Hoy 2 de noviembre, Día de Difuntos, que querido ver dos vídeos del Réquiem de Giuseppe Verdi por Claudio Abbado, sendas retransmisiones televisivas de deficiente calidad disponibles en YouTube: uno de 1970 con la Orquesta de la RAI en la Basílica de Santa María sopra Minerva de Roma –edificio gótico junto al Panteón–, y el otro de 1981 con los conjuntos de la Scala de Milán en Budapest, este último un año posterior a su primera grabación oficial en estudio para DG. Pese a lo mal que se oyen, ambas merecen mucho la pena.
Empezamos por la interpretación romana. Aunque su madurez interpretativa vendría un poco más tarde –para inmediatamente después decaer sin remedio–, el Abbado de finales de los sesenta y principios de los setenta tuvo un atractivo muy especial por su mezcla de sinceridad, concentración e intensidad expresiva. Intensidad que no es la misma que, en este Réquiem verdiano, va desde Toscanini hacia Muti pasando por Karajan. No se basa su acercamiento en el vigor rítmico, la fiereza de los ataques, los contrastes dramáticos ni la agresividad, aunque tampoco se quede precisamente corto en voltaje dramático. La fuerza viene de otro lado, es más interna que externa, y se encuentra acompañada de una amplitud en el canto y de un interés por lo místico que en los citados maestros se encuentra ausente. Priman, en cualquier caso, la extroversión la fuerza y el conflicto en su lectura. Es verdad que hay alguna vulgaridad –Sanctus–, acentuada por las limitaciones de la orquesta romana, y que aún podrá redondear los resultados en el futuro con un concepto más equilibrado, pero esta es ya una dirección de primera.
Y de primera es también el cuarteto. Renata Scotto está aún en plena forma vocal –no lo pasa tan mal como la mayoría– y despliega toda esa conmovedora expresividad que asociamos a su arte. Marilyn Horne, como era de esperar, se encuentra comodísima en la franja grave y canta con una autoridad impresionante. Luciano Pavarotti no se implica demasiado, pero imposible resistirse ante una de las voces de tenor más maravillosas que se recuerdan ni a un canto italiano cien por cien. Nicolai Ghiaurov da una descomunal lección de canto e intensidad expresiva, cierto es que desde una óptica más operística que devota: da verdadero miedo escucharle. De la filmación televisiva, pobremente realizada, hay dos versiones en YouTube: una lleva el sonido desincronizado, la otra recorta el formato a 16:9. Escoja usted la que desee, pero no se pierda este testimonio.
Tampoco hay que perderse el de Budapest. Abbado repite su soberbia dirección del año anterior en estudio con los mismos conjuntos: llena de fuerza y garra, también con su punto siniestro cuando debe, pero al mismo tiempo muy hermosa, concentrada y espiritual. Eso sí, en vivo las fuerzas escalígeras dejan muy en evidencia sus limitaciones. El tenor Peter Kelen es muy poquita cosa: la voz a veces suena muy bella y él le pone voluntad, pero no tiene nada que hacer frente a los otros solistas. Ghiaurov está como en el citado registro para el sello amarillo, ya tocado vocalmente pero más artista que nunca. Shirley Verret pasa de la parte de mezzo –en el disco– a la de soprano, con los resultados esperables: cambios de color, agudos tirantes y relativa comodidad en la zona grave, todo ello generando una tensión que no le sienta nada mal al Libera Me, en el que la artista se atreve a saltar sin portamento al sobreagudo. Por lo demás, expresividad intensa y arte consumado.
Queda Elena Obratsova: sencillamente portentosa, incomparable. Nunca en esta parte se ha escuchado una interpretación tan cómoda en lo vocal –el instrumento es una gloria por pasta, volumen y belleza–, pero lo que impresiona es la fuerza dramática que imprime a sus intervenciones: ¡menudo Liber Scriptus el de esta señora! Aunque fuera solo por ella, ese vídeo es obligatorio para los amantes del canto.
