Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Leonard Bernstein dirigió este disco dedicado a Antonio Vivaldi que incluye el Concierto para instrumentos diversos RV 558, el Concierto para oboe RV 454, el Concierto para flauta RV 441 y el Concierto para piccolo RV 443 grabado en Brooklyn el 15 de diciembre de 1958 al frente de su Filarmónica de Nueva York. En la primera de las obras citadas, además, se encargó con éxito de la parte del clave.
Los instrumentos, obviamente, son los que son, y la articulación es la que es. Pero yo me lo he pasado bien esta mañana de domingo escuchando este documento, porque pese a todos los reparos filológicos que se quieran poner, hay vida y musicalidad en estas interpretaciones, tan alejadas de la pesadez de un Karajan como de la histeria perpetua que parecen haber impuesto en la actualidad determinados grupos italianos. Bien es verdad que en algún momento puede resultar más laxo de la cuenta en el fraseo, pero en contrapartida Lenny nos recuerda algo que parecen haber olvidado los susodichos conjuntos HIP: que esta música hay que cantarla, que las melodías tienen que volar con holgura como lo hacen las grandes músicas de Italia.
Otra cosa son los solistas, pues ya se sabe que la New York Philharmonic de aquellos años no era gran cosa. Me ha gustado regular el oboe de Harold Gomberg, un tanto apagado. Mejor la flauta de John Wummer y el piccolo de William Heim. No se especifica quien toca el clave en los conciertos que no son el RV 558. En cualquier caso, lo hace bien: con todos los tics propios de la época (¿acaso había mucha jurisprudencia sobre el continuo allá por 1958?) pero echándole cierta imaginación al asunto. Lo dicho, un buen disco para pasar un rato de lo más agradable.
Que la página fuera un encargo de Koussevitzky y la Sinfónica de Boston para aliviar la ajustada situación económica del compositor, y que por ende este procurase tener en cuenta los gustos del público norteamericano, no debe llevarnos a engaño: el Concierto para orquesta no solo es puro Béla Bartók, sino que se erige como una de las obras maestras de la música sinfónica del pasado siglo.
Tampoco debemos prestar excesiva atención al cachondeo que el húngaro se trae con Lehár y Shostakovich en el cuarto movimiento, porque entonces perderemos de vista que el centro tanto formal como espiritual de la composición es el Andante non troppo que lo precede, una genial Elegía en la que el aroma magiar se mezcla con esos fantasmas nocturnales y esas turbulencias expresivas tan caras a nuestro artista. ¡Y qué decir de los diseños polifónicos de los brillantísimos movimientos extremos, o del inteligentísimo Juego de las parejas del segundo!
Una aclaración: la parodia del cuarto movimiento es doble, primero del maravilloso “Da geh' ich zu Maxim” de La viuda alegre (en el YouTube de abajo, minuto 1’15’’) y a continuación de la marcha de la Leningrado de Shostakovich.
Un detalle: de los veintitrés directores de los que recogemos grabaciones, seis nacieron en Budapest, uno en Burgos y uno en Granada.
Y una advertencia: las líneas de abajo no son más que unos superficiales apuntes para acercarse a la amplia discografía de la página. Quien quiera algo más profesional, puede acudir al magnífico trabajo aquí disponible.
Recordemos los cinco movimientos.
I. Introduzione. Andante non troppo - Allegro vivace
II. Giuoco delle coppie. Allegretto scherzando
III. Elegia. Andante non troppo
IV. Intermezzo interrotto. Allegretto
V. Finale. Pesante - Presto
1. Ormandy/Orquesta de Filadelfia (CBS, 1954). Siendo natural de Budapest, parece que Ormandy no llegó a trabajar con Bartók. En cualquier caso, dejó muy buenas muestras de hasta qué punto amaba y comprendía su música, si bien este pionero registro de estudio, en aceptable toma monofónica, no sea el caso. La sonoridad de los philadelphians es suntuosa, ya con esa cuerda grave, ese músculo y ese empaste redondo que el maestro convertiría en signos de la agrupación, pero a su lectura le faltan nervio interno y vigor rítmico, así como un colorido más diferenciado y mayor variedad expresiva. El misterio del movimiento central está muy bien conseguido, pero el dramatismo de la sección central es sustituido por unos contrastes efectistas que vuelven en un Finale en exceso volcado a la espectacularidad. Tampoco el trabajo técnico con la orquesta está a la altura de lo experable. (7)
2. Reiner/Sinfónica de Chicago (RCA, 1955). Fritz Reiner sí que tuvo la oportunidad de estudiar con el propio Bartók, convirtiéndose en uno de los grandes defensores de su música. De hecho, parece que fue uno de los responsables de que se le realizara este encargo. En plenitud de facultades y con una orquesta que poco a poco empezaba, precisamente gracia a él, a ponerse en óptima forma, ofrece una modélica lectura que por su fuerza, plasticidad, tensión interna, sentido del humor, brillantez y acertado equilibrio entre los aspectos folclóricos y dramáticos anticipa a la de su futuro sucesor en Chicago, su paisano Sir Georg Solti. Este ofrecerá una dosis todavía mayor de incisividad y virtuosismo, pero aun así este testimonio se disfruta sobremanera, a lo que contribuye una toma de sonido, ya estereofónica, que resulta asombrosa para la época. (9)
3. Fricsay/Sinfónica de la Radio de Berlín (DG, 1957). Aun sin tener delante a una orquesta como la Sinfónica de Chicago y sin alcanzar su batuta la depuración sonora de un Reiner o un Solti, ni menos aún la claridad absoluta de un Szell –por citar grabaciones de más o menos la misma época–, Fricsay consigue ofrecer una interpretación de primerísimo orden gracias a la combinación de una enorme intensidad emocional –turbulento antes que impresionista el nocturno, arrebatador el Finale–, siempre firmemente controlada desde el podio, con una especial sensibilidad a la hora de llenar el fraseo de matices expresivos sin que estos suenen en absoluto caprichosos o fuera de lugar, sino llenos de lógica y de veracidad. El resultado está impregnado de fuerza, de garra y de sanísima rusticidad. Lástima que la toma, aun de buena calidad, sea monofónica. (10)
4. Bernstein/Filarmónica de Nueva York (CBS, 1959). Conociendo cómo se las gastaba el Bernstein director a finales de los cincuenta, podría esperarse una recreación fresca e impulsiva, de tempi más bien rápidos, no siempre concentrada en el fraseo, atenta mucho antes a la idea global que al detalle y muy volcada en los aspectos extrovertidos de la música. Pues no. Más bien todo lo contrario: Lenny paladea la música con delectación, trabajando muy primorosamente las texturas, recreándose en la belleza de la música y revelando aquí y allá detalles de la magistral orquestación, renunciando a la espectacularidad para atender a lo que hay de misterio, de sensualidad e incluso de magia en esta obra. Lo más curioso es que, mientras este enfoque le funciona de maravilla en los movimientos primero y tercero, en el segundo se echan de menos picardía e incisividad, hasta el punto de que resulta algo blando, mientras que en el Intermezzo interrotto nuestro artista está lejos de derrochar ese “·descaro” y ese sentido del humor que se le daba con tanta facilidad. En el Finale sí que encontramos al Bernstein más habitual, si bien aquí es la orquesta la que evidencia sus limitaciones. La toma, mucho mejor de lo esperable. (8)
5. Leinsdorf/Sinfónica de Boston (RCA, 1962). Desde los primeros compases el maestro vienés deja las cartas sobre la mesa. Esta va a ser una interpretación oscura, densa y opresiva, retorcida incluso, mirando directamente a El castillo de Barbazul y obviando las referencias folclóricas. Se puede echar de menos un punto adicional de picardía en los movimientos segundo y cuarto, pero su ausencia es por completo coherente con el planteamiento de la batuta. Soberbia la toma. (9)
6. Ormandy/Orquesta de Filadelfia (CBS, 1963). El remake estereofónico no solo sirve para ofrecer una toma sonora –espléndida remasterización de 2005– muy superior a la anterior, sino también para que Ormandy, aun con las mismas insuficiencias expresivas, realice un trabajo muchísimo más depurado con su soberbia agrupación. Se disfruta bastante más, en definitiva, aunque enfoques mucho más certeros se han conocido. (8)
7. Szell/Orquesta de Cleveland (CBS, 1965). Aunque se pueda profundizar más en la atmósfera ominosa de algunos pasajes, paladear mejor algunas frases –tema lírico del cuarto movimiento– y resolver con mayor depuración determinados pasajes –transición en la melodía de La viuda alegre–, lo cierto es que Szell nos legó aquí una interpretación no solo expuesta con el trazo irreprochable y la solidez musical que en él podía esperarse, sino que además está maravillosamente bien diseccionada en cada una de las líneas y, sobre todo, se encuentra dicha con una convicción expresiva no del todo habitual en el maestro. Y es que en esta ocasión Szell sabe desplegar magia poética en el nocturno, cargar de fuerza trágica los clímax y ofrecer brillantez más dramática que jubilosa en el final, mientras acierta especialmente en todo lo que la obra tiene de ironía y sarcasmo; en este sentido, las maderas un punto ácidas de la magnífica formación norteamericana le respaldan de manera formidable. (9)
8. Solti/Sinfónica de Londres (Decca, 1965). Nos encontramos aquí con el típico Solti de los años sesenta, anguloso e incisivo, de fraseo electrizante. También flexible, desde luego, y muy capaz de grandes sutilezas melódicas y tímbricas –asombroso el dominio de las texturas–, pero en cualquier caso poniendo de relieve el lado más teatral y extrovertido de esta música, también el más tímbricamente áspero, por encima de los poéticos, misteriosos y sensuales; incluso también del sentido del humor, más sarcástico aquí que pícaro. Todo ello viene a significar que en los movimientos extremos el maestro y su contagiosa vitalidad triunfan por completo, mientras que en los intermedios aún podrá dar una vuelta de tuerca. Lo hará en los años ochenta. (9)
9. Ozawa/Sinfónica de Chicago (EMI, 1969). Entre Reiner y Solti, la CSO registró la obra con el joven Ozawa. La diferencia es grande: los chicagoers no solo suenan mucho menos brillantes que con los dos maestros de origen húngaro, e incluso con menor perfección técnica, sino bastante más desganados en la expresión. El oriental solo parece sentirse cómodo en las brumas del tercer movimiento, que como era de esperar trata con paleta impresionista. La verdad sea dicha, tampoco le vamos a regatear importantes aciertos al tratar las texturas del Finale, en el que por fin parece animarse un poco. La toma deja bastante que desear en comparación con los registros de estos mismos intérpretes para RCA por las mismas fechas. (7)
10. Boulez/Filarmónica de Nueva York (CBS, 1972). Tenemos aquí todo un modelo de las maneras de Boulez por aquellos años: arquitectura de rigor cartesiano, tensiones perfectamente calculadas hasta alcanzar clímax de gran fuerza dramática, claridad extrema, extraordinario sentido de las texturas y, también, una sobriedad expresiva que implica desinterés por los aspectos tanto sensuales como desenfadados de esta música, que los tiene, lo que no le impide desarrollar cierta ironía en los movimientos segundo y cuarto. Lástima que la orquesta, aun rindiendo de manera notable bajo su dirección, no sea en modo alguno comparable a los prodigios de Chicago y Berlín con que contará en sus posteriores grabaciones, muy particularmente en lo que a los metales se refiere. En este sentido, el cuarto movimiento se queda corto en esa depuración sonora que el maestro francés ofrecerá en sus grabaciones posteriores. (8)
11. Kubelik/Sinfónica de Boston (DG, 1973). La orquesta que protagonizó el estreno realiza su primera grabación estereofónica contando con un maestro que es el prodigio de la naturalidad, el equilibrio y la sensatez. Efectivamente, todo fluye con perfecta lógica en esta lectura francamente bien expuesta –espléndido tratamiento de las texturas en el pasaje antes del final– y muy atenta a los diferentes aspectos expresivas de la página. Ciertamente resulta más lírica que atenta al sentido del ritmo, pero en cualquier caso se mantiene dentro de una incuestionable ortodoxia. Se puede reprochar, eso sí, la falta de incisividad y de picardía en un segundo movimiento más bien descafeinado, y en general ese plus de brillantez y de vigor dramático que han conseguido otros grandes directores más afines al universo bartokiano. La toma ofrece una buena gama dinámica. (8)
12. Karajan/Filarmónica de Berlín (EMI, 1974). Obviamente no es el salzburgués el maestro más indicado para traducir las aristas sonoras y expresivas de Bartók, ni su afilado sentido del humor. Menos aún su sabor folclórico. Ahora bien, el Concierto para orquesta alberga mucho de esa opulencia, esa brillantez y ese exhibicionismo que a Karajan le sientan como anillo al dedo. Por eso mismo en esta poco idiomática y excesivamente burguesa lectura, suntuosa y refinadísima, gustosa de los grandes contrastes dinámicos, hay suficientes elementos de interés como para dedicarle una audición atenta, particularmente a un tercer movimiento de enorme depuración en el tratamiento de las texturas. (7)
13. Maazel/Filarmónica de Berlín (DG, 1979). La técnica portentosa del maestro estadounidense se une al virtuosismo de la orquesta de Karajan para ofrecer una recreación de nítidos perfiles, tímbrica tan rica como adecuada –esto es, moderadamente incisiva– y apreciable fuerza expresiva, aunque un tanto irregular. El primer movimiento puede resultar pesante en algún pasaje, pero termina acertando en la construcción de tensiones y en su aliento dramático. El segundo, acertado en su sentido del humor un tanto sarcástico, está increíblemente bien trazado y funciona de maravilla. La atmósfera densa del tercero está recreada sin necesidad de tender hacia lo postimpresionista. Se precipita el cuarto, careciendo por ello de cantabilidad en sus melodías y resultando algo burdo en su humor. El quinto es arrollador y sabe combinar el sabor folclórico –genial la aparición del tema bailable en 2’42’’acelerando el tempo– con el sentido del humor, la brillantez y el júbilo, sin caer en excesos ni hinchar el final. Toma sonora muy mejorable. (8)
14. Solti/Sinfónica de Chicago (Decca, 1981). Dieciséis años después de su registro con la Sinfónica de Londres, Sir Georg repite su enfoque dramático y extrovertido, lleno de garra, de nervio y de fuerza, pero paladeando aún mejor la música –y eso que hace uso de tempi algo más rápidos que entonces, sobre todo en los dos primeros movimientos– gracias a un mayor grado de refinamiento, de depuración sonora, al tiempo que resta un punto de aspereza para ofrecer una más amplia variedad expresiva, desde la hondura trágica del primer movimiento a la teatralidad del final pasando por el humor del segundo, el onirismo mezclado con tragedia lacerante del tercero y el carácter burlesco del cuarto. La increíble ejecución de la Sinfónica de Chicago, de virtuosismo ya pleno y una acentuada brillantez que le siente estupendamente a esta obra, termina de convertir a esta grabación, portentosa en lo que a toma de sonido se refiere, en una referencia absoluta. (10)
15. Mehta/Filarmónica de Berlín (Sony, 1987). Este es un perfecto ejemplo del nivel medio del Mehta de los ochenta, antes gran artesano que verdadero artista. La concertación es irreprochable y el maestro indio saca excelente provecho de una orquesta opulenta cuya sonoridad es ideal para la obra, pero ni en depuración sonora, claridad, color, sentido del ritmo y potencia expresiva su trabajo se puede equiparar al de los más grandes. Hay que destacar, en cualquier caso, un excelente olfato para recrear los aspectos más escarpados de una Elegía antes dramática que atmosférica, así como el “cachondeo” de un Intermezzo interrotto particularmente golfo –no así sus secciones líricas, desaprovechadas–, por no hablar de las texturas “de remolino tempestuoso” antes del final. La toma sonora, realizada en la Philharmonie, resulta un punto difusa, aunque a cambio su bajo volumen permite lucir una amplitud dinámica espectacular. (8)
16. Frühbeck de Burgos/Sinfónica de Londres (Collins-Brilliant, 1989). A sus cincuenta y seis años de edad y con una importante carrera a sus espaldas, el maestro burgalés muestra mucho más oficio que inspiración en esta tan correcta como sosa y desganada lectura en la que su batuta solo se encuentra a gusto buceando entre las atmósferas enrarecidas típicamente bartokianas. El resto, pura rutina. A la LSO la hace sonar como a él le gusta, musculada y redonda, sin preocuparse demasiado por clarificar texturas. La turbia toma de sonido tampoco ayuda. (6)
17. Solti/Filarmónica de Londres (YouTube, 1989). Aunque la orquesta tenga sus limitaciones, Solti vuelve a ofrecer una recreación de gran brillantez en la que la tímbrica es muy incisiva y la claridad está asegurada y el fraseo, aunque nervioso y teatral, no se deja llevar por la improvisación. Lo más destacable, en cualquier caso, es el extraordinario y contagioso sentido del ritmo que hacen que esta sea una interpretación muy “bailable”, de marcado sabor magiar, sin olvidarse del sentido del humor ni de subrayar los momentos dramáticos. (9)
18. Iván Fischer/Orquesta del Festival de Budapest (Hungaroton, 1989). Al frente de una formación que todavía no había alcanzado el gran nivel que hoy le conocemos, el joven Iván Fischer ofrece una recreación en la que hay que aplaudir la frescura de su sabor folclórico y el buen trabajo de texturas y planos sonoros, pero que globalmente, y ya desde un primer movimiento más bien deslavazado, pincha por su falta de tensión interna, de garra y de variedad expresiva. A la postre, una interpretación descafeinada y más bien aburrida. Toma sonora algo lejana, aunque con apreciable gama dinámica. (7)
19. Boulez/Sinfónica de Chicago (DG, 1992). Veinte años después el compositor de El martillo sin dueño vuelve a la carga. Lo hace esta vez con una orquesta no solo muy superior a la Filarmónica de Nueva York, sino sencillamente insuperable, para ofrecer una recreación de claridad absoluta y depuración sonora extrema, además de magníficamente construida e irreprochable musicalidad. En lo expresivo el enfoque es parecido de antes, abstracto y un tanto distanciado, sin encontrarse exento de la garra dramática, del lirismo y de ese punto de ironía que necesita esta música. Se pueden preferir aproximaciones más comprometidas, más inmediatas, pero resulta imposible negar la enorme categoría de los resultados artísticos. La toma sonora es de las mejores, si no la más satisfactoria de todas. (9)
20. Blomstedt/Sinfónica de San Francisco (Decca, 1993). Ya el arranque deja muy claro que va a ser la capacidad de Bartók para generar atmósferas nocturnales y misteriosas, llenas al mismo tiempo de sensualidad y de inquietud, lo que más va a interesar al maestro sueco-norteamericano. De este modo, lo mejor de esta muy paladeada lectura va a ser un tercer movimiento lleno de sugerencias, bien desmenuzado y muy atento a las sutilísimas texturas orquestales desplegadas por el autor, mientras que en el resto de la interpretación se redescubren numerosos pasajes al tiempo que, seamos sinceros, se echa de menos una dosis mayor de carácter incisivo y de electricidad. En cualquier caso, el exquisito gusto de Blomstedt –en absoluto interesado en la brillantez por sí misma– y el espléndido hacer de su orquesta terminan ganando la partida. Lástima que la toma sonora no sea tan admirable como las de Solti/Chicago y Chailly/Concertgebouw para el mismo sello. (9)
21. Chailly/Concertgebouw (Decca, 1995). Todavía en sus años más felices frente a la sensacional formación holandesa, aquí tan extraordinaria como acostumbra, Chailly dio la campanada con una interpretación relativamente lenta y maravillosamente paladeada que sobresale por la asombrosa claridad de líneas polifónicas y de texturas, hasta el punto de que en ninguna otra interpretación, ni siquiera en la singularísima de Celibidache, se escuchan tantísimas cosas como en esta, grabada además con insuperable toma sonora por los ingenieros de Decca. Expresivamente, además, el maestro milanés acierta a la hora de atender a todas las facetas de la partitura, desde el misterio del arranque hasta la brillantez del final, pasando por el drama y por el sentido del humor. ¿Pueden echarse de menos la intensidad de un Fricsay, el sarcasmo de un Szell y la garra y el sentido teatral de un Solti? Sí. Y el rescate del final original de la partitura resulta una verdadera decepción. (9)
22. Solti/World Orchestra for Peace (Decca, 1995). Sir Georg vuelve a demostrar su absoluto dominio del lenguaje bartokiano y su compromiso con esta obra ofreciendo una interpretación tan vehemente y comunicativa como controlada, siempre directa al grano y expuesta con esa incisividad y con ese sentido de lo teatral y de lo contrastado que son propios del maestro. Ahora bien, en comparación con el milagro de Chicago catorce años atrás hay que reconocer, que, habiéndose ganado en sentido del humor y en frescura en un segundo movimiento ahora más rápido de antes, también se ha perdido concentración y hondura en algunos pasajes, como también matices en determinadas intervenciones de los solistas de una orquesta multicultural que, aun rindiendo a un excelente nivel, no es en modo alguno la Chicago Symphony. La toma sonora, realizada en vivo en un concierto por el cincuenta aniversario de las Naciones Unidas, resulta difusa y tampoco llega a la altura de la grabación antes citada. (8)
23. Celibidache/Filarmónica de Múnich (EMI, 1995). Celi más Celi que nunca ofreciendo una lectura lentísima y de claridad pasmosa, muy dramática y de reconcentrada mala leche –escasea el sentido del humor– en movimientos como el segundo y el cuarto. El primero es abiertamente dramático, mientras que el tercero alcanza la genialidad más absoluta. El último no es bajo la batuta del anciano director muy brillante ni fogoso, pero alberga gran fuerza y cuenta con momentos magistrales, como la “ebullición” antes del clímax final. (9)
24. Boulez/Filarmónica de Berlín (DVD y Blu-ray Euroarts, 2003). Otra maravilla de Boulez, siempre en su línea racional y extremadamente controlada, pero diríase que aún más clara –parece increíble, pero a estas alturas aún logra que se escuchen cosas nuevas– y todavía mejor planificada en sus tensiones. A destacar la manera en que se analizan las texturas del tercer movimiento, la acidez de las parodias del cuarto y, sobre todo, la arrolladora fuerza del quinto, que ni al mismísimo Solti, campeón en lo que a electricidad se refiere, tiene que envidiar. Los ingenieros hacen un fenomenal trabajo –con surround genuino– enfrentándose a la problemática acústica de la iglesia de los Jerónimos de Lisboa, cuya belleza está muy bien recogida por las cámaras de Bob Coles. (10)
25. Ozawa/Orquesta Saito Kinen (Philips, 2004). La batuta curvilínea, refinada y elegante del maestro oriental sintoniza de maravilla con el universo del impresionismo, pero decididamente sigue sin hacerlo con el temperamento rústico y la potencia expresiva de un Bartók al que Ozawa lima aristas, resta fuerza y incluso hace sonar con una blandura (¡tema lírico del cuarto movimiento!) por completo inaceptable en una página como esta. Tampoco su sentido del humor algo complaciente parece el más adecuado, y solo en el tercer movimiento, quizá también en el quinto, su dirección parece animarse un tanto. De poco sirve en esta interpretación a la postre aburrida y mortecina en la que solo se salvan algunos detalles que, aquí y allá, revelan una batuta tan llena de talento como despistada. (6)
26. Dudamel/Filarmónica de Los Ángeles (DG, 2007). El maestro venezolano hace gala de una admirable plasticidad en el tratamiento orquestal y una gran sensibilidad para el color en una interpretación muy centrada en lo expresivo y maravillosamente desmenuzada pero irregular, que va de menos a más. El primer movimiento despliega un elevadísimo sentido de la atmósfera a cambio de cierta falta de tensión interna. En el segundo, formidablemente expuesto, se echa de menos picardía. El tercero acierta por completo en la tímbrica y ofrece importantes acentos dramáticos sin terminar de explorar la atmósfera nocturnal. En las parodias del cuarto, y procurando reírse más de Shostakovich que de Lehár, el maestro venezolano se encuentra como pez en el agua; al tema lírico podría sacarle mayor partido. En el quinto, finalmente, puede dar rienda suelta a su carácter inflamado y a su talento para lo brillante y lo festivo firmando una enorme recreación en la que, eso sí, las texturas previas al gran clímax final podrían dar todavía más de sí. (8)
27. Haitink/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2010). Esta lectura responde a lo que del maestro holandés podíamos esperar: absoluta objetividad, extraordinario rigor arquitectónico, alejamiento de cualquier concesión de cara a la galería y, también, cierto distanciamiento que termina perjudicando un tanto los resultados. Se echa de menos una mirada más personal, o al menos más comprometida, de mayor tensión emocional y sentido de los contrastes; también más matices expresivos. La orquesta está soberbia, pero los solistas no terminan de implicarse todo lo que pudieran, quizá cohibidos por la severidad del maestro. (8)
28. Van Zweden/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2013). Ya desde el mágico arranque de la cuerda en pianissimo sorprende lo asombrosamente bien que está delineada la partitura. Pocas veces se habrá escuchado tan bien trazada en su arquitectura global y, al mismo tiempo, tan meticulosa en el detalle. Se escucha todo, y además se escucha con fuerza, con convicción y con adecuados acentos lacerantes. También con brillantez ajena a la vulgaridad. No es menos cierto que le vendría bien un poco de sensualidad, de picardía y de desparpajo para que el acercamiento, mayormente severo y dramático, resultase más completo. Por otra parte, es una gloria escuchar a la Filarmónica de Berlín, tratada con una tímbrica incisiva adecuada para el autor sin que pierda su suntuosa sonoridad. (9)
29. Nézet-Séguin/Filarmónica de Rotterdam (DG, 2017?). Ni la cuerda de la formación neerlandesa tiene una sonoridad del todo compacta, ni sus metales son gran cosa, pero Yannick la modela magníficamente, la hace respirar de la manera adecuada, encauza con absoluto acierto cada una de las intervenciones solistas y consigue una claridad insólita. Lo hace al servicio de un concepto que mezcla frescura y mala leche, atmósfera y sentido del humor, sin necesidad de cargar las tintas pero yendo mucho más allá de la mera exhibición virtuosística. Lo menos admirable es el primer movimiento, irreprochablemente expuesto y bien tensado, pero sin ese plus de visceralidad controlada de que hacía gala un Solti y dicho con cierta impersonalidad. La excelencia se alcanza en un segundo movimiento analizado con lupa, pero no por ello frío: la mordacidad y la jocosidad nada inocente se ponen en primer plano. Demuestra además el joven maestro un olfato para las texturas soberbio, el cual cobra aún más importancia –lógico– en un tercero que sabe ser nocturnal, misterioso y sugerente, pero también terriblemente trágico, incluso desgarrado, en su sección central. En el cuarto la retranca no se limita a las citas de Lehár y Shostakovich (¡qué intencionalidad la de los solistas!), sino que también aparece en las secciones extremas, cuyo lirismo más o menos folclórico no supone en esta interpretación un soplo de aire fresco frente a la cargada atmósfera del movimiento anterior: todo es desazón y emotividad. El quinto no solo posee toda la fuerza y la jovialidad adecuada, además de un estupendo sentido del ritmo y sana rusticidad, sino que además se encuentra increíblemente bien analizado: aquí se escuchan –pasajes fugados de la sección central, sobre todo– unas cuantas cosas nuevas. (9)
30. Heras-Casado/Filarmónica de Múnich (Harmonia Mundi, 2018). Al granadino no le interesa generar atmósferas, jugar con las texturas, subrayar sarcasmos ni hurgar en las heridas. Lo que ofrece es una interpretación directa, fresca y de un solo trazo, rica en el color y muy estimulante en su sentido del ritmo, y por ende atenta a señalar los vínculos con el folclore magiar. Pero también, y por todo lo señalado, es una lectura un tanto superficial, dicha de cara a la galería y desatenta a las múltiples posibilidades que ofrece la partitura, sobre todo en un cuarto movimiento aséptico en las secciones líricas y sin retranca en las parodias. Tampoco el dramatismo del nocturno termina de ser sincero, ni el Finale ofrece –aunque el maestro demuestre una técnica considerable– ese prodigioso desmenuzamiento de la polifonía que han logrado los grandes. En definitiva, una recreación que engancha por su vistosidad y entusiasmo, pero que se queda muy a medio camino. La toma es espléndida. (7)
Confieso que no soy muy entusiasta de la Sinfonía
nº 8 de Gustav Mahler: al contrario de lo que me ocurre con esas
maravillas que son la Sexta, la Novena o La Canción de la
Tierra, esta Sinfonía de los mil me resulta un poco “jartible”. Por
eso mismo me lo he pasado bien escuchando la grabación que para DG realizó en
abril de 2007 Pierre Boulez al frente de la Staatskapelle de Berlín,
del Coro de la Staatsoper y del Coro de la Radio de Berlín, ambos
bajo la dirección de Eberhard Friedrich.
Y es que el compositor de El
martillo sin dueño hace exactamente lo que de él se espera: garantizar orden, claridad
y rigor en ese maremágnum que es el Veni, creator spiritus, para seguidamente
poner de relieve los prodigios de la escritura orquestal de la segunda parte evitando
tanto cursilerías más o menos angelicales como excesos de retórica. Y todo
ello, importante es subrayarlo, tensando bien las líneas de la arquitectura y
aportando emoción, que no emotividad, a unos pentagramas a los que el distanciamiento
le sienta tan mal como subrayar los excesos. Para encontrar algo mejor en esta obra habría
que irse a Bernstein con la Filarmónica de Viena, que en su momento logró el milagro de
creerse a fondo el contenido de la partitura sin morir en el intento.
Están francamente bien los citados coros, así
como el de niños. Entre las voces sobresalen las sopranos Erin Wall y Adriane
Queiroz, magníficas. Johan Botha sale más o menos airoso de su dificilísima parte, pero Robert
Holl canta con el aburrimiento que en él es habitual. La grabación se realizó
en la mítica Jesus-Christus Kirche: los ingenieros realizaron una labor
formidable en la segunda parte, pero –como es habitual– los decibelios del Veni,
creator causan problemas.
Ah, se me olvidaba: la reciente grabación de Dudamel he gustó menos que esta. En ella el venezolano es puro fuego, pero a veces se precipita.
Sigo empeñado en el libro de directores de orquesta, del que llevo escritas sesenta y seis páginas a espacio y medio. La idea consiste en seleccionar veinticinco directores y dedicarles a cada uno varias páginas, más luego una larga lista de maestros con tan solo un párrafo por cabeza. En todos los casos se selecciona un disco para comentarlo brevemente. El problema es que cuantos más escucho, más necesito escuchar, porque uno se va dando cuenta de hasta qué punto hay lagunas en el conocimiento. De esta forma la finalización del trabajo se me aleja más y más cada día, por mucho que la redacción vaya avanzando. Tampoco anima demasiado la perfecta consciencia de que, si algún día se publica, va a ser brutalmente apaleado por nombres y por medios que, por mucho que sepamos quiénes y cuáles son, pueden hacer muchísimo daño a la difusión del trabajo.
En fin, así las cosas he llegado a un disco registrado por Leonard Bernstein y la Filarmónica de Nueva York en 1960 dedicado a ClaudeDebussy. Me ha interesado no solo por ser buen reflejo de las maneras tan inmaduras como apasionantes de Lenny por aquellos años, sino también por ofrecernos un Debussy distinto del acostumbrado, mucho menos misterioso pero más vital. Quizá donde menos se nota este planteamiento sea en el magnífico Preludio a la siesta de un fauno que abre el programa: aquí el maestro sí que sabe ofrecer ese fraseo curvilíneo y esa sensualidad propias del impresionismo, si bien es precisamente el apasionamiento con que aborda el gran clímax lo mejor de su recreación.
Nuages sí que ofrece una novedosa recreación, bien alejada del estatismo habitual pero no por ello con menor riqueza de sugerencias. En Fêtes Bernstein se descontrola: el nervio deviene en precipitación y toda la sección central cae en una abierta vulgaridad.
Para terminar, el norteamericano nos recuerda que Jeux no tiene por qué ser visto como un precede de Boulez -lógico, estamos en 1960-, sino que nos habla de unos jóvenes jugando al tenis primero, a otras cosas después. Se pierde en abstracción lo que se gana en carácter narrativo, vitalidad y sentido teatral. La nota sonora no es gran cosa, a pesar de que la he podido escuchar en streaming a 192 kHz.
Pues ya ven, nada especial: un equipo de gama media muy digno, del que estoy contento pese a que dista de la excelencia. Es el que me puedo permitir por mi sueldo y por las circunstancias de mi vivienda, en la que cuento, para mí solito –vivo con mi madre–, con un salón con planta en forma de L de tamaño discreto.
Mi receptor actual es un Denon AVRX2500H, comprado en 2020. Este centraliza todo, incluyendo el Chromecast y el Fire TV de Amazon. Suena de manera muy aceptable y sirve para recibir algunas plataformas de streaming, entre ellas Tidal. Para escuchar Qobuz en alta resolución necesito un programa llamado BubbleUPnP en mi móvil; Chromecast ofrece la resolución HD "castrada" a 48 kHz, así que no me vale. Me gustaría tener un receptor de más calidad, pero el precio se dispara de manera muy considerable.
El reproductor multiformato es un Reavon UBR-X200. Lee SACD y los desaparecidos DVD-Audio. La imagen que obtiene de un Blu-ray es escandalosamente buena. El gran reparo es que cuando metes un pendrive o un disco de archivos de música en formato de datos –FLAC, por ejemplo– deja un gap –una pausa– entre corte y corte. Para lo que me ha costado, ese problema no debería existir.
El televisor es un Samsung UHD 2020 de 50'', por descontado que con 4K y HDR. Los altavoces laterales, central, Atmos y subwoofer son Klipsc; estoy francamente contento con ellos. Los antiguos frontales, unos JBL, los tengo como traseros.
Mi gran deseo es aislar acústicamente la sala para poner la música a volumen suficiente por la noche –vivo en un bloque, con vecinos por todas partes– y para evitar las molestísimas reverberaciones de los cristales. Irme a un unifamiliar para conseguir espacio y aislamiento ni me lo planteo: esta es mi vivienda de toda la vida, posee unas vistas extraordinarias (¡qué alivio durante el aislamiento de la pandemia!) y me siento como en ninguna otra parte.
Ah, estoy abonado a la mayoría de las plataformas: Filmin, Netflix, HBO, Disney, Amazon Prime, Digital Concert Hall, Medici TV... Al melómano y cinéfilo le recomiendo especialmente la primera y la última de las citadas.
En 1956 –o quizá un año más tarde, las fuentes son contradictorias– Dmitri Mitropoulos grabó una selección de las dos suites del Romeo y Julieta de Prokofiev al frente de la que todavía era su Filarmónica de Nueva York. 44 minutos en total, que se grabaron con sonido estereofónico. El trasvase a compacto que circulaba por ahí dejaba mucho que desear, pero el pasado viernes las plataformas habituales nos ofrecían el nuevo reprocesado que se incluye en la gran caja que Sony ha dedicado al mítico director. Ahora sí, la recreación se puede disfrutar de manera muy satisfactoria para tratarse de un registro de aquellos, años; en mi caso, lo he podido hacer a través de Qobuz en una resolución de 192 kHz.
¿Y cómo es la interpretación? No es depurada en lo sonoro –la orquesta se queda corta–, no especialmente matizada, ni lo suficientemente concentrada en determinados momentos clave –comienzo de la escena del balcón–. Fracasa incluso –no lo recordaba así, la verdad– en Montescos y Capuletos. Pero lo cierto es que el maestro ateniense nos desarma gracias a un perfecto conocimiento del idioma –ideales la carnosidad de las maderas y la incisividad del metal–, a un desarrollado sentido de la ironía y, sobre todo, al modo en que aborda a tumba abierta, con absoluto compromiso expresivo, las dos grandes escenas de amor de la genial partitura. Fray Lorenzo y la muerta de Romeo también son sobresalientes. Merece la pena volver a este registro.
Me parece maravilloso que los periodistas y/o críticos musicales rindan homenaje a un artista desaparecido con los obituarios que les parezcan oportunos. Me resulta comprensible que algunos de ellos quieran presumir de la presunta amistad que mantuvieron con la persona fallecida, aunque ello haga que muchos nos preguntemos hasta qué punto las críticas hiperbólicas que fueron publicándose a lo largo de los años estuvieron marcadas por la existencia de la susodicha relación, o incluso si fueron escritas en ese tono precisamente para alcanzar esa deseada amistad.
Pero lo que resulta de todo punto repugnante es que se saquen a la luz pública las circunstancias pormenorizadas de la decrepitud y de los tormentos físicos y psicológicos sufridos durante la enfermedad. Esas son cosas que deben reservarse para la más estricta intimidad familiar. Lo peor de todo está en La Razón –así, con mayúsculas– por la que se hace, pues solo caben dos posibilidades: bien para evidenciar la cercanía que se tenía con la persona que se nos ha ido –dejando bien claro lo importantísimo que es uno–, bien para crear morbo y conseguir más lectores. Tal vez sea por las dos cosas al mismo tiempo. ¿Es posible caer más bajo?
Vi dos veces a Teresa Berganza sobre la escena. La primera fue en la Carmen del Teatro de la Maestranza durante la Expo '92. Fue triste, porque desde mi asiento en el paraíso no se la escuchaba. Las críticas fiables que llegaban de las funciones inmediatamente anteriores en el Teatro de la Zarzuela confirmaban mi apreciación, pero ella se defendió con una desafortunadísima carta abierta acusando a los "fans histéricos" (sic) y a no sé cuántas circunstancias más. No estaba dispuesta a reconocer que sus días de gloria habían acabado.
Años más tarde la tuvimos aquí en el Villamarta. Me aseguré de colocarme cerca del escenario y disfruté mucho de su arte, que no de su voz, en un repertorio a base de Monteverdi y compañía bajo la dirección de Álvaro Marías. Ya está. Luego siguió ofreciendo recitales que recibían críticas extremadamente laudatorias por parte de los críticos que la noche del evento se había ido a cenar con ella, pero para mí estaba claro que las cosas no podían ser como antes. Nunca pude escuchar "de verdad" a esa gran, grandísima artista que fue Teresa Berganza. Descanse en paz.
Ni puntuaciones del uno al diez ni rábanos. Estas siete versiones del Concierto para violín n.º 2 de Belá Bartók son todas maravillosas, y las traigo aquí para animarles a ustedes a que se acerquen a esta obra maestra, que conociera su estreno allá por marzo de 1939. Meses más tarde, el mundo evocado por el compositor empezaría a desaparecer para siempre.
1. Menuhin. Furtwängler/Orquesta Philharmonia (EMI, 1953). Aunque la dirección es magnífica por su calidez, su plasticidad, su fraseo flexible y su sinceridad emocional, encontrando Furt el equilibrio perfecto entre lirismo, garra dramática y sabor folclórico, lo que deslumbra es un violín incandescente a más no poder, lleno de humanismo y muy lírico cuando debe, pero sobre todo intenso y punzante, que llega a ser altamente desgarrado en los momentos más extrovertidos del segundo movimiento. La reciente restauración sonora en alta definición hace que la toma sonora resulte aceptable, pero no puede evitar que la orquesta quede relegada frente al solista.
2. Perlman. Previn/Sinfónica de Londres (EMI, 1973). Una lástima que el nuevo reprocesado realizado por Warner no haya sido capaz de solucionar los problemas de la toma, con amplia gama dinámica pero turbia y distorsionada, porque la interpretación es portentosa, tanto por un violín pletórico de agilidad, riquísimo en el sonido –siempre afilado, pero con carne– y expresivo a más no poder, como por una batuta que subraya con atrevimiento las asperezas de la escritura al tiempo que despliega lirismo sensual, cantabilidad en el fraseo y sutileza tímbrica, además de mostrar un estimulante sentido de lo popular e inyectar frescura y convicción a los resultados.
3. Kyung-Wha Chung. Solti/Filarmónica de Londres (Decca, 1976). La interpretación se encuentra marcada por la personalidad de Sir George y por su plena afinidad a Bartók. Así, el veterano maestro ofrece una buena dosis de electricidad, de incisividad y de rusticidad bien entendida, de garra y de sentido teatral, haciendo rugir a la orquesta londinense –magnífica– todo lo que sea necesario, pero se muestra asimismo capaz de remansarse para destilar un lirismo de altos vuelos y delicioso aroma folclórico. También sabe desplegar texturas de enorme sutileza tímbrica, incluyendo veladuras fascinantes y auténtica magia sonora, por no hablar de la perfección absoluta con que recrea el ambiente nocturnal del segundo movimiento. La joven Chung está formidable, no ya por la enorme belleza y homogeneidad de su sonido sino también, y sobre todo, por su espléndida manera de aunar poesía con tensión dramática, aunque en cualquier caso su enfoque es mayormente lírico, en perfecto contraste con la batuta teatral y masculina de Solti. La toma es magnífica para la época.
4. Zukerman. Mehta/Filarmónica de Nueva York (Sony, 1979). Espléndida recreación en la que sobresale un violín que se mueve por la obra con pasmosa naturalidad, sin evidenciar esfuerzo alguno, y que sabe ofrecer lirismo cálido y noble al tiempo que se encrespa para resultar altamente dramático cuando debe, todo ello sin olvidarse de los imprescindibles acentos magiares. Zubin Mehta, aun sin especial garra, desgrana la obra con enorme delectación y exquisita sensibilidad para el timbre, sobre todo en el nocturnal y mágico segundo movimiento, sin que por ello deje de ofrecer esas sonoridades vigorosas, esas ráfagas de brillantez y ese sentido del ritmo que caracterizan el arte del maestro indio. Este testimonio, que no había salido en su momento en CD, ha sido recientemente recuperado en alta definición y se localiza en las plataformas habituales.
5. Kyung-Wha Chung. Rattle/Birmingham (EMI, 1990). Vuelve la Chung a asombrarnos por la variedad de su sonido, así como su capacidad para aportar una dosis de lirismo y delicadeza muy femenina. En esta ocasión le acompaña un Rattle extrovertido, animado y con momentos de áspera rebeldía en el primer movimiento, pero también concentrado y sutil en el juego tímbrico del segundo; sin problemas en la ironía del tercero. Quizá globalmente no se llegue a la altura de la interpretación de la misma solista con Solti, pero esta se disfruta de principio a fin.
6. Shaham. Boulez/Sinfónica de Chicago (DG, 1998). Lírica y hermosísima recreación en la que un Shahan pletórico de virtuosismo canta las melodías con tanta poesía, calidez y humanismo como fuerza expresiva, tensando la música cuando es necesario y soberbiamente respaldado por un Boulez al que tampoco le interesa marcar aristas, sino dejar a la música que respire su sanísimo sabor folclórico al tiempo que –como no podía ser menos, tratándose de quien se trata– cada una de las líneas de la escritura orquestal queda maravillosamente clarificada. Un prodigio, recogido de manera admirable por la toma sonora.
7. Faust. Harding/Sinfónica de la Radio Sueca (Harmonia Mundi, 2012). Defrauda un tanto el Allegro ma non troppo inicial. En él la solista hace gala de un sonido quizá excesivamente lírico, modelado hasta las más extraordinarias sutilezas, y deslumbrante en lo que a agilidad se refiere, pero sin la suficiente carne; tampoco su enfoque termina de ofrecer toda la garra que la música demanda. El segundo movimiento sí que es magnífico, desplegando Faust un canto muy emotivo bien respaldado por una batuta atenta, clarificadora, refinada en el tratamiento de las veladuras tímbricas, que frasea con holgura y cantabilidad. No menos espléndido el tercero, dicho con garra, mucho empuje –de nuevo pasmoso el virtuosismo del violín– y un apropiado perfume folclórico, aunque no dejando desatendidos, antes al contrario, los pasajes más misteriosos y evocadores del mismo. La coda ofrece grandeza, potencia y una buena cantidad de aristas bien subrayadas desde el podio.
Hace poco desubrí una cosa llamada Motomami, de la que llegué a pensar que se trataba del mismísimo infierno musical. Hoy he tenido la desgracia de recordar que este se encontraba en otra parte: en la Feria de Jerez, también conocida como Feria del Caballo. Difícil será encontrar un lugar tan repleto de música rematadamente mala, sonando en tantísimos sitios al mismo tiempo y con un volumen tan ensordecedor. Bueno, sí: en la Feria de Sevilla, y posiblemente en la de Málaga. Mis paisanos, encantados. Que paren el mundo...
Treinta y cuatro años contaba Riccardo Muti cuando en octubre de 1975 se puso al frente de la NewPhilharmonia Orchestra para grabar la Sinfonía n.º 3 “Escocesa” y la obertura Mar en calma y viaje feliz. En absoluto parecen interpretaciones de un director joven, si a tal etiqueta asociamos los conceptos de vitalidad, extroversión, inmediatez expresiva y cierto grado de inmadurez, o al menos de superficialidad. Todo lo contrario. Este es un Mendelssohn de gozosa madurez. Esto es, de perfecto equilibrio entre agilidad y densidad sonora, de extraordinaria amplitud y sentido del canto en el fraseo –sin rastro alguno de morosidad–, un punto melancólico –que no blando– y dotado de un importante componente reflexivo sin renunciar, en absoluto, ni a la vitalidad ni a la grandeza.
¿Falta el grado de sublime poesía que en la Escocesa había conseguir Klemperer años atrás con esta misma orquesta? Efectivamente, no hay más que escuchar la introducción de la sinfonía para darse cuenta. Aquello fue irrepetible. Pero Muti, aun menos granítico en la concepción sonora, comparte con el maestro no solo la atención a la claridad de planos sonoros, sino también la sobriedad y la renuncia a sazonar el fraseo con cualquier suerte de narcisismo. Matices los justos, siempre sutilísimos y ofreciendo un especial cuidado en las transiciones, igualmente desarrolladas con la más absoluta naturalidad. ¡Y qué decir de la sensación de estatismo, sensualidad y placer que el maestro napolitano consigue en el arranque de la obertura!
En fin, cómo no echar de menos esos tiempos que los que interpretar a Mendelssohn no era una competición para ver quién obtenía las texturas más aéreas, marcaba más los contrastes y fraseaba con más saltitos…
Repasando discos de Riccardo Muti, me encuentro con uno cuando menos sorprendente: Música acuática de George Friederic Haendel con la Filarmónica de Berlín, registrada por EMI en la Philhrmonie en 1984, una fecha en la que ya el movimiento historicista había dejado claro que las cosas había que hacerlas de otras maneras.
¿Realmente era necesario cambiar las cosas? Para mí no hay ninguna duda de que sí, de que por cuestiones organológicas, por articulación y –lo más importante– por expresión, el repertorio barroco había que tratarlo de diferente forma para enterarnos de lo que realmente era. Ahora bien, esto no significa que no puedan seguir haciéndose también como antes. Porque cuando hay músicos de verdadero talento se pueden decir, y se dicen, cosas interesantísimas aun estando fuera de lo que hoy entendemos por la ortodoxia del estilo.
Sin ir más lejos, qué manera de cantar las melodías haendelianas exhibe el señor Muti. Qué manera de aunar músculo y agilidad tiene su batuta. Qué sabidoría al conseguir grandeza sin pesadez, sensualidad sin narcicismo, chispa sin frivolidad. Qué orquesta tenía todavía el maestro Karajan. Y qué canto el del oboe de Lothar Koch.
Dos reparos: el napolitano se pone más delicado de la cuenta en algún número, mientras que el clave de Leslie Pearson resulta en exceso coqueto para la sensibilidad actual. Por lo demás, un disfrute. Uno ya no recordaba que se podía hacer un Haendel así.