Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
lunes, 30 de junio de 2014
El último Schubert sinfónico de Giulini
El enfoque de la Sinfonía nº 4 sigue siendo el mismo de su grabación anterior, es decir, tener muy presente el subtítulo de la pieza, que ha de sonar precisamente eso, trágica ante todo, pero sabiendo alcanzar ese carácter a través de un envoltorio formal de enorme belleza y perfecto equilibrio. La tragedia no debe afectar este espíritu clásico, apolíneo si se quiere, aunque tampoco debe haber lugar para la trivialidad, la delectación sonora o el preciosismo.
Ahora bien, la evolución del maestro a lo largo de estos años se nota con claridad, tanto en los tempi, siempre más lentos con la excepción del Menuetto –ligeramente más veloz–, como en un concepto menos riguroso, menos dramático, con más espacio para el lirismo humanista típicamente giuliniano. Así las cosas, el desarrollo de los movimientos resulta un tanto irregular, defraudando el Adagio Molto de la introducción, ahora más rápido y bastante menos concentrado, para pasar a un Allegro Vivace que resulta considerablemente más lento que el anterior y no posee tanta garra; incluso en lo sonoro resulta más masivo de la cuenta, y eso que la Sinfónica de Chicago era aún más poderosa que la orquesta muniquesa. Hasta aquí, la interpretación anterior era preferible.
En el segundo movimiento de la Trágica, por el contrario, salimos ganando: ahora sí aparecen, combinados con el amargor aquí imprescindible, esa emotividad, esa luz cálida y esa sensualidad que en 1978 se echaban algo en falta, si bien hay quien puede preferir los acentos incisivos y rebeldes de la interpretación registrada para DG. El Menuetto ha ganado algo en encanto, y quizá también resulta preferible en esta grabación de Sony. El Allegro final resulta ahora más flexible, más atento a la atmósfera y a la cantabilidad, pero en esta ocasión preferimos la interpretación de Chicago por el carácter apremiante, nervioso en el buen sentido y lleno de tragedia que entonces se conseguía (¡milagrosamente!) sin la más mínima pérdida del equilibrio formal y de la belleza sonora.
En cuanto a la Incompleta, la interpretación de Chicago conseguía un portentoso equilibrio entre lo apolíneo y lo trágico, esto es, entre la belleza sonora, el lirismo cantable y la efusividad humanista por un lado, y la garra dramática y la hondura reflexiva por otro. En esta nueva interpretación ese equilibrio se rompe ligeramente en favor de los aspectos más líricos de la obra. Esto no significa que el maestro baje la guardia; el amargor que desprende su interpretación sigue siendo evidente y los clímax alcanzan, mediante una muy sutil gradación de tensiones, una fuerza impresionante.
Pero sí es cierto que aquí hay una dosis mayor de misterio, de sensualidad, digamos que de “ternura schubertiana”, haciendo el maestro de Barletta cantar a la orquesta bávara con ese legato que solo él sabe conseguir. En este sentido, esta es la típica recreación (Giulini estaba a punto de cumplir setenta y nueve) “de anciano director”: trascendida y altamente desmaterializada, dicha desde más allá del bien y del mal, aportando una mirada sobre el ser humano que recopila todas las experiencias de una vida y las sintetiza convirtiendo el acto interpretativo en una reflexión filosófica a través de la belleza.
La orquesta está espléndida, siempre trabajada con claridad pero con ese empaste central típico de Giulini; los solistas, musicales a más no poder. En cuanto a la toma de sonido de las interpretaciones muniquesas, fue realizada en sendos conciertos ofrecidos en la Herkules-Saal con resultados francamente satisfactorios, pero la realizada aún en tiempos analógicos por los ingenieros de DG en 1978 eran aún superiores.
¿Conclusión? Las interpretaciones con la Sinfónica de Chicago son absolutamente imprescindibles para cualquier melómano, mientras que las de este disco registrado en Múnich son “solo” para admiradores de Giulini... que somos miles. Lo acaba de reeditar Sony Classical en una caja de veintidós compactos. Dicho queda.
sábado, 28 de junio de 2014
¡Salvemos el Palacio de la Música!
jueves, 26 de junio de 2014
La Décima de Mahler de Clinton Carpenter por Zinman
Sigo muy bajo de ánimo y, por ende, escuchando música ominosas. Vuelvo a la Décima de Mahler: tras la de Rattle con la Filarmónica de Berlín que comenté la semana pasada, ahora la de David Zinman con la mítica Tonhalle de Zúrich, registrada por los ingenieros de la RCA en 2010. La he podido escuchar, por cierto, en formato SACD: las frecuencias graves suenan gracia a éste con enorme relieve, pero la toma sonora dista de convencer, por resultar distante y extraña. En cualquier caso, ni sonido ni batuta me interesaban tanto como la edición que realizó musicólogo norteamericano Clinton Carpenter (1921-2005) en 1949, con revisión de 1966, a ver cuál era su propuesta para reconstruir la fascinante partitura inacabada mahleriana.
Pues bien, debo decir que no me ha convencido en absoluto, no solo por el modo aparatoso, decibélico e insincero de rellenar las partes que faltan, sino también por las innecesarias –incluso vulgares– aportaciones que realiza a las que fueron completadas por el propio Mahler. Eso sí, resulta curioso escuchar un cuarto movimiento –el segundo Scherzo– muy distinto de lo habitual.
Se da la coincidencia de que este movimiento es el único que se salva desde el punto de vista interpretativo, porque los dos extremos están dirigidos por Zinman de manera deslavazada –por momentos llegan a sonar canijos–, el segundo resulta de una blandura por completo inaceptable y en el tercero (“Purgatorio”) hace el ridículo con su fraseo trivial, cursi y saltarín. A todas luces, una mala dirección, y probablemente una de las más desafortunadas interpretaciones mahlerianas que he escuchado en mi vida. Tiempo perdido, disco a olvidar.
sábado, 21 de junio de 2014
La Turandot de Mehta, y punto
Teniendo mi butaca en la fila 1 del segundo piso justo encima del foso, atendí poco a lo que pasaba sobre el escenario del Palau de Les Arts en la función del pasado domingo día 15 de junio. Miré la mayor parte del tiempo a donde esa noche había que mirar: allí estaba Zubin Mehta, el más justamente celebrado intérprete de Turandot desde que Puccini escribiera –y no terminara, ay– esta obra maestra absoluta, ofreciendo frente a una orquesta condenada a la pérdida de su aún extraordinaria calidad, la más que probable última función operística en la ciudad del Turia tras ser ninguneado por los políticos que gobiernan la Comunidad Valenciana.
Puede que no fuera esta la más depurada, la mejor planificada en sus tensiones ni la más creativa de las interpretaciones de Turandot a cargo de veterano maestro indio, sin duda volcado esa noche a ofrecer decibelios y espectacularidad en grandes dosis, pero aun así fue una enorme, impresionante recreación de la partitura pucciniana. Mehta domina los resortes técnicos y expresivos de esta obra a la perfección: el asombroso sentido del ritmo, el colorido riquísimo y variado en sus texturas –desde la tersura hasta la incisividad, sin restar un ápice de modernidad a la escritura–, el sentido de la opulencia , la brillantez y el refinamiento sin verse tentado por el exhibicionismo gratuito –en el que sí caía Karajan, por ejemplo-, la manera de mantener el pulso dramático sin perder de vista la riqueza de matices… Pero es, sobre todo, la portentosa manera de conjugar brutalidad y vuelo lírico, exotismo y canto italiano, energía y sensualidad, tradición y vanguardia, todos esos elementos en principio contradictorios que otorgan a esta obra su fascinante condición, lo que convierte a la dirección del maestro indio en una incuestionable referencia.
Estar la mayor parte del tiempo fijándome en él me permitió además verificar el extremadamente minucioso control que Mehta posee tanto sobre los cantantes como sobre cada una de las secciones y solistas de la orquesta: la batuta marca con claridad y asombrosa precisión mientras que la mano izquierda, utilizada en contadas ocasiones, corrige detalles el vuelo. Ni que decir tiene que la Orquesta de la Comunidad Valenciana estuvo entregadísima y que el coro, aunque haya estado quizá aún mejor en otras ocasiones, mantuvo un admirable nivel en su difícil parte. Un verdadero festín sonoro, en definitiva, que tuve la fortuna de tener a unos metros debajo de mí y de disfrutar con una mezcla de gozo y abatimiento –por saber que esta es la última vez que escucho algo así en directo– difícil de explicar. Estuve muy emocionado.
El rol titular corrió a cargo de Lise Lindstrom. La verdad, es un gustazo ver una Turandot esbelta y guapa. Y escucharla en una voz menos pesada de lo habitual, y por ende más maleable y adecuada para ofrecer matices canoros. El problema es que el instrumento posee, dentro de esta línea lírica, muy obvias desigualdades: agudos formidables, centro sin mucho interés y graves inexistentes, lo que significa, entre otras cosas, quedarse cortísima en la escena de los enigmas. La soprano estadounidense tampoco parece el colmo de la emotividad, así que su “princesa de hielo”, siendo buena, se quedó un poco a mitad de camino. Prefiero a la Guleghina en el DVD de esta misma producción, también con Mehta.
Jorge de León me entusiasmó en Pagliacci hace unos meses. Como Calaf me ha interesado menos, por lo de siempre: el tenor canario sabe que posee un agudo squillante que lo levanta a uno de su asiento, lo luce apoyándose en un fiato de gran amplitud y canta con luminosidad, arrojo y una enorme comunicatividad, pero no termina de pulir su técnica, que aún flojea en unos cuantos aspectos, y además descuida los aspectos más digamos “belcantistas” de lo que se le pone por delante. ¿Ha pensado este señor alguna vez en ofrecer un pianísimo? En cualquier caso, y aun haciéndolo por la vía más directa y menos trabajada, terminó triunfando con todo merecimiento.
Solvente sin más Jessica Nuccio, una chica que intenta cantar bonito con una voz insignificante; incomprensible que Mehta parase la orquesta para propiciar el aplauso tras un “Signore, ascolta” del montón. Encuentro preferible a Hyun Kyung, que fue la Liú que pude escuchar cuando vi esta producción en 2009 bajo la batuta de Patrick Fournillier: también con poquita voz pero intérprete mucho más musical. ¿Por qué no se la ha contratado otra vez? Repitió Alexánder Tsymbalyuk como Timur: sonoro y muy notablemente cantado. Los demás cantantes cumplieron con solvencia, pero ahí quedó la cosa.
Sobre la vertiente teatral de la velada, me reafirmo por completo en lo que escribí en este mismo blog en su momento:
“La producción escénica, en sí misma, no me ha parecido gran cosa. Su interés es mayormente plástico: la escenografía de Liu King resulta muy vistosa y el vestuario de Chen Tong Xun es una preciosidad. Me interesa bastante menos la dirección de Chen Kaige, primer trabajo escénico del director de Adiós a mi concubina, pues aunque tiene la virtud de no salirse de madre, no sólo no aporta nada en particular (lo de la princesa de incógnito entre el pueblo no pasa de la anécdota) sino que además ofrece unas soluciones convencionales para el movimiento de solistas y masas.”
Hay que aclarar que en directo, por razones obvias, la vistosidad es aún mayor, y que a la postre la seducción de los ojos es tal que se termina perdonando la débil concepción teatral de Chen Kaige, en la que –lo debo añadir ahora– además hay algunos detalles que se nos podía haber ahorrado en esta reposición. Daba igual: esta era la Turandot de Zubin Mehta, y punto.
Los aplausos finales fueron apoteósicos, muy particularmente para el maestro de Bombay. Le llovieron rosas desde el foso y pétalos por parte del coro y del teatro. Hasta Helga Schmith salió a entregarle un ramo de flores. Le quieren en la casa y le quiere el público, pero los políticos necesitaban quitárselo de encima. Lo han conseguido.
Una cosa más: me parece una decisión muy desafortunada por parte de Mehta despedirse de Valencia grabando con los conjuntos de Les Arts una Turandot protagonizada por ese mamarracho de cantante que es Andrea Bocelli. Resulta triste pensar que pueden tener razón los que afirman que lo que más le interesa al maestro es llenarse los bolsillos.
miércoles, 18 de junio de 2014
La Décima de Mahler por Rattle
La interpretación escogida ha sido la de Sir Simon Rattle con la Filarmónica de Berlín registrada por los ingenieros de EMI, en vivo, los días 24 y 25 de septiembre de 1999, que había escuchado hace bastantes años y quería volver a repasar. Y es que en su momento no me dejó particular huella, mientras que hace unos meses pude conocer la que grabó para el mismo sello en junio de 1980 (¡diecinueve años atrás, nada menos!) con la Sinfónica de Bournemouth y me gustó mucho. De esta última tomé los siguientes apuntes:
“Lectura fresca, juvenil, extravertida, llena de vitalidad, pero muy controlada, siempre atenta al contenido dramático de la pieza y ajena a la blandura, el narcisismo o la ensoñación. A destacar la riqueza e incisividad del colorido, así como la notable claridad y el buen pulso global. El primer movimiento presenta quizá excesivas fluctuaciones en el tempo y, como ocurre en el último, podría resultar aún más acongojante. Genial la conclusión del cuarto. Los clusters del quinto son apabullantes, aunque más ruidosos de la cuenta.”
De “nota” le puse a la realización en Bournemouth un 9 sobre 10, aunque recuerdo que me pregunté si se merecía en realidad algo menos. Pues bien, esta con la Filarmónica de Berlín, que he escuchado en el desparecido formato DVD-Audio en el que salió en su momento –sacando el mayor partido posible a una toma que no es nada del otro jueves–, se corresponde en gran medida con las anotaciones arriba referidas: con la excepción de las fluctuaciones de tempo en el adagio inicial, que esta vez no he detectado, siguen aquí el enfoque fresco, inmediato y comunicativo, el buen pulso, la riqueza e incisividad del color, la admirable conclusión del cuarto movimiento y los clusters algo ruidosos del quinto.
Sin embargo, esta vez no se ha despertado mi entusiasmo. Tal vez esté hoy yo más exigente, o quizá menos receptivo. Pero también puede ser que el maestro británico no se encontrase del todo inspirado y comprometido en el concierto berlinés. Entiéndaseme: se trata de una notabilísima interpretación, que está sonada de manera admirable, no resulta en absoluto aburrida, ofrece ricos matices y se encuentra presidida por una enorme musicalidad. Nada que ver con la superficialidad de Levine, el deslavazamiento de Sanderling, la tosquedad de Barshai –en su propio arreglo de la partitura–, la falta de inspiración de Inbal o el aburrimiento supremo de Harding, por citar nombres famosos que se han estrellado contra la obra. Pero se echan de menos la tensión sonora, el desgarro y el carácter visionario que esta página está pidiendo a gritos, como también un lirismo menos bello y más conmovedor, al menos en los acongojantes y geniales movimientos extremos.
Dicho de otra forma: hubiera sido preferible menos virtuosismo sonoro y más emoción, que es justamente lo que ocurre en una de mis dos interpretaciones favoritas, la de Goldschmidt de 1964 (Testament). La otra es la de Chailly (Decca), que por la toma sonora sigue quizá siendo la más recomendable de las que conozco. Para esta de Rattle, un 8.
martes, 17 de junio de 2014
“Toma nota, Fabra”: La forza del destino en Les Arts
Tras el previsible “No te vayas, Zubin” que gritó alguien del respetable, los aplausos fueron largos y las ovaciones intensas, además de muy significativas por la presencia de la reina en uno de los palcos. Lo que no se esperaba es la adición final que realizó una melómana: “Fabra, toma nota”, exclamó en referencia al presidente de la Generalitat, a la sazón uno de los acompañantes de Su Majestad y responsable último del hundimiento de Les Arts. Los aplausos a esta nueva reivindicación fueron mucho menores, algo que se comprende perfectamente habida cuenta de que con toda probabilidad la mayoría de los valencianos que estaban en la sala votaron al Partido Popular y, claro está, no es lo mismo darle un meneo a la Consellera de Cultura –María José Catalá había sido intensamente abucheada días atrás– que al Molt honorable Senyor President. Pero yo me voy a permitir continuar con la reivindicación.
Toma nota, Fabra, de que la Orquesta de la Comunidad Valenciana, esa misma a la que habéis condenado a lenta pero imparable agonía negándose a cubrir las plazas vacantes, provocando la marcha de Mehta, sugiriendo la posibilidad de contratar a un titular valenciano (¡seréis catetos!) en lugar de buscar la mejor relación calidad-precio entre el panorama internacional y, a la postre, causando el goteo incesante de primeros atriles que se marchan en busca de perspectivas más halagüeñas, sonó todavía el sábado como la mejor de España, con apreciable diferencia sobre cualquier otra, y desde luego por encima de la media europea en lo que a formaciones de foso se refiere.
Toma nota de que aun sin hacer gala de una especial creatividad –cosa que sí ocurrió en el Otello del año pasado– y quedándose en la genial obertura, en cualquier caso admirable, por debajo de lo que con ella hizo su gran amigo Barenboim con la Orquesta del West-Eastern Divan en Sevilla, Zubin Mehta dirigió esta obra de una manera espléndida, en un estilo muy alejado de ese Verdi electrizante, teatral y un punto áspero de la tradición de un Toscanini o un Muti, pero en cualquier caso perfectamente adecuado para el compositor italiano merced a su calidez y su cantabilidad, siempre haciendo gala de un fraseo amplio, flexible, sensatamente matizado y dotado de la adecuada variedad expresiva. Todo ello, además, modelando de manera admirable a la orquesta, guiando con sensatez la gran musicalidad de los solistas y sabiendo reivindicar los pasajes más débiles de la escritura verdiana, que en esta obra tan irregular no son precisamente pocos (¡maldito Rataplán!).
Toma nota de que el elenco alcanzó un nivel extraordinario. Cierto es que, mirados uno a uno, a todos los cantantes se les podía poner alguna pega más o menos seria, pero también es cierto que en La forza resulta difícil encontrar voces que puedan con sus respectivos roles. Lograr un equilibrio adecuado entre todos los solistas con un nivel suficiente o más para todos ellos, sin que flojee ni uno solo de los principales o de los secundarios, resulta poco menos que imposible incluso para teatros de primera categoría, cosa que es precisamente la que ha logrado Les Arts.
Toma nota de que la intendente Helga Schmidt ha marcado un tremendo gol contratando desde el año pasado a Gregory Kunde para estas fechas en cuanto vio los formidables resultados de su Otello verdiano; como Don Álvaro tuvo la noche del sábado problemas que no podemos ocultar –en el primer acto caló de manera evidente y, en general, se mostró muy incómodo en la zona de paso–, pero a su edad el tenor norteamericano posee una zona aguda muy poderosa, aguanta el largo papel hasta el final y sabe cantar con estilo, intensidad y arrojo la parte más dramática de su rol, que es precisamente con la que la mayoría de sus colegas no pueden.
Toma nota de que Les Arts ha marcado otro gol contando con Liudmila Monastirska (¡próxima Lady Macbeth de Barenboim!) para el rol de Leonora de Vargas, uno de los más endiablados del repertorio verdiano, pues la señora “las ha dado todas” con una voz extensísima, homogénea y perfectamente timbrada que sabe, a pesar de su robustez, modelarse con hermosos reguladores y medias voces de gran seguridad; ya aprenderá a otorgar a su fraseo mayor variedad expresiva y una comunicatividad más a flor de piel –también a mejorar su italiano–, que con lo que nos ha ofrecido podemos considerarnos afortunadísimos.
Toma nota de que todos los demás, sin ser los cantantes ideales, cumplieron muy sobradamente con sus partes haciendo gala de voces de calidad y gran entrega expresiva –mérito en buena parte, me consta, de un Mehta riguroso e incansable en los ensayos–, desde un rocoso Simone Piazzola como el malvado Don Carlos hasta el sonoro Fray Guardiano de Stephen Milling, pasando por la muy bien cantada Preziosilla de Ekaterina Semenchuk –hizo lo que pudo con tan insoportable papel–, el por ventura nada excesivo Fray Melitone de Valeriano Lanchas o el excelente Trabuco de Mario Cerdá.
Toma nota de que no hay mucho coros de ópera por ahí mejores que el de Coro de la Generalitat Valenciana (o sea, el vuestro), y que a una formación tan excelente no se le pueden negar (lo cuenta Atticus en su excelente crónica) los refuerzos que para la ocasión necesitaba, por mucha crisis que haya (¿acaso contratar a cantantes no ayuda a las familias a salir económicamente adelante?).
Toma nota de que la producción propia a cargo de Davide Livermore, ninguna maravilla pero dignísima, es un ejemplo de cómo hacer las cosas con solvencia, sensatez y un punto de originalidad –nada de sacar los pies del plato, aunque hubiera más de una ridiculez que se podría haber evitado– gastando poco dinero y proponiendo, por encima de una dirección de actores buena sin más, un atractivo planteamiento visual de gran fuerza plástica, plagado de referencias cinéfilas (¡soberbio el cartel cinematográfico que nos recibía en la puerta del teatro!), a cargo del propio Livermore –en blanco y negro, más un rojo usado de forma en exceso convencional–, que se benefició de la espléndida luminotecnia de Antonio Castro.
Toma nota, finalmente, de que las tremendas ovaciones que se escucharon él sábado, no ya las dedicadas a Mehta sino las recibidas por los diferentes cantantes, no son en absoluto habituales entre el público más bien frío de Valencia, y que estas fueron las propias de una gran noche de ópera que, en un título tan difícil de servir bien como es La forza del destino, solo está al alcance de un centro lírico de primera magnitud. En este caso el Palau de Les Arts, que se ha convertido por derecho propio en un patrimonio cultural de extraordinaria importancia para la Comunidad Valenciana. Un patrimonio de cuya pérdida en gran medida ustedes, y no solo la crisis, serán culpables.
sábado, 14 de junio de 2014
Réquiem de Verdi en Valencia: un coro sensacional para una interpretación a olvidar
Maria Guleghina estuvo muy en la línea del director, es decir, a pepinazo limpio y sin detenerse en sutilezas; vocalmente anduvo accidentada (fatal el siempre peligrosísimo sobreagudo antes de la fuga final), y en lo expresivo confundió la obra verdiana con la que a esa misma hora la soprano de Odesa debería haber estado cantando -pues eso sí que lo hace muy bien- con Zubin Mehta unos metros más abajo del Turia: la Turandot de Puccini.
Del tenor César Augusto Gutiérrez solo puedo decir que se mostró sensible en lo expresivo, porque técnica e instrumento no me parecen suficientes para su parte. Enrico Iori fue el típico bajo tremolante, pero al menos fue sonoro y estuvo muy en estilo. En realidad, del cuarteto solo brilló mi siempre admirada mezzo grancanaria Nancy Fabiola Herrera, muy justita en el grave pero cantante y artista de mucha clase, además de una bellísima señora. Suyos fueron los únicos momentos emotivos de una velada decididamente a olvidar.
miércoles, 11 de junio de 2014
Sinfonía nº 3 de Schubert: discografía comparada
Para contarles algo sobre la partitura, nada mejor que traer unas líneas de Gonzalo Badenes, escritas en las notas al programa para un concierto recogidas en el libro póstumo Programa de mano (págs. 753-754):
“(…) en esta sinfonía Schubert no ahonda en las innovaciones formales de la obra precedente. Sin embargo, y éste sí que es un rasgo permanente y progresivo en la articulación del lenguaje shubertiano, los movimientos extremos de la sinfonía (…) ofrecen ejemplos de composición basada no en temas, sino en figuras breves y en el proceso puramente armónico. La reiteración del ritmo con puntillos o la ampliación de los periodos modulatorios introducen una dimensión nueva dentro del esquema de la forma sonata, a la cual Schubert permaneceré fiel durante un largo trecho de la forma sinfónica.”Más abajo, el malogrado crítico valenciano sigue apuntando:
“El Menuetto vivace combina el carácter popular del Ländler austriaco y el talente más cortesano del Minuetto, con el común denominador de una ligereza y una brillantez totalmente vienesas. Muy italiano resulta el Presto vivace, con su aire de tarantella que favorece la profusión de acordes, y con ella el citado atematismo. En suma, estamos ante una obra vitalista, impregnada por el ardor de la juventud y rebosante de una orquestación sencilla pero de absoluta eficacia expresiva”.La comparativa discográfica que presento a continuación, lógicamente incompleta –el autor de este blog no dispone de todo el tiempo que quisiera ni es capaz de conseguir siempre las grabaciones que desea–, ofrece algunas pinceladas sobre las posibilidades interpretativas de la obra y las dificultades que esta encierra. Ruego disculpen ustedes que no hayan aparecido en la lista nombres como los de Böhm, Kertesz o Wand, entre otros.
Advierto que las puntuaciones –de uno a diez, como siempre– pueden irritar mucho a dos grupos de aficionados: los fans de Carlos Kleiber y los amigos de Pablo Heras-Casado. A los primeros, decirles que Kleiber hijo es un director que me gusta en general muchísimo, con excepciones como la presente. A los segundos, que aquí siempre he hablado muy bien del joven maestro granadino –con una excepción: precisamente esta obra cuando la ofreció en un concierto en Granada– y que hasta ahora le he considerado como un director con un talento extraordinario. Eso sí, tras esta Tercera schubertiana y la Segunda de Mendelssohn –también para Harmonia Mundi– de la que hablaré en otro momento, empiezo a mirarle con no poca desconfianza.
Los movimientos de la Sinfonía nº 3 de Schubert son los siguientes:
- I. Adagio maestoso – Allegro con brio
- II. Allegretto
- III. Menuetto. Vivace
- IV. Presto. Vivace
1. Beecham/Royal philharmonic (EMI, 1958-59). La irregularidad del sobrevalorado Baronet queda bien de manifiesto en esta interpretación difícil de valorar globalmente, tales son sus desequilibrios. Así, el Allegro con brio resulta poderoso y robusto antes que ligero, lo que en principio no es mala idea, pero hay algún parón en exceso dilatado y en las frases del oboe hace acto de presencia un sentido del humor bastante discutible, en exceso frivolón por no decir otra cosa; lento, gangoso y blando el Allegretto, aunque al menos está bien desmenuzado; pesadote y fuera de estilo el Menuetto, aunque su trio sí posee calidez y encanto; el final resulta un punto más masivo de la cuenta, pero al menos está dicho con energía. (6)
2. Karajan/Filarmónica de Berlín (EMI, 1977). Como era de esperar, el de Salzburgo apuesta por un ropaje sonoro marcadamente germánico, denso y robusto pero no precisamente falto de claridad, hermosísimo en cualquier caso. Y lo hace para ofrecer una interpretación que posee interesantes acentos dramáticos, sobre todo en una introducción admirable, pero a partir de ahí se echan de menos el nervio, la chispa y la agilidad bien entendida que están pidiendo a gritos los pentagramas. No solo eso: el fraseo resulta un tanto falto de fuelle, de tensión interna, y el sentido del humor que ofrece Karajan resulta en exceso amable, falto de carácter. Se echan de menos vitalidad, frescura, empuje… Quizá en el Menuetto sube un poco el nivel, aunque su trío vuelve a resultar en exceso pulido. La toma sonora, excelente para la época. (7)
11. Carlos Kleiber/Filarmónica de Viena (DG, 1978). La introducción, con irritantes figuras ingrávidas y cursis en los violines, ya nos pone en alerta. En el Allegro con brio Kleiber hijo deja bien claro que en lo que a electricidad se refiere no le gana nadie, pero el resultado parece un punto superficial. En el segundo movimiento se imponen la ligereza mal entendida, el fraseo pimpante y hasta la cursilería: un verdadero horror. El Menuetto empieza bien pero en el trío hacen acto de presencia, otra vez, la coquetería y la trivialidad: espíritu vienés visto desde el peor de los tópicos. El final es toda una exhibición de nervio, de garra, de agilidad y de técnica de batuta: ¡qué manera de diseccionar el entramado orquestal! Demasiado tarde. (6)
6. Carlos Kleiber/Sinfónica de Chicago (varios sellos, 1978). Esta grabación pirata –mediocre toma sonora– sigue la misma línea de la realizada un mes antes en la Musikverein de Viena. La orquesta no es tan adecuada, pero su excelencia no es precisamente menor: impresionantes las maderas. (6)
7. Marriner/Academy of St. Martin in the Fields (Philips, 1984). Un Marriner mucho más entusiasta que en otras aproximaciones suyas a este compositor ofrece una versión transparente, ágil y elegante, pero también con fuerza y tensión interna, que sólo pierde un poco en el segundo movimiento, algo soso. Le secunda a la perfección en sus planteamientos una orquesta de enorme virtuosismo y musicalidad fuera de lo común. ¡Esto sí que es clasicismo bien entendido! (9)
9. Escher/Orquesta de la Suiza Italiana (Silverline DVD, 1986). Cristoph Escher plantea en los dos primeros movimientos un Schubert de clasicismo equivocadamente amable y distendido, y aunque intenta resultar elegante y equilibrado el resultado es bastante soso. Los dos últimos están dirigidos con mucho más brío, aunque aquí la orquesta se queda corta en agilidad y refinamiento. Mediocridad pura para un DVD que se vende a precio de saldo. (5)
11. Muti/Filarmónica de Viena (EMI, 1988). He aquí una notabilísima lectura que convence por la admirable fusión entre el músculo habitual en la batuta de Muti y el refinamiento de la orquesta vienesa, así como entre la transparencia y agilidad “rossinianas” y el enfoque dramático que busca el maestro. Flojea el segundo movimiento, paladeado sin mucha sensualidad y con un carácter que se acerca –sin llegar a los extremos de Kleiber, claro– a lo pimpante. El primero resulta antes dramático que luminoso. El tercero posee atractiva rusticidad y un trío con un agudo sentido del humor, no exento de cierta sorna. Ágil y lleno de fuerza el último. (8)
12. Roy Goodman/The Hanover Band (Nimbus-Brilliant, 1990?). Pese a encontrarnos ante una orquesta de instrumentos originales y a un director curtido en el campo del barroco, no hay aquí la menor radicalidad historicista –la articulación resulta más bien moderada– y sí mucho de sensatez, de musicalidad y de buen idioma shubertiano, entendiendo la ligereza como eso, ligereza, no ingravidez ni cursilería, y aportando luz, inmediatez y vivacidad a la interpretación. Ahora bien, lo que sí se nota es que Goodman no es un director de primera, pues frente a las virtudes señaladas también se evidencian la escasez de sensualidad, de poesía y de verdadera inspiración –más bien rutinario el segundo movimiento–, así como un trazo antes de brocha gorda que detallado, sensación a la que puede contribuir, y mucho, una toma sonora en exceso reverberante y con serios desequilibrios. La edición de Brilliant Classics no ofrece las fechas de grabación, que deben de corresponder a finales de los ochenta o principios de los noventa. (7)
13. Harnoncourt/Concertgebouw (Teldec, 1992). El carácter incisivo, teatral y ágil del maestro berlinés le sienta muy bien a los movimientos extremos de la obra, sobre todo al Presto conclusivo, de una electricidad asombrosa. El segundo es correcto pero un tanto soso, falto de calidez. El tercero, adecuadamente rústico, se pasa un poco de violento, aunque el trío está lleno de encanto. Puro Harnoncourt, quien no deja de hacer sonar a la maravillosa orquesta con la sequedad en él esperable. (7)
14. Colin Davis/Staatskapelle Dresden (RCA, 1994). El añorado maestro británico, siempre en la mejor línea clásica, ofrece la incuestionable interpretación de referencia con una combinación perfecta de músculo y refinamiento, vigor y cantabilidad, siempre haciendo gala de un fraseo maravilloso, cálido y natural, sutilmente matizado y de una enorme claridad. Vigoroso su Allegro con brio inicial; calidísimo el segundo movimiento, en el que los solistas de la formidable orquesta alemana hacen gala de una asombrosa musicalidad; tercero clásico y elegante antes que rústico, de humor más risueño que el de Muti. El cuarto no ofrece tantísima electricidad como el del referido maestro o el de un Kleiber, pero resulta más transparente aún y hace gala de la mejor elegancia schubertiana. Impresionante la toma sonora. (10)
16. Maazel/Sinfónica de la Radio Bávara (YouTube, 2001). Armado de esa portentosa técnica de batuta que ya le conocemos, y por ende ofreciendo trazo firme, perfecta planificación e irreprochable claridad –admirable la manera de diseccionar todos los planos sonoros, obteniendo siempre el mejor rendimiento posible de una orquesta ya de por sí espléndida–, Maazel apuesta decididamente por alejarse de todo lo que pueda resultar excesivamente delicado, amable o coqueto en una lectura marcada por la sobriedad, la intensidad y el perfecto equilibrio entre elegancia, vuelo lírico y sentido de lo dramático, lo que no impide que haya frases cantadas con mucha sensualidad en el segundo movimiento, una buena dosis de encanto en el trío del Menuetto y mucha vivacidad en un final dicho con enorme virtuosismo, pero sin precipitaciones ni efectos de cara a la galería. Falta, precisamente por el rigor del enfoque, un punto más apreciable tanto de nobleza como de picardía, pero aun así el resultado es admirable por su enorme musicalidad apartada de cualquier tópico. Muy probablemente el vídeo –de deficiente calidad audiovisual- que se encuentra en YouTube se corresponde con el audio editado comercialmente por el sello de la propia orquesta, que no he podido escuchar. (9)
17. Mehta/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2009). La robustez de la Berliner Phiharmoniker no solo no es un problema para Mehta en esta obra necesitada de ligereza sonora bien entendida, sino que el maestro indio aprovecha tal circunstancia para construir una versión con garra y empuje dramático, amén de admirablemente delineada y dicha con irreprochable gusto y un total alejamiento de la frivolidad. Por desgracia hay también por parte de la batuta cierta sosería, cierta falta de encanto, sobre todo en los movimientos intermedios, si bien las soberbias maderas de la orquesta berlinesa hacen mucho por remediar tal insuficiencia. (8)
18. Heras-Casado/Orquesta Barroca de Friburgo (Harmonia Mundi, 2012). No se puede echar la culpa de los pobres resultados artísticos de esta grabación –realizada con magnífica toma sonora,en el Auditorio Manuel de Falla– a los instrumentos originales, porque Roy Goodman y Frans Brüggen los utilizaron en esta partitura de manera mucho más apropiada. No, la culpa la tiene el maestro granadino, a cuyo muy discutible gusto, derivado quizá del disparatado intento de llegar a una fusión entre los planteamientos sonoros de un Harnoncourt y los expresivos de un Carlos Kleiber, se deben el fraseo cuadriculado y machacón, los desequilibrios en la planificación, el regodeo en los grandes contrastes decibélicos sin sentido, los excesos de la percusión, la coquetería frívola y hasta cursi del segundo movimiento y del trío del Menuetto, los detalles de cursilería fuera de lugar (¡Schubert no se puede frasear como Rameau!), el desinterés por los aspectos sensuales y cantables de esta música, las brusquedades varias y, en fin, la vulgaridad del trazo general. Ni siquiera el último movimiento, efectista y espasmódico, se salva de la quema. (5)
19. Karl-Heinz Steffens/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 11 noviembre 2013). Sin que haya ninguna influencia historicista de por medio, y sin renunciar tampoco a la personalidad de la Berliner Philharmoniker –muy aprovechada su portentosa cuerda grave–, el antiguo clarinetista de la orquesta alemana ofrece desde el podio una interpretación ágil, luminosa y risueña, de corte no poco rossiniano, que destaca por la increíble claridad en la articulación y por la excelencia de su trazo pero carece de la calidez, la efusividad y el humanismo que otros directores han sabido extraer de los pentagramas, sobre todo en un segundo movimiento en el que, sin llegar ni mucho menos a los extremos de un Carlos Kleiber, resulta un tanto frívolo y pimpante. Sus antiguos compañeros de atril frasean con enorme encanto, y su complicidad con ellos –bien visible en la filmación– es absoluta. (7)
domingo, 8 de junio de 2014
Pogorelich en Úbeda: impresentabilidad extrema
La velada empezó, con un poco de retraso, haciéndole entrega del premio anual que concede la Asociación de Amigos de la Música de Úbeda. En el discurso se dijeron tres cosas: que es un artista extraordinario, que hay que admirar sus colaboraciones con causas altruistas y que es una suerte que haya vuelto a los escenarios después de haber estado retirado durante varios años tras el fallecimiento de su esposa. Tras esta breve intervención no hubo agradecimiento por parte del pianista, que invitó a quienes le hacían entrega del galardón a volver "a camerinos”. Tras unos minutos de inquietud apareció el director del festival, Antonio Sánchez Montoya, a quien le tocó dirigirse al respetable: Pogorelich había detectado móviles encendidos en la sala, de tal forma que si veía a alguien tomando fotos, “el concierto finalizaría inmediatamente”.
Tuvimos que esperar otra vez varios minutos antes de que Pogorelich se dignara a salir al escenario. “Nueva bronca”, pensé; más tarde se vería que estuve acertado. Finalmente el divo se sentó al piano: jamás he visto a pianista más distante y engreído en sus ademanes, ¡Hasta para quitarse una pelusa de la chaqueta resulta estirado! Por supuesto, la presencia de una chica pasando las páginas era absolutamente innecesaria.
Abría el recital la Sonata nº 8, Patética. Las cosas quedaron claras desde el principio: claridad digital extrema, amplísima gama dinámica y riquísimos colores frente a un sonido muy poco adecuado para el genial sordo de Bonn, un fraseo desinteresado por el legato y por el carácter orgánico de la escritura beethoveniana, rebuscamiento a la hora de colocar acentos y, desde luego, grave frialdad expresiva. Aquello estaba soberanamente bien tocado, pero no había quien se lo creyera. De humanismo beethoveniano, ni hablemos.
Sin apenas levantarse del asiento ni dirigir el más pequeño gesto de agradecimiento (o sea, de respeto) al público, Pogorelich desgranó el Rondó op. 129 beethoveniano de manera admirable, poniendo no solo su impresionante técnica sino también su gran instinto musical al servicio de la partitura, no de sí mismo. ¡Bravo!
Y ahí acabo la cosa, porque en el movimiento inicial de la Sonata op. 54, nº 22, ese mismo que interpreta formidablemente Javier Perianes, el pianista croata realizó el mayor destrozo de una partitura que ustedes puedan imaginar. Las notas se encontraban ahí, sí, pero las demás indicaciones estaban alteradas sin coherencia, sin sentido, sin discurso musical: todo sonaba artificial, forzado, pretencioso, cuando no abiertamente ridículo, además de terriblemente desarticulado en su arquitectura. El segundo movimiento funciono muchísimo mejor, porque aquí a Pogorelich se le acabaron las ocurrencias, pero ya era demasiado tarde.
Tras el intermedio, volvió a subir al estrado el director del Festival: “el maestro nos exige que pidamos disculpas por las falsedades que hemos dicho sobre él en el discurso de la entrega del premio”. ¿Será imbécil? En muchos sitios se puede leer que Pogorelich dejó la actividad pianística afectado por la muerta de su maestra y esposa, y si eso no es del todo cierto, pues se lo comenta en privado a los organizadores al terminar el concierto y santas pascuas. No necesita que le pidan públicamente disculpas. Más bien es usted quien debería pedírselas a Beethoven por lo que hizo a continuación con su Sonata nº 23, Appassionata, con esos acentos ridículos y esos parones interminables ajenos a cualquier idea expresiva detrás. Otro destrozo en toda regla, vamos. Recuerdo lo que me dije a mí mismo cuando terminó: si a Gulda le puse de “nota” un 4 en la comparativa que realicé en este blog, a Pogorelich no le pondría más de un 2. Aberrante.
Se cerró oficialmente el recital con la breve y apolínea Sonata nº 24, A Teresa. No recuerdo muy bien lo que me pareció, la verdad, porque yo estaba ya por los suelos; en cualquier caso, estuvo en la misma línea que la anterior.
La propina llegó de manera inmediata, sin esperar aplausos: algo lejanamente parecido al Nocturno op. 48 nº 1 de Chopin, pero que en manos de nuestro artista sonaba a Scriabin. Por cierto, ¡qué increíble crescendo en medio de semejante lección de pretenciosidad y divismo! Si Pogorelich quisiera, podría ser el mejor pianista del mundo. No será así: lo que le interesa es demostrar su “verdad revelada” al resto de los mortales. Y no dejó de haber entre el público quienes salieron creyendo haber visto a Dios.
sábado, 7 de junio de 2014
Koopman con la Nacional: Haydn y Mendelssohn
El Haydn que le he escuchado en otras ocasiones me parece espléndido; por ejemplo, el que hizo con la mismísima Filarmónica de Berlín que comenté por aquí. En el programa que ofreció en el Auditorio Nacional, que yo pude escuchar asistiendo a la función del domingo 1 de junio por la mañana y luego en el podcast de Radio Clásica, dirigió de manera muy notable –aunque solo eso– el Concierto para violonchelo nº 2 del autor de Las Estaciones, sabiendo abordar la obra mirando no solo hacia el encanto, el equilibrio y la galantería bien entendida de un Boccherini –vínculo que apunta en sus notas Ángel Carrascosa–, sino aportando también una buena dosis de claroscuros y de teatralidad, además de ese peculiar sentido de la rusticidad haydiniana.
Concretando un poco, lo que me pareció menos logrado fue el Allegro moderato inicial, un tanto frío. El Adagio no resultó especialmente emotivo, pero sí que desprendió un regusto amargo la mar de interesante, además de estar fraseado con amplitud, naturalidad y el imprescindible sentido de la cantabilidad. Lo más redondo fue el tercer movimiento, donde Koopman ofreció un toque de sal y pimienta muy adecuado. Obviamente, quien esperase encontrar en su lectura la densidad y el hondo carácter reflexivo de un Barbirolli (en la extraordinaria pero estilísticamente discutible interpretación con Jacqueline Du Pré), saldría insatisfecho.
El violonchelista fue en Madrid al joven Adolfo Gutiérrez Arenas, quien además de ofrecer un sonido muy bello y tocar estupendamente, sintonizó sin problemas con la visión establecida desde el podio tanto a nivel estilístico –violonchelo moderno pero articulación historicista– como en el expresivo: siempre equilibrado y dotado de un buen sentido de lo clásico, resultaron muy atractivos sus acentos dramáticos en el segundo movimiento, mientras que llenó de espíritu jovial el Allegro conclusivo. Hubo propina: Allemande de la Suite nº 1 de Bach en interpretación fluida, equilibrada y natural.
No se movió en absoluto Koopman de sus parámetros historicistas en lo que a articulación se refiere en la Sinfonía nº 2 de Mendelssohn, aunque estemos hablando de una obra ya de 1840. La Nacional de España –considerablemente reducida en tamaño también en este autor– supo hacer frente al reto y tocó como lo pudiera hacer la Orquesta Barroca de Ámsterdam, con un sonido que a algunos melómanos sin duda les chirriará en este repertorio. A mí no, desde luego, aunque reconozco que se me hace raro escuchar esta música sin apenas vibrato.
En cualquier caso, lo importante es que el maestro holandés realizó una lectura globalmente satisfactoria de esta Sinfonía Lobgesang, porque supo ofrecer ligereza mendelssohniana sin caer en la ingravidez, fraseó con holgura, matizó las dinámicas y se interesó no tanto por la belleza sonora en sí misma (¡menos mal!) como por la expresión, a la que supo dotar de los adecuados claroscuros. En cualquier caso, debo reconocer que la primera parte me pareció solo buena –al segundo movimiento le podría haber sacado más partido–, subiendo el nivel en lo que es el “canto de alabanza” propiamente dicho, trazado con decisión y ardor ajeno a la retorica vacua.
El Coro Nacional de España, dirigido para la ocasión no solo por Joan Cabero sino también por Frank Markowitsch, realizó una labor muy digna en su larga y muy comprometida parte. No así el trío de solistas, que se quedó en lo aceptable: Sibylla Rubens no se encontraba en su elemento, con esa voz tan bonita como pequeña y esos agudos apretados, mientras que el tenor Jörg Dürmüller –no muy grato en lo tímbrico– necesita más carácter; Stella Doufexis apenas tuvo tiempo –su intervención es brevísima– de demostrar sus capacidades.
Muy buena recreación de la Lobgesang, en definitiva, y nueva demostración cómo con un músico como Koopman los criterios historicistas enriquecen tanto a los repertorios poco frecuentados por este movimiento, en este caso a Mendelssohn, como a las orquestas no habituadas a trabajar con semejantes criterios.
Ahora bien, no conviene perder de vista que hay competencia: en este mismo auditorio, los micrófonos del sello Arts recogieron el 27 de febrero de 1997 una interpretación a cargo de la Sinfónica de Madrid y el Orfeón Donostiarra de auténtica referencia. Peter Maag fue el autor del milagro, y de ello espero hablar en una breve discografía comparada que presentaré en otra ocasión. Claro que antes tendré que hablarles del mamarracho que esa misma noche le escuché en Úbeda a Ivo Pogorelich… De traca.
viernes, 6 de junio de 2014
R.I.P. Les Arts
Quizá el teatro siga funcionando, pero no podemos olvidar el recorte presupuestario, la falta de personal ni la previsible huida de buena parte de los músicos de la orquesta (por cierto. que la nueva batuta tenga que ser valenciana me parece una auténtica imbecilidad, aunque ya se sabe lo que gusta en Valencia copiar los peores defectos de los catalanes, que han puesto a Pons en el Liceo por lo que ustedes ya saben). Así las cosas, la caída en picado de la calidad artística, por no hablar de la cantidad, está más que garantizada. Les Arts ha muerto.
¿Y todos esos millones que se llevaron en Levante esos chorizos durante los años en que Valencia era presentada ante el resto de España como un modelo a seguir? Pues no se preocupen, que en la Comunidad Valenciana se termina haciendo justicia: en Castellón se ha condenado a todo un año de cárcel a una persona por robar 10 euros en hortaliza (10 euros, han leído bien) en un huerto privado. Y luego algunos se preguntan por qué muchos estamos indignados…
PS: la imagen no es mía, qué más quisiera (¡gracias, Atticus!). En cuando a los comentarios a la entrada, los he suprimido por andar soliviantadas las sensibilidades nacionalistas (y eso que cité a Cataluña solo de pasada). Lo siento.
miércoles, 4 de junio de 2014
Pogorelich (re)interpreta Scarlatti
Tras hablar en este blog sobre su fabuloso disco Ravel/Prokofiev, de su nefasto Segundo de Chopin y de sus irregulares pero muy interesantes Preludios del autor polaco, cierro este pequeño repaso a algunas de las realizaciones discográficas de Ivo Pogorelich con el registro de 15 de las 555 sonatas para clave de Domenico Scarlatti realizado para Deutsche Grammopohn en septiembre de 1991 y editado por el sello amarillo al año siguiente.
El pianista croata se siente aquí como pez en el agua, por una razón muy sencilla: al estar esta música escrita originalmente para un clave, tocarla en un piano le da vía libre para dejar volar su fantasía y hacer todas esas reinterpretaciones a la que es aficionado. Ya se sabe: ustedes no se han enterado de nada y aquí estoy yo para descubrirles esta música. ¿Resultados? Generalmente admirables, cuando no extraordinarios, aunque cuesta encontrar un criterio interpretativo claro. Porque hay momentos en los que Pogorelich, siempre armado de un mecanismo descomunal y de una asombrosa capacidad para regular el sonido y ofrecer colores, se decanta más bien por lo clavecinístico y otros, la mayoría, en los que se zambulle plenamente en las posibilidades de su instrumento. Y no siempre en una sonata frente a otra, sino con frecuencia dentro de una misma pieza, lo que no deja de desconcertar pero genera interesantes efectos expresivos.
Desde luego, nuestro artista le echa mucha imaginación al asunto: hay contrastes dinámicos a veces muy sutiles, en otras ocasiones muy valientes, y a veces planteando interesantísimos efectos de eco con la yuxtaposición de forte y piano; hay también numerosas retenciones del tempo y estiramientos del mismo a discreción, seguidos a veces de pasajes en los que se echa a correr en plan clavecinístico, incluso cuadriculado, para de nuevo explotar al piano en toda su dimensión en los siguientes compases; encontramos galantería muy marcada, a veces en su dosis justa y en otras ocasiones más coqueta de la cuenta; y hallamos también un fraseo amplio, cantable, lleno de emotividad e impregnado de cierta melancolía con el que consigue resultados magistrales en las sonatas más introvertidas, como pueden ser la nº 8 –llena de sugerentes claroscuros–, la nº 9 –asombrosos los colores del último trino– o la nº 87 –plagada de ricos matices que no llegan a romper el discurso–.
Encontramos asimismo momentos digamos que marciales muy interesantes en los que Pogorelich frasea con decisión y hace gala de un sonido muy poderoso, para contrastarlo a continuación con trinos de agilidad asombrosa y escalas de enorme limpieza donde ese mismo sonido se adelgaza hasta el límite. En otras sonatas nos sorprende gratamente con una buena dosis de sal y pimienta muy barroca, mientras que en alguna otra se le va un poquito la mano en la dulzura.
El disco finaliza con la famosa nº 380, que recibe precisamente la interpretación más desconcertante de todo el disco: en el polo opuesto al clasicismo amable de Yuja Wang, Pogorelich ofrece una recreación muy comprometida y creativa pero llena de contradicciones, jugando con los tempi a discreción, otorgando gran relieve a unos silencios a veces muy discutibles y alternando pasajes con claroscuros de enorme fuerza expresiva con otros muy clavecinisticos que le quedan coquetos a más no poder. Qué cosas.
Gran disco, en cualquier caso, que demuestra cómo el personalismo y las ganas de ser diferente pueden arrojar, cuando priman la lógica musical y el buen gusto, unos resultados portentosos. Es decir, todo lo contrario de lo que hizo nuestros artista con Beethoven el pasado domingo en Úbeda en el que fue sin la menor duda el más pretencioso, irritante, disparatado y lamentable recital pianístico que he escuchado en mi vida. Pero sobre eso escribiré otro día.
lunes, 2 de junio de 2014
Cuentos de Hoffmann en el Real: mamarracho sin paliativos
A estas alturas usted ya sabrá que la propuesta de Christoph Marthaler parte de trasladar la acción al madrileño Círculo de Bellas Artes en el primer tercio del siglo XX, que el carácter romántico del original se ha sustituido por una visión más o menos surrealista y que por allí se pasean Picasso, Buñuel y compañía. Pues vale. A mí me ha parecido una monumental estupidez consistente, como tantas otras puestas en escena “modernas”, en acumular ocurrencias sin sentido diseñadas exclusivamente para llamar la atención, de tal modo que estas no solo no establecen un diálogo con la música y el libreto, sino que aniquilan sin piedad la fuerza de estos elementos para imponerse por encima de ellos.
Alguien me dirá que esto mismo se puede hacer bien. Pues sí: en este blog ya he hablado del Parsifal de Herheim en Bayreuth, reconociendo que este resultaba al mismo tiempo irritante y fascinante por atentar directamente contra la obra pero haciéndolo con coherencia interna, con una idea global detrás y con mucho talento. Pero en este Offenbach que Madrid ha coproducido con la Ópera de Stuttgart no hay nada de eso, y sí mucho de pedantería, de prepotencia y de ridiculez. Incluso el señor Marthaler llega a cometer un error de verdadero principiante en artes escénicas: creer que acumular personajes, situaciones, objetos, ideas y carreritas para acá y para allá sirve para dinamizar la escena, cuando el resultado es justamente el contrario, es decir, el más profundo aburrimiento. La idea de que Stella recite –en castellano– unos versos de Pessoa casi al final de la función, de traca.
Me resulta muy difícil establecer un juicio sobre la parte musical, tal era la fuerza con que la propuesta escénica machacaba todo lo demás. Mi sensación, en cualquier caso, es que si solo hubiera escuchado tampoco me habría gustado.
La función a la que asistí, la del sábado 31 de mayo, la dirigía no Sylvain Cambreling sino su asistente Till Drömann. Mérito de los dos es que la Sinfónica de Madrid sonara de manera admirable: de las mejores noches que le recuerdo. Y culpa de los dos, también, debe de ser que todo sonara plano, aburrido, ayuno de contrastes, sin poesía, sin vida e incluso sin estilo.
Por cierto, morro enorme el del programa de mano a la hora de defender que en esta edición de la partitura realizada por el maestro francés a partir de la de Fritz Oeser “se le ha dado más peso dramático al acto veneciano de la cortesana Giulietta para establecer un equilibrio con el acto de Olympia y el de Antonia, y para subrayar el papel central de La Musa o Nickausse”. Eso es así con respecto a la edición Choudens de toda la vida, pero en realidad, en la edición de Michael Kaye se ofrece para el mismo más y más auténtica música –sin añadidos apócrifos– de dicho acto. Lo que pasa es que Cambreling no llegó a tiempo para grabarla y quienes lo hicieron fueron finalmente Jeffrey Tate y Kent Nagano (firmando ambos soberbios trabajos, dicho sea de paso).
Saqué entrada para el segundo reparto, porque quise evitar escuchar a mi admirada Anne Sofie von Otter, soberbia Musa/Nickausse en la referida versión de Tate, en su estado vocal actual. Desdichadamente, la decepción ha sido grande con Hanna Esther Minutillo: solo se salvó en la hermosa aria del acto muniqués, porque en el resto ni se la oía. Tampoco al tenor, un tal Jean-Nöel Bried de voz tímbricamente agradable y cierto estilo, pero con mucho todavía que madurar en lo técnico.
Sí que se oyó perfectamente a Measha Brueggerhosman: no comprendo cómo algunos pueden descalificar de plano su hermosa, bien timbrada y en absoluto pequeña voz. Ahora bien, en directo la cosa cambia con respecto al disco Surprise que tanto elogié aquí, y hay que reconocer que las desigualdades por arriba son evidentes. Como recreadora de personajes, la vi mucho más convincente como Giulietta que como la inocente Antonia. Fabulosa Ana Durlovski como Olympia, de sobreagudos afilados como cuchillos: vocalmente fue lo mejor de la noche, con diferencia. ¡Brava!
Vito Priante encarnó con solvencia a los cuatro malvados, pero su canto es un punto vulgar y tampoco convence mucho a la hora de destilar maldad, comicidad, distinción o ironía, según el caso.
Flojo Christoph Homberger haciendo de los cuatro criados. Muy mal Graham Valentine como Spalanzani. Presencia de lujo la del veterano Jean-Philippe Lafont como Luther y Crespel: su voz está hecha polvo, pero al menos es muy sonora y sus tablas se hacen presentes. Fue entrañable verle otra vez sobre el escenario. El resto, bien. El coro me pareció menos convincente de lo que suele: que no baje la guardia Andrés Máspero.
Ah, en mi función no hubo deserciones ni abucheos, aunque sí algunos individuos bastante impresentables entre el público. Por ejemplo, la señora que estaba cerca de mí a la que, aunque el acomodador le rogó que apagara el móvil justo cuando se iban a apagar las luces, le sonó el aparatejo varios minutos después de que la función hubiera comenzado. O los dos señores mayores –a estos los tenía delante– que se dedicaron a bichear sobre las pantallas iluminadas de sus respectivos teléfonos en varias ocasiones a lo largo de una velada que, para mí, resultó interminable.
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