en el segundo movimiento,
tan maravillosamente paladeado! La toma sonora se ve perjudicada
por cierta distorsión tímbrica propia de la época, pero al menos posee cuerpo y
buena gama dinámica. Imprescindible. (10)
8. Rubinstein. Giulini/Sinfónica de Chicago (RCA, 1968). Ya desde los primeros compases se nota la inmensa categoría del anciano maestro, con los dedos aún en muy buen estado y con toda la sabiduría de una vida acumulada a sus espaldas. El fraseo es exquisito, repondiendo plenamente a ese carácter señorial y esa elegancia que generalmente asociamos con el mítico artista, pero aportando igualmente una sensibilidad exquisita, un lirismo digamos que íntimo, recogido, incluso una fragilidad bien entendida, que sacar a la luz la parte más “femenina” de la obra, como si el autor estuviera susurrando sus pensamientos más íntimos a Clara. Y todo ello lo consigue Rubinstein haciendo gala de un fraseo extraordinariamente rico, poderoso pero capaz también de los más sutiles matices, paladeando la partitura sin la menor prisa, jugando con la agógica (¡qué maravilla de rubatos!) con tanta lógica como naturalidad, alcanzando un maravilloso equilibrio entre belleza sonora y expresión, sin dejar nunca que el apasionamiento se lleve por delante una arquitectura milimétricamente expuesta. Puede que en los dos últimos movimientos no alcance el nivel excelso del primero, pero aun así hay que escuchar esta recreación galvanizada de manera admirable por un Giulini que, aun sin ofrecer lo mejor de sí mismo, deja a la música respirar con holgura, frasea con la nobleza que le caracteriza e invita a los siempre exactísimos, brillantes chicagoers a intervenir no solo con el virtuosismo, sino también con el corazón. (10)
9. Kovacevich. Colin Davis/BBC (Philips, 1970). El pianista ofrece gran virtuosismo e intachable musicalidad, pero resulta bastante impersonal y poco comprometido en lo expresivo, ofreciendo a la postre una recreación un tanto plana y alicorta en lo poético. Colin Davis comienza algo apresurado, con un vigor quizá excesivo, luego pasa por algunos momentos de cierta languidez y finalmente se centra para ofrecer una dirección ortodoxa, fluida y a la postre sólida, al tiempo que un tanto impersonal y no muy emotiva. (7)
10. Ivan Moravec. Neumann/Filarmónica Checa (Supraphon, 1970). Hay que admirar el fraseo del pianista checo, muy natural, sensible y rico en matices, ya que no particularmente apasionado. Lástima que haya alguna discontinuidad en su discurso, por lo demás muy bien acompañado de un Václav Neumann que, con trazo amplio y sensual, sintoniza con él al interpretar la partitura desde una perspectiva mayormente lírica. La toma anda escasa en gama dinámica. (7)
11. Kempff. Kubelik/Sinfónica de la Radio de Baviera (DG, 1973?). Notable la dirección de Kubelik, vibrante, fresca y con garra, aunque más interesada por los aspectos extrovertidos de esta página –a la que confiere cierto aire épico que no le sienta mal– que por los íntimos, no terminando de explorar todo su potencial poético; en cualquier caso, la naturalidad en el fraseo y el perfecto equilibrio entre lo apolíneo y lo dionisíaco que caracterizaban al maestro checo quedan garantizados. A menor nivel se mueve Kempff, sensato y ortodoxo pero escaso de inspiración, sonando algo cuadriculado e incluso seco en los momentos en los que se exige mayor tensión expresiva. (7)
12. Lupu. Previn//Sinfónica de Londres (Decca, 1973). No se aprecia en la dirección de Previn rastro alguno de genialidad, como tampoco de especial personalidad. Sin embargo, en momento alguno su labor abandona la excelencia: tanto desde el punto de vista técnico –planificación ejemplar– como desde el expresivo –la sintonía con el universo del autor es evidente– el maestro deja bien claro que su misión no es otra que poner las notas en su sitio de la manera más ortodoxa y sensata posible, haciéndolo con máxima musicalidad y plena convicción. Y es que aquí está todo Schumann, con su fraseo alado mas no ingrávido, su mezcla de agitación y lirismo sin que esto signifique esquizofrenia, su capacidad para moverse entre lo rotundo y lo delicado evitando el amaneramiento, su intensidad poética… La Sinfónica de Londres, en plena forma, se encuentra tratada con enorme plasticidad, frasea sin precipitación y ofrece admirables intervenciones solistas. ¿Y Lupu? Pues aquí sí que se aprecian detalles personales de enorme altura, pero a la postre su visión de la obra se mueve en la misma admirable ortodoxia de la batuta, siendo capaz de cantar las melodías con enorme aliento poético pero también (¡qué manera de modelar el sonido!) mostrándose viril y hasta rotundo cuando debe. Soberbia la toma. (9)
13. Richter. Von Matacic/Montecarlo (EMI, 1974). El genial pianista ruso aborda la obra con la solidez de trazo, el carácter decidido y el alejamiento de todo lo que suene a melifluidad que le caracterizan, pero por desgracia no solo se muestra ajeno a la sensibilidad lírica que la obra demanda, sino que resulta incomprensiblemente rígido, incluso mecánico, en los pasajes que demandan el fuego y la potencia dramática a los que precisamente él era tan proclive. Tampoco ayuda una batuta preocupada antes de que todo esté en su sitio –cosa que ciertamente consigue, y con apreciable claridad– que de bucear en la expresión, aunque tampoco le vamos a negar intensidad bien controlada al tercer movimiento. El SACD estereofónico suena bien: una pena que no rescataran la toma original cuadrafónica. (7)
14. Barenboim. Fischer-Dieskau/Filarmónica de Londres (EMI, 1974). Difícil explicar que este registro tenga tan mala fama, como no sea con eso del “cantante metido a director”. Porque lo cierto es que el genial barítono berlinés, aun no llegando a la altura de los grandes recreadores de la obra por cierta falta de tensión dramática y de contrastes, ofrece una dirección más que notable en la que, haciendo honor a su carrera profesional, canta las melodías schumannianas con una delectación melódica y un vuelo poético (escúchese a partir de 4:45, por ejemplo) de difícil parangón. El que ciertamente decepciona un poco es Barenboim, en todo momento gran músico alejado de cualquier frivolidad o preciosismo, pero no del todo variado en el toque ni inspirado en la expresión: aún tardará un tiempo en ofrecer, con Celibidache, la recreación magistral propia de un artista de su talla. (8)
15. Pollini. Karajan/Filarmónica de Viena (Exclusive, 1974). La colaboración entre los dos míticos artistas no deja de ofrecer morbo, pero ya un arranque
fraseado con vulgaridad nos anuncia que nos vamos a encontrar ante una lectura
más bien rutinaria, prosaica, sin una idea clara detrás, en la que solo de vez en
cuando batuta y solista alcanzan a fundir su inspiración y a ofrecernos hermosos
pasajes sonoros. (5)
16. Gilels. Böhm/Sinfónica de Londres (Andante, 1975). Interpretación noble, amplia y majestuosa, sobria y concentrada pero también muy comunicativa., que se encuentra maravillosamente paladeada en los movimientos extremos por solista y batuta: respirada con serenidad, lejos del brío juvenil, pero sin perder el aliento dramático. Por desgracia el tema del segundo movimiento resulta no ya rápido sino frívolo y pimpante, aunque a continuación la batuta hace cantar a los violonchelos de manera maravillosa, con una dulzura que no oculta el trasfondo doliente de la página. (8)
17. Gilels. Verbitzky/Sinfónica Estatal de la URSS (Triton DVD, 1976). Valiéndose de un sonido tan poderoso como capaz de las mayores sutilezas y ofreciendo una enorme claridad en las texturas pianísticas y una gran atención al detalle, Gilels ofrece una recreación al mismo tiempo majestuosa y dramática, de un lirismo tan sobrio como concentrado, profundo y sincero; menos hermoso, humanista y delicado que el de un Arrau, quizá más filosófico, y desde luego más rotundo y un punto rebelde. Pero de nuevo defrauda al tratar al tema principal del segundo movimiento de modo ligero, frívolo y hasta pimpante. La batuta se amolda a los tempi lentos impuestos por el pianista sin aportar más que una gris rutina, sin salidas de tono y por algún momento algo desmadejada. (7)
18. Ashkenazy. Segal/Sinfónica de Londres (Decca, 1977). Piano fluido, sobrio, muy centrado en lo expresivo, con el punto justo de naturalidad, elegancia y flebilidad, pero sin apenas inspiración: a la postre, el de Gorki no llega a despegar la poesía en ningún momento. La batuta es muy sólida y ofrece buen pulso, pero se muestra más atenta a los aspectos enérgicos y brillantes de la pieza que a los más íntimos, en los que apenas logra emocionar. Se echan de menos cantabilidad y poesía, la verdad. (7)
19. Argerich. Rostropovich/Nacional de Washington (DG, 1978). Si bien hay que reprocharle a la joven solista un toque excesivamente percutivo y un fraseo excesivamente nervioso –no tanto como en recreaciones posteriores–, al final su agilidad, su brillantez, su manera de modelar el sonido y su capacidad para el matiz terminan convenciendo en una lectura muy convincente en los pasajes más extrovertidos, especialmente en el tercer movimiento, y bastante menos en la poesía el segundo. En el primero se alternan los momentos dichos con nervio y de pasada con otros de notable aliento poético, en gran medida gracias a una batuta incandescente que sabe ofrecer tensión y garra sin renunciar en absoluto a la elegancia o la delicadeza. (8)
20. Arrau. Colin Davis/Sinfónica de Boston (Philips, 1980). En plena madurez
creativa, el pianista chileno es capaz de superar su lectura de 1963
ofreciendo un toque aún más variado,
más nítido en las texturas, más lleno de inflexiones poéticas, siempre haciendo
gala de una sensibilidad excelsa y de un lirismo que, ofreciendo cantabilidad y
concentración en grado superlativo, sabe encresparse y ofrecer ese particular
“apasionamiento apolíneo” que exige el mundo de Schumann. Colin Davis, más
inspirado que diez años atrás, encuentra aquí el punto justo de equilibrio entre
lo extrovertido y lo otoñal, fraseando con la nobleza que le caracteriza en la
fase de madurez de su carrera y manteniendo el pulso tan firme como relajado,
dejando que la música respire con amplitud y luminosidad. Tan logrado como su trabajo es el de la Sinfónica de Boston, cuyas excelsas maderas
intervienen con una sensibilidad suprema para redondear una interpretación que
aun hoy sigue siendo de verdadera referencia. De tener solo una, esta es la indicada. (10)
21. Zimerman. Karajan/Berlín (DG, 1981). Resulta increíble con tan solo veinticuatro años Zimerman abordara esta partitura con semejante agilidad,
limpieza, variedad de toque, naturalidad en el fraseo y brillantez, pero más
asombra aún que lo haga con amplio vuelo poético, apasionamiento controlado y
atención para el matiz. Su aproximación, eso sí, puede resultar un punto más
ligera y apolínea de la cuenta, en sintonía con un Karajan que despliega toda la
elegancia, el refinamiento y la belleza sonora que en él son esperables sin que,
por fortuna, caiga en el amaneramiento ni en la trivialidad. Ni que decir tiene
que el maestro también sabe sonar rotundo y apolento cuando debe, algo a lo que
no son ajenas la personalidad y excelencia de la orquesta berlinesa. (9)
22. Benedetti Michelangeli. Barenboim/París (DG, 1984). Lo más asombroso es el trabajo del solista, quien armado de una técnica colosal –su pulsación no es muy poderosa, pero sí riquísima en matices– logra clarificar las líneas pianísticas como nadie lo habia hecho hasta entonces, paladeando cada uno de los pasajes no solo con esa asombrosa elegancia que le caracterizaba, sino también con una portentosa concentración que le permite mantener el pulso firme con un fraseo natural y fluido, jamás mecánico, sin caer en blanduras narcisistas ni perder de vista la arquitectura global. Ha habido pianistas que han llegado aún más lejos en lo que a poesía se refiere –empezando por Arrau, claro–, pero dudo que nadie haya jamás alcanzado semejante equilibrio entre belleza sonora, arquitectura y expresividad. El de Buenos Aires sorprende con una dirección extraordinariamente elegante y controlada, muy alejada del las tensiones, la fogosidad y la negrura que le caracterizaban por aquella época. ¿Un Barenboim apolíneo? Pues sí, pero no por ello blando ni distanciado. Su lectura alcanza el punto justo de elegancia, naturalidad y frescura que demanda la escritura schumanniana, atendiendo de manera irreprochable a la sensualidad de los timbres y al diálogo con el solista. Hizo además gala de una concentración y de una efusividad lírica que el inflamable director no siempre conseguía en directo por aquellos años: ¡qué manera de hacer cantar a los violonchelos en el segundo movimiento! (10)
23. Perahia. Colin Davis/Radio Bávara (Sony, 1988).
Aun resultando algo menos lenta que su grabación con Arrau, como también menos emotiva, Sir Colin repite su aproximación noble y clásica en el mejor de los
sentidos, fraseada con fluidez, naturalidad y exquisito gusto. Perahia sintoniza plenamente con este
enfoque y aborda la obra con tanta lógica como musicalidad, en el punto justo de
equilibro entre belleza lírica y arrebato, pero se queda algo corto en
imaginación, en matices, incluso en personalidad, pareciendo a la postre su aproximación,
sin duda hermosísima, un punto unilateral y parca en contrastes. (8)
24. Pollini. Abbado/Filarmónica de Berlín (DG, 1989). Es justo admirar la increíble limpieza con la que el pianista italiano nos desvela cada una de las notas de su parte, como también la concentración con que se aparta de todo nerviosismo y otorga unidad a su discurso, pero lo cierto es que, aun estando mejor que en la olvidable versión con Karajan, ni su toque –algo seco– resulta del todo variado ni su expresividad –en todo momento distanciada– logra destilar emotividad ni vuelo lírico. Abbado se muestra muy bien encaminado y alcanza el punto justo de equilibrio entre densidad y agilidad, sin caer en las molestas ingravideces de sus últimos años, pero tampoco consigue conectar con la sustancia poética de la obra. La toma sonora resulta metálica. (7)
25. Barenboim. Celibidache/Munich (EMI CD y DVD Euroarts, 1991). Sentido épico, garra dramática, delicadeza bien entendida, poesía íntima y carácter reflexivo alcanzan aquí una síntesis perfecta que conoce una materialización portentosa. La batuta frasea con amplitud –sin las lentitudes propias de sus últimos años–, naturalidad y pulso perfecto, desplegando además los más sensuales colores y haciendo sonar a la orquesta con el punto de ligereza adecuado para la obra schumanniana. El piano despliega riquísimo sonido –escarpado y tenso muchas veces, delicadísimo sin amaneramiento alguno otras– y desgrana cada una de las notas con la mayor fuerza expresiva hasta llegar a una coda final arrebatadora, pero siempre controlada. Memorable. (10)
26. De Larrocha. Colin Davis/Sinfónica de Londres (RCA, 1991). Sir Colin vuelve a ralentizar los tempi y, solo tres años después de su anterior registro, alcanza aquí la cima de su inspiración añadiendo una dosis extra de emoción, belleza y creatividad –algunas frases son para derretirse– a una lectura que no es solo elegante y ensoñada, por momentos un punto otoñal en el mejor de los sentidos, sino también poderosa y enérgica en los clímax, haciendo además que la London Symphony suene con una calidez centroeuropea superior a la de la Sinfónica de la Radio Bávara de entonces. Quizá el estímulo para alcanzar semejante excelsitud esté en Alicia de Larrocha, quien demuestra que ser apolíneo no significa, como le ocurría a Perahia, quedarse corto en garra, en fuego o en claroscuros, ofreciendo ricos matices expresivos y no pocos detalles de creatividad dentro su pianismo siempre natural, sincero y efusivo, antes que arrebatado. (10)
27. Argerich. Harnoncourt/Chamber Orchestra of Europe (Teldec, 1992). La personalísima artista argentina vuelve a la carga catorce años después con su piano de sobrado virtuosismo, pero también dejándose llevar por un exceso de nervio en el fraseo y, en tan peligrosa compañía como la de don Nikolaus, permitíéndose no pocos caprichos, estirando o comprimiendo el tiempo sin sentido de la lógica musical y sin hacer gala del vuelo lírico y la emotividad necesaria. Ello no impide que haya momentos de gran brillantez, pero a la postre convence menos que con Rostropovich. Harnoncourt se mueve en parecida línea, viéndose beneficiado por su habitual teatralidad y por una gran electricidad en el clímax del primer movimiento, en el cual logra revelar nuevas líneas orquestales. Por desgracia en el arranque del segundo resulta blando e ingrávido, amén de insípido, mientras que en el tercero cae de vez en cuando en la frivolidad. La toma sonora beneficia antes al piano que a la orquesta. (6)
28. Kissin. Giulini/Filarmónica de Viena (Sony, 1992). De la colaboración entre estos dos grandísimos artistas podía esperarse algo muy especial, pero los resultados defraudaron de manera considerable. El piano se mostró musical, variado de sonido, y no poco sensible, pero algo escaso de compromiso expresivo, fuego e imaginación. La batuta musical, cálida y noble, cuya extraordinaria cantabildad –prodigioso legato– solo se luce en el segundo movimiento, beneficiándose del prodigioso sonido de los chelos vieneses: al primer movimiento le falta fuerza expresiva, mientras que el tercero resulta un tanto impersonal dentro de su buen nivel. (8)
31. Pires. Abbado/Chamber Orchestra of Europe (DG, 1997). Solista y director
coinciden en ofrecer una interpretación ante todo fluida, elegante y muy
preocupada por la belleza sonora, pero también un tanto plana e insulsa, sin la
suficiente garra, además de poco imaginativa y tendente al preciosismo,
traduciéndose este último en exceso de coquetería por parte de la Pires y en
sonoridades ingrávidas por la de Abbado –mucho menos bien aquí que en sus anteriores grabaciones–, sobre todo en los dos últimos
movimientos. Un rollo. (6)
32. Brendel. Sanderling/Orquesta Philharmonia (Philips, 1997). Esta interpretación ofrece exactamente lo que se podía esperar de ella. El anciano Sanderling, dirigiendo desde más allá del bien y del mal, paladeando la música sin prisa, con gran delectación melódica, derrochando elegancia, nobleza y calidez, quizá también un punto más otoñal de la cuenta en alguna frase, y desde luego muy alejado del huracán de emociones contrastadas con que otros directores abordan a Schumann; en cualquier caso, el maestro evita densidades “protobrahmsianas” y, pese al enfoque adoptado, procura que la música fluya con ligereza bien entendida. Brendel, ya se sabe, todo depuración sonora dentro de una óptica por completo apolínea, equilibrada y elegante a más no poder, ajena al nerviosismo y poco interesada por los claroscuros, en la que no faltan momentos de enorme clase -transición al tercer movimiento-, pero a la que se le puede demandar un grado superior de compromiso expresivo, más emotividad y mayor hondura. (8)
33. Leif Ove Andsnes. Jansons/Filarmónica de Berlín (EMI, 2002). Dada la
palmaria mediocridad del Concierto de Grieg que ofrecen en el mismo disco,
sorprende muy gratamente el muy notable nivel de esta apolínea, fluida, hermosa
y cantable interpretación registrada en vivo en la que, en cualquier caso,
sobresale la sensibilidad del pianista noruego frente a la impersonal solvencia de un
Mariss Jansons que cuenta con la baza –soberbias las interlocuciones de las
maderas, bellísimo el fraseo de los violonchelos– de una orquesta maravillosa.
En cualquier caso, es necesaria una vuelta de tuerca más por parte del solista en lo que a variedad
expresiva, tensión sonora –un tanto liviano el segundo movimiento– y compromiso
con la patitura se refiere para que alcance lo excepcional. (8)
34. Grimaud. Salonen/Staatskapelle de Dresde (DG, 2005). La pianista hace gala de un sonido afilado, ágil y flexible, y ofrece una gran imaginación –nada caprichosa– en su fraseo, siempre atento a las inflexiones expresivas y sin caer en narcisismo ni en la rutina. La dirección consigue sonar a Schumann, ofrece ímpetu juvenil y una gran convicción, así como un elevado sentido lírico en el segundo movimiento, en el que los chelos de la orquesta le hacen triunfar con su maravilloso sonido. Globalmente falta quizá un poso de madurez, de hondura, pero el resultado es muy coherente. Inesperadamente, una gran recreación. (9)
35. Argerich. Chailly/Gewandhaus de Leipzig (DVD Euroarts, 2006). Esta es la más lograda de las recreaciones por parte de Argerich, que luce un sonido igual de variado pero menos percutivo que antaño y un fraseo siempre flexible, lleno de ideas personales, pero no tan nervioso como en las anteriores aproximaciones, alternando momentos de “agilidad felina” propios de la artista con otros fraseados con admirable concentración e incuestionable belleza, logrando que en algunos momentos –el resultado sigue adoleciendo de falta de unidad– se destape el tarro de la magia poética. Quizá en este sentido le haya ayudado la elegante, fluida, sensual y muy bella dirección de Riccardo Chailly. El problema es que esta resulta en exceso apolínea: las texturas a veces son algo más aéreas de la cuenta, se echa de menos garra dramática y el segundo movimiento llega a resultar algo indolente, sobre todo en su arranque en su arranque. (8)
36. Uchida. Rattle/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2009). Aunque en principio Sir Simon no parece el director ideal para la obra, lo cierto es el que el maestro británico termina convenciendo con una mezcla de entusiasmo, músculo y empuje bien controlado ante el que la orquesta responde de maravilla, independientemente de que algunas frases queden un tanto desaprovechadas (¡ese inspiradísimo tema de los violonchelos en el segundo movimiento!) y moleste algún detalle innecesario. La Uchida, además de poseer virtuosismo sobrado, se muestra muy centrada tanto en el estilo como en la expresión, alcanza un equilibrio perfecto entre belleza sonora e intensidad emocional y derrocha musicalidad por los cuatro costados, aunque ni su variedad en el toque ni su riqueza de matices alcance la altura poética de un Arrau, una de Larrocha o un Barenboim. (9)
37. Perahia. Rattle/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2012). El maestro británico mejora ligeramente su acercamiento tres años anterior con la Uchida, ante todo fogoso y comunicativo pero también de fraseo cantable y de irreprochable planificación sonora. Perahia vuelve a mostrarse equilibrado, apolíneo y siempre musical, aunque como en su grabación con Colin Davis le falte una última de vuelta de tuerca tanto el vuelo poético como en tensión emocional. La orquesta, una vez más extraordinaria, contribuye a que los resultados, a la postre, sean excelentes. (9)
38. Pires. Gardiner/Sinfónica de Londres (LSO Live Blu-ray, 2014). Pires repite su acercamiento elegante y en exceso equilibrado, además de parco en garra y apasionamiento, que ya ofreció con Abbado en su grabación para DG, incurriendo ahora quizá un poco más que antes en ese exceso de coquetería marca de la casa. Es comprensible dado que el acompañamiento de Gardiner resulta bastante trivial, aséptico y de una ligereza bastante mal entendida tanto en lo sonoro como en la expresión; que el maestro británico subraye de manera interesante alguna frase de las maderas en el primer movimiento no nos libra del tedio. (5)
39. Argerich. Chailly/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2014). Los dos artistas repiten su anterior aproximación: ella muy felina, con toque variado y gran sensibilidad, él oscilando entre lo machacón y lo ingrávido, pero sabiendo hacer cantar a la cuerda berlinesa de manera muy emotiva. Impresionantes las maderas por su musicalidad. (8)
40. Melnikov. Heras-Casado/Orquesta Barroca de Friburgo (Harmonia Mundi, 2014). Opción arriesgadísima la de esta lectura al hacer uso no solo de un piano Erard de 1837 –magnífico– y de una orquesta de tamaño reducido e instrumentos originales, sino también de una articulación radicalmente historicista –mucho más allá de Herreweghe o Gardiner– que ha de poner de los nervios a más de uno. A mí, aunque me ha costado acostumbrarme a la cuerda sin vibración y a la sequedad de las maderas en una obra como esta, eso no es lo que me ha disgustado. Lo que me ha sentado mal es la labor del otras veces admirable Heras-Casado, que a ratos dirige a base de espasmos (¡el arranque es de traca!), saltitos y golpetazos de timbal, a ratos aburre a las ovejas por su incapacidad para levantar el vuelo poético. Alexander Melnikov parece algo más centrado, pero también se deja llevar por la sobreactuación y el nerviosismo de la batuta. Los contrastes sonoros brutales no casan bien con el sutil equilibrio entre lirismo, nobleza, sensualidad y sentido épico que demanda esta partitura. En cuanto a la toma sonora, formidable en lo tímbrico, no queda claro si la circunstancia de que el piano llegue a tapar a las maderas se debe a los ingenieros de Harmonia Mundi o al descuido del maestro granadino a la hora de equilibrar planos sonoros. (3)
41. Jan Lisiecki. Pappano/Orquesta de la Academia de Santa Cecilia (YouTube, 2013). El público de los Proms debió de llevarse una monumental sorpresa al descubrir que un chavalito de tan solo dieciocho años de edad era capaz no solo de tocar, sino también de interpretar esta dificilísima partitura con una excelencia propia de artistas muy experimentados, es decir, haciendo gala de una pulsación tan variada como transparente, un perfecto control de las dinámicas, un fraseo lleno de naturalidad, una irreprochable construcción de las tensiones y una efervercencia muy bien entendida, todo ello en perfecta sintonía con la batuta de un Pappano lejos de lo genial, pero tan cuidadoso como entregado en lo expresivo que sabía ofrecer un Schumann al mismo tiempo ágil y cantable, nervioso y bien paladeado, es decir, dentro de la más admirable y estricta ortodoxia. ¿Qué faltó para lo excepcional? Pues darle una vuelta más de tuerca a la parte pianística, otorgarle significado a algunas frases dichas un tanto de pasada, enriquecer la interpretación con matices y ofrecer una idea expresiva más clara o, al menos, más personal. Es decir, madurez. La gracia está en que esa madurez llegará en tan solo dos años. (8)
42. Jan Lisiecki. Pappano/Orquesta de la Academia de Santa Cecilia (DG, 2015). Efectivamente, han pasado solo dos años y ya los dos artistas no solo enriquecen el fraseo con una buena cantidad de matices plenos de sensibilidad –repárese en el increíble dominio de dinámica y agógica a lo largo de toda la entrada del piano, o en la mágica transición entre el segundo y el tercer movimiento–, sino que además tienen una idea personal sobre la obra. Idea que consiste en poner de relieve la parte más íntima de la escritura shumanniana. Sin perder la efervescencia, la inflamación ni la garra de la interpretación de los Proms, se gana ahora de manera considerable en profundidad. También en belleza. Belleza en absoluto epidérmica: tanto batuta como solista saben no confundir agilidad con ligereza, elegancia con distanciamiento, ensoñación con blandura ni delicadeza con noñería. Tampoco identifican apasionamiento con descontrol, venturosamente, aunque algunos pasajes –sobre todo por parte de la orquesta– resulte especialmente encrespados. Se podrán preferir interpretaciones más densas, más dramáticas y también más otoñales, pero desde la óptica de un Schumann elegante, alado y exquisito en el mejor de los sentidos, esta interpretación resulta sencillamente perfecta. (9)
No son pocos los artistas que lo han itentado desde la esquizofrenia, extremando contrastes y apostando por un nervio a veces convertido en nerviosismo. Otros prefieren encontrar una reconciliación entre ambas figuras y apostar por un Schumann al mismo tiempo noble y encendido, pero mucho menos contrastado y dotado de cierta densidad que le hacen sonar un tanto "protobrahmsiano". El dilatado primer movimiento tiene que sonar apasionado, con impulso y con frecura, pero también con un punto de ensoñacion y paladeando bien las melodías, corriéndose el peligro de caer en un extremo o en otro. Más peligro tienen aún el breve Intermezzo, Andantino grazioso: que suene delicado y un punto ligero es imprescindible, pero la cursilería, la trivialidad y el narcisismo acechan a la vuelta de la esquina. El Allegro vivace conclusivo no es menos difícil de resolver en la expresión, por no hablar de la necesidad ofrecer una ejecución limpia en el teclado y de clarificar el sutil, pero también a veces muy rotundo tejido orquestal shumanniano.
Como siempre, no se tomen muy en serio la lista siguiente, mero intento de compartir algunas ideas sobre como diferentes artistas se han enfrentado al reto de dar la talla en esta bellísima obra maestra absoluta.
1. Gieseking. Furtwängler/Filarmónica de Berlín (TIM, 1942). Estamos en pleno conflicto bélico, por lo que tratándose del Furt “de guerra” podríamos esperar que el temperamento extremadamente vehemente, dramático y hasta rabioso que caracterizan al maestro durante este periodo no funcionase bien con una partitura que necesita un muy especial equilibrio entre forma y expresión, entre delicadeza y densidad, entre elegancia y arrebato. No es así, o al menos no del todo: aunque hay alguna frase más nerviosa de la cuenta y la pasión furtwaengleriana atiende mucho antes a Florestán que a Eusebius, lo cierto es que el increíble dominio de la agógica por parte de la batuta y su incontestable sinceridad terminan ganando la partida en el primer movimiento, y más aún en un segundo dicho con calidez y sin el menor atisbo de coquetería mal entendida. Todo ello, no le dejemos en segundo plano, en perfecta sintonía con un Gieseking de toque variado y tan intensa como controlada expresividad, por completo ajena al preciosismo. Defrauda el Allegro Vivace conclusivo, tanto por parte de un Furt intensísimo pero no siempre inspirado en lo poético como, sobre todo, por la de un Gieseking que aquí extrañamente sucumbe al más superficial mecanicismo. La toma sonora es notable para la época. (8)
2. Benedetti Michelangeli. Mitropoulos/Filarmónica de Nueva York (Aura, 1948). Conociendo las maravillas que haría junto a Barenboim en su registro lanzado por Deutsche Grammophon, sorprende y disgusta seriamente descubrir que a sus veintiocho años de edad el pianista italiano interpretaba esta partitura así de mal; a ratos, tan elegante como distanciado; mecanográfico la mayor parte del tiempo; en no pocas ocasiones, brutal e incluso grosero. Eso sí, con una agilidad, una limpieza y una exactitud digital pasmosas. Tampoco ayuda la dirección de un Mitropoulos ciertamente encendido, pero muy nervioso, descontrolado y fuera de estilo. El gran maestro tan solo encuentra inspiración, en sintonía con los menos decepcionantes momentos del solista, en un segundo movimiento bien paladeado. La toma sonora deja que desear. (5)
3. Lipatti. Karajan/Philharmonia (EMI, 1948). La capacidad de ofrecer una absoluta perfección en la ejecución, circunstancia con la que tiene mucho que ver la extraordinaria calidad de una orquesta fundada tan solo tres años atrás por Walter Legge precisamente para grabar discos con el máximo nivel posible, debió de convertir a este registro en una incuestionable referencia en su momento. Ahora bien, desde entonces ha pasado mucha agua bajo el puente y no es fácil aplaudir la interpretación de Dinu Lipatti. De él se pueden admirar la decisión y la fogosidad bien controlada con que aborda una partitura en la que no concibe preciosismo alguno, pero no la escasa variedad de su toque y la irregularidad con que la poesía que sale de sus manos, siendo más los momentos en los que se queda más bien corto de ella –la cadenza, sin ir más lejos– que los que están a la altura de las circunstancia. Interesa más la labor de un Karajan de cuarenta años recién cumplidos, aún toscaniniano en su concepto del fraseo, y por ende no muy dado a la flexibilidad ni a la riqueza de matices, pero capaz no solo de organizar a la perfección el material sonoro, sino también de hacer cantar con extraordinaria belleza a los violonchelos en el segundo movimiento. La reciente remasterización en HD suena con gran dignidad para la época. (7)
5. Janis. Reiner/Sinfónica de Chicago (RCA, 1959). Era de suponer que la batuta incisiva, teatral y electrizante de Reiner no resulta precisamente la ideal para el mundo schumanniano, que exige equilibrios demasiado difíciles de conseguir para una batuta tan extrovertida. En cualquier caso, la solidez del trazo es admirable y el maestro ofrece alguna transición muy lograda, además de verse muy bien secundado por una orquesta ya espléndida por aquellas fechas, y cuyos solistas intervienen con apreciable musicalidad. Byron Janis toca de manera portentosa, posee un sonido variado y es capaz de ofrecer empuje y extroversión sin caer en lo cuadriculado, pero permanece bastante ajeno a la esencia lírica de la partitura. Más virtuosístico que musical, en definitiva. (7)
6. Fischer. Klemperer/Philharmonia (EMI, 1960-62). La dirección va de menos a más, pues la severidad habitual en el de Breslau le juega una mala pasada en el primer movimiento, dicho con la decisión y claridad deseables pero muy parco en poesía. Sorprendentemente, Klemperer no renuncia a cierta emotividad en el segundo, que llega a convencer dentro de su sobriedad, mientras que en el tercero su fuerza rocosa le hace ganar la partida. Algo parecido le ocurre a Annie Fischer, poderosa pero muy cuadriculada –por momentos machacona– en la primera parte de la obra, mostrándose bastante más centrada en la segunda, aun lejos de explorar todos los rincones poéticos de la misma. Quizá la grabación en dos años distintos explique semejantes irregularidades. (7)
8. Rubinstein. Giulini/Sinfónica de Chicago (RCA, 1968). Ya desde los primeros compases se nota la inmensa categoría del anciano maestro, con los dedos aún en muy buen estado y con toda la sabiduría de una vida acumulada a sus espaldas. El fraseo es exquisito, repondiendo plenamente a ese carácter señorial y esa elegancia que generalmente asociamos con el mítico artista, pero aportando igualmente una sensibilidad exquisita, un lirismo digamos que íntimo, recogido, incluso una fragilidad bien entendida, que sacar a la luz la parte más “femenina” de la obra, como si el autor estuviera susurrando sus pensamientos más íntimos a Clara. Y todo ello lo consigue Rubinstein haciendo gala de un fraseo extraordinariamente rico, poderoso pero capaz también de los más sutiles matices, paladeando la partitura sin la menor prisa, jugando con la agógica (¡qué maravilla de rubatos!) con tanta lógica como naturalidad, alcanzando un maravilloso equilibrio entre belleza sonora y expresión, sin dejar nunca que el apasionamiento se lleve por delante una arquitectura milimétricamente expuesta. Puede que en los dos últimos movimientos no alcance el nivel excelso del primero, pero aun así hay que escuchar esta recreación galvanizada de manera admirable por un Giulini que, aun sin ofrecer lo mejor de sí mismo, deja a la música respirar con holgura, frasea con la nobleza que le caracteriza e invita a los siempre exactísimos, brillantes chicagoers a intervenir no solo con el virtuosismo, sino también con el corazón. (10)
9. Kovacevich. Colin Davis/BBC (Philips, 1970). El pianista ofrece gran virtuosismo e intachable musicalidad, pero resulta bastante impersonal y poco comprometido en lo expresivo, ofreciendo a la postre una recreación un tanto plana y alicorta en lo poético. Colin Davis comienza algo apresurado, con un vigor quizá excesivo, luego pasa por algunos momentos de cierta languidez y finalmente se centra para ofrecer una dirección ortodoxa, fluida y a la postre sólida, al tiempo que un tanto impersonal y no muy emotiva. (7)
10. Ivan Moravec. Neumann/Filarmónica Checa (Supraphon, 1970). Hay que admirar el fraseo del pianista checo, muy natural, sensible y rico en matices, ya que no particularmente apasionado. Lástima que haya alguna discontinuidad en su discurso, por lo demás muy bien acompañado de un Václav Neumann que, con trazo amplio y sensual, sintoniza con él al interpretar la partitura desde una perspectiva mayormente lírica. La toma anda escasa en gama dinámica. (7)
11. Kempff. Kubelik/Sinfónica de la Radio de Baviera (DG, 1973?). Notable la dirección de Kubelik, vibrante, fresca y con garra, aunque más interesada por los aspectos extrovertidos de esta página –a la que confiere cierto aire épico que no le sienta mal– que por los íntimos, no terminando de explorar todo su potencial poético; en cualquier caso, la naturalidad en el fraseo y el perfecto equilibrio entre lo apolíneo y lo dionisíaco que caracterizaban al maestro checo quedan garantizados. A menor nivel se mueve Kempff, sensato y ortodoxo pero escaso de inspiración, sonando algo cuadriculado e incluso seco en los momentos en los que se exige mayor tensión expresiva. (7)
12. Lupu. Previn//Sinfónica de Londres (Decca, 1973). No se aprecia en la dirección de Previn rastro alguno de genialidad, como tampoco de especial personalidad. Sin embargo, en momento alguno su labor abandona la excelencia: tanto desde el punto de vista técnico –planificación ejemplar– como desde el expresivo –la sintonía con el universo del autor es evidente– el maestro deja bien claro que su misión no es otra que poner las notas en su sitio de la manera más ortodoxa y sensata posible, haciéndolo con máxima musicalidad y plena convicción. Y es que aquí está todo Schumann, con su fraseo alado mas no ingrávido, su mezcla de agitación y lirismo sin que esto signifique esquizofrenia, su capacidad para moverse entre lo rotundo y lo delicado evitando el amaneramiento, su intensidad poética… La Sinfónica de Londres, en plena forma, se encuentra tratada con enorme plasticidad, frasea sin precipitación y ofrece admirables intervenciones solistas. ¿Y Lupu? Pues aquí sí que se aprecian detalles personales de enorme altura, pero a la postre su visión de la obra se mueve en la misma admirable ortodoxia de la batuta, siendo capaz de cantar las melodías con enorme aliento poético pero también (¡qué manera de modelar el sonido!) mostrándose viril y hasta rotundo cuando debe. Soberbia la toma. (9)
13. Richter. Von Matacic/Montecarlo (EMI, 1974). El genial pianista ruso aborda la obra con la solidez de trazo, el carácter decidido y el alejamiento de todo lo que suene a melifluidad que le caracterizan, pero por desgracia no solo se muestra ajeno a la sensibilidad lírica que la obra demanda, sino que resulta incomprensiblemente rígido, incluso mecánico, en los pasajes que demandan el fuego y la potencia dramática a los que precisamente él era tan proclive. Tampoco ayuda una batuta preocupada antes de que todo esté en su sitio –cosa que ciertamente consigue, y con apreciable claridad– que de bucear en la expresión, aunque tampoco le vamos a negar intensidad bien controlada al tercer movimiento. El SACD estereofónico suena bien: una pena que no rescataran la toma original cuadrafónica. (7)
14. Barenboim. Fischer-Dieskau/Filarmónica de Londres (EMI, 1974). Difícil explicar que este registro tenga tan mala fama, como no sea con eso del “cantante metido a director”. Porque lo cierto es que el genial barítono berlinés, aun no llegando a la altura de los grandes recreadores de la obra por cierta falta de tensión dramática y de contrastes, ofrece una dirección más que notable en la que, haciendo honor a su carrera profesional, canta las melodías schumannianas con una delectación melódica y un vuelo poético (escúchese a partir de 4:45, por ejemplo) de difícil parangón. El que ciertamente decepciona un poco es Barenboim, en todo momento gran músico alejado de cualquier frivolidad o preciosismo, pero no del todo variado en el toque ni inspirado en la expresión: aún tardará un tiempo en ofrecer, con Celibidache, la recreación magistral propia de un artista de su talla. (8)
16. Gilels. Böhm/Sinfónica de Londres (Andante, 1975). Interpretación noble, amplia y majestuosa, sobria y concentrada pero también muy comunicativa., que se encuentra maravillosamente paladeada en los movimientos extremos por solista y batuta: respirada con serenidad, lejos del brío juvenil, pero sin perder el aliento dramático. Por desgracia el tema del segundo movimiento resulta no ya rápido sino frívolo y pimpante, aunque a continuación la batuta hace cantar a los violonchelos de manera maravillosa, con una dulzura que no oculta el trasfondo doliente de la página. (8)
17. Gilels. Verbitzky/Sinfónica Estatal de la URSS (Triton DVD, 1976). Valiéndose de un sonido tan poderoso como capaz de las mayores sutilezas y ofreciendo una enorme claridad en las texturas pianísticas y una gran atención al detalle, Gilels ofrece una recreación al mismo tiempo majestuosa y dramática, de un lirismo tan sobrio como concentrado, profundo y sincero; menos hermoso, humanista y delicado que el de un Arrau, quizá más filosófico, y desde luego más rotundo y un punto rebelde. Pero de nuevo defrauda al tratar al tema principal del segundo movimiento de modo ligero, frívolo y hasta pimpante. La batuta se amolda a los tempi lentos impuestos por el pianista sin aportar más que una gris rutina, sin salidas de tono y por algún momento algo desmadejada. (7)
18. Ashkenazy. Segal/Sinfónica de Londres (Decca, 1977). Piano fluido, sobrio, muy centrado en lo expresivo, con el punto justo de naturalidad, elegancia y flebilidad, pero sin apenas inspiración: a la postre, el de Gorki no llega a despegar la poesía en ningún momento. La batuta es muy sólida y ofrece buen pulso, pero se muestra más atenta a los aspectos enérgicos y brillantes de la pieza que a los más íntimos, en los que apenas logra emocionar. Se echan de menos cantabilidad y poesía, la verdad. (7)
19. Argerich. Rostropovich/Nacional de Washington (DG, 1978). Si bien hay que reprocharle a la joven solista un toque excesivamente percutivo y un fraseo excesivamente nervioso –no tanto como en recreaciones posteriores–, al final su agilidad, su brillantez, su manera de modelar el sonido y su capacidad para el matiz terminan convenciendo en una lectura muy convincente en los pasajes más extrovertidos, especialmente en el tercer movimiento, y bastante menos en la poesía el segundo. En el primero se alternan los momentos dichos con nervio y de pasada con otros de notable aliento poético, en gran medida gracias a una batuta incandescente que sabe ofrecer tensión y garra sin renunciar en absoluto a la elegancia o la delicadeza. (8)
22. Benedetti Michelangeli. Barenboim/París (DG, 1984). Lo más asombroso es el trabajo del solista, quien armado de una técnica colosal –su pulsación no es muy poderosa, pero sí riquísima en matices– logra clarificar las líneas pianísticas como nadie lo habia hecho hasta entonces, paladeando cada uno de los pasajes no solo con esa asombrosa elegancia que le caracterizaba, sino también con una portentosa concentración que le permite mantener el pulso firme con un fraseo natural y fluido, jamás mecánico, sin caer en blanduras narcisistas ni perder de vista la arquitectura global. Ha habido pianistas que han llegado aún más lejos en lo que a poesía se refiere –empezando por Arrau, claro–, pero dudo que nadie haya jamás alcanzado semejante equilibrio entre belleza sonora, arquitectura y expresividad. El de Buenos Aires sorprende con una dirección extraordinariamente elegante y controlada, muy alejada del las tensiones, la fogosidad y la negrura que le caracterizaban por aquella época. ¿Un Barenboim apolíneo? Pues sí, pero no por ello blando ni distanciado. Su lectura alcanza el punto justo de elegancia, naturalidad y frescura que demanda la escritura schumanniana, atendiendo de manera irreprochable a la sensualidad de los timbres y al diálogo con el solista. Hizo además gala de una concentración y de una efusividad lírica que el inflamable director no siempre conseguía en directo por aquellos años: ¡qué manera de hacer cantar a los violonchelos en el segundo movimiento! (10)
24. Pollini. Abbado/Filarmónica de Berlín (DG, 1989). Es justo admirar la increíble limpieza con la que el pianista italiano nos desvela cada una de las notas de su parte, como también la concentración con que se aparta de todo nerviosismo y otorga unidad a su discurso, pero lo cierto es que, aun estando mejor que en la olvidable versión con Karajan, ni su toque –algo seco– resulta del todo variado ni su expresividad –en todo momento distanciada– logra destilar emotividad ni vuelo lírico. Abbado se muestra muy bien encaminado y alcanza el punto justo de equilibrio entre densidad y agilidad, sin caer en las molestas ingravideces de sus últimos años, pero tampoco consigue conectar con la sustancia poética de la obra. La toma sonora resulta metálica. (7)
25. Barenboim. Celibidache/Munich (EMI CD y DVD Euroarts, 1991). Sentido épico, garra dramática, delicadeza bien entendida, poesía íntima y carácter reflexivo alcanzan aquí una síntesis perfecta que conoce una materialización portentosa. La batuta frasea con amplitud –sin las lentitudes propias de sus últimos años–, naturalidad y pulso perfecto, desplegando además los más sensuales colores y haciendo sonar a la orquesta con el punto de ligereza adecuado para la obra schumanniana. El piano despliega riquísimo sonido –escarpado y tenso muchas veces, delicadísimo sin amaneramiento alguno otras– y desgrana cada una de las notas con la mayor fuerza expresiva hasta llegar a una coda final arrebatadora, pero siempre controlada. Memorable. (10)
26. De Larrocha. Colin Davis/Sinfónica de Londres (RCA, 1991). Sir Colin vuelve a ralentizar los tempi y, solo tres años después de su anterior registro, alcanza aquí la cima de su inspiración añadiendo una dosis extra de emoción, belleza y creatividad –algunas frases son para derretirse– a una lectura que no es solo elegante y ensoñada, por momentos un punto otoñal en el mejor de los sentidos, sino también poderosa y enérgica en los clímax, haciendo además que la London Symphony suene con una calidez centroeuropea superior a la de la Sinfónica de la Radio Bávara de entonces. Quizá el estímulo para alcanzar semejante excelsitud esté en Alicia de Larrocha, quien demuestra que ser apolíneo no significa, como le ocurría a Perahia, quedarse corto en garra, en fuego o en claroscuros, ofreciendo ricos matices expresivos y no pocos detalles de creatividad dentro su pianismo siempre natural, sincero y efusivo, antes que arrebatado. (10)
27. Argerich. Harnoncourt/Chamber Orchestra of Europe (Teldec, 1992). La personalísima artista argentina vuelve a la carga catorce años después con su piano de sobrado virtuosismo, pero también dejándose llevar por un exceso de nervio en el fraseo y, en tan peligrosa compañía como la de don Nikolaus, permitíéndose no pocos caprichos, estirando o comprimiendo el tiempo sin sentido de la lógica musical y sin hacer gala del vuelo lírico y la emotividad necesaria. Ello no impide que haya momentos de gran brillantez, pero a la postre convence menos que con Rostropovich. Harnoncourt se mueve en parecida línea, viéndose beneficiado por su habitual teatralidad y por una gran electricidad en el clímax del primer movimiento, en el cual logra revelar nuevas líneas orquestales. Por desgracia en el arranque del segundo resulta blando e ingrávido, amén de insípido, mientras que en el tercero cae de vez en cuando en la frivolidad. La toma sonora beneficia antes al piano que a la orquesta. (6)
28. Kissin. Giulini/Filarmónica de Viena (Sony, 1992). De la colaboración entre estos dos grandísimos artistas podía esperarse algo muy especial, pero los resultados defraudaron de manera considerable. El piano se mostró musical, variado de sonido, y no poco sensible, pero algo escaso de compromiso expresivo, fuego e imaginación. La batuta musical, cálida y noble, cuya extraordinaria cantabildad –prodigioso legato– solo se luce en el segundo movimiento, beneficiándose del prodigioso sonido de los chelos vieneses: al primer movimiento le falta fuerza expresiva, mientras que el tercero resulta un tanto impersonal dentro de su buen nivel. (8)
29. Perahia. Abbado/Filarmónica de Berlín (Sony, 1994). Tan solo cinco
años después de su fallido registro con Pollini, Abbado y la que ahora
es su orquesta se sacan la espina con una toma sonora satisfactoria
al servicio de una interpretación quizá ahora más emotiva e incluso más
depurada, aunque también empezando a evidenciar esas sonoridades aéreas
que se convertirán en marca de la casa. Sea como fuere, lo que marca la
diferencia es la presencia de un Perahia de toque mucho más variado que
el del italiano, más flexible en el fraseo y más afín al universo
schumanniano, aunque su enfoque siempre elegante y clásico en el mejor
de los sentidos no sea el que mejor recoja la intensidad de esta música.
(8)
30. Staier. Herreweghe/Orquesta de los Campos Elíseos (Harmonia Mundi,
1996). Interesantes resultados, pese a sus desigualdades, los de esta
primera interpretación “históricamente informada”, dejando bien claro –una vez más– que las decisiones en torno a instrumentos y articulación
no son, aun importantísimas, las que determinan un resultado
otro, sino más bien la “idea” expresiva detrás de los intérpretes de
turno. El primer movimiento, tras un introducción por parte del solista
que se acerca un tanto a lo cursi, funciona de manera muy notable: sin
ofrecer toda la depuración sonora posible –las líneas orquestales no
suenan con el equilibrio ni la claridad de las grandes recreaciones
fonográficas de la obra–, Herreweghe alcanza ese dificilísimo equilibrio
entre lo tenso y lo alado, ente la pasión y el lirismo delicado que
esta música pide, mientras que Staier deja clara su categoría de gran
músico fraseando al pianoforte con sensatez y sensibilidad. Convencen
mucho menos en el Intermezzo, que a ambos les queda más bien
insustancial, por no decir frivolón. El Allegro vivace conclusivo va de
menos a más –Staier se muestra un tanto anémico, ajeno a la verdadera emoción– hasta que en su tercio final se consigue esa intensidad imprescindible
para que esta música, hermosísima en lo formal pero con mucha sustancia
en su interior, sea algo más que una sucesión de bellas melodías. (7)
32. Brendel. Sanderling/Orquesta Philharmonia (Philips, 1997). Esta interpretación ofrece exactamente lo que se podía esperar de ella. El anciano Sanderling, dirigiendo desde más allá del bien y del mal, paladeando la música sin prisa, con gran delectación melódica, derrochando elegancia, nobleza y calidez, quizá también un punto más otoñal de la cuenta en alguna frase, y desde luego muy alejado del huracán de emociones contrastadas con que otros directores abordan a Schumann; en cualquier caso, el maestro evita densidades “protobrahmsianas” y, pese al enfoque adoptado, procura que la música fluya con ligereza bien entendida. Brendel, ya se sabe, todo depuración sonora dentro de una óptica por completo apolínea, equilibrada y elegante a más no poder, ajena al nerviosismo y poco interesada por los claroscuros, en la que no faltan momentos de enorme clase -transición al tercer movimiento-, pero a la que se le puede demandar un grado superior de compromiso expresivo, más emotividad y mayor hondura. (8)
34. Grimaud. Salonen/Staatskapelle de Dresde (DG, 2005). La pianista hace gala de un sonido afilado, ágil y flexible, y ofrece una gran imaginación –nada caprichosa– en su fraseo, siempre atento a las inflexiones expresivas y sin caer en narcisismo ni en la rutina. La dirección consigue sonar a Schumann, ofrece ímpetu juvenil y una gran convicción, así como un elevado sentido lírico en el segundo movimiento, en el que los chelos de la orquesta le hacen triunfar con su maravilloso sonido. Globalmente falta quizá un poso de madurez, de hondura, pero el resultado es muy coherente. Inesperadamente, una gran recreación. (9)
35. Argerich. Chailly/Gewandhaus de Leipzig (DVD Euroarts, 2006). Esta es la más lograda de las recreaciones por parte de Argerich, que luce un sonido igual de variado pero menos percutivo que antaño y un fraseo siempre flexible, lleno de ideas personales, pero no tan nervioso como en las anteriores aproximaciones, alternando momentos de “agilidad felina” propios de la artista con otros fraseados con admirable concentración e incuestionable belleza, logrando que en algunos momentos –el resultado sigue adoleciendo de falta de unidad– se destape el tarro de la magia poética. Quizá en este sentido le haya ayudado la elegante, fluida, sensual y muy bella dirección de Riccardo Chailly. El problema es que esta resulta en exceso apolínea: las texturas a veces son algo más aéreas de la cuenta, se echa de menos garra dramática y el segundo movimiento llega a resultar algo indolente, sobre todo en su arranque en su arranque. (8)
36. Uchida. Rattle/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2009). Aunque en principio Sir Simon no parece el director ideal para la obra, lo cierto es el que el maestro británico termina convenciendo con una mezcla de entusiasmo, músculo y empuje bien controlado ante el que la orquesta responde de maravilla, independientemente de que algunas frases queden un tanto desaprovechadas (¡ese inspiradísimo tema de los violonchelos en el segundo movimiento!) y moleste algún detalle innecesario. La Uchida, además de poseer virtuosismo sobrado, se muestra muy centrada tanto en el estilo como en la expresión, alcanza un equilibrio perfecto entre belleza sonora e intensidad emocional y derrocha musicalidad por los cuatro costados, aunque ni su variedad en el toque ni su riqueza de matices alcance la altura poética de un Arrau, una de Larrocha o un Barenboim. (9)
37. Perahia. Rattle/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2012). El maestro británico mejora ligeramente su acercamiento tres años anterior con la Uchida, ante todo fogoso y comunicativo pero también de fraseo cantable y de irreprochable planificación sonora. Perahia vuelve a mostrarse equilibrado, apolíneo y siempre musical, aunque como en su grabación con Colin Davis le falte una última de vuelta de tuerca tanto el vuelo poético como en tensión emocional. La orquesta, una vez más extraordinaria, contribuye a que los resultados, a la postre, sean excelentes. (9)
38. Pires. Gardiner/Sinfónica de Londres (LSO Live Blu-ray, 2014). Pires repite su acercamiento elegante y en exceso equilibrado, además de parco en garra y apasionamiento, que ya ofreció con Abbado en su grabación para DG, incurriendo ahora quizá un poco más que antes en ese exceso de coquetería marca de la casa. Es comprensible dado que el acompañamiento de Gardiner resulta bastante trivial, aséptico y de una ligereza bastante mal entendida tanto en lo sonoro como en la expresión; que el maestro británico subraye de manera interesante alguna frase de las maderas en el primer movimiento no nos libra del tedio. (5)
39. Argerich. Chailly/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2014). Los dos artistas repiten su anterior aproximación: ella muy felina, con toque variado y gran sensibilidad, él oscilando entre lo machacón y lo ingrávido, pero sabiendo hacer cantar a la cuerda berlinesa de manera muy emotiva. Impresionantes las maderas por su musicalidad. (8)
40. Melnikov. Heras-Casado/Orquesta Barroca de Friburgo (Harmonia Mundi, 2014). Opción arriesgadísima la de esta lectura al hacer uso no solo de un piano Erard de 1837 –magnífico– y de una orquesta de tamaño reducido e instrumentos originales, sino también de una articulación radicalmente historicista –mucho más allá de Herreweghe o Gardiner– que ha de poner de los nervios a más de uno. A mí, aunque me ha costado acostumbrarme a la cuerda sin vibración y a la sequedad de las maderas en una obra como esta, eso no es lo que me ha disgustado. Lo que me ha sentado mal es la labor del otras veces admirable Heras-Casado, que a ratos dirige a base de espasmos (¡el arranque es de traca!), saltitos y golpetazos de timbal, a ratos aburre a las ovejas por su incapacidad para levantar el vuelo poético. Alexander Melnikov parece algo más centrado, pero también se deja llevar por la sobreactuación y el nerviosismo de la batuta. Los contrastes sonoros brutales no casan bien con el sutil equilibrio entre lirismo, nobleza, sensualidad y sentido épico que demanda esta partitura. En cuanto a la toma sonora, formidable en lo tímbrico, no queda claro si la circunstancia de que el piano llegue a tapar a las maderas se debe a los ingenieros de Harmonia Mundi o al descuido del maestro granadino a la hora de equilibrar planos sonoros. (3)
41. Jan Lisiecki. Pappano/Orquesta de la Academia de Santa Cecilia (YouTube, 2013). El público de los Proms debió de llevarse una monumental sorpresa al descubrir que un chavalito de tan solo dieciocho años de edad era capaz no solo de tocar, sino también de interpretar esta dificilísima partitura con una excelencia propia de artistas muy experimentados, es decir, haciendo gala de una pulsación tan variada como transparente, un perfecto control de las dinámicas, un fraseo lleno de naturalidad, una irreprochable construcción de las tensiones y una efervercencia muy bien entendida, todo ello en perfecta sintonía con la batuta de un Pappano lejos de lo genial, pero tan cuidadoso como entregado en lo expresivo que sabía ofrecer un Schumann al mismo tiempo ágil y cantable, nervioso y bien paladeado, es decir, dentro de la más admirable y estricta ortodoxia. ¿Qué faltó para lo excepcional? Pues darle una vuelta más de tuerca a la parte pianística, otorgarle significado a algunas frases dichas un tanto de pasada, enriquecer la interpretación con matices y ofrecer una idea expresiva más clara o, al menos, más personal. Es decir, madurez. La gracia está en que esa madurez llegará en tan solo dos años. (8)
42. Jan Lisiecki. Pappano/Orquesta de la Academia de Santa Cecilia (DG, 2015). Efectivamente, han pasado solo dos años y ya los dos artistas no solo enriquecen el fraseo con una buena cantidad de matices plenos de sensibilidad –repárese en el increíble dominio de dinámica y agógica a lo largo de toda la entrada del piano, o en la mágica transición entre el segundo y el tercer movimiento–, sino que además tienen una idea personal sobre la obra. Idea que consiste en poner de relieve la parte más íntima de la escritura shumanniana. Sin perder la efervescencia, la inflamación ni la garra de la interpretación de los Proms, se gana ahora de manera considerable en profundidad. También en belleza. Belleza en absoluto epidérmica: tanto batuta como solista saben no confundir agilidad con ligereza, elegancia con distanciamiento, ensoñación con blandura ni delicadeza con noñería. Tampoco identifican apasionamiento con descontrol, venturosamente, aunque algunos pasajes –sobre todo por parte de la orquesta– resulte especialmente encrespados. Se podrán preferir interpretaciones más densas, más dramáticas y también más otoñales, pero desde la óptica de un Schumann elegante, alado y exquisito en el mejor de los sentidos, esta interpretación resulta sencillamente perfecta. (9)
lunes, 21 de octubre de 2019
La Novena de Mahler de Giulini
Vuelvo a escuchar, esta vez en descarga HD a 192, todo un clásico del disco: la Sinfonía nº 9 de Gustav Mahler grabada en 1976 por Carlo Maria Giulini y la Sinfónica de Chicago para Deutsche Grammmophon. Una recreación en la que se hacen más verdad que nunca los tópicos sobre el maestro italiano: cantabilidad, nobleza, una hondísima humanidad, sinceridad absoluta, renuncia a cualquier concesión a la galería, depuración sonora, equilibrio entre elegancia bien entendida e intensidad emocional…
Se comprende así que los movimientos extremos, planificados con un fraseo holgado, natural, pleno de aliento lírico pero asimismo de una solidez apabullante en lo que a la macroestructura se refiere (¡qué manera de organizar las tensiones sin que apenas se note!), dichos además con la congoja en los labios, sean verdaderamente sublimes. Bueno, quizá en el primero se puedan echar de menos la pasión y el desgarro que alcanza con otros maestros, si bien dentro de una óptica apolínea lo de Giulini es insuperable. Pero el cuarto es sin duda único, incomparable: la manera de fusionar el canto más hermoso con un lamento tan sincero como noble, ajeno a aspavientos innecesarios, es difícilmente superable. Toda la sección final, dicha con honda concentración y una negrura que no necesita renunciar a la más admirable belleza sonora, deja con el corazón en un puño.
Más dudas puede albergar la resolución de los movimientos centrales, porque el maestro no parece muy interesado en elementos tan fundamentales en el universo mahleriano como son lo grotesco, lo virulento y lo vulgar. No es que suenen descafeinados, en absoluto, pero la óptica siempre moderada del de Barletta no parece la más adecuada para exprimir el potencial de una música que pide a gritos un tratamiento más dionisíaco y contrastado. En cualquier caso, se encuentran expuestos con fuerza perfectamente controlada, reveladora atención a la polifonía –no hay línea que se le escape al maestro– y una brillantez que la Sinfónica de Chicago, de virtuosismo apabullante, aporta de su propia cosecha.
La reciente recuperación en alta definición plantea algunos interrogantes al compararla con los CDs de la serie The Originals. Parece que la toma se ha liberado de la ligerísima distorsión en los violines que se notaba con anterioridad: resplandece ahora con una naturalidad tímbrica inmejorable. También suena más limpia, amén de tan equilibrada en los planos como siempre: los ingenieros hicieron en su momento un trabajo formidable. Ahora bien, al escuchar estos archivos FLAC parecen haberse perdido redondez, inmediatez y presencia. ¿Se han hecho mal las cosas, o más bien es que los que realizaron el trasvase a CD ecualizaron los graves para que sonaran más impactantes? También da la impresión de que ahora suena a menor volumen, lo que confirmaría la intuición, ya expresada en este blog en ocasiones anteriores, de que muchos trasvases a CD se han realizado tocando los másters más de la cuenta.
Dicho esto, vamos a dejar las cosas claras: encontrándonos ante una toma espléndida, la comparación con las posibilidades actuales de un buen SACD (¡increíble cómo suena la excepcional versión de Chailly/Concertgebouw en Decca!) y de un Blu-ray de sellos como CMajor o Accentus dejan en evidencia lo mucho que desde entonces ha progresado la tecnología.
Se comprende así que los movimientos extremos, planificados con un fraseo holgado, natural, pleno de aliento lírico pero asimismo de una solidez apabullante en lo que a la macroestructura se refiere (¡qué manera de organizar las tensiones sin que apenas se note!), dichos además con la congoja en los labios, sean verdaderamente sublimes. Bueno, quizá en el primero se puedan echar de menos la pasión y el desgarro que alcanza con otros maestros, si bien dentro de una óptica apolínea lo de Giulini es insuperable. Pero el cuarto es sin duda único, incomparable: la manera de fusionar el canto más hermoso con un lamento tan sincero como noble, ajeno a aspavientos innecesarios, es difícilmente superable. Toda la sección final, dicha con honda concentración y una negrura que no necesita renunciar a la más admirable belleza sonora, deja con el corazón en un puño.
Más dudas puede albergar la resolución de los movimientos centrales, porque el maestro no parece muy interesado en elementos tan fundamentales en el universo mahleriano como son lo grotesco, lo virulento y lo vulgar. No es que suenen descafeinados, en absoluto, pero la óptica siempre moderada del de Barletta no parece la más adecuada para exprimir el potencial de una música que pide a gritos un tratamiento más dionisíaco y contrastado. En cualquier caso, se encuentran expuestos con fuerza perfectamente controlada, reveladora atención a la polifonía –no hay línea que se le escape al maestro– y una brillantez que la Sinfónica de Chicago, de virtuosismo apabullante, aporta de su propia cosecha.
La reciente recuperación en alta definición plantea algunos interrogantes al compararla con los CDs de la serie The Originals. Parece que la toma se ha liberado de la ligerísima distorsión en los violines que se notaba con anterioridad: resplandece ahora con una naturalidad tímbrica inmejorable. También suena más limpia, amén de tan equilibrada en los planos como siempre: los ingenieros hicieron en su momento un trabajo formidable. Ahora bien, al escuchar estos archivos FLAC parecen haberse perdido redondez, inmediatez y presencia. ¿Se han hecho mal las cosas, o más bien es que los que realizaron el trasvase a CD ecualizaron los graves para que sonaran más impactantes? También da la impresión de que ahora suena a menor volumen, lo que confirmaría la intuición, ya expresada en este blog en ocasiones anteriores, de que muchos trasvases a CD se han realizado tocando los másters más de la cuenta.
Dicho esto, vamos a dejar las cosas claras: encontrándonos ante una toma espléndida, la comparación con las posibilidades actuales de un buen SACD (¡increíble cómo suena la excepcional versión de Chailly/Concertgebouw en Decca!) y de un Blu-ray de sellos como CMajor o Accentus dejan en evidencia lo mucho que desde entonces ha progresado la tecnología.
viernes, 18 de octubre de 2019
El lírico Dvorák de Claus Peter Flor
Habrá lectores que se pregunten por qué últimamente escribo tan poco por aquí. Respuesta fácil: estoy agotado. Aun así, vamos a decir algo sobre un hermoso disco con música de Antonin Dvorák registrado por Claus Peter Flor y la Sinfónica de Malasia para el sello BIS en 201. El programa lo integran la Sinfonía nº 7 y los poemas sinfónicos Otelo y La paloma torcaz.
La sinfonía recibe una recreación de trazo natural, flexible y lleno de lógica, muy bien planificada en tensiones y distensiones, sensual en la sonoridad –admirable el empaste– y hermosísima en el canto, dentro de una visión de la música de Dvorák en la que los aspectos más líricos y –digámoslo así– paisajísticos se ponen por encima de otras consideraciones. ¿El problema? Que en esta sinfonía, al ser la más trágica de su autor, semejante enfoque deja un tanto relegados sus aspectos sombríos y amargos, sobre todo en los dos movimientos iniciales, que yo hubiera deseado más vigorosos y escarpados, y quizá también, en alguna frase, algo menos suaves. Los dos últimos, sin ser los más desgarrados que uno se pueda imaginar, sí que están muy bien planteados y resueltos, y a la postre equilibran positivamente la balanza de una interpretación en la que no hay que desatender las muy buenas cualidades de la formación malaya. La de Giulini con la Filarmónica de Londres (EMI) sigue siendo mi versión favorita.
Algo parecido le pasa a Otelo: interpretación hermosa y sensible, trazada con flexibilidad y apreciable vuelo poético, pero más lírica que dramática y, por ende, algo corta de fuerza en los momentos álgidos de la acción. Imposible aquí no echar de menos a Abbado con la Filarmónica de Berlín (DG).
Lo mejor del disco llega con La paloma torcaz. Al igual que en el basado en Shakespeare, en este poema sinfónico se habla también de crimen y remordimiento, pero lo cierto es que el tratamiento ante todo lírico, evocador, sensual e incluso ensoñado con que Dvorák aborda la tragedia sintoniza por completo con la óptica adoptada por el maestro alemán, aquí sencillamente ideal para evocar, con fraseo elegantísimo y por momentos mágico, todas las bellezas que contiene la partitura. No conozco ninguna interpretación tan buena como esta.
La toma sonora, venturosamente realizada a volumen bajo, ofrece enorme naturalidad. Disco recomendable.
Algo parecido le pasa a Otelo: interpretación hermosa y sensible, trazada con flexibilidad y apreciable vuelo poético, pero más lírica que dramática y, por ende, algo corta de fuerza en los momentos álgidos de la acción. Imposible aquí no echar de menos a Abbado con la Filarmónica de Berlín (DG).
Lo mejor del disco llega con La paloma torcaz. Al igual que en el basado en Shakespeare, en este poema sinfónico se habla también de crimen y remordimiento, pero lo cierto es que el tratamiento ante todo lírico, evocador, sensual e incluso ensoñado con que Dvorák aborda la tragedia sintoniza por completo con la óptica adoptada por el maestro alemán, aquí sencillamente ideal para evocar, con fraseo elegantísimo y por momentos mágico, todas las bellezas que contiene la partitura. No conozco ninguna interpretación tan buena como esta.
La toma sonora, venturosamente realizada a volumen bajo, ofrece enorme naturalidad. Disco recomendable.
domingo, 13 de octubre de 2019
Don Pasquale en el Maestranza: excelencia en casi todo
ACLARACIÓN. Las soberbias fotografías que acompañan este texto están tomadas del blog A través del cristal, a cuyo autor vuelvo a agradecer su enorme generosidad.
Don Pasquale se ha visto ya bastante en esta parte de Andalucía en los últimos lustros: la producción de Francisco López para el Gran Teatro de Córdoba se ha hecho varias veces en la ciudad de la mezquita y al menos dos en el Teatro Villamarta, mientras que aquella tan bonita de la casa de muñecas firmada por Jonathan Miller se ofreció hace dieciséis años en el propio Maestranza con un elenco encabezado por quien vuelve a protagonizar estas funciones, el enorme Carlos Chausson. Que la nueva dirección del teatro sevillano haya escogido este tan simpático como inofensivo título del sobrevalorado Gaetano Donizetti parece una declaración de intenciones: adiós definitivo al conocimiento de la mano de Pedro Halffter de títulos del área germánica no vistos por estos lares –ya en los últimos años el madrileño había tenido que desistir de su proyecto inicial ante determinadas presiones–, y vuelta a los tiempos de José Luis Castro y Giuseppe Cuccia basados en los títulos de siempre, en la apuesta sobre seguro en lugar del riesgo y en la concepción de la ópera como un espectáculo para pasar el rato a base de piruetas vocales, no tanto para emocionarse, menos aún para pensar y no digamos ya para inquietarse.
Dicho esto, resulta incuestionable que Javier Menéndez ha triunfado en su apuesta demostrando saber escoger voces, director musical y propuesta escénica para ofreciéndonos una velada operística sin fisuras. O casi: se anunciaba por megafonía que el tenor Anizio Zorzi Giustiniani estaba pasando una afección gripal. Su actuación me pareció mediocre, pero no sé hasta qué punto se debió al citado problema, a determinados excesos de la regie (¡muy mal por hacerle llevar todas esas maletas durante su aria!) o a que la voz no es sino la de un tenorino a la antigua usanza poco adecuada para el papel de Ernesto. Pero todo lo demás fue formidable.
Siento debilidad por Carlos Chausson. Pareciéndome discutible que repita personaje en la misma plaza, le tengo por el mejor bajo bufo a nivel mundial. Me pareció indignante que el Teatro Real le relegara hace años al segundo reparto de Il Barbiere por presiones de Gianluigi Gelmetti, y con la total aquiescencia de Emilio Sagi, para poner en el primero –hay video del desastre editado por Decca– a un señor sin voz que no sabía cantar y que actuaba como el peor de los payasos llamado Bruno Praticò. El zaragozano ofrece todo lo contrario que ese tipo: una voz formidable proyectada con absoluta perfección, una línea de canto de la mejor ortodoxia, una expresión musical que basa su fuerza exclusivamente en las inflexiones canoras y una presencia escénica de enorme soltura en la que no hay espacio para la exageración ni para la astracanada.
Bueno, ¿y cómo anda Chausson a sus sesenta y nueve años? Pues muy bien, gracias. No todo fue vocalmente óptimo en su actuación de ayer sábado 12 de octubre –el paso del tiempo hace perder agilidad–, pero la voz sigue corriendo de manera formidable, la homogeneidad es grande en toda la tesitura y el timbre se conserva perfecto, sin ese tremolo esperable a semejante edad. ¿Estaremos viviendo un milagro semejante al de Plácido Domingo? Solo sé que deseo que nuestro artista dure muchos años más, porque sigue dictando la lección en el saber decir, y aunque de Don Pasquale no ofrezca un retrato tan completo, poliédrico y sutil como el de sus Bartolo, Don Magnifico o Don Alfonso, hizo gala de un saber decir, de un buen gusto, de una intensidad y de una convicción a prueba de bombas. Sin novedad en el plano escénico: un actor como la copa de un pino.
Dos catalanes para Norina y Malatesta: Sara Blanch y Joan Martín-Royo. Sencillamente admirables. Ella posee una voz agradable sin más, estridente en algún sobreagudo, pero su línea belcantista es espléndida y le permite recrear el personaje con una belleza canora, con una sensualidad, con una picardía y con un sano erotismo a flor de piel. La técnica es para ella un medio, no un fin en sí mismo, y ayer supo hacer gala de todo un abanico de recursos para triunfar como Norina de primera clase. Por si fuera poco, es una chica de lo más atractiva (¡fundamental para explicar por qué Don Pasquale se queda prendado de ella!) y se mueve en el escenario desprendiendo la más embriagadora femineidad posible, es decir, la que evita tanto la cursilería como la vulgaridad. A no menor nivel estuvo Martín-Royo, voz sin fisuras, canto de enorme solidez y actuación escénica de lujo: fue quien mejor actuó de todos. Por cierto, que tampoco actuó nada mal en el breve rol del falso notario el onubense Francisco Escala, miembro de un Coro de la A. A. del Teatro de la Maestranza que estuvo espléndido en sus dos intervenciones.
Soy de los que pensaban que uno de los puntos débiles del belcanto es el carácter convencional del tratamiento orquestal. No es del todo cierto: el problema, como en el género de la zarzuela, es que son demasiados los malos directores que se encargan de este repertorio. Cuando buena batuta se pone el frente, la cosa cambia. Es el caso de Corrado Rovaris, quien ya desde los primeros compases demostró estar muy por encima de los batuteros de foso que un día sí y otro también destrozan estos títulos. De acuerdo con que no es Riccardo Muti (¡impresionante lección del napolitano en su registro discográfico!), pero Rovaris demostró no solo técnica para sacar buen partido de una Sinfónica de Sevilla en horas bajas –se añoran los tiempos de Halffter–. Demostró también buen pulso, capacidad para equilibrar planos sonoros, deseo de clarificar texturas y, sobre todo, sensibilidad para evitar rigideces y precipitaciones y para frasear con esa flexibilidad y esa delectación melódica que esta música necesita. ¡Bravo!
Javier Menéndez se guardaba un as en la magna: contar con la presencia en Sevilla del mismísimo Laurent Pelly –nada de dejar la regie en manos de asistentes–, un lujo asiático para cualquier teatro que aquí se ha traducido en una dirección de actores –coro incluido– verdaderamente soberbia. Habida cuenta de que la materia prima –es decir, la soltura escénica de los cantantes– era espléndida, ya pueden imaginar los resultados. En cuanto al concepto propiamente dicho su propuesta, una coproducción entre Santa Fe, San Francisco y el Liceo, debo decir que no me parece tan personal, tan ingeniosa ni tan expresiva como su celebérrima Hija del regimiento que hace poco vimos aquí mismo, pero en cualquier caso resulta satisfactoria. Sintonizo con su visión de la trama. Los verdaderos “malos” son Ernesto, Norina y Malatesta, que condenan al desprecio y a la burla a un Don Pasquale que, efectivamente, es un viejo machista y autoritario, pero también un anciano olvidado por un entorno en el que no hay sitio no ya para su deseo de amar y ser amado, sino ni siquiera para echar un buen polvo: gran idea la de hacer que el solo de trompeta acompañe tanto la desesperación del sobrino como el fallido intento –pastillita mediante– del pobre viejo de conseguir una erección. También muy sensato el final, sin reconciliación entre las partes: completamente humillado, Don Pasquale se encierra en sus aposentos mientras que los jóvenes disfrutan de su efímera felicidad. Por lo demás, los personajes están magníficamente definidos, la acción se encuentra irreprochablemente resuelta y se saca un buen provecho de la sobria escenografía de Chantal Thomas.
Mi recomendación está clara: si a usted le gusta Don Pasquale, acuda al Maestranza. A ser posible, póngase cerca del escenario, porque aunque ahí la orquesta se oye peor, se disfruta mucho más de la dirección de actores.
Don Pasquale se ha visto ya bastante en esta parte de Andalucía en los últimos lustros: la producción de Francisco López para el Gran Teatro de Córdoba se ha hecho varias veces en la ciudad de la mezquita y al menos dos en el Teatro Villamarta, mientras que aquella tan bonita de la casa de muñecas firmada por Jonathan Miller se ofreció hace dieciséis años en el propio Maestranza con un elenco encabezado por quien vuelve a protagonizar estas funciones, el enorme Carlos Chausson. Que la nueva dirección del teatro sevillano haya escogido este tan simpático como inofensivo título del sobrevalorado Gaetano Donizetti parece una declaración de intenciones: adiós definitivo al conocimiento de la mano de Pedro Halffter de títulos del área germánica no vistos por estos lares –ya en los últimos años el madrileño había tenido que desistir de su proyecto inicial ante determinadas presiones–, y vuelta a los tiempos de José Luis Castro y Giuseppe Cuccia basados en los títulos de siempre, en la apuesta sobre seguro en lugar del riesgo y en la concepción de la ópera como un espectáculo para pasar el rato a base de piruetas vocales, no tanto para emocionarse, menos aún para pensar y no digamos ya para inquietarse.
Dicho esto, resulta incuestionable que Javier Menéndez ha triunfado en su apuesta demostrando saber escoger voces, director musical y propuesta escénica para ofreciéndonos una velada operística sin fisuras. O casi: se anunciaba por megafonía que el tenor Anizio Zorzi Giustiniani estaba pasando una afección gripal. Su actuación me pareció mediocre, pero no sé hasta qué punto se debió al citado problema, a determinados excesos de la regie (¡muy mal por hacerle llevar todas esas maletas durante su aria!) o a que la voz no es sino la de un tenorino a la antigua usanza poco adecuada para el papel de Ernesto. Pero todo lo demás fue formidable.
Siento debilidad por Carlos Chausson. Pareciéndome discutible que repita personaje en la misma plaza, le tengo por el mejor bajo bufo a nivel mundial. Me pareció indignante que el Teatro Real le relegara hace años al segundo reparto de Il Barbiere por presiones de Gianluigi Gelmetti, y con la total aquiescencia de Emilio Sagi, para poner en el primero –hay video del desastre editado por Decca– a un señor sin voz que no sabía cantar y que actuaba como el peor de los payasos llamado Bruno Praticò. El zaragozano ofrece todo lo contrario que ese tipo: una voz formidable proyectada con absoluta perfección, una línea de canto de la mejor ortodoxia, una expresión musical que basa su fuerza exclusivamente en las inflexiones canoras y una presencia escénica de enorme soltura en la que no hay espacio para la exageración ni para la astracanada.
Bueno, ¿y cómo anda Chausson a sus sesenta y nueve años? Pues muy bien, gracias. No todo fue vocalmente óptimo en su actuación de ayer sábado 12 de octubre –el paso del tiempo hace perder agilidad–, pero la voz sigue corriendo de manera formidable, la homogeneidad es grande en toda la tesitura y el timbre se conserva perfecto, sin ese tremolo esperable a semejante edad. ¿Estaremos viviendo un milagro semejante al de Plácido Domingo? Solo sé que deseo que nuestro artista dure muchos años más, porque sigue dictando la lección en el saber decir, y aunque de Don Pasquale no ofrezca un retrato tan completo, poliédrico y sutil como el de sus Bartolo, Don Magnifico o Don Alfonso, hizo gala de un saber decir, de un buen gusto, de una intensidad y de una convicción a prueba de bombas. Sin novedad en el plano escénico: un actor como la copa de un pino.
Dos catalanes para Norina y Malatesta: Sara Blanch y Joan Martín-Royo. Sencillamente admirables. Ella posee una voz agradable sin más, estridente en algún sobreagudo, pero su línea belcantista es espléndida y le permite recrear el personaje con una belleza canora, con una sensualidad, con una picardía y con un sano erotismo a flor de piel. La técnica es para ella un medio, no un fin en sí mismo, y ayer supo hacer gala de todo un abanico de recursos para triunfar como Norina de primera clase. Por si fuera poco, es una chica de lo más atractiva (¡fundamental para explicar por qué Don Pasquale se queda prendado de ella!) y se mueve en el escenario desprendiendo la más embriagadora femineidad posible, es decir, la que evita tanto la cursilería como la vulgaridad. A no menor nivel estuvo Martín-Royo, voz sin fisuras, canto de enorme solidez y actuación escénica de lujo: fue quien mejor actuó de todos. Por cierto, que tampoco actuó nada mal en el breve rol del falso notario el onubense Francisco Escala, miembro de un Coro de la A. A. del Teatro de la Maestranza que estuvo espléndido en sus dos intervenciones.
Soy de los que pensaban que uno de los puntos débiles del belcanto es el carácter convencional del tratamiento orquestal. No es del todo cierto: el problema, como en el género de la zarzuela, es que son demasiados los malos directores que se encargan de este repertorio. Cuando buena batuta se pone el frente, la cosa cambia. Es el caso de Corrado Rovaris, quien ya desde los primeros compases demostró estar muy por encima de los batuteros de foso que un día sí y otro también destrozan estos títulos. De acuerdo con que no es Riccardo Muti (¡impresionante lección del napolitano en su registro discográfico!), pero Rovaris demostró no solo técnica para sacar buen partido de una Sinfónica de Sevilla en horas bajas –se añoran los tiempos de Halffter–. Demostró también buen pulso, capacidad para equilibrar planos sonoros, deseo de clarificar texturas y, sobre todo, sensibilidad para evitar rigideces y precipitaciones y para frasear con esa flexibilidad y esa delectación melódica que esta música necesita. ¡Bravo!
Javier Menéndez se guardaba un as en la magna: contar con la presencia en Sevilla del mismísimo Laurent Pelly –nada de dejar la regie en manos de asistentes–, un lujo asiático para cualquier teatro que aquí se ha traducido en una dirección de actores –coro incluido– verdaderamente soberbia. Habida cuenta de que la materia prima –es decir, la soltura escénica de los cantantes– era espléndida, ya pueden imaginar los resultados. En cuanto al concepto propiamente dicho su propuesta, una coproducción entre Santa Fe, San Francisco y el Liceo, debo decir que no me parece tan personal, tan ingeniosa ni tan expresiva como su celebérrima Hija del regimiento que hace poco vimos aquí mismo, pero en cualquier caso resulta satisfactoria. Sintonizo con su visión de la trama. Los verdaderos “malos” son Ernesto, Norina y Malatesta, que condenan al desprecio y a la burla a un Don Pasquale que, efectivamente, es un viejo machista y autoritario, pero también un anciano olvidado por un entorno en el que no hay sitio no ya para su deseo de amar y ser amado, sino ni siquiera para echar un buen polvo: gran idea la de hacer que el solo de trompeta acompañe tanto la desesperación del sobrino como el fallido intento –pastillita mediante– del pobre viejo de conseguir una erección. También muy sensato el final, sin reconciliación entre las partes: completamente humillado, Don Pasquale se encierra en sus aposentos mientras que los jóvenes disfrutan de su efímera felicidad. Por lo demás, los personajes están magníficamente definidos, la acción se encuentra irreprochablemente resuelta y se saca un buen provecho de la sobria escenografía de Chantal Thomas.
Mi recomendación está clara: si a usted le gusta Don Pasquale, acuda al Maestranza. A ser posible, póngase cerca del escenario, porque aunque ahí la orquesta se oye peor, se disfruta mucho más de la dirección de actores.
viernes, 4 de octubre de 2019
Las sinfonías de Beethoven por Nelsons (I)
He escuchado ya las tres primeras sinfonías del ciclo Beethoven que ha grabado en vivo Andris Nelsons con la Filarmónica de Viena para Deutsche Grammophon entre marzo de 2017 –Sexta– y abril de 2019 –las tres que he podido conocer, precisamente–. Me parece admirable que se haya atrevido a abordar este repertorio así, tan "a la tradicional", sin deuda ninguna con el movimiento "históricamente informado" al que, de una manera u otra, en estas obras se han apuntado Simon Rattle, Osmo Vänskä, Paavo Järvi, Riccardo Chailly, Michael Sanderling o, ya hace tiempo, el difunto Charles Mackerras. Pero reconozco que los resultados me han parecido desiguales y me han dejado, en estas primeras sinfonías, un sabor agridulce en los labios.
La Sinfonía nº 1 recibe una interpretación sonada con extraordinaria belleza y fraseada con enorme cantabilidad, de elegancia aleja a amaneramientos y detallista sin preciosismos, pero dicha desde una aproximación no ya marcadamente apolínea y atenta mucho antes al pasado clásico que al futuro romántico, sino también algo más amable de la cuenta en su carácter; incluso por momentos, en algunas frases, demasiado suave… El Menuetto sí que quiere ser (¡lo es!) un Scherzo en toda regla, y ofrece por ello un apropiado carácter combativo, pero a la postre en manos de Nelsons resulta en exceso nervioso. Del uno al diez, le pongo un ocho.
Para la Sinfonía nº 2, el maestro letón propone una interpretación sensual y gozosa, bañada por una luz cálida que la mantiene alejada de claroscuros tanto sonoros como expresivos, pero no por ello ajena a la potencia expresiva y al pathos que debe ofrecer la música beethoveniana. Ahora bien, la enorme belleza lírica del Larghetto, fraseada con efusividad encomiable y con una cantabilidad para derretirse, no ofrece el sabor agridulce con que otros directores han abordado este movimiento, e incluso por momentos resulta algo más acariciadora de la cuenta, mientras que en el resto de la página los aspectos carnales y gozosos se imponen por encima de cualquier otra consideración. Un nueve.
Llega la Sinfonía nº 3, Heroica, y aquí pasa lo que tenía que pasar. Toda la interpretación, eso desde luego, se encuentra todo lo maravillosamente tocada que es de esperar de una orquesta de semejante categoría, y también admirablemente construida por parte de una batuta que sabe frasear con naturalidad y holgura manteniéndose ajena a precipitaciones, planificar de manera irreprochable tensiones y distensiones, regular los planos sonoros, resolver transiciones y ofrecer un perfecto equilibrio entre transparencia y músculo sonoro al tiempo que despliega una sensualidad tímbrica para derretirse. Pero la óptica apolínea de Nelsons aquí no funciona, ya desde un primer movimiento que, aun no faltándole empuje ni ganas de comunicar, se queda corto en lo que a carga dramática se refiere. Y la cosa ya va a mayores en una marcha fúnebre muy hermosa, llena de nobleza y de sentido humanista, mas por completo ajena tanto a la negrura y la congoja que a todas luces necesita como a los claroscuros teatrales, a las tensiones extremas y, también, a un sentido de la rusticidad sonora aquí muy conveniente. Los dos movimientos postreros resultan irreprochables siempre que se acepte el enfoque “clásico” y nada agónico del maestro: la luz y la felicidad terminan despejando cualquier tiniebla. Creo que la versión no pasa del siete y medio, si es que aceptamos este juego de las puntuaciones.
Ahora mismo no me quedan muchas ganas de seguir con el ciclo, pero si lo hago les daré cuenta de ello.
Para la Sinfonía nº 2, el maestro letón propone una interpretación sensual y gozosa, bañada por una luz cálida que la mantiene alejada de claroscuros tanto sonoros como expresivos, pero no por ello ajena a la potencia expresiva y al pathos que debe ofrecer la música beethoveniana. Ahora bien, la enorme belleza lírica del Larghetto, fraseada con efusividad encomiable y con una cantabilidad para derretirse, no ofrece el sabor agridulce con que otros directores han abordado este movimiento, e incluso por momentos resulta algo más acariciadora de la cuenta, mientras que en el resto de la página los aspectos carnales y gozosos se imponen por encima de cualquier otra consideración. Un nueve.
Llega la Sinfonía nº 3, Heroica, y aquí pasa lo que tenía que pasar. Toda la interpretación, eso desde luego, se encuentra todo lo maravillosamente tocada que es de esperar de una orquesta de semejante categoría, y también admirablemente construida por parte de una batuta que sabe frasear con naturalidad y holgura manteniéndose ajena a precipitaciones, planificar de manera irreprochable tensiones y distensiones, regular los planos sonoros, resolver transiciones y ofrecer un perfecto equilibrio entre transparencia y músculo sonoro al tiempo que despliega una sensualidad tímbrica para derretirse. Pero la óptica apolínea de Nelsons aquí no funciona, ya desde un primer movimiento que, aun no faltándole empuje ni ganas de comunicar, se queda corto en lo que a carga dramática se refiere. Y la cosa ya va a mayores en una marcha fúnebre muy hermosa, llena de nobleza y de sentido humanista, mas por completo ajena tanto a la negrura y la congoja que a todas luces necesita como a los claroscuros teatrales, a las tensiones extremas y, también, a un sentido de la rusticidad sonora aquí muy conveniente. Los dos movimientos postreros resultan irreprochables siempre que se acepte el enfoque “clásico” y nada agónico del maestro: la luz y la felicidad terminan despejando cualquier tiniebla. Creo que la versión no pasa del siete y medio, si es que aceptamos este juego de las puntuaciones.
Ahora mismo no me quedan muchas ganas de seguir con el ciclo, pero si lo hago les daré cuenta de ello.
martes, 1 de octubre de 2019
Yannick ofrece la mejor Cuarta de Shostakovich
Dos versiones de la Cuarta sinfonía de Shostakovich a cargo de Yannick Nézet-Séguin. La primera es con la Filarmónica de Rotterdam, una interpretación editada en CD por Deutsche Grammophon –a la toma le falta un poco de cuerpo, así como una mayor focalización en los detalles– asimismo disponible en vídeo en Medici TV: estoy abonado a la plataforma, pero la filmación no lo he visto. En cualquier caso, el audio me parece digno de admiración, porque el maestro canadiense acierta por completo al alcanzar un punto de equilibrio entre las dos maneras de entender esta música, a saber, la visceralidad y la rabia expresionistas llevadas a su culmen por un Rozhdestvenski y la fantasmagoría gótica y opresiva, llena de congoja contenida, que proponía Rostropovich.
Yannick explora atmósferas, indaga en los pliegues expresivos y se adentra en lo siniestro, al tiempo que se aprovecha de la sonoridad descarnada de la orquesta –los metales algo pobres son aquí casi una ventaja a la hora de subrayar las voluntarias vulgaridades de la escritura– y da clara instrucciones para que los solistas intervengan con virulencia y recochineo, pero sin necesidad de cargar las tintas. El trazo, además, es muy firme y seguro, sin precipitaciones ni puntos muertos, logrando incluso otorgar unidad a una obra que quiere ser deslavazada y poliédrica como pocas. Y el sentido trágico, siempre enmascarado por un sentido del humor lleno de ironía y dolor, se encuentra plenamente garantizado
¿Falta algo en esta versión de Rotterdam para alcanzar lo excepcional? Pues sí: una dosis adicional de rabia, de tensión interna y de carácter combativo, así como un análisis todavía más minucioso de cada una de las frases musicales. Es decir, justo lo que ofrece el maestro en su recreación con la Orquesta del Festival de Lucerna del 22 de agosto del presente 2019, un vídeo asimismo en Medici TV. No puedo añadir mucho más, salvo que se trata de la interpretación de esta fascinante música que más me gusta de las treinta y una que hasta la fecha he escuchado. Ojalá que la editen en Blu-ray.
Yannick explora atmósferas, indaga en los pliegues expresivos y se adentra en lo siniestro, al tiempo que se aprovecha de la sonoridad descarnada de la orquesta –los metales algo pobres son aquí casi una ventaja a la hora de subrayar las voluntarias vulgaridades de la escritura– y da clara instrucciones para que los solistas intervengan con virulencia y recochineo, pero sin necesidad de cargar las tintas. El trazo, además, es muy firme y seguro, sin precipitaciones ni puntos muertos, logrando incluso otorgar unidad a una obra que quiere ser deslavazada y poliédrica como pocas. Y el sentido trágico, siempre enmascarado por un sentido del humor lleno de ironía y dolor, se encuentra plenamente garantizado
¿Falta algo en esta versión de Rotterdam para alcanzar lo excepcional? Pues sí: una dosis adicional de rabia, de tensión interna y de carácter combativo, así como un análisis todavía más minucioso de cada una de las frases musicales. Es decir, justo lo que ofrece el maestro en su recreación con la Orquesta del Festival de Lucerna del 22 de agosto del presente 2019, un vídeo asimismo en Medici TV. No puedo añadir mucho más, salvo que se trata de la interpretación de esta fascinante música que más me gusta de las treinta y una que hasta la fecha he escuchado. Ojalá que la editen en Blu-ray.
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