Supongo que habrá quienes se enojen por el hecho de que Barenboim aparezca en cuatro ocasiones y sea el único artista que alcance las máximas calificaciones. Obviamente no voy a renunciar a mis gustos: soy de la creencia de que el de Buenos Aires es el mayor intérprete beethoveniano conocido al piano, y uno de los más grandes sobre el po. Como sobre ello ya he escrito en numerosas ocasiones (por ejemplo, en este enlace), no es necesario que me repita.
La Appassionata fue compuesta en 1804, y por ende resulta inmediatamente posterior a la Heroica, más o menos contemporáneo del Triple concierto y un poco anterior al Concierto para piano nº 4, a los Cuartetos Razumovsky y a la Cuarta Sinfonía: Beethoven de primera madurez, pues, aunque conviene recordar que frente al teclado nuestro autor había indagado en la senda del pathos romántico mucho antes que en la escritura orquestal, y que por ende ya a estas altura había escrito un buen número de sonatas que pueden considerarse insertas en el nuevo estilo. La que nos ocupa es, en cualquier caso, una de las más queridas por el público.
La obras conste de tres movimientos, de los cuales el segundo consiste en un tema con cuatro variaciones. El tercero, al que se pasa sin solución de continuidad, sigue una estructura sonata que ofrece la posibilidad de incluir una repetición que lo termina haciendo un poco más largo, rondando así en torno a los veinticinco minutos. Estos movimientos son los siguientes:
- Allegro Assai.
- Andante con moto-attacca.
- Allegro, ma non troppo-presto.
2. Rubinstein (RCA, 1963). Por descontado que el mítico maestro polaco hace gala en esta interpretación del pianismo señorial, elegante, lleno de refinamiento viril, siempre natural, en todo momento sensible y jamás afectado que le caracterizan, pero lo cierto es que algo no termina aquí de funcionar. Los movimientos extremos tardan un poco en arrancar hasta conseguir el calor y la fuerza expresiva que demandan, y el segundo, siendo muy bello, ni siquiera llega a levantar realmente el vuelo poético. Hay no solo una relativa –solo eso, relativa– desconexión entre el intérprete y la partitura, e incluso con el universo sonoro beethoveniano, como si Rubinstein estuviera pensando en su querido Chopin antes que en el genio de Bonn. A generar esta impresión puede contribuir, ciertamente, una toma sonora más bien plana y pobre de armónicos, que ni siquiera resulta muy apreciable en SACD. (8)
3. Kempff (DG, 1964). El otras veces –en este repertorio– poco brioso maestro alemán se toma en serio el título de la sonata y ofrece un muy interesante primer movimiento, agitado y apasionado como debe ser, aunque un tanto teatral y de cara a la galería, más ruidoso que sincero. Por desgracia, Kempff vuelve a su línea habitual en el resto de la partitura, lo que no estaría mal en el segundo movimiento si no fuera por la escasez de matices, y desde luego es un disparate en el tercero, que en sus manos suena flácido, indiferente y aburrido hasta decir basta. (6)
5. Arrau (Philips, 1967). Conociendo las maneras de hacer del inmenso pianista chileno, siempre cálido, humanista y profundamente cantable, podría pensarse que lo mejor su recreación iba a ser el Andante con moto. No es así: aun siendo muy bello, la poesía no termina de aflorar en él como lo hace con Barenboim. Donde Arrau sí da la campanada es, quién lo diría, en un primer movimiento sensacional, inquietante a más no poder, muy gótico, atentísimo al registro más grave del piano, fraseado con enorme concentración y dicho con verdaderos detalles magistrales en lo que a fraseo se refiere, sobre todo en el tratamiento de las transiciones, abordadas por el maestro con una imaginación, una técnica y una intuición musical asombrosas. Irreprochable el tercero, en el punto justo de equilibrio entre el desasosiego y el vuelo lírico. (9)
6. Gulda (Philips-Brilliant, 1967). Bochornosamente, al pianista austríaco lo que le interesa es dejar bien claro que en agilidad digital y gama dinámica no conoce –o en ese momento no conocía– rival alguno, al tiempo que distinguirse de los demás adoptando una postura de presunta objetividad que se aparta conscientemente de todo lo que sea creación de atmósferas, cantabilidad en el fraseo y flexibilidad en la arquitectura. En consecuencia, nos encontramos ante una interpretación dicha con la mayor rapidez que le permiten los dedos y fraseada de manera absolutamente mecánica aunque, eso sí, adornada de ataques de brutalidad en el primer movimiento para simular arrebatos pasionales. No le sirve de nada: todo suena precipitado, insincero, cuadriculado y hasta vulgar, además de pedante. Un horror. (4)
7. Gilels (DG, 1973). Armado de un sonido denso y poderosísimo, de un pulso muy firme en el discurso horizontal, de un autocontrol extraordinario y de un rechazo visceral a cualquier tipo de devaneo sonoro, el pianista de Odessa construye una versión sobria, dramática y rebelde a más no poder, incluso áspera en lo sonoro, en la que no hay lugar para el vuelo lírico y los acordes más fuertes suenan como verdaderos mazazos. Puede que no sea el mejor Beethoven posible, pero resulta acongojante. ¡Qué lástima que nunca completara su integral para Deutsche Grammophon! (9)
8. Barenboim (DG, 1981). Aunque obviamente el concepto interpretativo es muy parecido, el de Buenos Aires no se limita a seguir los pasos de su anterior grabación, sino que se aparta un tanto del relativo clasicismo de entonces para indagar en los aspectos más sombríos y visionarios de la partitura. De esta manera, el primer movimiento ha ganado un tanto en intensidad en sus clímax, que suenan ahora más apremiantes y rebeldes. El Andante con moto ha perdido en lirismo; suena ahora más severo, quizá más misterioso, y desde luego más filosófico, culminando con asombrosa electricidad en el acorde desplegado, de carácter interrogativo, que da paso al tercer movimiento. Este suena ahora más arrebatado sin que se pierda, antes al contrario, la riquísima gama de matices –timbres, dinámicas, acentos– que lo alejan de lo puramente virtuosístico; Gilels conseguía mayores dosis de rebeldía e impacto expresivo, pero con Barenboim en enfoque es más plural y los acentos son más ricos.Las tensiones acumuladas terminan concluyendo en un clímax final poderosísimo. (10)
11. Pollini (DG, 2002). A sus sesenta años de edad, el pianista milanés ofrecía una lección de virtuosismo difícilmente superable: probablemente hasta entonces nunca se había escuchado –más tarde sí, con Lang Lang– una ejecución tan increíblemente nítida como esta, tan milimétricamente planificada y con un sonido que oscila con tanta facilidad de un extremo a otro de la gama dinámica. Todo ello, además, haciendo gala de un fraseo amplio, nada rígido, que alcanza picos de increíble tensión en los clímax y que tampoco conoce precipitaciones ni puntos muertos. Sin embargo, la mente analítica, objetiva y distanciada del maestro no le facilita conectar con el subtexto de la obra, escapándosele entre los dedos el sentido trágico, la sensualidad lírica, el humanismo y la espontaneidad bien entendida que demandan los pentagramas. Ni siquiera su sonido, impresionante, termina de ser beethoveniano. (8)
12. Barenboim (DVD EMI y CD Decca, 2005). El de Buenos Aires le da todavía una vuelta de tuerca más a su visión de la obra y, de nuevo con un sonido tan poderoso como flexible, siempre de enorme belleza, consigue una dosis aún mayor (¡todavía!) de arrebato y carácter visionario en el primer movimiento, que suena ahora más apasionado que nunca, mientras que en el segundo parece llegar a una fusión entre los planteamientos de sus anteriores grabaciones, conjugando la cantabilidad de la de los sesenta con la severidad filosófica de los ochenta, y añadiendo un toque de ese sentido de lo amoroso y de lo galante que el maestro parece desarrollar en los últimos años. El tercero, finalmente, acumula las tensiones sin prisas, tomándose su tiempo para paladear las melodías, pero de manera implacable hasta llegar a una coda arrebatadora en la que los dedos apenas pueden materializar la idea verdaderamente “loca” que el artista tiene de este final. Todo ello, y esta es la característica definitoria de esta nueva recreación, haciendo gala de una espontaneidad, una frescura y una inmediatez superiores a la de sus grabaciones anteriores, que parecían más “calculadas”, menos “arrebatadas”, dando la impresión –lógicamente falsa– de que la música fluye en un torbellino de pasiones sin que el artista haya planificado su desarrollo. El abundante ruido del público indica que la toma sonora del CD editado por Decca es exactamente la misma que la del DVD lanzado por EMI, sin arreglos posteriores “de estudio". (10)
13. Brautigam (BIS, 2007). A pesar de todas sus limitaciones, contra las cuales el propio Beethoven fue luchando a lo largo de su vida, el fortepiano ofrece una sonoridad atractiva y reveladora de nuevas posibilidades de la partitura. El problema de esta interpretación no está en el instrumento, sino en el ejecutante, que cae en las mismas trampas que otros artistas de la más consagrada tradición: en el primer movimiento intenta resultar tempestuoso pero lo que termina es siendo histérico, además de cuadriculado. El segundo no le queda del todo mal, pero la poesía se le escapa por completo. Lo que le sale mejor a Brautigam es el tercero, a pesar de estar desgranado con más apresuramiento de la cuenta; eso sí, la cosa se echa a perder en la coda final, rapidísima y meramente virtuosística. Gulda no queda muy lejos, no. (6)