Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Si todo ha salido bien, cuando se publique esta entrada seguiré en Budapest y estaré escuchando el Trío con piano op. 50. Completada en enero de 1882, esta dilatada página en dos movimientos no se encuentra entre las obras más celebradas de Tchaikovsky, pero sí que contiene numerosas bellezas que demandan atención.
Confieso que solo conozco tres grabaciones. Una es la celebérrima de Pinchas Zukerman, Jacqueline Du Pré y Daniel Barenboim, una toma monofónica en vivo realizada en Tel Aviv en 1972 que EMI ha reprocesado ahora a 192 kHz. No me termina de convencer: cada uno de los artistas parece estar haciendo una obra diferente. A Jacquie se le notan ya los problemas de su enfermedad, pero eso no tiene especial importancia; más grave es la ausencia del calor de antaño, aunque siga siendo capaz de cantar las melodías de manera maravillosa. El que sí parece despistado es Pinky, que solo poco a poco se va poniendo en situación. Barenboim es quien sale mejor parado con un piano poderoso y severo, orquestal incluso, ya que no muy atento a las inflexiones poéticas y todavía algo monocorde en el toque. En la última de las variaciones y en su fúnebre coda los artistas encuentran finalmente una convergencia y hacen gran música.
Luego está la de Itzhak Perlman, Lynn Harrel y Vladimir Ashkenazy grabada por EMI en torno a 1980: interpretación muy ardiente, antes que sensual o lírica, pero también con desigualdades entre los solistas. Perlman, apasionadísimo y siempre desde una óptica hiperromántica, es el más centrado. Ashkenazy parece un punto sobreactuado, incluso machacón, poco sutil en la pulsación, mientras que Harrel queda un tanto en segundo plano. La toma se realizó en Nueva York y suena solo bien en el reprocesado en alta definición.
En fin, a mí la que realmente me gusta es la que he vuelto a escuchar el pasado martes, la de Renaud Capuçon, Kian Soltani y Lahav Shani en Erato. En ella nos encontramos a tres artistas en perfecta sintonía demostrando absoluta musicalidad, sabiendo cantar con enorme emotividad las melodías y alcanzar clímax poderosos –con grandeza bien entendida y una buena dosis de sonoridad orquestal, tal y como reconocía el propio compositor– en el primer movimiento, como también resultar elegíacos y ofrecer la adecuada ternura tchaikovsky Ana. Luego pasan por toda variedad de estados anímicos en el larguísimo tema con variaciones, cerrándose con hondura y concentración en la marcha fúnebre.
Por descontado, la técnica de los tres es suprema y se pone al servicio de la expresión, pero hay algo más: toda la interpretación desprende un goce muy especial a la hora de hacer música, un entusiasmo “juvenil” que desprende no solo confianza mutua, sino también una fuerte amistad. No el balde, Soltani y Shani tocaron durante años en la West Eastern Divan de Daniel Barenboim, mentor de ambos. Por eso aquí hay más, mucho más que tres señores dialogando educadamente: son colegas y cómplices haciendo juntos lo que más les gusta. ¿En igualdad de condiciones? Ahí no estoy tan seguro: el poderosísimo piano de Lavah Shani, que no en balde es también director de orquesta, parece llevar la voz cantante. Soberbia toma en vivo.
PS. La de Repin, Maisky y Lang Lang la he escuchado en el coche, así que no puedo emitir una opinión clara.
Perdón por el chiste malo y ordinario, pero tenía que hacerlo. Acabo de salir del Ateneu Ruman (sí, estoy en Bucarest) de escuchar el Concierto para piano 13 de Mozart a Elena Bashkirova, y... ¡Menuda diferencia con lo de Yuja Wang el otro día en Sevilla! La hija de, esposa de y madre de quienes ustedes ya saben ha puesto toda la carne en el asador; la china, otro chiste aún peor, puso toda la carne, pero solo hizo gran música en las propinas.
En fin, mientras haya artistas como Bashkirova aún queda espacio para la esperanza de que no se convierta todo en pura mercadotecnia.
Hasta el día 12 de diciembre tienen ustedes para ver de manera completamente gratuita, gracias al canal Arte (enlace), los Gurrelieder de Arnold Schönberg que Sir Simon Rattle dirigió en abril de 2024 celebrando el 75 cumpleaños de la Sinfónica de la Radio de Baviera. Es el tercer testimonio suyo acercándose a la tremenda página sinfónico-coral después de sus dos grabaciones oficiales al frente de la Filarmónica de Berlín, una en audio (EMI) y otra en vídeo (Digital Concert Hall). En este retorno logra dejar claro el nivel de los conjuntos bávaros: sencillamente el mejor que hasta ahora han conocido, muy por encima de los tiempos de Kubelik.
El maestro británico –ahora nacionalizado alemán– vuelve a ofrecer una verdadera lección de dominio de los medios a su disposición, particularmente de diseño de la arquitectura, capacidad para ir transformando el colorido –desde el sensual tardorromanticismo de toda la primera parte hasta el más descarnado expresionismo– y, sobre todo, tratamiento de las texturas, todo ello haciendo gala de una depuración sonora exquisita.
Ahora bien, interpretativamente vuelve a caer en la irregularidad. Sin ir más lejos, la introducción resulta un tanto frívola, y en toda la primera parte se evidencia quizá no el carácter excesivamente otoñal de su segunda versión en Berlín, pero sí cierta tendencia a quedarse en lo decorativo, como también a pasar de largo –cosa rara– ante la atmósfera de misterio que demandan algunos momentos clave. La breve segunda parte tampoco termina de convencer: resulta más nerviosa que propiamente desgarrada. Toda la tercera, como era de esperar, es una maravilla. Aquí Rattle se encuentra como pez en el agua desplegando brillantez, tensiones, teatralidad extrema y mucho, muchísimo sentido del humor, como también delicadeza poética en la narración y grandeza en el final.
La voz de Simon O'Neill–sustitución a última hora– no suena agradable al oído –emisión abierta–, pero posee la extensión, el volumen y la pasta apropiada para el imposible rol de Waldemar. Su estilo es irreprochable y el artista sabe pasar por todos los momentos expresivos. Dorothea Röschmann se queda bastante corta en los medios, pero al menos posee una dicción excelente y matiza con tanta intensidad como convicción lo que está diciendo. Jamie Barton es una Tove de muy alto nivel. La mitad "expresionista" de la obra se beneficia de un sólido Josef Wagner recreando al campesino y de un sensacional Peter Hoare haciendo del bufón sin que tengamos que sufrir una voz tenoril de escasa calidad. Un envejecido pero todavía sapientísimo Thomas Quatshoff encargándose de la narración. Formidables el Coro de la Radio Bávara y el de la MDR.
Por descontado, en discos la versión de referencia sigue siendo la de Ozawa, seguida muy de cerca por la de Chailly.
Hay que aplaudir que en Jerez de la Frontera se siga desarrollando –la creación tuvo lugar allá por 1998– el proyecto de la Orquesta Álvarez Beigbeder, formación de tamaño reducido que desde la iniciativa privada, con poquísimos medios y mucho admirable esfuerzo, intenta por un lado ofrecer a jóvenes artistas de la tierra la oportunidad de crecer como músicos, y por otro ocupar un cierto lugar en una ciudad –la mía- que no es precisamente pequeña pero carece de formación sinfónica más o menos estable.
También hay que alegrarse de cómo va progresando el nivel técnico de la misma: desde la última ocasión en que la escuché, un concierto de marchas procesionales, hasta el programa de alhambrismo sinfónico de ayer domingo 17 en el Teatro Villamarta, he notado una sustancial mejoría. Pudo influir que saqué mi entrada arriba, donde se escucha muchísimo mejor que en el patio de butacas –el sonido se pierde abajo, y el empaste también deja que desear–. No es menos cierto que hubo no pocas inseguridades y desajustes, pero a la postre creo que ha alcanzado un nivel digno para la ciudad.
No es menos motivo de satisfacción que la titularidad haya caído en manos de un maestro como José Colomé, un prodigio de musicalidad y buen gusto: anoche se mostró cuidadoso en el tratamiento de las familias, acertadísimo en los tempi –con él la música respira como es debido–, altamente sensual en el fraseo y muy alejado de cualquier tipo de efectismo, folclorismo barato o concesión de cara a la galería. Vamos, que es muy superior a otros directores que andan por Andalucía poniéndose al frente de este tipo de formaciones, y poco tiene que envidiar –más bien al contrario– a batutas conocidas que se han acercado en disco a la música orquestal de los Bretón, Turina y compañía.
Pero a mí, lo siento muchísimo, no me gusta el rumbo que la formación está tomando en lo que a elección de repertorio se refiere. Todo lo que voy a decir (¿realmente hay que insistir en ello?) son opiniones personales. Habrá valoraciones radicalmente opuestas, claro que sí. Se podrán discutir unas y otras todo lo que se quiera, pero no pienso renunciar a escribir lo que pienso. Es lo que he hecho siempre en este blog, y deseo seguir haciéndolo cueste lo que cueste.
Miren ustedes, no me gusta que se reivindique de la manera en la que se está haciendo la música de Germán Álvarez Beigbeder ("Don Germán" por estos lares), un señor que compuso bellas marchas procesionales pero cuya obra sinfónica presuntamente más destacada, Campos Andaluces –hay grabación con la Orquesta de Córdoba–, me parece un bodrio. Tampoco me hace gracia que se ensalce la figura de su más conocido hijo, de nombre artístico Manuel Alejandro –el de Raphael, Julio Iglesias y Rocío Jurado–, cuyas canciones son para mi gusto –por una vez coincido con Arturo Reverter, a quien le robo el calificativo– de una considerable cursilería.
Y no, no me parece que lo que Jerez y su teatro necesiten sea un programa integrado única y exclusivamente por obras “regionalistas”. Vale, La procesión del Rocío es una página tan menor como simpática (yo mismo tengo aquí una discografía comparada), y las Danzas fantásticas del propio Joaquín Turina, de las que incomprensiblemente solo se ofreció el último número, son una muy bella música. Pero no le encuentro interés a Adiós a la Alhambra de Jesús de Monasterio, cuya mayor virtud es la brevedad; imposible decir nada sobre la violinista Collette Baibaud, que parecía muy sensible en el fraseo pero necesita ser escuchada en obras de mayor enjundia. Tampoco le veo gracia alguna a En la Alhambra de Tomás Bretón. Cierto es que hace muy poco Tomás Marco ha escrito en Scherzo que se trata de una partitura nada despreciable (sic). A mí me parece tan mala como la música del propio Marco en su faceta de compositor, qué quieren que les diga. Y lo que ya es el colmo es la Fantasía morisca de Ruperto Chapí: larga, sin rastro alguna de inspiración y decididamente insoportable. Lo pasé muy mal en mi asiento escuchando semejante partitura. La cosa de Alexander Tsfasman que nos endilgó el otro día Yuja Wang en Sevilla (reseña) me parece Mahler al lado de esto.
¿Que hay que defender “nuestro repertorio”? Miren ustedes, esta música se puede enmarcar dentro del romanticismo nacionalista, del regionalismo o de lo que ustedes quieran, pero por sonar “andaluza” o tener tema alhambrista no es más “nuestra” que la de Francisco Guerrero o José María Sánchez Verdú, esos sí unos grandísimos compositores que nacieron, qué cosas, en Linares City y Algeciras City. Pero claro, esos no interesan. Y así estamos, en 2024 mirando hacia nuestras “esencias regionales”.
No, eso no es lo que yo quiero para Jerez. Quiero una orquesta que sepa tocar –y toque, y que lo haga bien– el repertorio realmente importante que, por tamaño de plantilla, esté a su disposición; y que luego, si lo considera oportuno, saque a la luz determinadas cosas que pueda resultar curioso escuchar. Centrarse en marchas de Semana Santa y costumbrismos varios no es el camino. Por eso mismo pienso obviar a esta orquesta a partir de ahora, como me gustaría que ellos obviasen desde la primera hasta la última letra todo lo que yo hasta aquí he escrito. Tenemos un concepto muy distinto de lo que debe ser la música y no hay entendimiento posible. Ni tiene por qué haberlo: cada uno es libre de tocar o escribir lo que le venga en gana.
Por cierto, la próxima parada sinfónica en el Villamarta es (¡agárrense quienes no lo sepan!) la Quinta de Bruckner por Christoph Eschenbach. Igualito, vamos.
PD. Esta entrada está cerrada a comentarios, para evitar que ocurra lo que pasó cuando escribí sobre otra orquesta jerezana, por cierto que a años luz por debajo de esta de la que ahora hablo: la Álvarez Beigbeder toca con dignidad.
Tras una cancelación en Valencia por culpa de la demoníaca DANA y una actuación en el Teatro Real de Madrid, llegaba a Sevilla la gira de la Mahler Chamber Orchestra con Yuja Wang anunciada como solista y directora. Al final no fue exactamente así: la artista china no dirigió ni el Concierto DumbartonOaks de Stravinsky ni Le toumbeau de Copuerin de Ravel, mientras que en el Concierto en sol del francés y la Suite de jazz de Tsfasman se limitó a algunos movimientos de brazos con la misma precisión y validez artística de los que usted y yo podemos hacer delante del equipo mientras escuchamos música. ¿Se echó de menos un director? Muchísimo, aunque no en todo el concierto.
La excepción fue DumbartonOaks. Un servidor se había tragado unos días antes cinco versiones seguidas de esta maravillosa obra del periodo neoclásico de Stravinsky. La experiencia fue interesantísima –leer aquí resultado– y me dejó claro que por muy “camerística” y presuntamente impregnada del “espíritu Conciertos de Brandemburgo” que se encuentre la página, un director puede dar visiones tan diversas como enriquecedoras de la escritura: belleza extraordinaria con Colin Davis, diversión con el propio Stravinsky, agresividad con Chailly, sensualidad con Dutoit y una perfecta combinación entre densidad y tensiones contrapuntísticas de la mano de Pierre Boulez, que firma la visión que a mí más me atrae.
Temía que los de la Mahler Chamber se quedase en la trivialidad. Pues no, en absoluto. Acercándose un tanto a la visión grabada por el compositor pero ofreciendo una dosis muy superior de depuración sonora y expresividad, los músicos nos presentaron una interpretación maravillosamente barroca. ¿Barroca en qué sentido? Pues en el de la teatralidad: cada una de las líneas estuvo altamente singularizada en lo expresivo, como si nos encontrásemos ante diferentes personajes dialogando entre sí, aportando cada uno de ellos una opinión que replicaba la del contrario y dotando así a la obra de intensos claroscuros y un alto voltaje expresivo. Nada de hacer la música amable, aunque sí que hubiera mucho de jovialidad, de sentido del humor e incluso de placer en el acto de hacer música. Las tensiones estuvieron bien marcadas –ataques incisivos sin necesidad de caer en el exceso– y la efervescencia conoció control. Desde el punto de vista técnico aquello fue impresionante. ¡Menuda plantilla de instrumentistas! Mis más encendidos aplausos para todos ellos, especialmente para quien parece que realmente dirigía el asunto, el concertino José María Blumenschein, a la sazón primer violín de la Sinfónica de la WDR de Colonia.
Apareció Yuja Wang vestida tal y como era de esperar, con raja hasta la cintura. Los fans no quedarían defraudados. Esta señora fue durante años un lamentable producto del marketing: figura escultural, vestidos de diseño, relojes de lujo y mucho, muchísimo dinero puesto sobre la mesa por Deutsche Grammophon para promocionar a una artista dotada de una agilidad y limpieza digitales absolutamente pasmosas, de un sonido capaz de adelgazarse hasta límites insospechados y de un sentido del ritmo envidiable, pero cortísima en expresividad, tendente al puro mecanicismo y muy interesada en correr lo más posible –aplausos por la vía fácil– a costa de la propia música. Fueron muchos, muchísimos los engañados por semejante fraude, pero ya se sabe lo mucho que gusta al personal la música a base de ligerezas y brillanteces varias. Ya saben, concebir el hecho musical como una experiencia densa y exigente, de esas que hacen pensar, queda fuera de paladares acostumbrados a la trivialidad, particularmente cuando algunos –o muchos– intérpretes de la escuela HIP han acostumbrado los oídos a recibir con entusiasmo detalles delicados, aéreos y gráciles, así como vertiginosas cascadas de notas de deliciosa efervescencia. Yuja Wang no tendrá nada que ver con la escuela historicista, pero es producto de los tiempos que corren.
Dicho esto, la pianista ha mejorado de manera ostensible en los últimos años. Comparen las versiones sueltas de Rachmaninov grabadas con Abbado y Dudamel con el ciclo completo hecho con el maestro venezolano hace poco: siguen detectándose frases mecanográficas aquí y allí, pero ahora el toque es mucho más rico, las dinámicas se encuentran más matizadas, los acentos ofrecen mayor variedad y están más sensatamente puestos.
Pero para que las cosas le salgan bien a Yuja hace falta un director que encauce el asunto. Y es justo lo que le ha venido pasando con la obra que traía a Sevilla, el sublime Concierto en sol de Ravel, que en su momento le pudimos escuchar en estos lares a Alicia de Larrocha con Rafael Frühbeck de Burgos. Como intenté explicar en la discografía comparada, Wang no dio lo mejor de sí misma con Lionel Bringuier en su registro para DG ni en el vídeo con el mismo director, pero luego lo hizo muchísimo mejor bajo la excelente dirección de Klaus Mäkelä. En el Maestranza dirigía –es un decir– ella misma, así que las cosas se quedaron a medio camino. Hubo mucha belleza en su pianismo, como también detalles mágicos –arranque del segundo movimiento–, delicadeza y una buena dosis de desparpajo, agilidad y sabor jazzístico en los movimientos extremos, pero se echó de menos un sonido más poderoso –desde mi asiento en un extremo lateral del teatro a veces no se la escuchaba bien–, un mayor sentido de los contrastes –todo muy bonito, quizá demasiado– y, sobre todo, un vuelo poético más elevado. Tanta ligereza termina hartando. La orquesta parecía otra: hubo imprecisiones –arranque del tercer movimiento– e inseguridades varias, los solistas intervinieron como cohibidos –muy bien el corno inglés en el Adagio– y el conjunto se resintió de falta de unidad. Faltaba, claramente, alguien que tuviera una idea clara de la obra y supiera cómo encauzar a todos para obtenerla. Faltaba un director.
¡Y vaya si faltó en Le tombeau de Couperin! Fue una mediocre interpretación, soberbiamente tocada pero dicha con mucho despiste. Ya sé que hay grandes maestros que se han estrellado contra ella, incluyendo nombres como los de Barenboim o Solti, pero precisamente por eso hacía más falta que nunca alguien que supiera algo sobre el estilo y la expresividad apropiadas para Ravel. Sí, en el Preludio se recrearon con brillantez y mucha limpieza las referencias clavecinísticas, mientras que el Rigaudon conclusivo ofreció contrastes y un sabroso sentido del ritmo, pero la sección central de este último y los otros dos movimientos fueron abiertamente malos por superficiales y asépticos, incluso rutinarios. ¿Dónde están la sensualidad, la ternura, la efusividad ravelianas? Escuchen a Cluytens, Ozawa o Previn. Mejor aún, a Celibidache con la Filarmónica de Múnich. No hay color.
Volvió Yuja Wang –con vestido distinto y todavía más bello que el de la primera parte– para interpretar la Suite de jazz de Alexander Tsfasman (1906-1971). Por nombre y contexto es imposible no pensar en la mal llamada Suite de jazz nº 2 de Shostakovich. Ya saben, frivolidad del realismo socialista y todo eso. Pero la diferencia es sustancial: lo de Dimitri Dmítrieviches pura delicia, esto de Tsfasman más bien una castaña pilonga. Por si fuera poco, Doña Yuja soltó aquello de “¡a correr se ha dicho!”, porque lo que le interesaba es insistir en que ella es la más rápida al oeste de Texas. Así las cosas, la orquesta pasó como una apisonadora ante las posibilidades líricas de partitura, ante su voluptuosidad y decadentismo, y se limitó a ofrecer un colchón de lujo –virtuosismo y limpieza insuperables– para que la Wang, con el ritmo en los huesos y los dedos tan ágiles como siempre, hiciera lo que más le gusta. Bicheen ustedes un poco por las plataformas de streaming y verán como esta partitura, por muy mediocre que sea, se puede hacer mejor.
Dos propinas. La primera –tontamente– no logré identificarla, pero me ayudó un colega: el Danzón nº 2 de Arturo Márquez. Ahí Yuja estuvo maravillosa. De la segunda no tengo ni idea, pero sirvió para ofrecer más de aquello que muchos habían venido buscando: fuegos artificiales.
Improvisación total de cara a la interpretación de esta noche bajo la dirección de Yuja Wang en Sevilla. Ya haré algo más digno.
1. Colin Davis/English Chamber (Decca, 1962). Nada de mirar al mundo barroco. Si neoclasicismo, pues estricto neoclasicismo. Británico por más señas, y del mejor posible. Equilibrio, elegancia algo distante, naturalidad, cantabilidad sin efusividades, moderación en los contrastes y una depuración sonora extrema singularizan esta recreación increíblemente bella que revela el lado más apolíneo de la escritura. La ECO está increíble: solo Boulez y su Ensemble alcanzarán semejante grado de claridad. La toma se ha conservado estupendamente. (9)
2. Stravinsky/Sinfónica de Columbia (CBS, 1964). Don Igor nunca fue un director elegante ni particularmente inspirado, pero resulta impagable su testimonio de cómo le gustaba a él que sonara su música. En este caso parece que la quería ágil, bulliciosa, afilada, dotada de claroscuros y salpimentada con un sentido del humor al mismo tiempo pícaro e incisivo. O sea, poco que ver con lo que había hecho Colin Davis. A conocer. (8)
3. Chailly/London Sinfonietta (Decca, 1979). Situándose en el extremo opuesto a Colin Davis, el milanés sigue a Stravinsky en su interés por poner la agilidad y los contrastes en primer plano, pero lo hace acentuando los ataques, marcado más los ángulos y dotando a la obra de cierta violencia. El humor, al menos el humor más distendido, queda relegado en esta interesantísima aproximación a los aspectos inquietantes de la escritura. (9)
4. Boulez/Ensemble InterContemporain (DG, 1981). Al frente de un conjunto que toca de manera portentosa, el autor de El martillo sin dueño –no precisamente un artista “romántico”– parece querer llevarle la contraria al propio Stravinsky y aporta una dosis importante de gravedad y sentido del misterio, de densidad incluso, además de –como Chailly– un humor más sombrío que risueño. Lo hace, en cualquier caso, sin merma alguna de la claridad (¡insuperable!), de la elegancia ni de ese sentido del ritmo tan peculiar de Stravinsky que el francés supo recrear como nadie. El resultado es fascinante. (10)
5. Dutoit/Sinfonietta de Montreal (Decca, 1991). El maestro suizo aporta sensualidad a esta música, una tímbrica algo impresionista y cierto sentido de la atmósfera. Por lo demás, Dutoit encaja perfectamente con esta música del periodo neoclásico de su autor por la mezcla de elegancia, equilibrio y belleza sonora. También se aprecia cierta sosería: con independencia de que se subrayen los aspectos lúdicos o los inquietantes, la partitura reclama tensiones más marcadas. (8)
Lo mejor de esta Turandot no ha sido la vigencia de la propuesta visual de Jean-Pierre Ponnelle, ni el muy notable nivel de los cuerpos estable de la casa, ni la globalmente aceptable labor de los cantantes congregados. Lo realmente grande ha estado en el llenazo de las seis funciones –con doble reparto– ofrecidas por el Teatro de la Maestranza, y sobre todo en la cara de felicidad con que salía el público. Estuve atento a los comentarios: había verdadero entusiasmo, e incluso se notaba que algunos escuchaban esta obra por primera vez. Esa es, y no otra, la misión de un teatro público: dar a conocer la alta cultura sirviéndola en buenas condiciones artísticas y –no lo olvidemos– a un precio asequible. Las entradas más caras están a 130 euros, las de hoy jueves –segundo reparto– a 75. Igualito que ese Teatro Real, también público, que ofrece la Theodora de Haendel a 280; el sábado asciende al asunto hasta los 294 euracos. ¡Y se quedan tan ancho el coliseo madrileño!
Parte del éxito entre el público se debe a que no se le ha tomado por imbécil ofreciéndole una producción deshonesta. Mucho ojo, que soy el primero en reivindicar la imaginación, la audacia y el deseo de hacer pensar a la hora de montar una puesta en escena. Pero una cosa es eso y otra muy distinta empeñarse en convertir todas y cada una de las óperas del repertorio en una oportunidad para lanzar mensajes morales a costa de diseñar una dramaturgia paralela que choca abiertamente tanto con lo que se lee en los sobretítulos como lo que se escucha. Claro, para un regista es muy fácil montar un numerito “políticamente comprometido” con el que convertirse en el centro de la función y luego acusar al público de rancio, acomodaticio y no sé cuántas cosas más. Y los teatros contentísimos de conseguir publicidad gratuita a costa del escándalo, claro.
Por eso mismo, producciones como esta que el malogrado regista francés diseñara en 1987 para el Teatro de la Fenice y que ahora pertenece al Maestranza son cada día más bienvenidas. Turandot es Turandot, y punto. Es decir, una fábula que no admite ningún tipo de lectura más o menos naturalista. Pero luego hay dos problemas. Uno, cómo plasmar ese relato fabulado sin caer en tópicos: Ponnelle lo consigue solo a medias. El segundo, ofrecer imágenes visuales que al mismo tiempo resulten hermosas y significativas evitando el gran peligro que tiene este título en concreto, no otro que la horterada monumental. En eso Ponnelle sí que triunfa por completo con esa gigantesca cabeza giratoria que por detrás es un palacio, así como con un vestuario que sabe ser muy atractivo sin perder el buen gusto. Ahí está la clave: buen gusto. Difícil de definir, fácil de percibir.
Justo es reconocer que en las dos anteriores ocasiones que se vio esta producción en el Maestranza el conjunto quedaba, pese a lo apuntado, un poquito soso en el apartado visual. Ahora Juan Manuel Guerra ha mejorado la iluminación de manera apreciable, añadiendo además unas proyecciones de las que abusó un tanto, pero que globalmente aportaron más que molestaron. Ahora está mejor.
De la dirección escénica original queda poco. Lo que se vio en Sevilla en aquella primera ocasión fue ya la adaptación de la ayudante de Ponnelle, Sonja Frissel, y lo que ahora tenemos probablemente no es más que un pálido reflejo del original. El director Emilio López ha recreado aquella con más atención a las masas que a los protagonistas: Calaf, Liù y Timur actuaron francamente mal. También se podían haber ahorrado las coreografías del verdugo, que parecían un numerito del Un, dos, tres. Francamente bien, por el contrario, el tratamiento de las tres máscaras y sus correspondientes alter ego mímicos.
La parte musical
Estoy completamente de acuerdo con los que afirman que la calidad de un teatro lírico no se mide por la categoría de sus voces invitadas, sino por la calidad de los cuerpos estables. Por eso mismo, no por potra cosa, el Palau de Les Arts es el número uno en España. Fui uno de los privilegiados que pudo escuchar la segunda Turandot valenciana de Zubin Mehta, allá por 2014 (¡cómo pasa el tiempo!). Aquí mismo pude explicar cómo me senté sobre el foso y apenas miré al escenario, porque Mehta y la orquesta no podían ser sino el centro de mi atención. Había que ver aquello: el más grande director que ha conocido este título en su historia desplegando su magia al frente de una formación es espléndido nivel, tan por encima de la de su Maggio Musicale. Claro, escuchar este título ahora en Sevilla ha sido aterrizar; pero aterrizar bien, porque soy consciente de que aquello fue excepcional y, además, sé lo que hay por ahí. ¿Acaso creen ustedes que la versión que vi en el Covent Garden en 2017, con un mediocre Dan Ettinger a la batuta y Alagna desafinando todo lo que quiso, fue mejor que lo escuchado en el Maestranza? Pues no.
Sonó francamente bien la Sinfónica de Sevilla, empastada y con todo en su sitio. Nada que ver con la Quinta de Prokofiev de hace unos meses con Marc Soustrot, mediocremente tocada, ni con los desajustes de la Sinfonia da Requiem de Britten con Sagripanti que hizo hace poco en el Villamarta. Las dificultades de la escritura de un Puccini que aquí, después de sus maravillosas indagaciones expresionistas de Fanciulla y Trittico quiso absorber el universo del Stravinsky más brutal, fueron resueltas sin mácula por los profesores de la orquesta sevillana. Aunque claro, para dificultades las del coro, y aquí hay que decir que, con todos los respetos al fabuloso Cor de la Generalitat Valenciana, el Coro del Teatro de la Maestranza –sometido al tercer grado por una batuta que exigía fortísimos atronadores– ha estado a su altura, diría que como pocas veces lo he escuchado. Aplausos para ellos y para su director Iñigo Sampil, como también para la Escolanía de los Palacios dirigida por Enrique Cabello.
Llevaba la batuta Gianluca Marcianò. A él se debe en no pequeña medida que la ROSS sonara como sonó, y por ello no vamos a regatear elogios, pero tampoco sería justo no reconocer que su labor se quedó a medio camino. Miren ustedes, Turandot no es solamente sonar con empaste, con brillantez y muy fuerte, en inyectar ritmo y en ofrecer sabor teatral. Eso es una parte. La otra consiste en revelar las increíbles texturas puccinianas, graduar tensiones, dejar que la música respire cuando debe y levantar el vuelo poético. Ahí Marcianò se quedó corto. La suya fue una dirección muy “echada pa’lante”, vistosísima y de alto voltaje dramático, pero corta en atmósfera y parca en sutilezas. El estudio de dinámicas fue pobre, las transiciones estuvieron resueltas a hachazo limpio y esa escena tan genial y decisiva que va desde el “Signore, escolta” hasta el final del acto primero no acumuló tensiones, sino decibelios. El maestro solo se animó un poco –quiero decir, controló su temperamento– en las evocaciones líricas de los tres ministros en el segundo acto, así como en todas las arias. La parte compuesta por Francesco Alfano creo que no estuvo del todo bien defendida.
A Oksana Dyka la escuché hace años haciendo Madama Butterfly con Lorin Maazel y Tosca con Omer Weller, en ambos casos en Valencia. Dos fuentes muy distintas entre sí me dijeron que en el Maestranza estuvo bien en el ensayo general y mal en la noche del estreno. La función que yo comento es la del miércoles 13: fue de menos a más. La soprano ucraniana ofrece graves aceptables, un sólido centro y un brillo metálico en la voz que a mí me parece idóneo para Turandot. El problema es que ese metal se transforma en algo insufrible en cuanto asciende al agudo, lo que deslució de manera considerable todo su acto segundo, por lo demás casi imposible de resolver: entiendo que la tensión vocal que exige Puccini no es sino una manera de extremar la tensión dramática del personaje, pero no hay soprano que salga indemne del reto. El acto tercero lo resolvió Dyka de manera muchísimo más satisfactoria, siempre dentro de un concepto muy temperamental y rotundo de la princesa, con ella más distante que humana. Como actriz fue, con diferencia, la mejor de la noche. Y no hay que desdeñar que se trata de una señora muy guapa: recuérdese que Calaf se enamora de ella solo con verla.
Con Jorge de León todos sabíamos lo que nos íbamos a encontrar, porque es uno de los cantantes más demandados por los teatros españoles. De hecho, creo que es el tenor al que más veces he escuchado en directo, incluyendo el Calaf que hizo precisamente en aquella función con Mehta en Valencia. Más de lo mismo: muy buena voz movida por técnica primaria enfocada a ofrecer sólidos y prolongados agudos. Los dio. Por lo demás, enfoque valiente y muy latino del personaje, justo lo que se espera en Puccini. Los matices se quedaron por el camino, pero una vez más nos lo pasamos bien escuchándole.
Si el público acogió con calor al tenor tinerfeño, se desbordó plenamente con Miren Urbieta-Vega. Con razón. Vale, es verdad que Liù –como la Micaela de Carmen– es un verdadero bomboncito, porque canta poco y se lleva todos los aplausos. Pero la soprano donostiarra no se limitó a cantar bonito, que es lo que hacen la mayoría de las que encargan a la esclava. Antes al contrario, aportó una intensidad dramática, incluso un carácter desafiante, que no estamos acostumbrados a escuchar en esta parte: fue revelador, muy particularmente en “Tanto amore segreto”. Como además el canto fue de muy buena calidad –hubo algún filado muy notable–, el éxito fue mucho más allá del que suele alcanzarse con este tan querido personaje.
Discreto sin más el Timur de Maxim Kuzmin-Karavaev, voz sin suficiente entidad para el personaje. Josep Fadó fue un Altoum que se salió de la habitual línea de anciano de voz tremolante. Muy flojo el Mandarín de César San Martín, pero de muy buen nivel las tres máscaras: Pablo Ruiz –destacado Ping– Manuel de Diego y Jorge Franco. Por cierto, ¿se han fijado en que la mayoría de los cantantes son españoles?
PD. Las excelentes fotos son las oficiales de Guillermo Mendo.
Con motivo de la gira por España en la que Yuja Wang va a tocar y dirigir esta obra al mismo tiempo, actualizo esta entrada repasando la referencial grabación de Ciccolini/Martinon y añadiendo cinco grabaciones más, entre ellas dos vídeos de la citada pianista china.
14.VI.2022
Vuelvo a escuchar la grabación de Michelangeli con Gracis, ampliando el comentario, e incorporo las de Weissenberg/Ozawa, Rogé/Dutoit, Ousset/Rattle y Pérez Floristán/Pérez.
14.XII.2019
Esta entrada se publicó originalmente el 31 de mayo de 2012. De las 16 interpretaciones entonces comentadas pasamos a 32, incluyendo ahora las de Bernstein '46, Bernstein '58, Haas/Paray, De Larrocha/Foster, Argerich/Abbado/LSO, Lortie/Frühbeck, De Larrocha/Slatkin, Grimaud/López Cobos, Grimaud. Zinman, Achúcarro/Varga, Stephano Bollani/Chailly, Say/Carlos Miguel Prieto, Perianes/Orozco Estrada, Yuja Wang/Lionel Bringuier, Seong-Jin Cho/Rattle y Perianes/Pons. Además, he vuelto a escuchar las de François/Cluytens, Argerich/Abbado/Berlín, Ciccolini/Martinon, y Bernstein/Nacional de Francia, modificando en mayor o menor medida los comentarios; a la de François/Cluytens le he bajado un punto.
Quizá sea el momento de recordar que esto de otorgar puntuaciones no es más que un pequeño juego. Cuantificar numéricamente las excelencias de una ejecución puede ser muy adecuado, al menos si lo hace un músico profesional altamente cualificado. Pero hacerlo con las de algo tan subjetivo como una interpretación resulta de lo más resbaladizo salvo que se tome simplemente como eso, un mero divertimento; o al menos, como una convención para entendernos entre los aficionados.
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Ravel compuso su soberbio Concierto en sol entre 1929 y 1931, al mismo tiempo que su no menos extraordinario Concierto para la mano izquierda. Sin embargo, y a diferencia del citado en último lugar, sobre cuya atmósfera opresiva y dramática caben pocas dudas, la obra que nos ocupa resulta sorprendentemente poliédrica.
Así las cosas, son los intérpretes los que han de decidir hasta qué punto deben subrayar su sabor jazzístico –fruto de las experiencias del autor en Estados Unidos–, su perfume francés que entronca con el impresionismo pero también con la peculiar elegancia de la música de nuestro país vecino, o más bien las aristas de corte "expresionista" que recorren los dos movimientos extremos y –aunque en principio no parezca tan claro–, el clímax dramático del bellísimo Adagio assai central, una de las piezas más hermosas compuestas por el autor de la Pavana para una infanta difunta. ¿Difuminar los colores o tratar con agresividad los timbres? ¿Aplicar un sentido del humor chispeante u optar por el sarcasmo? ¿Cantar las melodías con ternura o frasear con desazón?
Lo cierto es que, optando por unas decisiones u otras, todas las interpretaciones que hemos logrado escuchar alcanzan un nivel muy considerable. En las que falla el solista, ahí están el director y la orquesta –aquí importantísima– para compensar sus insuficiencias. Y viceversa.
1. Bernstein/Orquesta Philharmonia (Sony, 1946). Un Lenny que aún no había cumplido los veintiocho se puso al frente de la formidable orquesta londinense, recién fundada, para ofrecer una interpretación fresca y vitalista, maravillosamente paladeada en un Adagio que alcanza un clímax muy intenso, pero aun algo inmadura a la hora de resolver determinados pasajes –los tutti suenan confusos, en gran medida por la toma– y no del todo desarrollada en el estilo raveliano. Curiosamente, lo que más interesa es el muy sensible y matizado toque pianístico de un Bernstein que sabe no quedarse tan solo en la efervescencia. La toma beneficia mucho antes al piano que a la orquesta. (7)
2. Benedetti Michelangeli. Gracis/Orquesta Philharmonia (EMI, 1957). El peculiarísimo artista italiano marcó a sus treinta y siete años un hito aún hoy inalcanzado en esta obra, quizá no en el aspecto expresivo –se han escuchado pianistas más cálidos y comunicativos aún–, pero sí en la agilidad del toque, refinamiento del color, exquisitez en la creación de texturas y elegancia en el fraseo. Los movimientos extremos resultan así más diáfanos que con ningún otro solista, y el central resulta cautivador dentro de su sobria distinción. La dirección es muy sólida, pero no está a la altura. En cualquier caso, hay que destacar cómo en el último movimiento las maderas de la orquesta de Klemperer aportan, aparte de virtuosismo insuperable, una incisividad y una ironía que lo apartan de la mera distensión lúdica. La toma sonora, ya estereofónica, convence tras el último reprocesado. (9)
3. Bernstein/Sinfónica de Columbia (Sony, 1958). Doce años después de
su grabación londinense, Bernstein se toma las cosas con un poco de más
tiempo –en los dos primeros movimientos, no así en el tercero– y paladea
aún mejor la música sin perder las virtudes de antaño. Eso sí, la
orquesta es muy inferior a la Philharmonia, si bien se encuentra mucho
mejor recogida por una toma que ha demostrado ser francamente buena tras
la última remasterización. (8)
4. François. Cluytens/ Orchestre de la Société des Concerts du Conservatoire (EMI, 1959). Lo que mejor se ha conservado de este registro es la dirección de Cluytens, que saca buen partido de la muy adecuada sonoridad de la orquesta –en lo técnico no precisamente impecable– y la hace sonar en los movimientos extremos –no siempre del todo aprovechados– con la incisividad, la extroversión y el carácter digamos gamberro, un punto vulgar y canalla, que probablemente necesita, para por el contrario paladear con el concentración el segundo movimiento –lástima que ante el clímax pase de largo– y hacer cantar a las maderas con apreciable belleza. La intervención de Samson François es mucho menos interesante, no ya por su excesiva libertad en el fraseo o por la irregularidad de la inspiración, sino también porque dista de poseer la depuración sonora que tan solo dos años antes y para el mismo sello había mostrado Benedetti Michelangeli. A la postre, solo se salva un tercer movimiento dicho con adecuada efervescencia. La toma resulta aceptable gracias al nuevo reprocesado, sobre todo si se realiza la audición en alta definición, pero ésta no logra solucionar los desequilibrios de planos y la chata gama dinámica del original. (7)
5. Entremont. Ormandy/Orquesta de Philadelphia (CBS, 1964). Enorme sorpresa: han pasado cincuenta y nueve años desde este registro y sigue sin superarse la recreación que del primer movimiento, contando con la complicidad de unos Philadelphians que acercan esta música más que nunca a Gershwin, ofrece un Ormandy incisivo y colorista a más no poder, con el ritmo en los huesos, implicadísimo en la expresión –también en el sentido del humor– e increíblemente claro y detallista. El joven Entremont –rondaba la treintena– ya evidenciaba plena sintonía con este repertorio –que no especial inspiración: eso no era lo suyo– y escogió junto con el veterano maestro un tempo muy sensato en el Adagio para que la música volara con libertad. Excelente el breve Presto conclusivo, siempre en la línea del primero. (9)
6. Haas. Paray/Orquesta Nacional de la RTF (DG, 1965). Siendo esta una interpretación francesa por los cuatro costados, no lo es solo en lo que a la levedad bien entendida, de la sensualidad, del color un punto difuminado y de la delicadeza se refiere, sino también en su particular tratamiento de lo lúdico, su frescura algo frívola, del sentido de lo curvilíneo en el fraseo e incluso de una tímbrica más incisiva y variada de lo que en un principio se pudiera pensar. En este sentido, aciertan plenamente tanto una Monique Haas de toque de gran naturalidad y apreciable sensibilidad como un Paul Paray que otorga gran animación a los movimeintos extremos mientras que sabe extraer una hermosísima poesía del sublime Adagio assai, a pesar de llevarlo un punto menos lento de la cuenta. Por desgracia, no parece haber total entendimiento entre director y solista, ya que en el primer movimiento esta última no logra paladear como es debido ciertos pasajes de debería sonar muchísimo más atmosféricos y sugerentes. Sea como fuere, se trata de una realización de mucha mayor altura que la del Concierto para la mano izquierda que los dos artistas grabaron al mismo tiempo. (8)
7. Argerich. Abbado/Filarmónica de Berlín (DG, 1967). Veintiséis años tenía la pianista porteña en esta su primera grabación de la obra (luego vendrían muchas más entre radio, televisión, discos y DVD), dejando ya muy claro su acercamiento incisivo e incluso agresivo a la partitura, evidenciando al mismo tiempo ese sonido percutivo, pero no por ello ajeno a los matices, que la hacen siempre reconocible. En cualquier caso, esta personalísima grabación no acaba de convencer plenamente ni por parte de ella ni por la de Abbado: un primer movimiento muy vitalista, dicho con un extraordinario sentido del ritmo, también algo nervioso y sin mucho idioma, da paso a un segundo lleno de concentración y de belleza –maravilloso aquí el toque de Argerich– y un tercero dicho con una fuerza arrolladora, también con una muy apreciable incisividad, pero de nuevo algo violento y sin todo el encanto posible; parece que los dos artistas quisieran mirar al Prokofiev que grabaron al mismo tiempo antes que al universo sonoro del propio Ravel. Hay que destacar la enorme claridad que el maestro milanés aporta a la lectura, así como la muy aristada sonoridad con la que hace sonar a la que era, por encima de cualquier otra consideración, la opulenta orquesta de Herbert von Karajan. La grabación, con un importante soplido de fondo, suena muy bien en alta resolución, resaltando la toma la sequedad y las aristas de la propia interpretación. (8)
8. Weissenberg. Ozawa/ Orquesta de París (EMI, 1970). Frente a una orquesta no del todo virtuosística pero ideal para esta música por sonoridad y por estilo, el joven Ozawa se muestra no solo elegante y depurado en su labor de batuta, sobresaliendo en este sentido lo bien que paladea todo el Adagio, sino también –y sobre todo– muy vitalista, entusiasta y atento al sabor jazzístico que necesita la partitura. Mucho menos interesante la labor del solista, pulquérrimo en el toque, pero más bien monocorde y mucho más atento a los fuegos artificiales que a la enorme poesía que albergan los pentagramas. (7)
9. Bernstein/Filarmónica de Viena (DG, 1971). El jazz, como no podía ser menos, es el ingrediente esencial de la aproximación del norteamericano a esta partitura en su doble faceta de pianista y director, ofreciéndonos aquí una lectura extrovertida y llena de fuerza que sobresale por la incisividad en los movimientos extremos, resultando el último particularmente electrizante. El segundo es muy poético y sensual, lo que no le impide a su clímax alcanzar una tensión y una rebeldía reveladoras. Eso sí, en algún momento se puede echar de menos mayor claridad, circunstancia que compensa la increíble calidad de la orquesta. Lástima que el registro, que conoció tan solo una edición limitada, se encuentre hoy descatalogado. (10)
10. De Larrocha. Foster/Filarmónica de Londres (Decca, 1972). Como era de esperar, lo más grande de esta interpretación se encuentra en un Adagio assai que permite a la extraordinaria Alicia hacer derroche de concentración, musicalidad y vuelo poético, siempre con un toque de extraordinaria belleza que sabe no quedarse en lo meramente superficial, ofreciendo adecuados claroscuros tanto sonoros como expresivos que enriquecen su enfoque mayormente apolíneo. En el resto está francamente bien, aunque no es ella la solista más efervescente ni más jazzística posible: su sensibilidad, por así decirlo, se mueve en la más estricta ortodoxia raveliana. Lawrence Foster dirige con propiedad, sin dejar de atender a las aristas de los movimientos extremos –a veces se le va la mano en los decibelios–, pero en el central se abandona a la ensoñación (¿adormecido por el exquisito canto de la solista?) y no termina de atreverse a subrayar su clímax dramático. Tampoco la orquesta se encuentra en su mejor momento. Magnífica la toma para la época. (8)
11. Ciccolini. Martinon/Orquesta de París (EMI, 1974). Como en casi todo el Ravel que grabó con la Orquesta de París, Martinon destila las más sublimes esencias ravelianas sabiendo ofrecer toda la sensualidad, el refinamiento y el vuelo poético que este repertorio necesita al mismo tiempo que atiende a la rítmica, la angulosidad y los claroscuros que, por muy ortodoxo que se quiera ser en “lo francés”, tampoco hay que descuidar. Ofrece así unos movimientos extremos que saben ser a la par curvilíneos y efervescentes, difuminados e incisivos, impresionistas y jazzísticos. Alcanza el cielo en un Adagio assai que se dilata hasta unos increíbles 10’56’’ con concentración suprema para ofrecernos la más conmovedora mezcla de ternura, delicadeza, melancolía y amargor que uno se pueda imaginar. Todo ello lo consigue con la complicidad de una orquesta que no es la de mayor virtuosismo que pueda uno imaginarse –de hecho, la trompeta se queda corta–, pero sí la que posee unas maderas ideales para esta música. Aldo Ciccolini sabe sazonar la poesía del primer movimiento con cierto perfume jazzístico sin caer en el nerviosismo, pero a ratos pierde un poco de fuelle e incluso parece tocar con cierta dificultad. En el segundo, perfectamente sintonizado con el director, está verdaderamente admirable, mientras que resuelve el tercero no con especial agilidad, pero sí con la adecuada efervescencia. El nuevo reprocesado en alta definición ofrece mayor limpieza que el que hasta ahora ha circulado, pero la toma original no está a la altura. (10)
12. Bernstein/Nacional de Francia (DVD Kultur y YouTube, 1975). La cuarta y última grabación de Lenny no solo no ha perdido fuerza, frescura y efervescencia (¡tremendo el movimiento conclusivo!), sino que ha alcanzado ya la madurez estilística y se dilata hasta los 10’26 (9’15 le duraba en su primer registro) en un Adagio maravillosamente paladeado que alcanza un clímax a medio camino entre lo erótico y lo doliente al que se llega y del que se desciende mediante una planificación admirable. Se agradece la sonoridad francesa en la orquesta, aunque precisamente en las serias limitaciones de esta última se encuentra el único aspecto negativo de la que es, en cualquier caso, una importante recreación. La toma sonora en el DVD dejaba bastante que desear. En la recuperación en alta resolución realizada por Warner, aun siendo el volumen muy bajo, suena muchísimo mejor. (9)
13. Benedetti Michelangeli. Celibidache/Sinfónica de Londres (YouTube, 1982). El italiano repite su enorme logro de veinticinco años atrás –qué manera de modelar el sonido, qué claridad, qué elegancia– ahora junto a un director, este sí, que no solo domina de manera portentosa el lenguaje raveliano, con todos sus colores y texturas puestos aquí de relieve como pocas veces se han escuchado, sino que además se compromete por completo en lo expresivo para hacer justicia a toda la jovialidad, la frescura, el encanto, el carácter travieso, la no escasa ironía y el –por descontado– conmovedor vuelo lírico que albergan los pentagramas. A la excelencia de los resultados no son ajenas las intervenciones llenas de intención de los solistas de la Sinfónica de Londres, en esta que es una de las escasísimas oportunidades de escuchar a Celi al frente de una formación de primera fila. No hay aún hay edición comercial, pero aquí está el vídeo en YouTube para remediarlo. (10)
14. Rogé. Dutoit/Sinfónica de Montreal (Decca, 1982). El maestro suizo siempre mostró una enorme afinidad con Ravel, y aquí lo demuestra con una recreación en la que no solo sabe ofrecer elegancia en el fraseo, colorido refinado, sensualidad y un carácter aéreo bien entendido, sino también una buena dosis de efervescencia, incisividad y hasta aspereza cuando es necesario. Pascal Rogé toca con virtuosismo y no menor conocimiento del estilo, redondeando una interpretación más que notable a la que le falta un punto de poesía para alcanzar la excepcionalidad. (8)
15. Argerich. Abbado/Sinfónica de Londres (DG, 1984). Han pasado diecisiete años desde su grabación en Berlín y los dos artistas, respaldados por una toma sonora muy superior a la de entonces, demuestran haber madurado de manera considerable su concepto de la obra, ahora claramente más raveliano, como también más pródigo en inspiración. Han limado las excesivas angulosidades y asperezas de antaño, han relajado un tanto el impulso rítmico digamos que juvenil del que hicieron gala –se ha perdido quizá un poco de garra– y exploran con mucha más atención las atmósferas misteriosas y sensuales que propone la partitura, algo a lo que no son ajenos los tempi ahora menos rápidos –salvo en el tercer movimiento, casi idéntico– que deciden adoptar. La pianista ofrece un toque de mayor variedad, así como un fraseo menos nervioso y más imaginativo. La batuta, por su parte, no solo se interesa por las aristas sino que también sabe obtener sonoridades aterciopeladas de la espléndida orquesta londinense. (9)
16. Lortie. Frühbeck de Burgos/Sinfónica de Londres (Chandos, 1989). Queda claro que el maestro burgalés se siente a gusto en esta música, que recrea de manera idiomática y con atención tanto a sus aspectos más vistosos como a su vena poética, pero los resultados son algo irregulares. En el primer movimiento busca el máximo contraste entre las secciones efervescentes y las introvertidas pero no termina de dotar al conjunto de unidad. En el segundo apuesta por un tempo francamente lento (10’44’’) sin lograr mantener la tensión, mientras que en el tercero obtiene una rica variedad tímbrica respondiendo bien al espíritu dinámico que la música exige. Louis Lortie hace gala de un toque sensible, natural e idóneo para Ravel, demuestra gran agilidad evitando el virtuosismo meramente mecanicista y despliega poesía sincera, faltando solo una vuelta de tuerca en la expresión para equipararse con los grandes recreadores de la partitura. (8)
17. Argerich. Dutoit/Orquesta Nacional de Francia (YouTube, 1990). Dutoit acierta plenamente con una dirección extrovertida y con gancho, de colorido rico e incisivo, gran vitalidad rítmica y adecuado sentido del humor y de la ironía, pero también cálida y sensual en el Adagio assai. Su antigua esposa, siempre ágil, vitalista y pletórica de virtuosismo, se mueve por los mismos parámetros que en otras ocasiones, convenciendo en el segundo movimiento pero no tanto en los dos extremos: no son solo electrizantes sino también más nerviosos de la cuenta. La orquesta no está muy fina. (8)
18. Ousset. Rattle/Orquesta de la Ciudad de Birmingham (EMI, 1990). Francamente lograda la dirección de Rattle en los movimientos extremos, bulliciosa e incisiva, mucho antes jazzística que impresionista, siempre clarificadora y de muy rico sentido del color. Como contraste, un Adagio particularmente lento y ensoñado en el que Cécile Ousset hace gala de apreciable sensibilidad, a despecho de un toque no del todo variado y de cierto distanciamiento expresivo. (9)
19. De Larrocha. Slatkin/Sinfónica de San Luis (RCA, 1991). Diecinueve años después de su grabación junto a Foster, la pianista barcelonesa vuelve a dar una verdadera lección de belleza, de sensibilidad, de poesía y de estilo raveliano –también de agilidad digital, aunque eso se da por supuesto–, esta vez acompañada por un Leonard Stalkin más bien plano y poco atento a la claridad, a las texturas y al colorido, aunque siempre correcto y centrado. En este sentido, hay que agradecer que frasee con amplitud el segundo movimiento y deje volar con total libertad la poesía infinita de Doña Alicia. La toma sonora, más bien turbia y difusa, no está a la altura. (8)
20. Grimaud. López Cobos/Royal Philharmonic (Denon, 1992). No deja de causar sorpresa la extraordinaria labor que realiza en esta ocasión maestro de Toro, ofreciendo una lectura particularmente angulosa e incisiva –la trompeta del arranque recuerda a Petrushka–, llena de vitalidad, de frescura y de energía bien controladas, canalla cuando debe –tremendos los vientos jazzísticos en la sección central del primer movimiento–, pero también riquísima en el color, elegante a más no poder en el fraseo y de una claridad asombrosa. Solo se puede reprochar que en el segundo movimiento, cantado con una depuración sonora exquisita, el clímax central suene antes nervioso que verdaderamente arrebatado. La todavía joven Grimaud que toca con enorme sensibilidad y mucho empuje, pero que aún tendrá que madurar el concepto, amargo y dramático, que ofrecerá en recreaciones posteriores. La toma sonora se beneficia de una amplísima gama dinámica, aunque precisamente por ello hay que poner el volumen bien alto. (9)
21. Zimerman. Boulez/Orquesta de Cleveland (DG, 1994). Esta grabación fue muy esperada en su momento. Como todos imaginábamos, el pianista polaco deslumbra con los resultados, y uno no sabe si destacar antes que nada su claridad digital, su sentido del ritmo o la capacidad de su sonido para pasar de la más refinada sutileza a una potencia considerable. La batuta ofrece la claridad y objetividad esperables, pero en el primer movimiento se echa de menos sabor jazzístico y en el segundo mayor calidez. El tercero es prodigioso. (9)
22. Thibaudet. Dutoit/Sinfónica de Montreal (Decca, 1995). El pianista francés, ágil a más no poder pero sin dejarse llevar por el nerviosismo, da una lección de estilo con un sonido rico en tímbrica y pulsación, delicado y plegado a sutilezas, y un fraseo tan elegante como sensual. Quizá le falta un punto de inspiración, de compromiso expresivo. Dutoit vuelve a estar formidable. (9)
23. Kocsis. Iván Fischer/Orquesta del Festival de Budapest (Philips, 1995). Esta extrovertida, rápida y algo precipitada interpretación, en cualquier caso realizada con audible entusiasmo y contrastada depuración técnica, podrá gustar más o menos, pero lo que está claro es que no suena a Ravel en ningún momento. Tampoco posee tintes jazzísticos. Más bien suena, por momentos, a ese Bartók que tanto aman pianista y director, pero no al Bartók torturado sino más bien al folclórico y luminoso, con su peculiar sentido del vigor rítmico y del colorido. Por otra parte, las ágiles pinceladas de la batuta tratan las texturas de manera distinta a la de la mayoría de los directores y logran llamar nuestra atención en determinados pasajes. El segundo movimiento es hermoso, pero no muy emotivo. Admirable la toma sonora. (8)
24. Grimaud. Zinman/Sinfónica de Baltimore (Erato, 1997). Cinco años después de su grabación con López Cobos, Hélène Grimaud sigue profundizando en su visión y nos ofrece un Adagio assai recreado con una concentración, una sensibilidad, una depuración sonora y una elevación poética verdaderamente exquisitas, impregnando al movimiento de un amargor con el que, aun renunciando a ofrecer un clímax dramático acentuado, parece sintonizar bastante bien un David Zinman que, eso sí, no puede ocultar su condición de batuta más bien primaria y no muy atenta ni a la claridad ni a las posibilidades expresivas que ofrece la obra. López Cobos lo hacia bastante mejor. Particularmente insatisfactorio el tercer movimiento, más bien desvaído. (8)
25. Achúcarro. Varga/Sinfónica de Euskadi (Claves, 2000). Excepcional intérprete de Ravel, el pianista vasco hace gala de un toque tan transparente como compacto, en absoluto difuminado, muy valiente cuando debe, sin perderse en evanescencias impresionistas pero tampoco cayendo en la trampa del nerviosismo jazzístico. Lo suyo es, sencillamente, una mezcla perfecta de virtuosismo, pasión y sensibilidad, aunque también es justo reconocer que aquí no alcanza el enorme vuelo poético que consigue en otras grabaciones ravelianas de su madurez. Quizá ello se deba a la labor de un Gilbert Varga que realiza un trabajo cuidadoso con la muy notable orquesta y se muestra bastante centrado en lo expresivo sin terminar de resultar creativo ni inspirado. La grabación es excelente. (8)
26. Yundi Li. Ozawa/Filarmónica de Berlín (DG, 2007). El director oriental hace gala de su proverbial sentido del color y de las texturas, pero se muestra aquí menos sensual y más dinámico de lo esperado; vitalista, muy jazzístico y un punto agresivo; quizá también algo más ruidoso de la cuenta. El joven pianista realiza una buena labor, pero se queda bastante corto en poesía en el segundo movimiento, contagiando un tanto al propio Ozawa. La orquesta está fabulosa, sobresaliendo sus formidables maderas. (8)
27. Argerich. Temirkanov/Real Orquesta Filarmónica de Estocolmo (DVD Euroarts, 2009). En el que por el momento es su último registro de la obra, la siempre felina Marta Argerich, algo menos impresionante en lo que a dedos se refiere, continua fiel a su pianismo nervioso, percutivo, electrizante y poco dado a la sensualidad, pero también capaz de paladear con concentración las melodías en el Adagio assai. Notable la dirección de Temirkanov, muy centrado tanto en lo estilístico como en lo expresivo y atento a subrayar con ácido humor el descaro de las intervenciones solistas. Formidables la imagen y el sonido. (8)
28. Grimaud. Vladimir Jurowski/Chamber Orchestra of Europe (YouTube, 2009). Sobrada de agilidad, de electricidad y de garra, y haciendo gala de un sonido más incisivo que aterciopelado, pero en cualquier caso muy bello y maleable, Grimaud profundiza en el lado más doloroso de la partitura con una interpretación que, sin renunciar a la delicadeza propia del compositor, se singulariza por su carácter sombrío y regusto amargo; lo más interesante es que eso la de Aix-en-Provence lo consigue no solo en el movimiento central, de clímax particularmente encrespado y punzante, sino también en los dos extremos. La dirección de Jurowski, no muy raveliana, apunta en la misma dirección subrayando aristas e interesándose más por el nervio interno que por la sensualidad. La orquesta está francamente bien, sobresaliendo el solo del flauta del santanderino Jaime Martín. (8)
29. Grimaud. Sokhiev/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2010). La pianista francesa vuelve a repetir su acercamiento sombrío, anguloso y dramático, lo que no le impide ofrecer detalles extraordinariamente conmovedores en un segundo movimiento que poco a poco va acumulando tensión hasta alcanzar un clímax muy doliente. Por desgracia la dirección es gris, rutinaria incluso, si bien los soberbios solistas de la orquesta hacen mucho por subir el nivel en sus intervenciones. (8)
30. Aimard. Boulez/Orquesta de Cleveland (DG, 2010). El compositor y director francés repite –esta vez con toma sonora no ya magnífica, sino histórica– su dirección de tímbrica incisiva y claridad inigualable, si bien la objetividad bouleziana prima por encima de los aspectos sensuales de esta página. Aimard se muestra nervioso y desconcentrado en el primero, quizá intentando resaltar los aspectos más modernos de esta música, pero pasando por encima de toda su poesía. Muy concentrado por el contrario el segundo –admirable el clímax preparado por Boulez–, aunque no lo suficientemente poético. Mejora en un tercero que, en cualquier caso, se entrega en exceso al virtuosismo. (8)
31. Bollani. Chailly/Gewandhaus de Leipzig (Decca, 2011). La elección de un pianista de jazz deja bien claro el punto de partida de esta interpretación en la que, extrayendo un excelente partido a una orquesta que, irreconocible, suena perfecta en estilo, Chailly dirige con un entusiasmo y una frescura encomiables, ofreciendo en el ritmo y en la tímbrica sin necesidad de renunciar a la elegancia raveliana y sabiendo remansarse de manera adecuada –aunque manteniendo voluntariamente las distancias– en el Adagio assai. En cualquier caso, lo que más impresiona es la efervescencia de un tercer movimiento admirablemente desmenuzado, siempre en perfecta complicidad con un Stephano Bollani que toca estupendamente, con dejes jazzísticos pero sin excesivo nerviosismo, aunque carente de esa inspiración de los más grandes intérpretes de esta parte. (9)
32. Say. Carlos Miguel Prieto/Sinfónica de la Radio de Frankfurt (YouTube, 2013). La poderosa personalidad del pianista turco marca esta interpretación matizada y creativa al teclado, sí, pero muy sensata, sensible y nada precipitada, además de certera en un estilo a medio camino entre el “impresionismo clasicista” y el jazz, sin que esto último implique nerviosismo. Más que correcta la dirección, aunque es más bien al pianista a quien se debe la emoción del clímax del segundo movimiento. (8)
33. Perianes. Orozco Estrada/Sinfónica de Galicia (YouTube, 2013). Cuatro años antes de su grabación oficial con Pons, el pianista onubense demuestra ya una enorme sintonía con esta obra, y mucho más que eso en un Adagio assai en el que roza el cielo. Difícil es tocar con más sensibilidad, paladeando la música con esa extraordinaria concentración que le caracteriza, recreándose en la pura belleza del sonido sin acercarse narcisismo y dejando, al mismo tiempo, que la poesía vuele lo más alto posible. En el primer movimiento se olvida por completo de lo jazzístico y elude ese nerviosismo en que caen numerosos pianistas, mientras que releva aquí y allá el misterio, el lirismo y magia que alberga su parte en perfecto contraste con la vitalidad que desprende la orquesta. En el tercero sí que se puede echar de menos un último punto de efervescencia y vitalidad, quizá por el deseo de Perianes de evitar el virtuosismo más externo para permitir que se escuche todo, cosa que ciertamente consigue. Andrés Orozco Estrada, al frente de una orquesta de incuestionable nivel pero que no es de primera, traduce magníficamente el movimiento inicial, al que dota de vida y colorido, pero no despliega en el segundo la sensualidad y la inspiración que sí alcanza el piano. En perfecta sintonía con este, decide en el tercero priorizar la claridad frente a otras consideraciones. (8)
34. Yuja Wang. Lionel Bringuier/Tonhalle Zurich (DG, 2015). La pianista oriental encaja perfectamente con el espíritu de los movimientos extremos y, bien respaldada por una batuta que subraya los aspectos más incisivos de la partitura, ofrece una recreación efervescente a más no poder, llena de chispa y de nervio bien entendido, ideal para su toque agilísimo y de limpieza absoluta, aunque –como era de esperar– algo mecánica en los pasajes más puramente virtuosísticos. Flojea el sublime Adagio assai central, dicho con concentración e incuestionable belleza, pero en exceso distante en lo expresivo. (8)
35. Yuja Wang. Lionel Bringuier/Academia de Santa Cecilia (YouTube, 2016). Los dos artistas repiten, esta vez con una orquesta bastante discreta, una aproximación efervescente e incisiva en grado superlativo, tocada con limpieza extrema por la pianista oriental, pero que sigue dejando de lado los aspectos más sensuales de la escritura. En cualquier caso, está hecha con tanto entusiasmo que engancha de principio a fin. Sonido monofónico. (7)
36. Argerich. Krivine/Nacional de Francia (YouTube, 2017). La de Buenos Aires sigue en su línea temperamental, nerviosa y contrastada, haciendo gala de un toque que, sin dejar de ser poderoso, ofrece ricos matices y atiende a la imprescindible sutileza raveliana, al tiempo que el fraseo –a estas alturas de su carrera– sabe alejarse de lo mecánico y mantiene la comunicatividad en todo momento. Eso sí, el Adagio no está todo lo paladeado que debiera y nuestra artista aún podrá dar una nueva vuelta de tuerca. Emmanuel Krivine sabe modelar muy bien las curvas de las maderas sin por ello dejar de insistir en los toques jazzísticos. (8)
37. Seong-Jin Cho. Rattle/Filarmónica de Berlín (Blu-ray BP, 2017). Grata impresión la que causa el joven coreano, no el más poético ni apasionado de los pianistas posibles, pero sí concentrado en el fraseo, sensible en el toque, ágil sin caer en lo equivocadamente aéreo y por completo afín a la más ortodoxa estética raveliana. En esta misma se mueve un Rattle sensual y detallista, siempre risueño en el sentido del humor y atento al perfume jazzístico de la pieza, aunque sin muchas ganas de marcar aristas ni de acentuar tensiones: su visión, ante todo, es cálida y luminosa. Impagables las maderas berlinesas en sus decisivas intervenciones en un Adagio assai desgranado con delectación. La filmación, de toma sonora comprimida, se realizó en Hong Kong el 10 de noviembre de 2017. (9)
38. Perianes. Pons/Orquesta de París (Harmonia Mundi, 2017). Aunque parezca mentira, el de Nerva es todavía capaz de darle una vuelta de tuerca más a su interpretación y llevarla, armado de un sonido hermosísimo y de un toque de lo más variado, hasta lo más alto posible. Y lo hace no solo en un primer movimiento más paladeado, más creativo y más poético que el que registró con Orozco Estrada, sino también en un Adagio assai que seguramente, en lo que a la parte pianística se refiere –en la orquestal ahí sigue el milagro irrepetible de Martinon– apenas encuentra parangón. En el tercer movimiento de nuevo pueden preferirse enfoques más efervescentes, pero lo que está claro es que Perianes no busca triunfar de cara a la galería, sino hacer música. Josep Pons comienza defraudando: el arranque suena algo alicaído, sin el vigor rítmico ni la incisividad en el timbre que deberían hacer que sonara un tanto “a Petrushka”. Pero luego no solo va evidenciando una perfecta sintonía con el enfoque lírico e introvertido del solista, sino que demuestra enorme capacidad para generar atmósferas, crear mágicas texturas y bucear en los pliegues expresivos de los pentagramas. En el segundo mantiene a la perfección el pulso y construye con perfecta lógica; el lacerante clímax central no resulta tan apasionado como el de Orozco Estrada, pero sí que se alcanza con una planificación más depurada y mayor naturalidad. Además, Pons permite respirar con holgura a los maravillosos solistas de la orquesta parisina, cuyas maderas siguen siendo las ideales para esta obra. En el Presto conclusivo deja a su aire a los solistas de la orquesta con resultados superlativos: no pueden ser todos ellos más acertados en la expresión, llena de burla e ironía sin perder elegancia ni sabor francés. Una toma sonora memorable redondea unos resultados de referencia. (10)
39. Argerich. Shani/Filarmónica de Israel (Medici TV, 2020). Habida cuenta de la diferencia con la filmación con Krivine tan solo tres años anterior, parece claro que la Argerich de los últimos años es la mejor: toca casi igual de increíblemente bien que antes –hay algún despiste aislado–, mantiene la mayor parte de esa mezcla de electricidad y flexibilidad que le caracteriza, rebaja carácter percutivo en el toque y añade una dosis de concentración, léase de madurez, que le permite destilar la poesía que las notas esconden detrás de tanta brillantez. Quizá no sea cosa solo de ella: le ayuda un Lahav Shani que no está dispuesto a dejarse llevar por las prisas –con él sí paladea el Adagio como es debido–, mantiene el control y realiza una formidable labor de clarificación orquestal. (9)
40. Pérez Floristán. Juan Luis Pérez/Sinfónica de Sevilla (YouTube, 2021). El joven pianista sevillano hace gala de una técnica plena, equivalente a la de los grandes pianistas, y una muy considerable sensibilidad a la hora de recrear el concierto, acertando además en el punto de equilibrio entre lo lírico y lo jazzístico, incluso por momentos buscando el contraste entre ambas facetas. Todavía le falta, en cualquier caso, una vuelta de tuerca en lo que se refiere a variedad en la pulsación, como también a la hora de extraer poesía de determinadas frases. Su progenitor dirige con la profesionalidad y el buen gusto que le caracterizan, pero anda muy lejos de los mayores recreadores de la página. El arranque, sin ir más lejos, es francamente flojo, también por culpa de una trompeta que, como el resto de los primeros atriles de la formación sevillana, se quedan muy a medio camino de cumplir con las tremendas exigencias técnicas, estilísticas y expresivas que demanda la partitura. Los ingenieros de sonido tampoco les hacen mucha justicia que digamos. (6)
41. Wang. Mäkelä/Orquesta de París (YouTube, 2023). Paso adelante de Doña Yuja. Sigue siendo ella misma, claro, pero ahora el Adagio sí que es el de una gran pianista: muy paladeado, rico y sensible en los matices, delicado en el mejor de los sentidos y lleno de emoción. El clímax no pretende ser lacerante, pero tampoco eso es imprescindible. Eso sí, en el último movimiento le hubiera venido bien algo menos de prisa y más de flexibilidad en el fraseo. Klaus Mäkelä se pone a su servicio –tengo entendido que por entonces eran pareja– en una recreación muy juvenil, vistosa y extrovertida a más no poder. La orquesta tiene buen nivel, pero hay algunos desajustes propios del directo que –obviamente– no estaban en el depuradísimo registro en estudio de Josep Pons. (9)