He estado un tiempo ausente porque, deseando descansar un poco de la investigación sobre arte medieval, he empezado a escribir dos libros –ya veremos si llegan a buen puerto– de temática musical. El primero se llama Daniel Barenboim, un acercamiento discográfico. Intentaré dar lo que el título promete, pero hay un problema: aunque he escuchado casi todo los discos del maestro, hay un cierto numero de ellos –óperas, sobre todo– que escuché hace demasiados años y no tengo notas escritas sobre los mismos, así que tendría que volver a ponerlos en mi equipo. Por otra parte, habría que ver si uso esas notas para ir obra por obra –el resultado sería un volumen de considerable tamaño– u optar por un enfoque más ligero, lo que implicaría sintetizar de manera muy considerable.
El segundo se titularía algo así como Los grandes directores de orquesta y sus mejores discos. El enfoque sería eminentemente divulgativo, no pensado para los lectores de este blog –que ya saben de qué va el asunto– sino para un público más global. El objetivo sería sintetizar las maneras expresivas de cada maestro. Ni biografías ni anécdotas, por tanto, sino claves para entender cómo cada batuta aborda una partitura, para calibrar cuáles han sido sus aportaciones y para comprender de qué múltiples maneras se puede abordar eso que conocemos con el "gran repertorio". Pero aquí también me encontré con un problema, en el que reparé después de escribir capítulos dedicados a Herbert von Karajan y a André Previn, y justo al llegar a la mitad del de Lorin Maazel: hablamos de una cifra elevadísima de discos a escuchar. Rebajo las pretensiones, pues. Dos folios por director y comentario de un solo disco que sea lo suficientemente representativo de sus maneras. Como habría que escoger unos cincuenta directores, hablamos de un libro de cien páginas. ¿Llegaré a verlo terminado, o moriré en el intento?
Mientras lo comprobamos, les dejo a ustedes los siete folios que escribí sobre Karajan, ciertamente pocos para tratarse de quien se trata, pero aun así muchísimo más de lo que sería conveniente para acercarse al melómano que está empezando.
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Herbert von Karajan (1908-1989) ha sido el director de orquesta más famoso de la historia, en buena medida gracias a la imagen que en todo momento él mismo se cuidó de difundir por todos los medios posibles. Semblante de perfecto equilibrio entre rigor y elegancia, beneficiado por sus preciosos ojos azules. Cabellera encrespada ma non troppo. Vestimenta de corte exquisito (¡esos eternos jerséis de cuello alto!), pero evitando las rígidas formalidades de un maestro. Gestualidad amplia y serena, tan alejada del arrebato emocional como de las rigideces metronómicas del director empeñado en marcarlo todo. Ojos semicerrados aparentando concentración, más sin dejar de estar atento a cuando ocurre a su alrededor. Fotografías y filmaciones de encuadres, gamas cromáticas y contrastes lumínicos milimétricamente planificados. Supo venderse increíblemente bien. Quizá por eso ha sido, al mismo tiempo, el director más despreciado. Por grandes directores como Sergiu Celibidache, ciertamente, pero también –y sobre todo– por esa masa de público tan poco informado e insensible como pretencioso que interpreta que la celebridad es necesariamente sinónimo de una gran maniobra comercial que encubre la ausencia de valores reales; o que, sencillamente, quiere aparentar exquisitez menospreciando aquello que es admirado por muchos.
Por encima de todas estas circunstancias, don Heriberto fue un gran director. Un enorme director. Quizá uno de los mejores que han existido. Bajo unos parámetros muy determinados, eso sí, con los que uno puede no terminar de comulgar: la calidad del sonido como meta fundamental, no como el medio para alcanzar una expresividad determinada. ¿Desemboca en frialdad semejante posicionamiento? En absoluto. Pero sí que es cierto que el maestro siempre evitó arrebatos y –por descontado– todo lo que significase mordacidad o acidez, o implicase una postura más o menos “combativa”, al tiempo que se centraba en la pura seducción de la opulencia sonora. En este sentido, podríamos considerarle como el prototipo del director “burgués”: todo milimétricamente planificado, increíblemente bien tocado y derrochando la mayor belleza sonora, procurando impresionar con los contrastes entre pianísimos imposibles –su increíble técnica le permitía obtenerlos– y fortísimos de redondez sin igual, pero con la emoción en dosis medidas. El público tenía que salir seducido, impresionado y ligeramente tocado en la fibra sensible, pero nunca había que exigirle demasiado durante la interpretación. Menos aún que se hiciese preguntas más o menos inquietantes. No hace falta decirlo: estamos en el extremo opuesto a un Furtwängler –quien más le odió– o un Klemperer. Y tampoco hace falta indicar que tales parámetros artísticos funcionaban mejor en unos repertorios que en otros.
Sea como fuere, para entender bien a Karajan hay que atender a una evolución artística en la que tuvieron mucho que ver su tanto sus desiguales relaciones con una serie de orquestas como con la evolución técnica del mundo de la fonografía. Su actividad durante la etapa nazi –se ha repetido hasta la saciedad que se afilió al partido dos veces– estuvo llena de éxitos, como también de algún sonado fracaso. Lo cierto es que los testimonios fonográficos de aquellos años, que incluyen encuentros tanto con la Filarmónica de Berlín como con la Staatskapelle de la capital alemana, nos muestran a un director ya muy preocupado por el sonido, pero un tanto rígido y seco, incluso marcial, un tanto en la línea de Arturo Toscanini pero con una materialización sonora mucho más germánica, más densa y compacta, de cuerda bien musculada y metales tan brillantes como empastados, evitando asperezas. ¿Más kapellmeister, más maestro con oficio, que verdadero gran director? Pues sí, exactamente eso. Y siguió siendo así, después de arreglar –lo tuvo mucho más fácil que su ya anciano rival Furtwängler– esos problemillas políticos, en los años de postguerra, en los que anduvo de acá para allá –Viena, Milán, Buenos Aires– apabullando por su capacidad para modelar el sonido de las orquestas.
Y llegó Walter Legge. Su Philharmonia Orchestra, pensada para el estudio de grabación y no para dar conciertos, tenía como misión ofrecer las técnicamente más perfectas ejecuciones de repertorio que se hubieran realizado hasta la fecha. Y como en Londres el pasado nazi del maestro no era tan problemático como en Europa central, el fichaje estaba cantado. Klemperer por las mañanas y Karajan por las tardes. Y a grabarlo todo. También óperas, por descontado que con elencos de lujo. Ahora bien, ¡qué diferencia con Herr Klemperer! Mientras el de Breslau iba forjando poco a poco unas maneras que hacia finales de los años cincuenta cuajaron en uno de los más inclasificables, reveladores y geniales fenómenos de la historia de la interpretación musical, Karajan seguía en su línea de profesionalidad extrema carente de alma: todo bien, a veces mucho más que eso, pero sin nada en especial que decir. Un crítico español escribió que “el Karajan de la etapa Philharmonia fue el más voluntarioso y el menos personal”. No se puede explicar mejor. Aunque quien quiera comprenderlo auditivamente, lo tiene muy fácil: escuchen el rotundo, decidido y magníficamente expuesto Rosenkavalier de Richard Strauss que registró en 1956 con la señora Legge, la sublime e inalcanzable Elisabeth Schwarzkopf, y luego váyanse a la que registró entre 1982 y 1984 (¡ya ven qué grado de perfeccionismo quería alcanzar el maestro, dilatando las sesiones lo que fuera necesario!) con la Filarmónica de Viena. No hay color. Curiosamente, el Falstaff de Verdi que grabó con la Philharmonia –Tito Gobbi encabezando el elenco– es mejor que el que hará mucho más tarde en Viena: allí el orondo y gamberro carácter shakesperiano será en exceso domesticado. Y ya que hablamos de ópera, justo es citar dos de sus tres encuentros con Maria Callas, y no solo por ella: en esta Lucia di Lammermoor de 1955 y este Trovatore de 1956, ambos en EMI, encontramos la faceta más temperamental, rabiosa y hasta negra del maestro. Pero precisamente por eso no son testimonios representativos de sus maneras de hacer.
El verdadero Karajan fue modelándose paralelamente, desde que en 1954 alcanzó la muy ansiada titularidad de la Berliner Philharmoniker. Poco a poco fue desentendiéndose de Londres y centrando su actividad en Berlín. André Cluytens se le adelantó grabando el ciclo de sinfonías de Beethoven –que él había abordado con la formación de Legge, aún con sonido aún monofónico–, pero ya desde principios de los sesenta, en perfecta sintonía con los productores de Deutsche Grammophon (DG), iba a dejar claro quién mandaba y qué se iba a hacer: todo. Absolutamente todo. De Vivaldi y Bach a Prokofiev y Shostakovich (¡esas lágrimas de Dmitri Dmítrievich cuando descubrió con qué nivel técnico y expresivos se podía tocar su Décima sinfonía!), pasando por todos los pesos pesados del repertorio centroeuropeo, sin olvidarse del impresionismo ni de la ópera. Es de suponer que sabía qué se estaba cociendo en el mercado de los EEUU: él tenía que ofrecer –y ofrecía– interpretaciones muchísimo más técnicamente perfectas que las de Bernstein en Nueva York, y más personales e inspiradas –amén de todavía más suntuosas– que las de Ormandy en Philadelphia. Furtwängler estaba muerto y Klemperer era otra cosa. Despuntaba por ahí un Carlo Maria Giulini y un Lorin Maazel en su primera madurez. También estaba un Solti que, aunque aún no había llegado a Chicago –lo haría en 1969–, ya tenía su prestigiosísimo Anillo del nibelungo con la Filarmónica de Viena. Karl Böhm era un kapellmeister respetadísimo, pero a este lado del telón de acero no había más competencia a su nivel. Él iba a vender más que nadie.
Habría que preguntarse hasta qué punto fue Karajan el que modeló el sonido de la formación que había sido de Furtwängler y del joven Celibidache o, por el contrario, fue la propia orquesta berlinesa la que creó al Karajan que todos conocemos. Visto lo que luego ocurriría con Claudio Abbado y con Kirill Petrenko –no tanto con Simon Rattle, el otro titular que ha tenido la orquesta en tiempos recientes–, nos atrevemos a decir que la influencia fue recíproca. Pensando en buena medida en el nuevo mundo del disco de vinilo, el de la estereofonía y de las gamas dinámicas más amplias, Herbert encontró un instrumento ideal para seducir al público, pero muy probablemente la orquesta buscaba a alguien bien distinto al filosófico Furt que le diera a conocer al mundo aquello que era capaz de hacer. Lejos de ser un “director tirano”, la seducción fue mutua. Y nos consta –por transmisión oral, no podemos revelar la fuente– que Karajan dejaba hacer a sus músicos más que luego Abbado. Por eso mismo no parecen una mera ocurrencia del departamento de márquetin estas declaraciones: “Toscanini dirigía su orquesta con un látigo genial. Bruno Walter la ‘invitaba’ a hacer música con él. Para mí los profesores de orquesta son sencillamente mis compañeros. Un solista interpreta bajo su propia responsabilidad. Yo solo lo escucho”.
Dicho esto, ¿cuáles son las cosas realmente grandes que hizo el maestro en estos largos años berlineses? Pues no precisamente Beethoven, pese a que grabó la integral de sinfonías –entre audio y vídeo– nada menos que seis veces: evolucionando poco a poco desde una marcialidad un tanto toscaniniana hacia planteamientos más claramente hedonísticos, nunca acabó de conectar completamente con el de Bonn. La Quinta, por su carácter épico, fue quizá la sinfonía con la que más sintonizó, mientras que en la Pastoral patinaba de manera considerable.
Solidez sin particular inspiración –al menos en sus registros de los años sesenta y setenta– ofrecía en Schubert, Schumann y Brahms. Su musculado, denso Mozart parece de mayor valía, por mucho que hoy sea considerado anatema por los defensores de los instrumentos originales y las maneras “históricamente informadas”. Los rusos se le dieron muy bien, aunque convenientemente occidentalizados. Ya se sabe, menos rusticidad y más terciopelo. Muchísima sensualidad y espectáculo bien servido: todo un placer para los oídos.
Pero el gran, grandísimo Karajan aparece –repasando la lista de compositores por orden cronológico– en Anton Bruckner. Su ciclo sinfónico para DG sigue siendo un hito de la historia del disco: espectáculo tope, ciertamente, pero con exquisito gusto y mucha emoción. No resulta fácil de entender que muchos melómanos prefieran los, en general y con importantes excepciones, más artesanales acercamientos de ese gran profesional que fue Eugene Jochum.
Los impresionistas le permitían desplegar una especial sensibilidad para el timbre y para la atmósfera, pero aquí al maestro se dejaba llevar por el hedonismo. Cuando no lo hacía, los resultados eran sublimes: ahí está su Pelléas et Mélisande de Debussy para EMI. Sin salirnos de la lírica, tenemos una recreación aún más inesperada: La bohème de Puccini de 1972 en Decca que, al margen de los prodigios de Luciano Pavarotti y Mirella Freni, dejó bien claro hasta qué punto era capaz de rozar el cielo en repertorios que podrían parecer alejados a su sensibilidad. Teatralidad, colorido, asombroso manejo colores, texturas y planos polifónicos (¡ese segundo acto!), sentido del canto puramente italiano… Estamos ante una de las más grandes grabaciones de ópera de la historia.
Su Wagner era de calidad, pero para encontrar los mejores ejemplos hay que oírse a cosas como su Tristán e Isolda de Bayreuth de 1952. En casi todas las grabaciones de estudio la tendencia del maestro a extremar las dinámicas, recrearse en el puro sonido e incluso complacerse en dulzonerías varias lastraban los resultados. Excepción, sus referenciales Maestros cantores para EMI registrados en 1970 frente a la Staatskapelle de Dresde: quizá no tener a los berlineses a su servicio le alejó de tentaciones.
Richard Strauss, en cualquier caso, fue su gran caballo de batalla. Pocas veces, quizás nunca, se ha dado semejante sintonía entre un compositor y una batuta. La razón es sencilla: estos dos muy burgueses artistas buscaban exactamente lo mismos de sus públicos, y Karajan poseía exactamente esa técnica de batuta excepcional, ese dominio de la “lujuria” orquestal y ese sentido de lo brillante, de lo descriptivo y de lo narrativo que necesitan el universo sonoro del creador de Don Juan. Todo lo que firmó en este terreno alcanza la excepcionalidad, trátese de los poemas sinfónicos o de las óperas. Puestos a escoger, nos quedamos con uno de cada: Don Quixote con Rostropovich y el antes citado Rosenkavalier en Viena.
Mahler lo trabajó poco: se nota que no le gustaba especialmente. Más bien se dejó llevar por cuestiones comerciales derivadas de la “mahlermania” a partir de la película Muerte en Venecia. Las malas lenguas dicen –vayan a saber si es cierto o no– que consultó las anotaciones de la partitura de la Novena que había dejado Leonard Bernstein en su visita única a Berlín. Como intérprete de Stravinsky fue desahuciado por el propio compositor. Tampoco Prokofiev se le dio bien. En Sibelius sí que supo descollar, aunque solo nos dejara dos registros de verdadera referencia: el Concierto para violín con Christian Ferras y, sobre todo, la última de sus grabaciones de Tapiola. Entre el repertorio por él menos frecuentado, un disco Honegger absolutamente sensacional.
Fue en los años setenta cuando se dejó llevar por dos factores tecnológicos: el desarrollo de la grabación cuadrafónica y las filmaciones de conciertos. El primero de ellos estuvo defendido especialmente por EMI, y eso es lo que hizo que el maestro volviera a trabajar –aun siguiendo centrada su actividad en DG– con su antiguo sello. Quizá de ahí, aunque también de su conocida intromisión en las sesiones de ingeniería, el monumental desmelene de algunas grabaciones de estos años –no todas cuadrafónicas en su origen– señalado por críticos como Ángel Carrascosa: contrastes dinámicos extremos para epatar al personal, ampulosidad extrema y discutible sinceridad expresiva. En sinfonías y en óperas.
Claro que, si de desmelenes hablamos, lo más tremendo llegó con las grabaciones televisivas, en los setenta para Unitel y en los ochenta para Sony Classical. En la manera de filmarlas, para ser exactos. Ahí sí que le notó al maestro (¡y de qué manera!) la vena filonazi. Muchas de esas grabaciones estaban realizadas en playback con la intención de colocar la cámara en lugares imposibles para conseguir planos "impactantes" de una pretenciosidad insufrible. Por si fuera poco, en alguno de esos vídeos se puede ver cómo algunos de los presuntos miembros del público no son sino maniquíes.
En los años ochenta el de Salzburgo se olvida de la fracasada cuadrafonía para interesarse por dos nuevos inventos relacionados entre sí: la grabación digital y el disco compacto. Se sabe que tuvo muchísimo que ver con este último, hasta el punto de que su Sinfonía Alpina de Strauss –increíble interpretación– publicada en 1981 fue el primer CD de música clásica. Cincuenta y un minutos concebidos para escucharse de un tirón, por fin sin cortes. Y sin clics, distorsiones al final de cara ni otros inconvenientes de los vinilos. Karajan se lio la manta a la cabeza y les hizo ver a los de Deutsche Grammophon que se podían hacer de oro: venga, chicos, a grabarlo todo una vez más, o al menos lo que nos dé tiempo, que para financiarnos sacamos en el nuevo formato las viejas grabaciones ya amortizadas. Dicho y hecho. Lo que pasa es que en las nuevas tocó más de la cuenta en la mesa de mezclas. Tanto, que cuando nuestro artista falleció los del sello amarillo, que ya tenían la muy seria competencia de los prodigios digitales de Solti con la Sinfónica de Chicago realizados por los ingenieros de Decca, las volvieron a procesar para editarlas con sonido más convincente.
Los años ochenta fueron para Karajan los de un divorcio anunciado y la consolidación de una relación amorosa intermitente que ahora iba a dar sus más maravillosos frutos: me distancio de la Filarmónica de Berlín, que mi verdadero amor es la Filarmónica de Viena. Todo el asunto en torno a la contratación o no de Sabine Meyer –defendida por el maestro, rechazada por los berlineses– como primer clarinete no fue más que la chispa que hizo saltar por los aires una relación deteriorada por puro y natural cansancio. No obstante, aún llegarían en esta era digital grabaciones memorables con su antigua orquesta: los mejores Planetas de Holst jamás escuchados, la increíble Cuarta sinfonía de Nielsen, maravillosos Concierto para violín de Brahms y Bruch con “su” descubrimiento Anne-Sophie Mutter, Tchaikovsky con el jovencísimo Evgeny Kissin… Pero volvamos al asunto Viena.
Aprovechando su titularidad como director de la Staatsoper austriaca, con la Wiener Philharmoniker había hecho un buen número de registros para Decca entre 1959 y 1963 bajo la iniciativa del productor John Culshaw. Olvidables algunos, muy buenos la mayoría, soberbios al menos dos de ellos: The Planets –solo un paso por detrás del posterior en Berlín– y un disco navideño con Leontyne Price. Más adelante vendrían cosas como aquel Boris Godunov de 1970 en el que la orquestación de Rimsky resultaba ideal tanto para los intereses de la batuta como para lucir las cualidades de la formación austriaca; o la mítica Madama Butterfly de 1974 en la que de nuevo Freni y Pavarotti lucieron más memorable “italianitá”. Todo esto ha sido reeditado por Decca en nuevos reprocesados que mejoran de manera sensible las primeras encarnaciones en disco compacto. También es de justicia citar la Salomé de 1977 (EMI), increíble en su combinación de sensualidad impresionista y desgarro expresionista, y más aún en su manera de plantear el gran arco de tensiones: nuestro artista no solo atendía al más minucioso detalle, sino también a la arquitectura global. La Sinfonía n.º 8 de Anton Bruckner filmada en 1979 el Monasterio de San Florián sigue siendo una de las dos o tres mejores grabaciones brucknerianas de la historia; quizá también el Karajan más sincero jamás escuchado.
Así las cosas, no debe extrañar que en los ochenta los siempre altivos y complicados músicos de la formación vienesa, por entonces rendidos a los pies de Karl Böhm y de Leonard Bernstein, le dio lo mejor de sí misma: otra enorme Octava de Bruckner, desiguales pero bellísimas tres últimas sinfonías postreras de Tchaikovsky, suntuoso disco con la Cuarta de Schumann y la Octava de Dvorák, opulento Wagner con Jessey Norman, inalcanzable Moldava de Smetana… Y sobre todo, claro está, el antes citado Caballero de la rosa straussiano: es difícil sintonizar mejor con ese peculiar concepto del “decadentismo” y materializarlo con mayor perfección sonora, pero sobre todo es imposible hacerlo extrayendo una dosis más elevada de magia sonora y perfume poético. Hay quienes echan de menos la electricidad y el sentido del humor de un Carlos Kleiber en este título, pero en todo lo que tiene que ver con el personaje de la Mariscala, Karajan se eleva a las altas cimas de la dirección de orquesta. La absoluta fusión artística, casi diríase que carnal, llegó el 1 de enero de 1987 con el más memorable Concierto de Año Nuevo que se recuerda.