Ofreció ayer viernes
Javier Perianes en el Teatro de la Maestranza el que quizá haya sido el mejor de cuantos recitales le he escuchado. Un recital en el que se movió durante la mayor pare del tiempo en las más altas cimas del pianismo. Por técnica, ciertamente, pero también –y sobre todo– por equilibrio entre concepto, belleza sonora, expresión y comunicatividad. Personas que tocan fabulosamente el piano hay muchas, pero que ofrezcan también “lo otro”, bastantes menos. Javier está entre ellos. No solo eso: entre los mejores del panorama actual.
Arrancó la velada con la pareja de
Nocturnos op. 48 de Chopin, dichos con lentitud llevada con una concentración absoluta –esta última virtud es una de las señas de identidad del de Nerva– y mezclando de manera portentosa la cantabilidad de un Arrau con la negrura de un Barenboim, los dos pianistas que más lejos han llegado en esta acongojante música: Perianes entiende aquí la belleza sonora no como un fin, sino como un medio para alcanzar las metas expresivas.
El concepto con que Javier abordó la genial
Sonata nº 3 del autor polaco no es el que a mí más me interesa: el suyo fue mayormente apolíneo, cantable y equilibrado, lírico antes que tempestuoso, y a mí esta obra me gusta arrebatada, dicha con nervio y un punto demoníaca, cargada de negrura y desesperación, justo como hizo Evgeny Kissin en aquella incomparable grabación para RCA de 1993. Por eso mismo no terminé de entrar en el Allegro Maestoso inicial, aun estando fraseado con una pulsación muy rica, flexibilidad llena de lógica, sensibilidad exquisita y un perfecto estilo chopiniano. El Scherzo estuvo dicho sin prisa alguna, sin necesidad de demostrar capacidad para pegar carreritas sobre el teclado; dejando a la música respirar y clarificando texturas. El Presto conclusivo, dicho sin miedo a los contrastes, fue admirable en su magníficamente ortodoxa mezcla de elegancia y rotundidad. ¿Y el Largo? Pues no el más amargo posible ni el más lacerante, pero creo que no se puede ir más allá en la conjunción entre poesía y emotividad que ofreció nuestro artista. Chopin del más alto nivel posible en el que las melodías estuvieron cantadas como solo los más grandes poetas del piano saben hacerlo. Música sublime en interpretación del mismo nivel. Música para reflexionar, para para emocionarse, para pensar sobre uno mismo y sobre los demás, para comprender y sentirse comprendido… Cualquier cosa menos una sucesión de notas más o menos bonitas para pasar el rato.
La segunda parte se abrió con las tres
Estampes de
Debussy. Fue una hermosísima interpretación: a lo escrito en su momento sobre
el disco me remito. Si en Sevilla no la disfruté no fue por culpa de Perianes, sino del concierto paralelo que organizaron algunos espectadores del teatro sevillano a base de toses, objetos caídos al suelo y caramelos liberados de sus envoltorios con sádica minuciosidad: mortal para esta música en la que el silencio es tan importante como el sonido.
Siguieron las
Cuatro piezas españolas de
Manuel de Falla. Un prodigio en todos los sentidos: españolismo natural, agilidad pasmosa, colorido infinito, flexibilidad, sutileza, sentido de los contrastes… Me gusta su recreación, que ya conocía por el disco, más que las dos grabaciones de Alicia de Larrocha –sonido más variado, fraseo de mayor sensualidad–, y diría que casi, casi más todavía que la de Esteban Sánchez: en
Andaluza, aun dicha con enorme duende,
no alcanza el carácter escarpado y visionario del todavía no lo suficientemente llorado pianista extremeño, pero en
Cubana vuela mucho más lejos que los dos citados pianistas haciendo gala de una flexibilidad, una imaginación y un dominio de la agógica de primerísima magnitud. Se me acaban los adjetivos para hablar de las tres piezas de
El sombrero de tres picos: sencillamente imposible llegar más lejos. ¡Qué dominio de los recursos técnicos del piano! ¡Qué estilazo! ¡Que perfecta mezcla de pasión y control!
La primea propina fue una pieza "sencillita" y "ligera", solo para conseguir aplausos:
La catedral sumergida del primer libro de
Preludios de Debussy que acaba de
volver a grabar. Pensé que las toses iban a hacer de las suyas, pero no. Tras dejarnos con el corazón en un puño con el subyugante misterio debussiano, volvió a abrir el tarro de las esencias locales en la
Serenata andaluza de Falla –confieso no haberla reconocido, he tenido que preguntar– y se elevó de nuevo al más alto nivel chopiniano con ese
Nocturno nº 20 que, como hemos comprobado en otras ocasiones, Javier hace como nadie.
Total, una enorme e inolvidable noche de música. No sé si volvimos a casa más contentos, pero sí más humanos.