Ayer 26 de septiembre pudo por fin ofrecerse en el Teatro Villamarta de Jerez el concierto que iba a tener lugar el pasado abril celebrando los veinte años en la lírica de nuestra gloria local, Ismael Jordi. Un chico de mi barrio –de la barriada de al lado: su padre tenía la ferretería de la zona–, completamente “normal” en su manera de relacionarse –mucho fútbol, mucha playa, mucha Semana Santa y novia guapísima de toda la vida con la que termina casándose y teniendo una feliz vida juntos–, y de carácter extraordinariamente educado y afable. Siempre tiene palabras buenas con todo el mundo. Conmigo en todo momento ha sido cordial, pese a que del círculo de melómanos de Jerez que le rodea he sido el único que, de vez en cuando, le ha puesto algún reparo a su arte. Entiéndase: reparos dentro de una valoración global que siempre ha sido muy positiva. Otra cosa es que algunos hayan intentado meter cizaña entre ambos intentando venderle la moto de “este ignorante te tiene manía, yo soy quién de verdad reconoce lo inmenso que eres”.
Después de estas dos décadas, la carrera de Ismael es un perfecto ejemplo de lo que, para mí, merece la mayor admiración: trabajo duro, plena consciencia de las posibilidades y de los límites de los medios –vocales, en este caso– con los que se cuenta, perfecta planificación, capacidad para la renuncia y una sensibilidad que parte de lo apolíneo –es decir, del equilibrio y del respeto a las normas elementales de la tradición belcantista– y que a veces resulta más distante de la cuenta, incluso poco variada en la expresión, pero a la que no le faltan brillo y comunicatividad. Prácticamente la antítesis de un Rolando Villazón, un señor de voz y de enorme atractivo que, después de haber ofrecido algunas cosas maravillosas –y otras no tanto– arruinó su carrera mezclando desinterés por el estilo, descontrol en la expresión, falta de cálculo y muchas prisas. Recuerdo que ambos cantaron el Romeo de Gounod en la producción del Villamarta: al tenor mexicano, al contrario que Ismael, no le conocía todavía nadie por aquí, deslumbró con luz cegadora y duró lo que duró. El de Jerez sigue con la voz en perfecto estado, ha crecido como artista, no ha recibido nunca –que yo sepa– una mala crítica y tiene contratos con teatros muy importantes. Nunca será Plácido Domingo, ni lo pretende: quiere ser Ismael Jordi. Nada más, pero tampoco nada menos. Me quito el sombrero. Solo le reprocho que no haya cantado con mayor frecuencia al más grande, un tal Wolfgang Amadeus.
El recital, afortunadamente, se planteó con piano y sin invitados especiales. Hubo piezas menores interpretadas con enorme belleza canora y emotividad a flor de piel –Tosti– y otras que no tanto –Turina–. Hubo arias de gran belleza interpretadas a pedir boca –M'appari de Flotow– y otras que estuvieron muy bien pero que aún podrá madurar –Pourquoi me réveiller, que cantaba por primera vez en público–. Y hubo pesos pesadísimos que fueron una verdadera lección: Tombe degli avi miei es, a priori, un aria que le podía quedar grande a sus medios –la voz no es ancha por abajo ni tiene mucha carne–, pero de la que es capaz de ofrecer una recreación “de libro” tanto en lo técnico como en lo expresivo. Sus bazas están claras: perfecto control de la respiración, legato embriagador, calculadísimos reguladores, dicción clara –consonantes bien marcadas– y unos agudos valientes cuando deben serlo, muy bien proyectados y con unos tintes metálicos –en el buen sentido: color plata– que le sientan de maravilla. Por no hablar, claro está, de sus justamente celebradas medias voces, un recurso del que venturosamente sabe no abusar.
El éxito entre el público, aunque garantizado de antemano, tuvo plena justificación. Los intensísimos aplausos tras las arias de Martha y Lucia señalaron los puntos más memorables de la velada, aunque luego vinieron recreaciones cálidas, valientes y entregadas a más no poder de “Por el humo” y “No puede ser”, y una no menos extraordinaria de “Adiós, Granada”, siempre muy bien aocmpañado por el piano de Rubén Fernández Aguirre. Como propina simpática, una pieza del jerezano Manuel Álvarez-Beigbeder Pérez, más conocido como Manuel Alejandro: nada menos que “Se nos rompió el amor”, que nuestro artista quiso recrear a la manera de Raphael.
¡Muchas felicidades, Ismael!
PD. No les ofrezco fotos porque no las hay a mi disposición. No soy prensa. Francisco López e Isamay Benavente hace tiempo que me dieron la patada, por díscolo: en ese teatro solo se admiten críticas positivas al cien por cien y que digan que en el Villamarta se hacen las cosas mucho mejor que en el Maestranza.