Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Me pide un lector que le diga cuáles son a mi entender las diferencias entre Claudio Abbado (Milán, 1933) y Riccardo Muti (Nápoles, 1941). Intentaré responder a la interesante cuestión, no sin antes advertir de una importante similitud entre ambos: los dos directores entroncan con la tradición que podríamos denominar “de objetividad toscaniniana”, y por ende se encuentran alejados de la “subjetividad furtwaengleriana”. Aunque mucho ojo, que cuando digo objetividad no me refiero en absoluto a escasez de ideas, a falta de flexibilidad –bueno, en el propio Toscanini sí, no en los maestros de los que hablamos– ni menos aun a inexistencia de compromiso expresivo, sino más bien a la intención de que el “alma” del intérprete, su manera de entender no ya el fenómeno musical sino al ser humano, o el estado de ánimo de un momento concreto, no influyan en absoluto en la idea expresiva que resulte de su labor de batuta, cosa que sí pasaba con Furt entonces y con Barenboim ahora, y que también podía pasar –en otros sentidos distintos– con un Klemperer o un Bernstein, por ejemplo. Pero volvamos a los italianos, empezando por el más joven.
Riccardo Muti tiene un sonido caracterizado por el músculo, la rotundidad y el empaste prieto; la brillantez que obtiene de los metales es grande pero se encuentra equilibrada por la densidad de los sonidos graves, y no solo cuando tiene delante a su querida Orquesta de Filadelfia, verdaderamente la horma de su zapato. Es por otra parte el de Muti un sonido que se amolda con facilidad, ofreciendo terciopelo en Mozart, rusticidad en Verdi y carnosidad en Prokofiev sin perder nunca las características antedichas. El fraseo es vigoroso, enérgico, no particularmente incisivo pero lleno de tensión interna, deudor en buena medida de Toscanini por su interés por el empuje rítmico, pero con mucha más flexibilidad y sentido cantable.
Por otra parte, Muti es un maestro que –sin ser en modo alguno tosco o rutinario– antepone la idea global al detalle; rara vez atiende a un elemento primoroso, ni resulta rebuscado ni pretende hacer exhibición de técnica, sino que va directamente “al mensaje” preocupándose de desarrollar con energía, coherencia y convicción expresiva la estructura global, mostrándose a veces muy vehemente, pero controlando al cien por cien el fraseo y el equilibrio de planos sonoros. Y todo ello adoptando un espíritu digamos que decidido, afirmativo incluso, en el que el vuelo lírico y la poesía íntima se plantean sin espacio para la blandura, la fragilidad o lo meramente contemplativo.
En cuanto a Claudio Abbado, estoy de acuerdo con los críticos de Ritmo que llevan tiempo afirmando que existen en realidad dos Abbados: el de los sesenta, setenta y parte de los ochenta, y el que apareció poco antes de obtener a la titularidad de Berlín hasta ahora. El primero de ellos se parecía a Muti –basta con escuchar los Verdis que hacían ambos cuando eran jóvenes–, solo que el milanés adoptaba un sonido con menos músculo y más incisivo, un punto áspero, también más rico en el color y quizá más claro. En cualquier caso, el Abbado de aquellos tiempos se caracterizaba por ser todo fuego, ímpetu y pasión, un poco a la manera de Solti pero aún más creativo, más comprometido y dotado de una técnica aun más portentosa en lo que a concentración, autocontrol, flexibilidad y dominio de la orquesta se refiere. Vamos, un genio de la dirección.
En los ochenta la cosa empezó a cambiar. La sinceridad de los primeros tiempos empezó a verse sustituida por el rebuscamiento, la atención al detalle por encima de la estructura y hasta por lo amanerado. Su sonoridad fue perdiendo ese carácter rústico e incisivo que la caracterizaba para ir volviéndose pulida, suave y delicada, aligerando las texturas y adquiriendo una progresiva ingravidez en la cuerda hasta el punto de resultar con frecuencia relamida. Además, al llegar al podio berlinés se vio poseído por el espíritu de Karajan y, con semejante máquina de hacer música a su servicio, se obsesionó por ofrecer grandes contrastes en la dinámica y por la búsqueda del espectáculo sonoro en sí mismo. La técnica entendida no como un medio, sino como un fin. El objetivo, evidente: deslumbrar al público menos entendido haciendo que todo suene ora suave, bonito y delicado, ora grandioso, brillante y espectacular. La música se quedó por el camino.
Por si fuera poco, en los últimos años el milanés ha realizado una mala digestión de las interpretaciones historicistas y se dedica a ofrecer recreaciones del repertorio clásico anémicas en lo sonoro y fraseadas de modo frívolo, pimpante y hasta repipi, amén de por completo carentes de sentido dramático. Así las cosas, en la actualidad no se pueden concebir dos Mozarts más antitéticos que los de Abbado y Muti: por eso mismo he escogido estos dos vídeos de Youtube, sendos movimientos lentos de sinfonías del genio de Salzburgo en los que los maestros citados demuestran entender de manera muy distinta en qué consisten la delicadeza, la galantería y la elevación poética. Mucho ojo: el Andante de la Haffner por Abbado es de traca. Escúchese a partir del segundo 00:46 para entender lo que decimos.
PD. El vídeo de Abbado ha desaparecido del mapa. Lo siento.
Hasta ahora llevaba escritas diecisiete entradas en este blog repasando otras tantas integrales de las sinfonías de Johannes Brahms, a saber: Furtwängler, Toscanini, Klemperer, Walter, Giulini/Philharmonia, Szell, Barbirolli, Böhm, Celibidache/Stuttgart, Levine, Karajan, Solti, Bernstein, Wand, Celibidache/Múnich, Muti y Abbado. Y ahí me quedé hace ya casi dos años y medio. En parte por agotamiento brahmsiano, en parte porque no sabía qué decir ante el ciclo que, en el orden cronológico que había venido siguiendo, me tocaba comentar: el de Carlo Maria Giulini para Deutsche Grammophon. Ciclo y medio, en realidad.
El maestro comenzó su nueva andadura brahmsiana durante su titularidad en Los Ángeles allá en los primeros albores del sonido digital, registrando la Segunda en 1980 y la Primera en 1981. Años más tarde, y ya definitivamente establecido en Europa, estableció una relación de amor con la Filarmónica de Viena que le llevó a registrar, entre otras maravillas, la Cuarta en mayo de 1989, Tercera y Variaciones Haydn en mayo de 1990, y finalmente las dos sinfonías más tempranas en abril de 1991. Ni rastro de la Obertura académica: se ve que no le gustaba esa obra. Las dos grabaciones estadounidenses se encuentran hoy disponibles en una de las dos cajas de Giulini in America, mientras que las realizadas en la capital austríaca, descatalogadas por la propia DG, han sido reeditadas no hace mucho a precio de saldo por Newton Classics.
No sabía qué escribir, estaba diciendo. He vuelto a escuchar las grabaciones, he realizado algunas comparaciones más y he intentado ver las cosas de manera diferente. Vano intento, porque sigo con el mismo problema: no sé decir otra cosa que estamos probablemente ante el más grande Brahms sinfónico jamás grabado, al menos en lo que a la Segunda y la Tercera en Viena se refiere, y desde luego ante uno de los más hermosos, sinceros, emotivos y reveladores monumentos de la música clásica grabada. Explicar por qué me parece imposible. Intentaré aun así hacer algo.
Estas interpretaciones siguen la línea de las que realizó en los años sesenta con la Philarmonia, ya comentadas por aquí: a lo entonces dicho me remito. Pero obviamente hay diferencias. La más perceptible es la lentitud generalizada, muy considerable pero realizada con tan asombrosa técnica de batuta que no hay -cosa que por momentos sí puede ocurrir con Celibidache en Múnich o con Sanderling en Berlín- la más mínima caída de tensión. Así las cosas, se consigue una elevada claridad en el entramado orquestal y, sobre todo, un fraseo extraordinariamente paladeado que Giulini convierte en el más increíble derroche de esa cantabilidad que es el rasgo más significativo de estas grabaciones, consiguiendo así la poesía más tierna y humana que uno pueda imaginar. En este sentido, resulta revelador traer las palabras que el maestro ofreció en una entrevista realizada por Roberto Andrade en el nº 59, noviembre de 1991, de la revista Scherzo:
El año pasado grabé en Viena, con la Filarmónica, la Tercera de Brahms: en el tercer movimiento está escrito “mezza voce” y en el último “sotto voce”. Tras las explicaciones necesarias, no acababa de salir, en el Poco allegretto, lo que yo sentía. Y entonces recurrí a decirles que sotto voce se puede decir “te amo” o “te odio”, las cosas más bellas y las más horribles; pero “mezza voce”, no: a media voz acuna la madre a su hijo, como cantando entre sueños… Lo comprendieron en seguida. Estas pequeñas indicaciones ayudan mucho. Volviendo a la Tercera, en el primer tiempo Brahms indica “sotto voce, ma semplice”: en tal caso, es un canto entre sonrisas, mientras que la media voz tiene algo de nostálgico.
La nostalgia, sí, es otro de los pilares de estas interpretaciones. Nostalgia que ya está en la música brahmsiana, pero que Giulini eleva a la máxima potencia sin caer en lo meramente otoñal, porque sus recreaciones están llenas de tensión, de angustia, de rabia y desesperación incluso -tremendos los clímax de los movimientos iniciales de las cuatro sinfonías- sin perder nunca el control de la arquitectura ni dejar que la incandescencia desequilibre la cuidadísima escritura brahmsiana ni la belleza formal. Lleva el de Barletta en este sentido mucho más lejos los planteamientos que ya estaban en sus recreaciones de los sesenta, como también en lo que se refiere al sentido de la atmósfera, de lo misterioso y lo inquietante: estas lecturas resultan considerablemente “góticas” en más de un momento, como ocurre en el Andante de la Tercera o en la disolución final de la misma obra. Todo ello conseguido a través de una tan amplia como sutil gama de inflexiones solo al alcance de un maestro con el más absoluto dominio de la agógica, amén de poseedor de una elevadísima creatividad. Es esta última, quizá, lo que hace que algunos prefieran el más ortodoxo ciclo con la Philharmonia a este tan arriesgado. A mí me pasa todo lo contrario, porque pienso que la subjetividad de que hace aquí gala el italiano se encuentra presidida no ya por el exquisito gusto en él esperable, sino también por la más profunda comprensión del universo emocional brahmsiano. Recuerden lo que decía Celibidache: la música no está en las notas.
La sonoridad de la Filarmónica de Viena es, obviamente, muy distinta a la de la orquesta del rocoso Klemperer: terciopelo puro. La formación austríaca ya había grabado montones de sinfonías de Brahms con otros maestros, pero con Giulini hay matices particulares. Digamos que suena con menos perfección que, por ejemplo, con un Bernstein, pero lo hace con menos interés por la belleza sonora en sí misma y mayor cantabilidad en el fraseo, no solo la cuerda en su conjunto sino también por parte de los diferentes solistas. Y de nuevo salió el concepto del canto. ¿Aportación de un maestro con hondo amor a la ópera italiana? Podríamos verlo así, pero yo prefiero interpretarlo como el resultado de concebir la música -que “respira” y “habla” aunque no tenga palabras- como algo indisolublemente unido a la expresión humana.
Por otra parte, creo necesario transcribir las clarividentes las palabras con las que hace muchos años -lamento no ofrecer la fecha concreta, pero en cualquier caso el artículo es anterior a la edición de la integral que comentamos- el malogrado critico Gonzalo Badenes explicaba en las página de Ritmo la peculiar sonoridad giuliniana:
Su rasgo más llamativo es la importancia otorgada al sonido de la cuerda, que se erige en protagonista de la textura, no solo en los registros extremos (agudo y grave), sino en las partes internas (violines segundos, violas). Sobre esa base las demás familias se integran en una particular pastosidad tímbrica, en la que no se permite a la percusión o al metal perforar el edificio sonoro con la incisividad encontrable en otros maestros. Dentro de los metales, son las trompas, por su sonoridad más dulce, los instrumentos más favorecidos.
Hay algo más, que tiene que ver con la sonoridad pero también con lo expresivo: se detecta en estas interpretaciones, al menos en los movimientos lentos, un aliento inclasificable, digamos que espiritual en el sentido más amplio del término, que conduce a la “desmaterialización” de la forma, esa misma desmaterialización que caracteriza el estilo tardío de algunos genios del arte y que en el mundo de la dirección de orquesta podemos percibir con claridad en el último Furtwaengler o en el Celibidache de la etapa de Múnich. Por momentos parece que podemos “ver” a través de los sonidos, que estos se reducen a lo esencial y que somos capaces de vislumbrar, aunque sea a través de un velo, el espíritu último de la creación artística. Todo esto así explicado no es más que palabrería, pero quien haya quedado extasiado ante las últimas obras de Miguel Ángel, de Rembrandt, de Goya o de Monet comprenderá lo que digo.
Concretemos algo siguiendo el orden cronológico de grabación. En la maravillosa Segunda de Los Ángeles -larga no solo por la lentitud, sino también por la repetición de primer movimiento- ya percibimos todas las características arriba señaladas, incluida la cantabilidad del fraseo por mucho que los violonchelos no sean los de la Filarmónica de Viena. El sonido cálido y oscuro que extrae en la orquesta norteamericana es en cualquier caso ideal, y en ello tiene mucho que ver el tratamiento de las voces intermedias, particularmente de las violas. Quizá la versión en Viena alcance por momentos mayores cotas de desgarro, si bien aquí hacia el final del segundo movimiento hay un pasaje más creativo que aporta a esta conclusión un sabor muy siniestro. El último no alcanza el frenesí de las más grandes recreaciones, pero es coherente con el resto.
Menos interés presenta la Primera de Los Ángeles, una lectura lírica y efusiva, más bien pesimista pero no del todo rebelde, que comienza de manera un tanto flácida y apática y de hecho no termina de convencer el primer movimiento, quizá tampoco en el último; los dos centrales son extraordinarios.
La Cuarta ocho años posterior, ya en Viena, es una interpretación lírica, reflexiva y trágica antes que épica, que sobresale por su fraseo flexible, matizado hasta el infinito siempre con fines expresivos, sin amaneramientos ni caídas en el narcisismo, y también sin que se pierda de vista la arquitectura global. Las tensiones fluyen con asombrosa naturalidad hacia unos clímax no tan electrizantes y con tanta garra como en su versión con Chicago de 1969, genial y complementaria a esta, pero en cualquier caso de una fuerza abrumadora y portentoso sentido dramático. A destacar el elevadísimo sentido de la atmósfera y el peso de los silencios.
Enorme también la Obertura trágica, interpretación amplia, lenta pero de muy buen pulso, maravillosamente paladeada, que sabe aunar el dramatismo con un hondo sentido humanista, fraseando con nobleza y siempre muy atenta a la creación de atmósferas. Puede quizá que le falte un punto de negrura, justo la que ofrecerá pocos años después Barenboim con la Sinfónica de Chicago.
Con la Tercera llegamos a la cima del arte giuliniano. Es posible encontrar interpretaciones aún superiores en belleza sonora -la de Bernstein con la misma orquesta-, pero ninguna que ofrezca con semejante grado de convicción expresiva y con una realización tan irreprochable la síntesis que realiza Giulini de vuelo lírico, atmósfera ominosa, rebeldía, ternura y garra dramática sin que ninguno de estos componentes, todos desarrollados en su más alto grado, se ponga por encima del otro. Esto lo consigue a través de un fraseo particularmente cálido y flexible, en el que los silencios de nuevo pesan como losas y se ofrecen numerosos detalles creativos sin que en modo alguno suenen fuera de lugar, todo ello haciendo gala de un legato para derretirse y una manera de hacer brotar o desaparecer la melodía con verdadera magia, haciendo que lleguen los clímax con absoluta naturalidad y luego relajando las tensiones con la misma lógica.
El primer movimiento resulta adecuadamente épico, alcanzando en la sección de desarrollo una enorme tensión emocional con ribetes agónicos, siempre combinando semejante ardor con cierto carácter otoñal. El Andante, fraseado de manera exquisita, posee un muy particular sentido de la atmósfera en el que se combina de manera sorprendente lo sensual, lo ominoso y la espiritualidad trascendente. El Poco Allegretto -repárese en la transcripción de la entrevista que realizábamos arriba- es humanístico y tierno a más no poder, pero ofrece también tintes inquietantes en el trío. Tremenda la incandescencia del Allegro final, en el que la lucha contra el destino desemboca en una disolución nihilista pero llena también de dignidad y de honda comprensión de la condición humana. Increíble en este sentido como Giulini va disolviendo poco a poco las tensiones de la música sin merma de la concentración. La orquesta está maravillosa, sobresaliendo unos violonchelos que estremecen al oyente en lo más hondo.
En las Variaciones sobre un tema de Haydn, página que por cierto mejor sería denominar Variaciones San Antonio, el maestro profundiza como nadie en el humanismo, la sensualidad, la poesía íntima y también -por qué no- en la espiritualidad de la página, adoptando una postura serena sin desdeñar los aspectos lúdicos ni los épicos de la partitura, aunque procurando no acentuar los contrastes anímicos entre las diferentes variaciones. En cualquier caso se ofrece una infinidad de inflexiones expresivas -estremecedora la cuarta variación- planteadas con toda naturalidad, como si las soluciones por él ofrecidas fueran las más lógicas posibles.
La nueva Segunda es aún superior a la de Los Ángeles. Desde luego es parecida a ella, sin la repetición del primer movimiento pero aún más lenta en sus tempi, más deliberada en su fraseo; los chelos de la orquesta vienesa son una importantísima baza a su favor y, en general, Giulini se encuentra aún más inspirado. El primer movimiento, sin ser particularmente rebelde, sabe aunar el lirismo con una gran fuerza dramática, pero el segundo aun más, alcanzando un clímax de gran desesperación y profundidad filosófica, si bien el final no resulta tan siniestro como en la ocasión anterior. El tercero está lleno de dulzura y encanto. El último en principio no parece muy encendido y se muestra alejado del impulso juvenil, pero posee una grandeza incontestable.
La Primera de 1991, sin estar a altura estratosférica de las dos intermedias y teniendo alguna importante competencia discográfica (Solti, Bernstein), es en cualquier caso la más convincente de las que grabó Giulini, y desde luego una de las grandes de la era digital. En el primer movimiento destaca la asombrosa mezcla de dolor y rebeldía que consigue el maestro, alcanzando unos clímax encrespados como pocos, tras los cuales hace cantar a la cuerda con un lirismo lacerante que sabe resultar al mismo tiempo pesimista sin caer en lo resignado. Increíble además el dominio de las transiciones en una planificación tan flexible como lógica. La atmósfera sombría continúa en el Andante sostenuto, pero aquí saca a la palestra un legato prodigioso y un fraseo de amplísimo vuelo. Impagables la sonoridad de la orquesta vienesa y la sensibilidad de su concertino. En el tercero es de justicia destacar el asombroso tratamiento de la polifonía. En el cuarto, finalmente, se pueden echar de menos enfoques más extrovertidos y visionarios, pero es difícil resistirse ante la nobleza, el elegantísimo equilibrio y la grandeza sincera a más no poder de que hace gala el maestro.
Existen más grabaciones brahmsianas de Giulini por ahí. Por ejemplo, una magnífica Primera de 1998 con la Joven Orquesta Nacional de España que Alfonso Aijón ofreció en edición limitada a los abonados de Ibermúsica. Pero quiero traer aquí, para dejar atrás de una vez por todas al inolvidable maestro, un vídeo no comercial de la Cuarta ofrecida el 29 de junio de 1996 en la abadía cisterciense de de Eberbach al frente de la Staastakapelle de Berlín, que tienen ustedes de manera gratuita en YouTube. No está a la altura de las interpretaciones de Chicago y Viena, pero merece la pena verla.
Se trata de una lectura -ahora sí- marcadamente otoñal, serena, profunda y de una enorme nobleza, también un tanto gótica, más creativa que otras de Giulini, con mucho uso del rubato y de las retenciones de tempo. Al final del primer movimiento, eso sí, le falta la tensión dramática de las dos lecturas arriba citadas. El Andante moderato está fraseado de manera increíblemente efusiva y dulce. Muy bien el Allegro giocoso, aunque resulte más introvertido que otra cosa. El cuarto está muy bien pero el final, a decir verdad, puede parecer un poco hinchado. La orquesta responde con muy hermoso sonido, salvando los mediocres trombones. Desgraciadamente hay varios desajustes, uno de ellos muy grave, no sé si por deficientes indicaciones de la batuta o por la acústica reverberante de la iglesia. Mi recomendación es que olviden las insuficiencias y disfruten.
Ya mostré en este blog mi entusiasmo ante el disco con cuatro sonatas de Beethoven que, bajo el título Moto perpetuo, grabó Javier Perianes (Nerva, 1978) para Harmonia Mundi en el mítico estudio Teldex de Berlín en diciembre de 2011. No expliqué entonces las razones, porque quise profundizar en el universo interpretativo de esta insondable música -qué enorme, genial monumento a la condición humana son estas treinta y dos piezas- escuchando las mismas páginas interpretadas por el artista andaluz a una larga serie de grandes nombres del piano.
De este modo, han desfilado por mi equipo de música Barenboim en sus tres grabaciones, la de EMI de los sesenta, la de Deutsche Grammophon de la primera mitad de los ochenta y la filmación de EMI de 2005, esta última editada también por Decca en su versión de audio dentro de la colección Beethoven for all; Wilhelm Backhaus en sus registros estereofónicos para Decca de los sesenta; Wilhelm Kempff también en sus grabaciones estéreo de esos mismos años para el sello amarillo; Annie Fischer en su poco conocido registro para Hungaroton de 1977-78; Emil Gilels en su integral incompleta para DG; Alfred Brendel en la segunda de sus grabaciones para Philips, la de la primera mitad de los noventa; y también la joven HJ Lim, con su justamente controvertida e inclasificable integral de 2011 editada por EMI. Además, he podido escuchar versiones sueltas a cargo de gente como Sviatoslav Richter, Claudio Arrau, Friedrich Gulda, Vladimir Ashkenazy, Maurizio Pollini, Mari Kodama, Jonathan Biss o Ronald Brautigam, este último al pianoforte. Una lástima no haber localizado ninguna de estas cuatro sonatas por Edwin Fischer, que fue un gran beethoveniano.
A todos los citados los he ido escuchando en combinación una vez y otra con el citado Perianes. ¿Y saben qué? El onubense, armado de un sonido tan hermoso como adecuado, de un virtuosismo digital irreprochable, de un fraseo flexible, imaginativo pero siempre sensato y de unos tempi más bien tendentes a la lentitud que le permiten paladear las melodías con la cantabilidad apropiada, me parece superior o incluso muy superior a casi todos ellos, con las lógicas excepciones de un Arrau, un Gilels y, claro está, del mas grande intérprete de Beethoven de toda la era discográfica, obviamente Daniel Barenboim.
Llegamos aquí a una cuestión decisiva: ¿hasta qué punto se nota la influencia del de Buenos Aires, con quien Perianes ha tenido la oportunidad de estudiar durante estos últimos años, en las grabaciones que comentamos? En un sentido, mucho; en otro sentido, nada. No se nota nada en lo que a la materialización sonora se refiere. Perianes no le copia ni en tempi, ni en fraseo, ni en la resolución de pasajes concretos ni en los detalles llenos de genialidad que el maestro ofrece aquí y allá.
Y sin embargo, sería imposible entender estas interpretaciones sin la presencia del artista argentino-israelí-español-palestino, porque se encuentran planteadas bajo el mismo concepto, la misma manera de entender al compositor. Es el de ambos un Beethoven denso, filosófico pero también emotivo, marcado por los claroscuros, la atmósfera más o menos “gótica” y ominosa, los interrogantes y la lucha entre la forma y la expresión, lo que también quiere decir -Barenboim algo ha escrito sobre ello- entre el pianista y su instrumento, una dialéctica no precisamente exenta tensiones, dificultades y serios riesgos. Es también un Beethoven ajeno por completo a la trivialidad, a la coquetería o a la relajación, lo que no implica -antes todo lo contrario- que carezca de delicadeza, de ternura o de poesía; pero eso sí, es un Beethoven en el que nunca la belleza sonora se convierte en un fin en sí mismo, sino en un medio -o más bien una consecuencia- de unas determinadas intenciones expresivas.
Este es, por ende, el Beethoven de los Furtwaengler, Klemperer, Fricsay, Böhm, Sanderling y compañía, justo en el polo opuesto a los que hoy hacen los Harnoncourt, Gardiner, Norrington, Abbado, Herreweghe, Järvi y directores de la misma cuerda. ¿Y es también el de los “pianistas de otros tiempos”? Ahí no está nada claro, pues de todos los nombres arriba citados solo unos pocos ofrecen recreaciones adecuadamente matizadas y con la suficiente riqueza conceptual. La mayoría resultan excesivamente rígidos y mecánicos, o les falta atrevimiento e imaginación para mojarse lo suficiente, o carecen de la suficiente dosis de poesía, o sencillamente sacan los pies del plato. Veámoslo sonata a sonata, aun arriesgándonos a aburrir al lector con las comparaciones.
Sonata nº 12, “marcha fúnebre”
La op. 26 de Beethoven fue compuesta entre 1800 y 1801, distribuyéndose en cuatro movimientos el penúltimo de los cuales, la marcha fúnebre que le da título, anuncia por razones obvias a la Sinfonía Heroica que vendría poco después; de ahí que necesite una interpretación densa y comprometida. Por eso mismo no me gusta la de Backhaus, rápida, ágil, fluida y elegante, pero de concepto mucho antes luminoso, distendido o incluso pimpante que dramático. Tampoco me convence Kempff: su primer movimiento necesita mayor contraste entre las variaciones, la rebeldía de la marcha fúnebre es un tanto artificial y el cuarto carece de picos claros de tensiones.
Mucho más interesante Sviatoslav Richter (JVC, 1960). Como siempre, el ruso desdeña la belleza sonora y se centra en el dramatismo; por desgracia se olvida de la cantabilidad, el lirismo y la sensualidad. El cuarto movimiento suena muy bullicioso. En la misma línea pero más redonda la interpretación de Gilels de 1975: sobria, concentrada, de enorme fuerza interior, poco lírica y nada sensual, pero sí menos demoníaca e igualmente dramática que la de su colega, sobresaliendo una marcha fúnebre extraordinaria, con un clímax que se beneficia del sonido poderosísimo del maestro.
La lectura de Annie Fischer es fluida y elegante, no careciendo de sabor beethoveniano. Lo que ocurre es que en los dos primeros movimientos no parece terminar de lanzarse en el mundo de contrastes sonoros y expresivos que propone la obra. Alfred Brendel ha de gustar sobre todo a los amantes de lo apolíneo, significando esto último que las aristas están suavizadas y apenas hay interés por la garra dramática, los acentos punzantes o la atmósfera ominosa.
Brautigam (BIS, 2005) acierta plenamente -en esta sonata, no en otras- con un Beethoven muy bien planteado en el que se logra extraer músculo y claroscuros del fortepiano y trazar una arquitectura bien tensada. El Allegro conclusivo subraya de manera interesante las conexiones con el mundo clavecinístico.
HJ Lim ofrece un toque extraordinariamente ágil, sonido hermoso y fraseo ricamente matizado. Ahora bien, la pianista se preocupa más de ser personal que de conectar con Beethoven; el scherzo resulta más nervioso de la cuenta, y la marcha fúnebre carece de misterio y grandeza.
Jonathan Biss (Onyx, 2012) también se encuentra, como Perianes, en la nómina de los alumnos de Barenboim. La suya es una interpretación fluida, natural, magníficamente tocada y bella en sonoridad, pero también algo superficial, decepcionando en una descafeinada marcha fúnebre.
Barenboim es otro mundo. Su interpretación de 1969 es tremenda: austera, pero llena de fuerza interior, reveladora del Beethoven más hondo y rebelde. El primer movimiento es lentísimo, introvertido y reflexivo, con poesía pero sin mucha luz. El segundo está dicho sin prisas y posee acentos puntuales muy dramáticos. La marcha fúnebre resulta abiertamente genial, de una tensión demoledora pese a la tremenda lentitud, alcanzando un clímax escarpado a más no poder. La suya de los ochenta resulta algo más ligera en los tempi pero no menos oscura de concepto. La de 2005 ofrece una mayor riqueza conceptual: es menos severa, menos terrible, pero también más lógica y natural.
Justamente por este último sendero -insisto que en concepto, no en realización- es por donde discurre la interpretación de Perianes. En la misma sorprende ante todo la lentitud, que sin llegar a los extremos de Barenboim ‘69 resulta arriesgadísima. Pero no pasa nada: su concentración es tal que la tensión no se pierde en ningún momento. Lo interesante, en cualquier caso, es lo bien que sintoniza con el contenido de la partitura. Espléndido en este sentido el tema con variaciones, donde logra diferenciar cada una en lo expresivo y abre numerosos interrogantes, aun faltando quizá el último punto de sensualidad y humanismo del más reciente Barenboim. Enorme la fuerza visionaria que el de Nerva consigue en la marcha fúnebre a través de una minuciosa planificación; no llega a los extremos escarpados y visionarios del bonaerense en su primera grabación, pero ofrece mayor sentido del misterio. Interesantísimas las texturas del último movimiento, ricamente acentuado y con pasajes donde nos descubre interesantes apuntes dramáticos.
Sonata nº 17, “la tempestad”
La op. 3, nº 2 de Beethoven es también inmediatamente anterior a la Heroica. El sobrenombre no es cosa del autor. En cualquier caso, si la obra realmente estuvo inspirada por la obra homónima de Shakespeare es algo que queda en segundo plano ante la inventiva de sus tres movimientos: entre lo etéreo y lo arrebatado (tormentoso si se quiere) el primero, lleno de interrogaciones el segundo y en desasosegante pero muy hermoso moto perpetuo -ese el el leitmotiv del disco que nos ocupa- el tercero.
Backhaus, pianista que a mi entender no poseía el adecuado sonido beethoveniano, vuelve a ofrecer una lección de mecanografía con una interpretación plana y cuadriculado. Más voluntarioso se muestra Kempff. En el primer movimiento ofrece texturas muy interesantes, pero a los pasajes tempestuosos les falta de fuerza expresiva, incluso física. El segundo resulta mucho antes amable que profundo, y el tercero carece de progresión.
Annie Fischer apuesta por la tensión y los acentos dramáticos en una lectura comprometida con el Beethoven más visionario, a la que le falta quizá un fraseo algo más paladeado y un toque que, siendo poderoso, resulta más seco de la cuenta. Enorme Gilels en 1981 ofreciendo su Beethoven sobrio, muy dramático, lleno de fuerza interior y de hondura; el tema “A” del primer movimiento le queda un poco nervioso.
La digital de Brendel es una interpretación de enorme belleza, pero también dicha un tanto desde la distancia, lo que significa que el maestro desdeña los interrogantes y los claroscuros -muy tímida la mano izquierda- para adoptar una mirada un tanto otoñal.
Mari Kodama (Pentatone, 2004), pianista de sonido muy hermoso y fraseo natural, sigue claramente los pasos de Brendel, pero lo que en el austríaco es una opción ética y estética, en la japonesa parece el mero deseo de seducir a los sentidos. Y es que su interpretación, atenta al peso de los silencios y llena de sugerencias, falla al suavizar las aristas y ofrecer una mirada de muy escasos acentos dramáticos.
HJ Lim oscila entre la concentración y el mecanicismo. En el primer movimiento las partes rápidas resultan precipitadísimas. En el segundo pasa algo parecido; los “redobles” de la mano izquierda son muy rígidos, perdiendo el sentido inquietante del movimiento. El tercero anda matizado con originalidad, pero se empeña demasiado en su carácter implacable y no deja a la música respirar.
De nuevo Barenboim es quien pone el listón en lo más alto. La de 1967 es una interpretación lenta -la que más de las del argentino-, austera, concentradísima, poco sensual pero muy densa. El primer movimiento sabe combinar lo etéreo con lo escarpado sin dejarse llevar por el nerviosismo. El segundo, resultando muy siniestro por momentos, posee el humanismo propio de Beethoven, aunque más desde un punto de vista filosófico que desde la ternura o la emotividad.
Su grabación digital continua con los mismos planteamientos, mientras que en 2005 el maestro alcanza con esta obra una de las cimas de esta integral con una interpretación donde se ha suprimido todo lo accesorio para quedarse con la pura espiritualidad de la obra. El fraseo es mágico, atentísimo al peso de los silencios, diferenciando además cada frase y cada nota desde el punto de vista expresivo, calculando los puntos de tensión con tanta lucidez como naturalidad.
Con permiso de Barenboim, la interpretación de Perianes resulta sin duda excepcional. En el primer movimiento ofrece contrastes extremos entre las secciones líricas, muy lentas y mágicas, y las tempestuosas, particularmente arrebatadas pero sin dejarse llevar, como otros colegas, por la precipitación o el mecanicismo; a destacar la manera en la que matiza extrayendo colores y matices expresivos por doquier en un enfoque diríamos que “orgánico”, que parece primar el libre desarrollo horizontal del discurso. El Adagio alcanza una belleza tan abrumadora como alejada de lo superficial, ciertamente sin la sobriedad ni la esencialidad de un Barenboim, pero otorgando un aliento más humano. En el Allegretto demuestra que lo del Moto perpetuo dista de ser una invitación al virtuosismo: muy flexible, se encuentra plagado de interrogantes y sugerencias más que de arrebato. En lugar de un artista joven, extrovertido y con ganas de comunicar de la manera más directa, parece aquí un pianista en su plena madurez capaz de resumir toda la esencia de su sabiduría.
Sonata nº 22
Las restantes sonatas del disco, en dos movimientos cada una, son bastante más breves. La op. 54 es de 1804. Su primer movimiento se basa en los contrastes entre los dos temas, mientras que el segundo volvemos al imparable moto perpetuo. El resultado es extraño, desconcertante, y no ha de sorprender que se trate de una de las sonatas menos populares del autor. Necesita sin duda de un intérprete no solo musical sino también creativo, aunque la variedad de enfoques no siempre convence.
Por ejemplo, en 1958, un joven Gulda registraba, dentro de su integral para Philips, una interpretación vienesa en el peor de los sentidos, es decir, ante todo amable, delicada, elegante, incluso un tanto aérea. El resultado es irritante: Beethoven convertido en cajita de música.
Richter (RCA, 1960) es siempre Richter. Hay concentración, pulso muy firme y cierta adustez, resultando el sonido es algo agresivo, seco; se echan de menos sutileza y magia sonora. La de Kempff de 1964 es una interpretación sensata y ortodoxa, alejada de lo mecánico, pero de nuevo las tensiones no están bien planificadas y se pierde la continuidad del discurso musical.
Otra cosa muy distinta es lo que Claudio Arrau hace para Philips en 1965. El chileno apuesta por los tempi amplios, la hondura y la flexibilidad en una lectura más bien otoñal. El primer movimiento resulta grave y sombrío, quizá en exceso serio y desde luego no muy electrizante. El segundo movimiento en vez de resultar arrollador está paladeado con lentitud, llenando de matices el fraseo.
En 1969, el muy anciano Backhaus -ochenta y cinco años, a punto ya de fallecer- ofrece una interpretación que transforma su pretendida objetividad, equilibrio y rechazo de los excesos digamos “románticos” en una total ausencia de cantabilidad, de matices expresivos y de idioma beethoveniano.
Annie Fischer se muestra en esta página juvenil y apasionada, primando la comunicatividad por encima de la reflexión. El primer movimiento busca un fuerte contraste entre un tema A tratado con agilidad, nervio y cierto carácter galante, con un tema B que pasa como una apisonadora. El segundo es ante todo arrollador y se desarrolla de manera en exceso lineal. Lástima.
Ashkenazy (Decca, 1979) construye una interpretación muy interesante en cuyo primer movimiento al principio se echa de menos la cantabilidad humanística propia del autor, para descubrirnos luego algún detalle tenebroso de gran interés en el tema A y, tras un revelador silencio, ralentizar la última sección de manera magistral. El Allegretto sabe ser trepidante matizando al mismo tiempo con sensatez. La de Brendel es todo lo bella, fluida y natural que en él es de esperar, pero resulta un tanto plana; en el primer movimiento, parece acercar en vez de contrastar los dos temas.
Lo de Pollini (DG, 2002) me parece bochornoso. Nadie puede dudar de la técnica enorme del italiano y de su ímpetu bien controlado, pero el resultado es muy cuadriculado, superficial y hasta machacón. ¿Falta de inspiración musical o ganas de provocar? Brautigam (BIS, 2007) defrauda aquí de manera considerable: hace lo mismo que Pollini, pero al fortepiano.
Otra que se sale por peteneras es HJ Lim, con un concepto que parece mirar al mundo de Chopin apostando por el apasionamiento ligero y galante, con enormes contrastes dinámicos, tirones y frenazos en el tempo y otros recursos ultrarrománticos que resultan tan vistosos como insinceros, muy de cara a la galería.
Aunque el primer movimiento está marcado In tempo di Menuetto, ya en su grabación de 1969 Barenboim ya deja de lado lo coqueto para apostar por la reflexión, mientras que en segundo olvida la velocidad para centrarse en el matiz. La de Deutsche Grammophon prefiere subrayar los aspectos más visionarios de la partitura. La grabación de 2005 es una síntesis de las dos. De este modo, el primer movimiento ofrece un clasicismo noble salpicado por algún acento muy hiriente, mientras que el segundo consigue ofrecer músculo y empuje sin perder el equilibrio clásico, culminando en un final muy encrespado.
Junto con esta última del de Buenos Aires, la de Perianes es la más convincente de todas las comentadas, tanto por la riqueza conceptual de que hace gala como por su valentía e imaginación. El primer movimiento logra un enorme pero nada forzado contraste entre la nobleza de las secciones líricas y la enorme tensión en las rápidas -qué valentía y qué desafío a la peña historicista la manera de extremar las dinámicas- hasta desembocar en una sección final llena de magia. El segundo está dicho sin prisas y con flexibilidad, ofreciendo una polifonía muy clara gracias a la manera de colorear las diferentes líneas. El final, tan arrebatado como firme.
Sonata nº 27
La op. 90 es muy posterior a las otras tres sonatas del disco, pues pertenece ya a 1814: entre las sinfonías Octava y Novena, para entendernos. Se trata de una obra extraña, esencial, dotada de una espiritualidad que ya anuncia la última etapa beethoveniana. No es fácil encontrar la clave para interpretarla.
La comparativa entre interpretaciones no ofrece novedades con respecto a lo ya dicho. La de Kempff es una interpretación de corte lírico a la que le falta un poco de densidad, como también de matices, lo que a la postre quiere decir de profundidad. Backhaus se muestra precipitado cuadriculado y banal; cuando hay detalles creativos, aparecen para hacer bonito pero no con intenciones expresivas.
Frente a los dos pianistas citados, Claudio Arrau alcanza el adecuado equilibrio entre lo elegante, lo reflexivo y lo dramático, con un primer movimiento más encrespado de lo esperable en el chileno y un segundo no todo lo lento, concentrado y poético que podía haber sido.
La de Gilels de 1974 es una interpretación muy personal, basada en un sonido muy poderoso y macizo, y en una gran sobriedad llena de grandeza, aunque no del todo redonda. Interesa más aún la de Annie Fischer, arriesgada y creativa, que apuesta por ofrecer enfoque más bien escarpado pero decepciona relativamente al no ofrecer toda la poesía deseable en el Rondo, que en manos de la veterana pianista adquiere por otra parte un dramatismo de gran interés.
En una línea radicalmente distinta pero también espléndida la lectura digital de Alfred Brendel, introvertida, cantable y atenta a los aspectos atmosféricos. El que no convence en absoluto es Pollini en 2002: trazo firme, sonido muy poderoso cuando debe y enorme claridad para una interpretación de marcado carácter mecanográfico que recuerda un tanto a la de Backhaus. Tampoco interesa Brautigam: el fortepiano no funciona mal, pero el intérprete aborda el primer movimiento con exceso de nervio, fraseando a veces de manera cuadriculada, mientras que el segundo, más escarpado de lo que suele, carece de la cantabilidad necesaria. HJ Lim sigue en su línea: abusa de rubatos, de aceleraciones a veces muy mecánicas y de contrastes dinámicos, ofreciendo detalles sin duda originales pero atentando contra la unidad del discurso y la naturaleza de la obra.
En los años sesenta Barenboim apuesta por la lentitud, la introversión y el lirismo, aunque siempre manteniendo la densidad sonora e intelectual, añadiendo en los ochenta una buena dosis de negrura al concepto. De nuevo la de 2005 es síntesis de las dos anteriores, siendo capaz de equilibrar una gran tensión sonora con el carácter reflexivo y de abrir multitud de interrogantes; a destacar la formidable la flexibilidad no solo en el fraseo, sino también en la dinámica.
Parecida flexibilidad y parecido concepto es el que mantiene Perianes en su recreación, por lo demás tan personal como lo son las del argentino. En el Allegro inicial consigue expresar de modo admirable esa “disputa entre la mente y al corazón” de la que hablaba Beethoven al referirse a esta página, sabiendo alternar entre momentos especialmente escarpados y otros cargado de tintes atmosféricos muy inquietantes. El Rondo carece de la hondura serena de un Barenboim pero posee a cambio un interesante aroma anhelante; en cualquier caso, está dicho con gran belleza y ricos matices expresivos. La frase final es un poco seca, no obstante.
Es quizá el único reparo que el autor de estas líneas le pone a un disco que hace pensar que, si sus próximas aproximaciones a este universo están a la misma altura, Javier Perianes va a convertirse en uno de los más grandes pianistas beethoveniano de toda la era discográfica.
Esta grabación, realizada en el Barbican Hall en diciembre de 2007 y protagonizada por Sir Colin Davis y la Sinfónica de Londres, ya la comenté cuando salió en CD y SACD. No encuentro necesario repetir lo entonces dicho. Simplemente vuelvo a dejar constancia de que este -globalmente hablando, teniendo en cuenta dirección y cantantes- es mi Mesías de Haendel favorito de cuantos he escuchado, que son unos cuantos. Aunque obviamente el doble SACD suena mucho mejor, tener las imágenes resulta un verdadero placer.
Mi consejo es que no hagan demasiado caso de los talibanes de los instrumentos originales -que son muchos y muy peligrosos- y disfruten de esta maravilla haciendo click aquí arriba, lo que en cualquier caso no me impide aconsejarles que complementen esta visión abiertamente tradicional con otras de carácter historicista, preferiblemente la de Pinnock, la de Paul McCreesh o la más reciente de las dos de Harry Christophers. Ah, también pueden escuchar- que no ver- una maravillosa dirección a cargo de Ton Koopman si hacen click en esta otra entrada. ¡Feliz Navidad!
Me invitó ayer un amigo al enésimo Mesíasparticipativo que organiza La Caixa con la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, esta edición con mucho interés por estar protagonizada por un mito viviente de la dirección del repertorio barroco, nada menos que Helmuth Rilling, en su momento uno de los líderes de la hoy muy injustamente denostada tercera vía interpretativa que renovó tempi, texturas y articulación sin renunciar a los instrumentos tradicionales ni a la relativa -solo relativa- densidad tanto sonora como expresiva que sí llegaron luego a desaparecer con algunas de las agrupaciones historicistas.
Los resultados de su labor, aun irregulares, estuvieron a la altura de las expectativas. Ya desde los primeros compases se notaba que iba a ser la del maestro de Sttutgart una interpretación marcadamente alemana, si es que aceptamos un tópico no exento de verdad: severa, honda, recogida y profundamente religiosa, marcada por el pathos y enfocada desde un punto de vista más bien reflexivo sin excluir, en la parte dedicada a la Natividad, una buena dosis de ternura y encanto, aunque alejadísimas estas del espíritu luminoso, espontáneo y no poco profano que otros intérpretes prefieren subrayar no sin falta de razón, pues esta música maravillosa es mezcla de muchas músicas diferentes en género y -digamos- estilo nacional, por lo que está abierta a las más diversas opciones siempre y cuando se mantengan la sensatez y el buen gusto. Rilling así lo hizo, y si algo hemos de reprochar a su lectura es que a veces resultó algo laxa y no del todo rica en lo expresivo que podía haber sido sin renunciar a semejante enfoque: algo más de garra e incisividad no le hubiera venido nada mal.
Desde el punto de vista formal, cabe indicar a quien le interese que los tempi fueron equilibrados, que el vibrato estuvo presente dentro de una evidente moderación, que se usó una plantilla de unos veinticinco instrumentistas -timbales con baqueta dura- y que había tanto clave como órgano al continuo. El conjunto sonó maravillosamente, con especial mención a la trompetista de la ROSS tanto en el Aleluya -dicho en plan grandioso y repetido al final- como en la célebre aria de bajo de la tercera parte.
Los espléndidos Gächinger Kantorei (Rilling los fundó allá por 1955) ofrecieron una sonoridad mucho más mate que esos coros británicos refulgentes en el agudo a los que estamos acostumbrados en esta obra, lo que pudo hacer pensar a algunos que resultaban sosos; no me lo pareció a mí, aunque sí que encontré algún momento -All we like sheep- en el que distaron de ofrecer la agilidad en ellos esperable. Los coros invitados (Camerata Vocal Concertante, Coro de Cámara An Die Musik, Coro de la Sociedad Musical de Sevilla, Coro de la Universidad de Huelva, Coro del Ateneo de Sevilla, Coro Manuel de Falla del Conservatorio Superior de Sevilla, Orfeón Portuense, Orfeón Virgen de la Escalera de Rota) sonaron muy bien en lo que a materia prima se refiere, pero en la siempre difícil coordinación con el escenario encontramos las lógicas y disculpables desigualdades, con momentos buenos y otros desajustados.
Quienes fallaron de manera más seria fueron los cuatro cantantes solistas. Del tenor Dominik Worting lo único bueno que puedo decir es que al menos sonó a Haendel. El bajo anunciado fue sustituido a última hora por otro cantante cuyo nombre no logré retener, pero que desde luego era más bien un barítono lírico de voz muy clara y poca soltura para las agilidades. Tampoco la tenía la soprano Hanna-Elisabeth Müller, cuya emisión además afeaba la calidad de su timbre, empañando así sus apreciables intenciones expresivas. Algo parecido le ocurrió a la mezzo Wallis Giunta, en este caso afectada por importantes cambios de color y un cierto descontrol de los reguladores. El arranque de la fuga final de la obra resultó lamentable por parte de los cuatro. ¿Tuvo que ver con la calidad estas voces el hecho de que Rilling le pegara varios tijeretazos a la partitura? Sea como fuere el público se lo pasó bien, y los coros invitados, divinamente.
En el concierto del pasado domingo por la mañana en el Auditorio Nacional ya comentado por aquí los chicos de Universal habían puesto un stand para vender los dos discos de Lisa Batiashvili para Deutsche Grammophon; la violinista georgiana los firmaría en el intermedio. A pesar de que el precio subía a unos escandalosos veinte euros, no pude resistir la tentación y me hice con el primero de ellos (el otro era Concierto de Brahms con Thielemann). Se titula Echoes of Time y está consagrado a artistas afectados de una manera u otra por el régimen de la Unión Soviética: Rachmaninov, Shostakovich, Pärt y el más desconocido Giya Kancheli, compatriota de la solista. Esa-Pekka Salonen y la Bayerischen Rundfunks –extraña combinación– la acompañan en las páginas con orquesta y el siempre admirable piano de Hélène Grimaud en las restantes. Los registros fueron realizados en 2010 con una espléndida toma sonora.
El profesor de la Vatiashvili había sido a su vez discípulo de David Oistrakh, dedicatario del Concierto para violín nº 1 de Shostakovich y probablemente, aun a día de hoy, su más grande intérprete, sobre todo en sus registros junto a Mitropoulos y Mravinsky (el de EMI con el hijo del compositor a la batuta interesa bastante menos). Pues bien, por mucho que nuestra artista reivindique esta filiación –véase la entrevista en YouTube–, lo cierto es que su acercamiento no se parece a los del mítico violinista. Dueña de un sonido dulce y delicado, aunque en absoluto frágil, y en cualquier caso muy bello –en esta página se sirve del Stradivarius Venus, de 1727–, así como de una espléndida afinación y un enorme virtuosismo digital, nuestra artista demuestra que es posible acercarse a esta obra desde una perspectiva eminentemente lírica, mucho menos visceral y desgarrada que lo acostumbrado, sin caer en la blandura y no perder el carácter doliente que los pentagramas demandan. Se pueden echar de menos la incandescencia y el dramatismo extremo del citado Oistrakh, pero en cualquier caso la opción está admirablemente resuelta y, eso desde luego, en el último movimiento se ofrece una buena dosis de brillantez sin quedarse en la superficie de la obra.
Salonen dirige con su habitual rigor arquitectónico y capacidad para analizar la obra alcanzando el adecuado punto de equilibrio entre el expresionismo shostakoviano y el enfoque más poético de la solista, sin necesidad por tanto de subrayar las aristas pero sabiendo mantener la tensión interna y el dramatismo necesarios. Solo se podía pedir algo más de grandeza en la tremenda passacaglia, el corazón de la obra. De propina se nos ofrece la transcripción para violín y orquesta –realizada por el padre de la propia Vatiashvili– de la Danza de las siete muñecas de Shostakovich, dicha con encanto y delicadeza; es justamente la música que pueden escuchar a continuación.
La Vocalise de Rachmaninov que interpreta junto a Hélène Grimaud comienza de manera particularmente dulce y delicada, en cualquier caso ajena al amaneramiento, para luego ir incrementando –sin perder la belleza sonora ni el control del fraseo– la tensión de manera muy apasionada, por momentos incluso escarpada. Spiegel im Spiegel (Espejo en el espejo) de Arvo Pärt –escribió la obra en 1978, justo antes de largarse de su país de origen– gustará sobre todo a los amantes del misticismo repetitivo del compositor estonio. No me cuento entre ellos pero he disfrutado, porque esta vez son solo diez minutos y las dos artistas saben ofrecer emoción auténtica –rotundos los acordes graves en el teclado– sin caer en la trampa del mero hedonismo “relajante”.
La pieza más reciente del disco es de 1994: V & V de Giya Kancheli, página para violín, voz pregrabada y orquesta de cuerda que también se enmarca, en cierto modo, en la nostalgia un tanto mística de Pärt; en cualquier caso resulta hermosa y completa muy bien el disco.
No me pasé la mañana del domingo 16 de diciembre por el Auditorio Nacional de Madrid a escuchar el programa semanal de la OCNE movido por la batuta de Jesús López Cobos, ese señor que se ha hecho rico a costa del erario público ofreciendo grandes dosis de rutina en el foso del Teatro Real, sino por otras dos cuestiones: escuchar por fin en directo esa obra tan fascinante como infrecuente que es Las campanas de Rachmaninov y ver qué da de sí uno de los últimos fichajes en exclusiva de la Deutsche Grammophon, la aun joven Lisa Batiashvili.
El atractivo del programa había hecho que se agotaran las entradas semanas atrás, pero por fortuna pude comprar una en la puerta de las de nueve euros. Casi al final del piso superior del recinto, por cierto, lo que me dificultó concentrarme en la música –además había un público particularmente insoportable en lo que a toses y caramelitos se refiere- al tiempo que me ofreció una muy buena acústica, sin duda arriba con mejor empaste y más naturalidad que abajo. También me permitió comprobar qué volumen alcanza en directo la violinista georgiana: se le escuchaba sin problema alguno a pesar de ofrecer un sonido más bien dulce y delicado.
En cualquier caso, lo que importa es el grado de musicalidad alcanzado por esta chica, que a mí me parece que es muy alto pese a no compartir del todo su manera de ver la música. Lo diré de otra manera: se pueden preferir lecturas más rústicas, dramáticas e incandescentes del Concierto para violín de Tchaikovsky, pero difícilmente se las puede escuchar igual de hermosas por sonido y por fraseo sin que el solista caiga –es lo que le ocurre a la Mutter en su lamentable interpretación con Previn- en el narcisismo, la blandura o el amaneramiento. Ni que decir tiene que de agilidad digital Batiashvili anda sobrada, lo que le vino particularmente bien en el último movimiento, aunque yo me quedaría con la cálida y bellísima cantabilidad de que hizo gala en el Andante central. El triunfo entre el respetable fue grande y merecido, lo mismo que la cola durante el intermedio para firmar discos.
López Cobos dirigió la partitura como era de esperar, es decir, ofreciendo enorme corrección técnica pero con horchata en lugar de sangre. Ahora bien, abriendo el programa se encargó de la Suite nº 4, mozartiana, del mismo Tchaikovsky, y esa obra la hizo de manera sobresaliente, porque ésta no demanda el pathos que el de Toro raramente es capaz de ofrecer, pero sí que permite lucir las virtudes de su batuta: elegancia, refinamiento, cierta coquetería, buen empaste, equilibrio polifónico y capacidad para la delectación melódica. Otra cosa es que la partitura diste de ser lo mejor de su genial autor.
¿Y Las campanas? Hombre, pues la lectura del maestro zamorano no fue precisamente la de Previn o la de Ashenazy (¡portentosas ambas!), pero hay que reconocer que no solo concertó de manera admirable sino que además supo paladear las melodías con delicadeza y concentración, evitar los excesos decadentistas y alcanzar un buen equilibrio entre lo lírico y lo dramático; para ser excepcional le hubiera hecho falta un colorido más rico e incisivo, mayor tensión dramática y un sentido atmosférico más desarrollado. Dignísimo el Coro Nacional de España bajo la dirección de Joan Cabero, y algo desequilibrado el trío vocal: al tenor José Ferrero no se le oía bien desde mi butaca –amigos del artista absténganse de enviar anónimos a este blog-, la soprano Nicoleta Ardelean estuvo espléndida y el barítono Alexey Tikhomirov realizó un irreprochable trabajo. Por cierto, aunque es verdad que hay que recortar gastos y reducir las hojillas al mínimo, en el programa de mano bien se podían haber incluido los poemas de Edgar Allan Poe en la última página. ¿No es eso mucho más útil durante el concierto que tener noticia de los próximos eventos?
Si el Macbeth de Verdi por Tcherniakov del pasado viernes en el Real madrileño fue un ejemplo de cómo una mala puesta en escena puede cargarse una obra rebosante de genialidad, El juramento que vi el sábado 15 de diciembre en el Teatro de la Zarzuela demostró hasta qué punto la excelencia de una producción escénica y el alto nivel global de la interpretación musical puede lograr que disfrutemos a tope de una obra de segunda como es esta de Joaquín Gaztambide que se estrenó en 1858 en el mismo coliseo de la calle Jovellanos.
Partitura, en cualquier caso, escrita con técnica y buen gusto, con mucho salero en más de un momento, deudora del mundo donizettiano sin que se note el pastiche y de apreciable e incluso muy alta inspiración en alguno de sus números. Huelgan las comparaciones con lo que por la misma época hacían unos señores llamado Giuseppe Verdi y Richard Wagner, claro está, pero desde luego esta página del compositor navarro me parece muy superior a otras soporíferas recuperaciones que he tenido que soportar en directo, como el Quijote de Manuel García o los Amantes de Teruel de Bretón, por mucho que se irriten las personas implicadas más o menos directamente en su exhumación. En esta zarzuela grande (de ópera cómica a la española se la califica muy acertadamente en el programa de mano) hay cierto nivel, y desde luego Pinamonti ha acertado al recuperarla doce años después que que volviera al Teatro de la Zarzuela, porque fuimos muchos los que no pudimos verla en su momento.
Excelencia de la interpretación musical y escénica, decía. Sobre todo de esta última, debería añadir, porque la producción de Emilio Sagi -que conoce así su primera reposición- es de lo mejor que le he visto al desigual regista asturiano: inteligente, creativa al tiempo que respetuosa, ajena por completo a la caspa, resuelta con mucha chispa, magníficamente llevada y trabajada muy a fondo con un conjunto de cantantes que, con sus más y sus menos, rindieron muy bien a nivel teatral. Se beneficia además de una sencilla y agradable escenografía de Gerardo Trotti, de una cuidada iluminación de Eduardo Bravo y de unos soberbios figurines del fallecido Jesús del Pozo. Teatralmente, un disfrute total.
En el foso estaba Miguel Ángel Gómez Martínez, un músico con fama -probablemente merecida- de poseer una técnica soberbia y de ser más aburrido que una ostra. En esta ocasión no evidenció lo segundo, pero sí lo primero: sacó un rendimiento admirable de los discretos cuerpos estables del teatro y -poseyendo buena experiencia en el mundo belcantista- cuidó muy bien a los cantantes. Además, trazó la interpretación con fluidez, naturalidad y exquisito gusto, e incluso en no pocos momentos supo inyectar las dosis de chispa y agilidad necesarias. El coro femenino, eso sí, debería haber cuidado más la dicción.
Del doble elenco congregado para las numerosas funciones, mezclado sin que haya claramente primer y segundo reparto, me tocó quizá la más satisfactoria combinación. Solo flojeó seriamente el barítono Gabriel Bermúdez, antes en el plano vocal que en el escénico, como el protagonista de la función, ese Marqués que, habiendo jurado al rey Felipe V dejarse morir en el campo de batalla como castigo por haber matado a un rival amoroso en duelo, se casa con una joven de origen plebeyo para convertirla en viuda rica y, de este modo, lograr que consientan el matrimonio entre ésta y su mejor amigo. La heroína en cuestión estuvo encarnada por Sabina Puértolas, de la que considero necesario repetir lo que escribí hace años cuando le escuché en La hija del regimiento en el Villamarta:
"Es una soprano ligera de
instrumento no grande ni especialmente bello -algo metálico- que
conoce sus mejores momentos en los pasajes líricos, exhibiendo una
extraordinaria capacidad para el canto ligado y ofreciendo algunos
reguladores sensibles. Sabe además ofrecer la dosis justa de
extroversión y picardía a su Marie sin caer ni mucho menos en la
ñoñería, desenvolviéndose al mismo tiempo con mucha soltura en escena.
Pero tiene dos graves problemas en el bel canto: unas agilidades sólo
discretas y, sobre todo, una zona aguda tan estridente que llega a
resultar insoportable. Si logra resolver estas limitaciones puede
realizar una estupenda carrera."
Bueno, pues lo dicho entonces sigue vigente con la importante salvedad de que las agilidades están mejor resueltas y los sobreagudos resultan más brillantes; hay que seguirla, pues. El tercero en discordia -que al final no logra casarse con la chica, porque el matrimonio "de conveniencia" termina enamorándose de verdad- corrió a cargo de David Menéndez, ya presente en la recuperación de 2000, que recibió merecidamente los aplausos más cálidos de la velada (por cierto, elevadísima la media de edad del público) tras recrear con enorme sensibilidad su hermosa romanza del segundo acto, sin duda lo más inpirado de la partitura. Aquí les dejo el YouTube de la anterior ocasión,
Algo más histérica de la cuenta en lo teatral pero en todo caso divertida estuvo María Rey-Joly como la Baronesa, resolviendo de manera satisfactoria las numerosas agilidades que corresponden a su muy belcantista parte. Manuel de Diego -único tenor en este título protagonizado por voces masculinas graves- estuvo bien como el criado Sebastián, y algo parecido se puede decir del Peralta de Javier Galán, que se benefició de una voz muy sonora; irreprochables ambos a nivel teatral. La guinda la puso el Conde del veteranísimo Luis Álvarez, un nombre propio de la zarzuela de las últimas décadas que aún canta de manera solvente -su parte musical es muy breve- y sabe actuar de manera divertidísima sin excederse lo más mínimo.
Total, que aun gustándome Macbeth mucho más que El Juramento, al final me lo pasé mejor con Gaztambide. Cosas de la interprertación.
Esta producción que se está viendo en el Teatro Real madrileño no solo es la misma que se ofreció en la Ópera de París en 2009, sino que cuenta con idéntico director musical y un elenco muy parecido. A lo que escribí sobre la filmación editada por Bel-Air que comenté aquí me remito, así que en esta entrada solo realizaré muy ligeros apuntes sobre la función de ayer viernes 14 de diciembre.
Diferencia sustancial, solo una y muy a peor: el lamentable estado vocal de Violeta Urmana, chillando por arriba, cambiando de color en el grave, menos carnosa de lo que suele en el centro y con serios problemas con las agilidades. Nada que ver con el increíble debut de este mismo papel hace ocho años en Sevilla. Todo un jarro de agua fría para un servidor, que la ha admirado mucho. ¿Qué le ha pasado a esta señora desde su estupenda Medea de Cherubini en Valencia el pasado junio?
Cambió el Banquo: Dimitry Ulyanov, voz sin la menor duda de primera calidad, me gustó más como Pimen en el Boris de hace unos meses que en el genial título verdiano, donde lo he encontrado algo pedestre. A destacar el médico de Yuri Kissin y la dama de compañía de Marifé Nogales. Lo demás, como en el Blu-Ray: digno sin más -pero digno, lo que no es moneda corriente en la cosa baritonal hoy día- Dimitris Tilakos en el rol protagonista, y aceptable Secco en la parte de tenor, a mi entender excesivamente aclamada por el respetable.
Magnífica la dirección de Currentzis, muy verdiano y muy inspirado, y siempre muy controlado salvo en el primer coro de brujas, donde se precipitó de manera evidente haciendo que se perdiera el coro femenino; por cierto, el director griego moderó de manera considerable el vibrato en la cuerda en lo que parecía un guiño claro al historicismo. Y pedante, pretenciosa, irrespetuosa (también con el público: la visión de gran parte de las escenas debía de ser nula en los laterales) la dirección escénica del cretino Tcherniakov, al que me hubiera gustado abuchear por hacerle esto a semejante obra maestra.
Como anda ahora el Teatro Real liado con el genial título verdiano, quiero yo traerles aquí, con mediocre calidad de imagen y sonido pero incluyendo los subtítulos en castellano que ha colocado un alma caritativa, la más increíble recreación de Macbeth que imaginarse puedan, la de La Scala milanesa de 1978 con la batuta de Abbado (cuando era el enorme Abbado, es decir, todo fuego y sinceridad, nada que ver con los amaneramientos de hoy), dirección escénica del gran Giorgio Strehler y un reparto encabezado por Piero Cappuccilli, Shirley Verret, Nicolai Ghiaurov y Veriano Lucheti. ¡Lástima que no estuviera Domingo, que sí participó en la grabación en estudio con el mismo equipo para DG!
Solo dos palabras sobre la interpretación, porque el visionado (obligatorio, por favor) lo dice todo. La dirección de Abbado es rápida, tensa y vibrante, y está marcada por una rusticidad muy adecuada para el mundo verdiano; cierto es que no resulta tan personal, creativa y alucinada como la de un Sinopoli, pero también es menos irregular y discutible. Magnífico Capuccilli, más por voz y estilo -y eso que tiene problemas en su aria del último acto- que por penetración psicológica, como era de esperar. Sensacional, absolutamente insuperable e histórica, la señora Verret, una Lady Macbeth poderosísima y llena de sinceridad, además de espoleada por el fuego del directo: nada que ver con los resultados de su película junto a Chailly y Nucci. Muy bien Ghiaurov como Banquo, y solvente más por entrega que por técnica el tenor.
El trabajo escénico de Strehler es sobrio y a veces resulta fascinante, pero por desgracia no es fácil disfrutarlo con semejante calidad visual. A la espera de que algún milagro permita una edición comercial que mejore tal circunstancia recurriendo a fuentes oficiales de la RAI, aquí queda el YouTube como testimonio de lo que es Verdi-Verdi, ajeno a las relecturas de los caprichosos divos de la dirección escénica actual y a la mediocridad de las voces verdianas que hoy imperan en nuestros escenarios.
Llega el Festival de Música Antigua de Úbeda y Baeza a su decimosexta edición. El año pasado mostraba en este blog mi preocupación por el futuro. Pues bueno, a pesar de la crisis y de la brutal subida del IVA debido a que los eventos musicales han pasado a ser considerados por nuestros gobernantes como “entretenimiento”, IVA que por cierto ha de ser asumido por la organización toda vez que los precios de las entradas no se han tocado, lo cierto es que se mantiene un nivel medio interpretativo apreciable, una atractiva diversificación de los espacios escénicos por diferentes puntos de la geografía jiennense y una cantidad realmente alta de conciertos, veintiséis programas en total, independientemente de que para “rellenar huecos” se haya recurrido a grupos modestos no siempre históricamente informados.
Ha habido, además, una cantidad importante de invitados oficiales: la noche del sábado 8 de diciembre conté, en el concierto de Alia Musica, un total de siete bancas con asientos reservados, lo que hacen, a cuatro plazas cada una, un total de veintiocho entradas de protocolo, incluyendo varios críticos de la prensa especializada andaluza y nacional. Esto último implica la consecución de algo decisivo, una digna cobertura por parte de los medios correspondientes que sirva para nutrir de público a futuras ediciones, al tiempo que indica, junto a la importante cifra de conciertos arriba referida, que el presupuesto manejado no resulta tan exiguo como nos podíamos temer. La implicación de organismos como la Junta de Andalucía, la Diputación de Jaén, los respectivos ayuntamientos de Úbeda y Baeza, la Universidad Internacional de Andalucía y la Universidad de Jaén, además del CNDM dependiente del INAEM -con Antonio Moral a su frente-, el Obispado de Jaén y la Sociedad de la Vihuela, explica tan satisfactoria circunstancia. Decididamente, por mucho que se empeñen mis queridos liberales, la participación amplia del erario público resulta indispensable para la existencia de manifestaciones culturales todo lo minoritarias que se quiera, pero de indiscutible calidad y necesarias para algo que va mucho más allá del referido entretenimiento.
Ya dije algo aquí sobre un concierto de dos trompetas y órgano en Villacarrillo y del recital de Marta Almajano. Me toca ahora dejar apuntes sobre lo que pude escuchar en el puente Constitución-Inmaculada. El jueves 6 de diciembre arrancaba un pequeño ciclo en conmemoración de la Batalla de las Navas de Tolosa (1212: comienzo de la conquista cristiana de Andalucía), organizado en coproducción con el Centro Nacional de Difusión Musical. La velada en cuestión, que se celebró en las ruinas de San Francisco de Baeza, tuvo como protagonista al célebre Ensemble Andalusí de Tetuán, al que tenía ganas de escuchar en directo desde hace muchos años. Me gustó la música -magrebí pero con raíces en Al-Andalus, claro- y me gusto la interpretación, de la que no puedo decir nada por mi desconocimiento del repertorio. Para mí resultó de enorme interés el conjunto de explicaciones que ofrecieron. ¿Por qué otros intérpretes no hacen lo mismo?
Justo eso, algún comentario más o menos acertado, es lo que le faltó a la una del mediodía del viernes al espléndido recital ofrecido al frente del soberbio órgano barroco de la iglesia baezana de San Andrés por el joven pero muy experimentado instrumentista zamorano Juan María Pedrero. De acuerdo con que entre el escaso público asistente -comenzamos unos cuarenta, luego fueron llegando unos veinte o treinta más- debía de haber algunos enormes frikis de este repertorio, pero sospecho que la mayoría de los asistentes no éramos expertos en la interesantísima música del protagonista del evento, Juan Bautista Cabanilles. La humedad, la niebla y el frio no acompañaron.
A las tres de la tarde pudimos asistir a la emisión en directo del programa Los clásicos, de RNE. Fue curioso. Me divirtió que el locutor afirmase que el recinto estaba “abarrotado” cuando alcanzaba en realidad el sesenta por ciento de ocupación (aun así, bastante gente). Y me interesaron las brevísimas actuaciones de Alia Musica y La Danserye, aunque a mí quien me sorprendió fue la soprano Verónica Plata, una voz de mucho fuste que sabe cantar con gracejo. Entre los invitados a la tertulia se encontraba Antonio Moral.
A las ocho y media de la tarde tenía lugar el concierto de Alia Musica en la iglesia románica baezana de Santa Cruz. Pude asistir por los pelos: las cien entradas que se pusieron a la venta estaban agotadas desde hace días, pero haciendo cola con más de una hora de antelacion pude pillar una de las treinta adicionales que se vendieron esa misma tarde. Sospecho que debió de haber público que se quedó sin entrar. El título del programa era Secreta mulierium: la mujer y la música en el siglo XIII. En realidad, monodia y polifonía religiosa del siglo citado y del anterior, incluyendo alguna página del Códice de las Huelgas, más una canción de la Condesa de Día. Una preciosidad. El grupo de Miguel Sánchez me parece el mejor en España para este repertorio. En parte por la enorme seriedad filológica y musicalidad expresiva de su director. En parte porque las voces de Albina Cuadrado, Helia Martínez, Carolina del Solar y Patricia García-Salmones, sin ser impecables en lo técnico -tampoco es fácil cantar en medio de semejante frío- son de incuestionable calidad y cantan con un gusto exquisito que ya quisieran para sí muchas otras.
Al día siguiente los conciertos se trasladaron a Úbeda. A la una del mediodía la iglesia barroca de La Trinidad acogía al grupo Trombetta Antiqua: dos trompetas y órgano, igual que el concieto de Villacarrillo a cargo de Triorganum. De hecho uno de los trompetistas era el mismo, Vicente Alcaide Roldán, esta vez acompañado de Alejandro Gómez Hurtado. La diferencia es que ahora se usaba trompeta natural, aunque el órgano seguía siendo eléctrico. ¡Cómo me hubiera gustado escucharles con el instrumento de San Andrés de Baeza! Aunque las circunstancias no eran favorables -se fue la niebla del día anterior, pero no el frío-, se disfrutó del programa Bologna 1650-1750, integrado por páginas de Giuseppe Jachini, Petronio Franceschini, Giovanni Bononcini y Francesco Manfredini, más piezas de Correa de Arauxo y Cabezón a cargo del organista Santiago Báez. Todo ello, a mi entender, en interpretaciones de muy apreciable dignidad, en conjunto más que las de Triorganum por el mayor equilibrio del conjunto. El público aplaudió con merecido entusiasmo.
Hespèrion XXI la tarde del sábado. Desagradable sorpresa al llegar: veinticinco minutos antes de la hora de comienzo, la cola en el patio del Hospital de Santiago era ya muy larga, y aun tuvimos que esperar de pie, pasando un frío considerable, hasta que se abrieron las puertas a las ocho y veinticinco. Las entradas estaban sin numerar: imaginen el follón por coger los mejores asientos. Al terminar se vendían discos de Jordi Savall en la conserjería del edificio, pero solo nos dejaban acceder al mostrador para ver el producto pasando ¡de cuatro en cuatro! Nueva cola, claro está. Total, un cutrerío organizativo en lo que a estos aspectos se refiere.
Sin novedad con respecto al concierto propiamente dicho, con el programa Kalenda Maya, Cantos y danzas del Palacio y del Desierto en tiempos de la Batalla de las Navas de Tolosa y del Reinado de Alfonso X El Sabio: Cantigas de Santa María, alguna cosa andalusí, música sefardí, danzas italianas y piezas de Armenia, la mayoría bien conocidas por los aficionados y desde hace tiempo en el repertorio savalliano. Fueron interpretadas por un Jordi Saval y un Dimitri Psonis tan sensibles e imaginativos como siempre en este repertorio, más un Pedro Estevan que -estoy seguro- en el futuro será considerado como uno de los más grandes intérpretes musicales que ha dado España en el siglo XX. La cuidada e intimista iluminación de la original iglesia manierista diseñada por Vandelvira creó un ambiente de lo más apropiado para disfrutar de este hermosísimo espectáculo.
Me despedí del festival de nuevo en Baeza, en las ruinas de San Francisco, la mañana del domingo 9, con un programa ofrecido por cuatro solistas de la Orquesta Barroca de Sevilla, por cierto innominados en el programa de mano sencillo; el programa "de pago" -ciento cincuenta páginas a solo tres euros- aclaraba que se trataba de Rafael Ruibérriz, Guillermo Peñalver (flautas), Mercedes Ruiz (violonchelo) y Alejandro Casal (clave), a mi entender muy notables los dos últimos tejiendo el bajo continuo. Buenas interpretaciones, en cualquier caso, para el programa La Querelle des Nations, Francia, Italia, Alemania, 1700-1750. Eso sí, las páginas de Hotteterre y Marais de la primera parte me produjeron cierto sopor que creo compartido por el respetable a tenor de los nada entusiastas aplausos, cambiando la cosa de manera radical con el Sammartini, el Bach y el Telemann de la segunda. Se ocuparon unos ochenta asientos, menos de un tercio del aforo disponible, lo que produjo una sensación desangelada. ¿No hubiera sido mejor que este concierto, como los matinales de los días anteriores, se hubiera ofrecido también de manera gratuita?
Conozco a varios críticos que aseguran que la Quinta de Beethoven que dirigió Daniel Barenboim a la Chicago Symphony el 14 de enero de 1996, en un programa que incluía también obras de Melinda Wagner y Alban Berg, es la mejor de toda la historia del sonido grabado. Yo no quiero ser tan tajante, pero desde luego es una de las que más me gusta, junto con la de Furtwaengler de 1947 (DG) y la de Solti de 1987 (Decca). Tampoco sé muy bien como describirla, y por eso les traigo las palabras que le dedicó Jesús Trujillo Sevilla hace pocos meses, de manera tangencial pero contundente, en las páginas de Scherzo.
Decía Jesús, en referencia a la integral de Sinfonías del sordo de Bonn grabada frente a la WEDO para Decca, que
es posible que esta nueva óptica no satisfaga los instintos primarios de quienes admiran sólo al Barenboim contestatario, excesivo y hasta radical, cuya plasmación metafísica en el plano sinfónico beethoveniano se halla en aquella insaciable y devastadora Quinta dirigida en el Symphony Hall de Chicago en 1996, con la Sinfónica de la ciudad, prodigioso, turbador retrato de un instante, de un sentimiento de estremecida angustia que jamás se ha atrevido a inmortalizar en disco.
Y es que, mucho me temo, esta interpretación no ha sido jamás comercializada, y posiblemente nunca lo sea. Durante años ha circulado entre los aficionados españoles en varias ediciones caseras, de desigual calidad técnica, a partir de la retransmisión radiofónica difundida en su momento por RNE. Pues bien, un alma caritativa (¡gracias mil, Bruckner13!) ha tenido a bien subir a YouTube esta –de eso no cabe duda- tremenda y alucinante interpretación, para que puedan por ustedes mismos decidir si se trata o no de la más formidable lectura de una de las obras musicales más famosas de todos los tiempos.