Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
En este blog ya he hablado bastante del Anillo del Nibelungo de Zubin Mehta y La Fura dels Baus en Valencia, tanto en lo que se refiere a la escena (enlace) como a la dirección musical (enlace) y a las voces (enlace), toda vez que pude asistir al segundo de los ciclos completos -el que tuvo a Plácido Domingo como Siegmund- que ofreció el Palau de Les Arts en junio de 2009. En principio no hay necesidad de repetir lo ya dicho, pero como el Teatro de la Maestranza va a presentar -bajo la batuta de Pedro Halffter- la primera entrega de la referida Tetralogía, quiero apuntar algunas cosas a partir el visionado que he realizado del Blu-ray correspondiente al Oro del Rin, que por lo demás, y aun contando con un elenco casi idéntico, no es el mismo que yo vi: éste se filmó entre los meses de abril y mayo de 2007.
En su momento me gustó muy poco la dirección del Rheingold. Así lo dije y así lo escribí, recibiendo sendos rapapolvos (con buen rollo, eso sí) de dos wagnerianos tan ilustres como Justo Romero y Pedro González Mira. Únicamente Ángel Carrascosa estuvo de acuerdo conmigo (enlace). Pues bien, escuchado este Blu-ray debo decir dos cosas. Una, que en este Oro de 2007 Zubin Mehta trazó la arquitectura con mayor tensión interna (léase “menor flacidez”, por no decir “menor desgana”) que en 2009. Segundo, que pese a lo dicho me sigue pareciendo la suya una realización muy floja.
Por descontado que el maestro indio demuestra en todo momento que es (¿alguien lo duda?) un gran director, obteniendo un rendimiento fabuloso de la espléndida Orquesta de la Comunidad Valenciana, desgranando la partitura con una claridad admirable y ofreciendo un fresco sonoro de riquísimo colorido. Pero a mi entender falla en algo fundamental: el concepto. El Oro del Rin es un drama tenso, sarcástico, de sonoridad áspera y colores terrosos. Mehta se concentra -creo que equivocadamente- en los aspectos más líricos, al tiempo que en su loable intento de huir de la ampulosidad y la retórica vacua termina vaciando a la partitura de aquello que le precisamente le da su sentido, es decir, su asombroso carácter narrativo y su extraordinaria fuerza dramática. ¿Una dirección mediocre, pues? Digamos que se trata de la realización muy poco convincente de un gran director.
El elenco canoro dista de ser el ideal, pero es de lo mejorcito que hoy día se puede escuchar. Correctísimo el Wotan de Juha Uusitalo, aquí en mejor forma vocal que en las funciones de 2009, donde se encontraría sensiblemente cansado. Estupenda la Fricka de Anna Larsson. Muy interesante el Loge de John Daszak. Irreprochable el Mime de Gerhard Siegel (aunque encontré preferible a Niklas Björling Rygert). Sólida la Erda de Christa Mayer (yo escuché a Daniela Denschlag). Solvente Stephen Milling como Fafner. Y sencillamente sensacional -mejor de voz en el Bluy-ray que un par de temporadas más tarde- el Fasolt de Matti Salminen. Los demás alcanzan un buen nivel. Solo hay un borrón, no precisamente de menor importancia: el Alberich de Franz-Josef Kapellmann, voz mediocre mal utilizada por un barítono que no sabe moverse en escena. ¿No había otro cantante disponible, o es que tenía Helga Schmidt algún compromiso?
La producción de La Fura, no soy el primero en decirlo, alcanza en Rheingold sus más altas cotas. Se puede -y se debe- reprochar el descuido de algo tan básico como es la dirección de actores, pero todos los reparos terminan dejándose a un lado frente a tan impresionante derroche de imaginación visual. Este Oro es una demostración de cómo se puede ser antiguo y moderno al mismo tiempo; de que se puede respetar a Wagner sin perder las señas de identidad fureras; de que se puede reinterpretar la tradición desde una óptica del siglo XXI sin atentar contra la dramaturgia wagneriana; y de que, en definitiva, el talento controlado por la sensatez se termina imponiendo por encima de la provocación gratuita (muy “políticamente comprometida”, eso sí) de muchos directores de la actualidad. Este Orodel Rin ya se ha convertido en un clásico: tienen suerte los que lo podrán ver en Sevilla.
En cuanto al Blu-ray, de espléndida calidad audiovisual, si resulta imprescindible es precisamente por el trabajo de Carlus Padrissa y su equipo. Pero quien desee disfrutar de una versión musical en condiciones, tiene en DVD otras dos mucho más logradas, las dirigidas por unos tales Herbert von Karajan (enlace) y Daniel Barenboim (enlace) respectivamente.
Pierre Boulez es uno de los mejores compositores en activo, así como un extraordinario director de orquesta en el reducido pero muy destacado repertorio que se trae entre manos. Daniel Barenboim es otra batuta de primera (para mi gusto, la mejor de hoy día) y un pianista de asombrosa genialidad. La Filarmónica de Viena, aun habiendo perdido la sonoridad mágica que tuvo entre los años sesenta y ochenta, sigue siendo una de las mejores orquestas del mundo. Semejante concentración de talento por fuerza tenía que despertar las expectativas comerciales del sello Major a la hora de filmar y editar este DVD que recoge el concierto inaugural del Festival de Salzburgo del año 2008 (mezclando tomas de los dos días en que se ofreció el programa, 27 y 29 de julio concretamente).
Los Valses nobles y sentimentales estuvieron admirablemente recreados. Ya se sabe que el Ravel del maestro francés siempre se ha mostrado más atento a la arquitectura que al color, y que tampoco ha sido nunca un prodigio de efusividad, pero lo cierto es que aquí Boulez sabe ofrecer el punto adecuado de elegancia, equilibrio y decadentismo sin quedarse en la fría intelectualidad de otras ocasiones y desde luego sin caer (cosa imposible tratándose de quien se trata) en el menor amaneramiento. En cualquier caso, la orquesta vienesa aporta la sensualidad que le falta a la dirección.
El genial Concierto para piano nº 1 de Béla Bartók fue la obra con la que Boulez y Barenboim se encontraron por primera vez. La interpretaron junto a la Filarmónica de Berlín y la grabaron en 1967 para EMI con la Orquesta New Philharmonia. Fue aquella una lectura marcadamente negra, muy atmosférica y opresiva, por momentos visceral y hasta rabiosa. Dicha visión ha dado ahora paso a otra con menos garra, más distanciada, pero más rica en significaciones. Boulez, por descontado, construye una perfecta arquitectura y maneja de manera irreprochable el idioma, mientras que Barenboim ha mejorado considerablemente su interpretación, ahora más rica en el sonido, matizada y creativa, aunque su esfuerzo físico en el primer movimiento se deje notar. Toda la versión es portentosa por parte de director y solista, aunque donde ambos se muestran inalcanzables es en el Andante central, a medio camino entre lo sensual y lo opresivo, e impresionante en su implacable acumulación de tensión dramática.
La interpretación El pájaro de fuego (el ballet completo, no la suite) no aporta nada a lo que ya conocíamos. Es decir, es igual de impresionante que las dos que ya tenía el propio Boulez, ambas con la Sinfónica de Chicago (una en CD y otra en DVD). Se ha perdido algo del virtuosismo y la brillantez de la formación norteamericana, y se ha ganado quizá un punto de sensualidad y belleza sonora. Sea como fuere, Boulez en Stravinsky se las sabe todas y ofrece una recreación que es un prodigio por su perfecta arquitectura, su sentido del ritmo, su claridad, su tímbrica incisiva, pero también su capacidad para generar poesía (bellísimas la ronda de las princesas y la canción de cuna) sin necesidad de subrayar los vínculos con Rimsky. Solo a Giulini le he escuchado algo superior en esta obra, pero por desgracia el italiano nunca grabó la partitura completa.
La toma de sonido, por lo demás, es de gran calidad, pues aunque la acústica del Grosses Festspielhaus no es óptima, el DTS le da trabajo al subwoofer y el surround nos permite escuchar las abundantes toses del público por detrás, lo que quiere decir que recoge de manera fiel la verdadera acústica de la sala. Irreprochable la filmación de Michael Beyer. DVD imprescindible, sin la menor duda.
RACHMANINOV: Danzas sinfónicas. STRAVINSKY: Petrushka. Real Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam. Dir: Mariss Jansons. RCO 05005 SACD Híbrido 69’21’’ DDD Diverdi ****
Tenía muchas ganas de escuchar este disco, por el morbo de ver qué hace con su nuevo titular la Orquesta del Concertgebouw en estas dos geniales obras en las que precisamente ella ha protagonizado mis grabaciones favoritas: la de Ashkenazy para las Danzas Sinfónicas y la de Chailly (con permiso de Klemperer, que es caso aparte) para Petrushka.
¿Resultados? Pues sin alcanzar semejantes referencias, se trata de unos muy estimables trabajos del irregular Jansons. En Rachmaninov puede preferirse un enfoque más expresionista y aristado, más tímbricamente diferenciado y menos “romántico”, pero en todo caso el director letón ofrece una lectura atmosférica y sugestiva. Igualmente notable su Stravinsky, en el que cierta blandura esporádica, determinadas licencias creativas y algún golpe de efecto en los tempi no empañan una dirección llena de vida, teatralidad y sentido del humor que sabe matizar en lo expresivo a los soberbios solistas de la que sigue siendo una de las mejores orquestas del planeta.
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Artículo publicado en el número de mayo de 2006 de la revista Ritmo.
PS. He vuelto a escuchar este disco, en esta ocasión comparándolo con las anteriores versiones que de estas obras de Stravinsky y Rachmaninov Jansons había grabado, para el sello EMI, con las orquestas de San Petersburgo y Oslo respectivamente. Pues bien, mantengo que se trata de muy buenas interpretaciones, pero a mi modo de ver las anteriores rayaban a mayor nivel.
Petrushka conocía en Oslo una lectura vistosa, extrovertida, juvenil, dotada de una tímbrica adecuadamente aristada y beneficiada de unos solistas que, sin ser ni mucho menos los de Amsterdam, sabían intervenir con mucha intención. La batuta, aun siendo poco creativa o personal -salvando, como en su lectura posterior, un vals extrañamente acentuado-, realizaba una muy notable labor en la que solo había que reprochar cierto apresuramiento en toda la escena de la fiesta popular, no del todo bien paladeada ni desmenuzada. En la interpretación en el Concertgebouw (2005) se ha ganado bastante en atmósfera, pero se pierden extroversión, electricidad e incisividad tímbrica. Todo el final sigue siendo algo grueso en lo sonoro. Por otra parte su sentido del humor es saludable pero algo primario. La grabación, incluso escuchándose en un reproductor de SACD, no es tan extraordinaria como la de Oslo.
Las Danzas sinfónicas de San Petersburgo recibían una lectura elegante y refinada, mucho antes lírica que dramática, magníficamente expuesta tanto en sus líneas como en las texturas y dicha con ágil virtuosismo. No obstante se echaba en falta algo de rusticidad, como también de empuje. En el segundo movimiento sobraban algunos amaneramientos, y por momentos el punto de decadencia resultaba excesivo. En Amsterdam (2004) las sonoridades son menos ágiles y transparentes, más densas, quizá un punto pesadas, aunque se benefician de la calidez de la orquesta del Concertgebouw. El segundo movimiento vuelve a resultar en exceso creativo, por no decir amanerado, mientras que la sección central del tercero parece más decadente de la cuenta.
Así las cosas, es mi obligación advertir que aunque este SACD editado por la orquesta holandesa es bastante bueno, alberga poco interés para quienes ya tengan las anteriores interpretaciones de Jansons.
¿Versiones de referencia? Me sigo quedando con la Petrushka de Chailly, aunque no quiero olvidar las dos lecturas de Pierre Boulez ni la de Bernstein con Israel. Las de Monteux, lo siento, me parecen sobrevaloradas. Y la de Otto Klemperer, genial en grado sumo, sigue siendo caso aparte.
Para el Rachmaninov, sin dudarlo, es número uno la que hizo Ashkenazy con esta misma orquesta, por encima incluso de su nueva grabación en Sidney, aunque es de justicia citar los logros de Previn, Maazel, Dutoit, Temirkanov y, más recientemente, Vladimir Jurowski, aparte del de Jansons con San Petersburgo.
Soy un verdadero ingenuo, por no decir otra cosa. Hoy en clase de música en primero de la ESO (doce añitos) varios alumnos se ponen a tararear el "Der Holle Rache" que canta la Reina de la Noche en La flauta mágica. Yo, emocionado, les pregunto de qué conocen esa melodía. ¿Se van imaginando la respuesta?
Tres son las entregas hasta ahora del ciclo Shostakovich que está grabando Vasily Petrenko para Naxos al frente de su Royal Liverpool Philharmonic Orchestra. En Ritmo he comentado las dos últimas, que incluían respectivamente una notabilísima Quinta y una buena Novena, por un lado (enlace), y una mediocre Octava por otro (enlace). Me quedaba por escuchar la primera de ellas, una Sinfonía nº 11 registrada en abril de 2008 con toma sonora -algo decisivo en esta partitura- de muy amplia gama dinámica. Me ha gustado bastante.
No busca esta recreación de El año 1905 subrayar los lazos con la tradición tchaikovskyana, como hizo Rostropovich en sus dos acongojantes grabaciones, ni recrearse en la suntuosidad de la escritura orquestal como Haitink con su Concertgebouw o Jansons con Philadelphia, ni ofrecer un desgarrado fresco expresionista a la manera de Rozhdestvensky. La lectura de Petrenko resulta fundamentalmente narrativa, cinematográfica si se quiere. Los tempi son más bien rápidos, el pulso está sostenido -nada de languideces ni de precipitaciones-, la sonoridad de la orquesta es la adecuada -poco “romántica”, pero sin cargar las tintas en lo corrosivo-, la arquitectura se encuentra meridianamente explicada y hasta se presta atención al carácter popular de las melodías prestadas para la ocasión. Hay además energía, brillantez y un alejamiento de la ampulosidad que se agradece bastante, tratándose de la música de la que se trata.
¿Qué le falta a esta interpretación para encontrarse entre las grandes, que son a mi modo de ver las arriba citadas? Pues más atmósfera en el primer movimiento, mayor rabia y carácter opresivo en el segundo (Petrenko debería haber ido ralentizando el tempo en la escena de la matanza), un pathos más intenso en el tercero y un final más ambiguo y apocalíptico en el cuarto. En la coda, no obstante, hay que destacar un interesantísimo efecto: el resonar durante largos segundos del eco de las campanas cuando la música ya ha cesado. Señal de que Petrenko, aunque no siempre haya conseguido expresarlo en sus diferentes acercamientos a la obra del compositor, sabe que en la música de Shostakovich hay mucho más de pesimismo vital que de narración histórica o de compromiso político.
El mayor interés de este disco, registrado en vivo en febrero de 2010 en el Severance Hall de Cleveland por el ingeniero Tobias Lehmann, es puramente técnico: nos encontramos ante una grabación de una claridad, nitidez, naturalidad, equilibrio y gama dinámica verdaderamente asombrosas, de lo mejor que he escuchado en el repertorio orquestal impresionista. Si a esto sumamos que la dirección de Pierre Boulez es más analítica y transparente que nunca, se hace evidente que este compacto resulta imprescindible tanto para los amantes de la alta fidelidad como para los que quieran escuchar todo-todo-todo lo que hay escrito en los dos conciertos para piano de Maurice Ravel. Ahora bien, habida cuenta de que el director francés ya había registrado estas dos geniales páginas con la misma orquesta, la de Cleveland, y para el mismo sello, Deutsche Grammophon, con el concurso de un portentoso Krystian Zimerman, tiene uno que preguntarse si este registro junto a su viejo amigo y colega Pierrre-Laurent Aimard ofrece alguna novedad interesante desde el punto de vista artístico. La respuesta, me temo, es negativa.
Por descontado que la dirección de Boulez vuelve a ser espléndida, sobre todo en el Concierto para la mano izquierda: sobria, de un solo trazo, tensa, dramática sin perder la compostura, aparte de analizada en timbres y texturas de una manera inigualable. Solo a Rozhdestvensky le he escuchado (en toma radiofónica muy deficiente) algo superior en esta página. El Concierto en Sol también resulta muy atractivo, sobre todo por lo incisivo de su tímbrica, aunque aquí la proverbial objetividad bouleziana se pone por encima del sabor jazzístico -que debería estar más acentuado en el primer movimiento- y de la calidez que desprende la partitura -en el segundo-. En cualquier caso es la suya una labor admirable, como lo es también la de la orquesta norteamericana.
El problema es Aimard. Su visión de esta música es la misma que la de Boulez, es decir, sobria, analítica, objetiva y distanciada, lo que en sí mismo no es ni bueno ni malo. Pero donde el veterano maestro logra una arquitectura de enorme solidez en tensiones horizontales y verticales, su colega se deja llevar al teclado por un exceso de nervio; y donde el primero ofrece una atractiva gama de texturas y colores (aplicados, eso sí, con el pincel de Cezánne mucho antes que con el de Monet), el segundo -siempre gran pianista en lo que a técnica se refiere- no logra ofrecer un trazo sugerente. Zimerman lo hacía muchísimo mejor, con mayor riqueza sonora, superior creatividad y mayor potencia expresiva. En cualquier caso Aimard también parece sentirse, como el polaco, más a gusto en el Mano Izquierda, adecuadamente oscuro y dramático, que en el Concierto en Sol. En este último el francés flojea sobre todo en el primer movimiento, donde se muestra desconcentrado y pasa por encima de toda poesía. Convence más en el segundo, aunque quienes hayan escuchado el milagro de Ciccolini con Martinon (EMI, 1974) saben que le queda bastante para rozar el cielo. Y espléndido el Presto conclusivo: a Aimard lo que parece motivarle es el virtuosismo.
El disco se completa con Miroirs, obra que precisamente Aimard ofrece esta misma noche en el Teatro de la Maestranza y el próximo martes en Madrid. Buena versión, por cierto registrada también en el Severance Hall pero sin público, que se disfrutará mucho en directo. En disco no tiene especial interés, porque aquí el pianista se muestra más glaciar que nunca. Alguien dirá que con semejante frialdad lo que pretende es hacer esta música más moderna y enigmática. Pues no: una cosa es no “romantizarla” y otra muy distinta que quitarle toda la carga poética a los pentagramas y frasear alternando momentos de excesivo distanciamiento con otros de evidente falta de concentración. Las Polillas se dejan llevar por el nervio, lo mismo que los Pájaros tristes. Mucho más concentrada su lectura de Una barca sobre el océano, dicha con lentitud y -como en el resto del disco- admirable claridad, aunque escasa capacidad sugestiva. Muy floja la Alborada del gracioso: no se trata ya de que no tenga “gracia”, ni luminosidad, ni sensualidad, sino de que carece de la tensión y la garra necesarias para no aburrir, interesando tan solo algún acento dramático de la sección central. El valle de las campanas nos deja -espléndido manejo de la dinámica- un buen sabor de boca, pero no nos quita la sensación de que este disco resultaba prescindible.
Me da igual que, como se ha escrito por ahí, Josep Pons haya abierto la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España con un programa dedicado al cine musical por motivos comerciales: a estas alturas de la película –nunca mejor dicho- ya deberían estar más que superadas tanto las presuntas barreras que separan lo popular de lo culto como la prevención de los más exquisitos ante la calidad de este repertorio. Lógicamente hay obras menos logradas que otras, e incluso las hay que no están logradas en absoluto (¿no ocurre así también con lo puramente clásico?), pero todas estas melodías se han ganado por derecho propio un lugar en la programación de nuestras orquestas que algunos gestores se niegan en concederle. Y no voy a decir nombres, aunque podría.
Estupendo, vamos ya al grano, el programa preparado por Pons, que hizo las delicias del público que abarrotaba el Auditorio Nacional en la tercera de las funciones que se ofrecieron, la del domingo 17 de octubre, pocas horas antes de que Claudio Abbado hiciera su esperada aparición madrileña (enlace). Cada una de las dos mitades se abrió con una pieza puramente orquestal, de Bernstein y Gershwin respectivamente. La rutilante obertura de Candide me pareció en manos del maestro catalán digna sin más. Un americano en París creo que llegó bastante más lejos: versión de chispa, con el ritmo en los huesos y con un apreciable sentido del swing. Lástima que los violines no terminaran de empastar, aunque en contrapartida el concertino Mauro Rossi estuvo –como en toda la velada- excelente.
Gran parte del programa estuvo integrado por arreglos sinfónico-corales de canciones célebres, debidos todos ellos al británico Peter Hope (web oficial): muy hollywoodienses en el buen y en el mal sentido, es decir, brillantes y sensuales pero un tanto azucarados, lo que a unas piezas sentó muy bien y a otras no tanto, como ocurrió precisamente con la primera de ellas, nada menos que el And I Love Her de Lennon & McCartney. El resto fueron Smoke Gets in your Eyes (Kern), Blue Moon (Rodgers), As Time Goes By (Hupfeld), Day of Wine and Roses (primera vez que escucho algo de mi querido Henry Mancini en directo), Moon River (del mismo, claro), Ev’ry Time We Say Goodby (Porter) y Three Coins in the Fountain (Styne), esta última con el texto traducido al castellano. Pons dirigió sin convertir el azúcar en sacarina y el Coro Nacional de España se mostró muy voluntarioso, aunque –comprensiblemente- poco desenvuelto con el inglés.
En cualquier caso lo que centró nuestra atención fue la presencia de los tres solistas vocales convocados para la ocasión: José Manuel Zapata, Peter Coleman-Wright y la mismísma Jennifer Larmore, aun reciente su estupenda Geschwitz en Lulu (enlace). Quien estuvo menos bien fue el tenor granadino, a quien me gustaría escuchar de una vez en el repertorio en el que está alcanzando prestigio, esto es, el rossiniano. Pero en el del musical no parece desenvolverse con soltura, y además no parecía estar muy cómodo desde el punto de vista puramente vocal. En cualquier caso ofreció muy dignas recreaciones de Over the Rainbow (Arlen), María (Bernstein), Singing in the Rain (Brown, con numero de claqué a cargo de especialista) y Night and Day (Porter), rutilante esta última.
Coleman-Wright, un veterano del género, tiene una voz no particularmente interesante y ya un tanto gastada, pero demostró mucho estilo, sensibilidad y buen hacer en Some Enchanted Evening (Rodgers), Stars (de Los miserables, de Claude-Michel Schönberg), The Impossible Dream (Leigh) y Edelweiss (Rodgers de nuevo), esta última con aportación coral a cargo de Peter Hope.
Quien se llevó el gato al agua fue la Larmore, cuyo instrumento vocal –de mucho más fuste que el de sus dos colegas- puede estar, como aseguran quienes la han escuchado recientemente en tal terreno, muy mal para cantar repertorios de agilidad, pero aquí desenvuelta sin mayores problemas. No es la voz, de todas formas, lo que atrajo su atención, sino su madera de artista: la calidez y comunicatividad con la que canta es enorme, a lo que hay que sumar una gestualidad muy expresiva, y –a su edad- una aún impresionante presencia escénica. Se permitió además algunos alardes de fiato muy adecuados para la ocasión. Estuvo deliciosa en I Feel Pretty (Bernstein), emotiva en Somewhere (de West Side Story también), radiante en I Could Have Danced all Night (única pieza del enorme Frederick Loewe) y muy bien –solo eso- en Climb Ev’ry Mountain (Rodgers).
A destacar que la mayoría de las orquestaciones de las canciones correspondían, salvo error mío y siempre con citada la excepción del Edelweiss the The Sound of Music, a los arreglos de las películas en que las mismas aparecieron, lo que hizo el concierto particularmente delicioso en Cantando bajo la lluvia. Como nota negativa, una amplificación de las voces que seguramente no era necesaria; oliéndome la tostada me compré entrada en primera fila, junto al podio, para escuchar las voces en condiciones, aunque en contrapartida la orquesta me llegó con desequilibrios y el coro sin la adecuada nitidez.
Ah, estupendas y muy entretenidas las notas al programa de Marcos Castán.
Gracias a una amable señora que me vendió la entrada de su amiga -carísima pero de soberbia acústica y visibilidad- pude finalmente asistir a la Novena de Mahler de Claudio Abbado en la primera de sus dos interpretaciones madrileñas, la del domingo 17 de octubre. Las tres críticas que han aparecido en la prensa (dos de ellas escritas por los autores de las notas al programa, Vela del Campo y González Lapuente) han sido absolutamente elogiosas. ¿Hay para tanto? Me parece a mí que no, aunque desde luego me lo pasé estupendamente. Me explico: mis sentidos fueron seducidos por completo, pero mi corazón no se estremeció como sí lo hace con otros directores en esta genial partitura.
Abbado es uno de los dos maestros con mayor técnica del mundo (el otro es Maazel, que la usa solo cuando le da la gana). La Orquesta del Festival de Lucerna ofrece, hoy por hoy, un nivel formidable, superior al que tenía en sus primeros años junto al maestro milanés, quizá porque al final se ha logrado el empaste (salvando quizá trombones y tuba) entre los miembros de Gustav Mahler Jugendorchester y los lujosísimos primeros atriles que la refuerzan. En Madrid, salvo la Gutman, estaban todos: Blacher, Christ, Hagen, Meyer... Leer en el programa de mano la procedencia de cada uno de los miembros de la plantilla producía vértigo. Y la obra de Mahler, pues ya se sabe, un derroche de imaginación, brillantez y suntuosidad. La combinación entre semejante batuta, semejante orquestón y semejante partitura tenía que producir por fuerza una auténtica orgía sonora, y así fue. Es difícil no dejarse llevar por ella. Solo por el hecho de escuchar en directo una obra tan difícil de ejecutar tocada así, con semejante virtuosismo, brillantez y entusiasmo, con este sentido del ritmo, del color y de las texturas, ya me mereció la pena desplazarme a Madrid y abonar los 162 euros de la entrada.
Ahora bien, una cosa es deslumbrar con los sonidos y otra muy distinta hacer justicia a la grandeza poética de los pentagramas. Ahí es donde el maestro, como ocurrió en su versión del pasado agosto en la propia Lucerna que comenté por aquí (enlace), que es prácticamente idéntica, se quedó corto. No hubo, por fortuna, ninguna caída en esas sonoridades ingrávidas y portamentos insufribles que tanto le gustan al Abbado reciente, lo que ya es de celebrar, pero el milanés no se mojó en los aspectos más dramáticos e inquietantes de la obra. En el sublime movimiento inicial no frasea con la voluptuosidad, el abandono y la cantabilidad humanística que debe, pues prefiere recrearse en los mil y un matices de texturas y colores que despliega la partitura, por lo que al final no logra hacernos sentir esa hondísima emoción del que empieza a despedirse de la vida.
Más le estimulan tanto el carácter rústico y el irresistible impulso danzable del segundo movimiento, ofrecido con verdadero entusiasmo, como el sentido épico, fogoso e impulsivo del tercero. En ellos su batuta ofreció -ayudado por la agudísima intencionalidad expresiva de sus solistas- recreaciones altamente estimulantes, lo que no impide que uno pueda preferir aproximaciones más grotescas, sarcásticas o incluso abiertamente pesimistas de estas dos páginas: aunque la esquizofrénica música de Mahler necesite semejantes contrastes expresivos, tanto carácter lúdico no parece cuadrar demasiado con el fondo subyacente en la obra, que es eminentemente trágico.
El cuarto movimiento, como siempre con Abbado, fue lo mejor. Es verdad que la sonoridad -hermosísima- de la orquesta mira mucho antes al siglo XIX que al XX, y que la atmósfera generada no es -ni de lejos- todo lo negra y desgarradora que podría haber sido, porque de nuevo de nuevo el maestro no quiere mirar cara a cara a la Muerte como sí lo han hecho otros directores, pero en cualquier caso aquí sí se descubre la sinceridad emocional que la batuta tenía guardada en el tarro de las esencias. El final, concentrado y hermoso, quizá demasiado complaciente, se vio boicoteado por unos cuantos individuos que mostraron una asombrosa habilidad para sincronizar sus estentóreas toses con los instantes más mágicos de la partitura, pese a que Abbado -como en él es costumbre, véase el vídeo filmado en Roma- ordenó ir suavizando las luces de la sala para crear la atmósfera adecuada. El éxito fue abrumador, pero yo confirmé mi impresión de que al maestro le interesa mucho más seducir los sentidos que sacudir las conciencias. Quienes hayan visto la grabación de Eschebach (enlace) sabrán a lo que me estoy refiriendo.
Termino recomendándoles que lean las críticas "oficiales" del concierto a cargo de Gonzalo Alonso (enlace), Alberto González Lapuente (enlace) y Juan Ángel Vela del Campo (enlace), así como la de Ángel Carrascosa en su blog (enlace).
"Angela Denoke (soprano). De Babelsberg a Hollywood. Canciones de Marlene Dietrich, Friedrich Hollander, Peter Kreuder, Theo Mackeben, Kurt Weill, presentadas por Gerard Mortier." Justo así se anunciaba en la web, el libro de la temporada y folletos varios el espectáculo ofrecido el pasado viernes 15 de octubre por la soprano alemana en el Teatro Real de Madrid. Bueno es tenerlo presente antes de analizar lo ocurrido durante la función, es decir, el griterío que se organizó en Paraíso cada vez que Mortier tomaba la palabra, del que en mi opinión fueron culpables tres circunstancias muy distintas: un grave error técnico que podría haberse evitado, la monumental egolatría del gestor belga y la mala intención de algunos aficionados que estaban deseando encontrar la oportunidad de descargar su furia ante la nueva línea emprendida por el teatro madrileño. Yo no estuve en Paraíso sino en Principal, justo encima del escenario, pero en cualquier caso les cuento a partir de mi experiencia personal, contrastándola con la información que he ido sacando de otros puntos de la red.
El escenario intentaba crear el ambiente adecuado, con luz tenue y variada, un par de sofás (uno para la Denoke, otro para su antiguo "descubridor"), un recipiente con una botella de cava y hielo, más un par de copas que no recuerdo si se llegaron a utilizar. Todo en vano: la gran sala del Real no es en absoluto adecuada para semejante recital. Este repertorio necesita un ambiente muy particular, una intimidad entre los artistas y el público, que en un espacio tan grande no se podía conseguir. Hasta ahí, error de cálculo de Mortier, pero tampoco creo que sea algo grave. Sí lo era que el sonido amplificado no funcionase bien. En mi asiento ("Palco de Principal") se escuchaba de manera aceptable, solo eso, porque había algo "raro"; en Paraíso parece que el resultado era bastante peor.
En cualquier caso el problema más serio no estuvo con la ampliación de la voz de la soprano, que por lo demás se mostró muy correcta en la selección en homenaje a Marlene Dietrich que abría la velada, sino con el micrófono adicional que utilizó Mortier. Al poco de éste abrir la boca empezó el griterío. Por lo visto se le escuchaba fatal. Como ni él ni ninguno de los que se encontraban en el escenario sabía castellano, quizá se pensaron lo peor: la peña anti-Mortier montando el número. No era así, al menos de momento. En un momento dado alguien del público le explicó, en francés, lo que estaba pasando, y el maestro de ceremonias se decidió a usar el micrófono de la cantante. Mucho mejor así, por lo que el revuelo de momento se calmó.
Aún quedaba otro problema: el castellano de este señor resulta hoy por hoy ininteligible. Lo era para los que estábamos cerca (pude reconocer los nombres de "Otto Klemperer" y "Erich Kleiber"), pero más aún para los que estaban lejos, toda vez que la amplificación que usaba la Denoke y que en ese momento estaba utilizando el belga seguía sin ser la ideal. Así que cuando después de la segunda intervención de la soprano, Mortier se levantó de su asiento y comenzó a hablar de nuevo, reapareció la algarabía. Muy justificada, habría que añadir, no sé si en las formas pero desde luego sí en el fondo.
Ahora bien, lo que no me pareció de recibo fue que cuando Denoke comenzó a cantar por tercera vez se escucharan nuevas protestas, por primera vez dirigidas a ella; incluso hubo algún grito de "¡sin micrófono!". Si leen ustedes el hilo dedicado a la cuestión en el foro "Una noche en la ópera" (enlace) comprobarán como en estas últimas exclamaciones se mezclaron los que se quejaban de una deficiente acústica (¿no podían haber esperado en el intermedio en lugar de increpar a la diva?) con quienes, en furibundo plan anti-Mortier, se decían engañados porque en el Real se cantase con amplificación. La Denoke no debió de sentirse nada a gusto actuando en semejantes circunstancias. La cosa mejoró, por fortuna, en la segunda parte: Mortier tuvo a bien no hacer su aparición, la amplificación del Paraíso fue mejorada y hubo una migración masiva de los aficionados a los numerosos huecos que quedaban en el patio de butacas. Tras los primeros minutos se veía claramente a los músicos respirar aliviados.
Va siendo hora de recapitular. ¿Fue un error programar este recital en el Real? Sí, pero no por el carácter o la calidad de la música, como insinúan los aficionados más reaccionarios, sino por la escasa adecuación del espacio escénico. ¿Fue responsabilidad del teatro el problema acústico del Paraíso? Desde luego, y se trata además de una falta de atención hacia ese público joven -y de presupuesto ajustado- que la dirección del teatro quiere atraer; Mortier debería pedir perdón públicamente y devolver el dinero a quienes tenían una entrada en esa localidad, si es que se confirma que en la primera parte no se escuchaba bien a la solista. ¿Actuó el belga más por egolatría que por hacerle a la artista el favor de presentar su espectáculo? Sin duda, y si no me creen vuelvan a leer el "presentado por Gerard Mortier" con que se publicitó a diestro y siniestro el evento. Ahora bien, ¿tiene derecho alguien a quejarse de que este programa se ofrezca con amplificación? En modo alguno, y si lo hacen es por profunda ignorancia o -más probablemente- por mala intención.
Dicho esto, parece evidente que Mortier tiene que controlar su egolatría, porque con ella no hacen más que alimentar un odio que, por motivos ideológicos -cuando no políticos- se viene mascando hacia él desde mucho antes de su desembarco en Madrid. La mejor manera de hacer frente a semejante situación no es, como está haciendo, promocionarse a diestro y siniestro, sea convocando encuentros con los abonados, ejerciendo de maestro de ceremonias o poniendo por todas parte -programa de mano incluido- el cartel con su foto y su libro recién editado; ni descuidando aspectos tan básicos como son la amplificación en la sala o la dicción del maestro presentador de turno -en este caso él mismo-; ni olvidarse de pedir perdón cuando en la sala hay un problema técnico de semejante magnitud. Lo que tiene que hacer Mortier es trabajar con discreción y seriedad armado de esa inteligencia, esa sabiduría y ese saludable espíritu renovador que él posee y que tan bien le pueden sentar al teatro madrileño. Todas las incidencias del espectáculo del viernes no han hecho sino regalar munición a quienes se están esforzando para que se marche antes de los dos años previstos. Y es que... ¿alguien piensa que este señor va a sobrevivir en Madrid más allá del probable triunfo electoral del Partido Popular?
Bueno, algo hay que decir sobre el recital propiamente dicho. Angela Denoke me ha causado la misma impresión que las numerosas veces que la he escuchado en directo (Madrid, Granada, Sevilla): es una muy buena cantante y una artista de clase, pero generalmente necesita un plus adicional de personalidad, tanto vocal como interpretativa, para terminar de convencer. En este recital estuvo bien, muy fina y muy sutil (una opción tan válida como la del extremo opuesto, el desgarro más o menos cabaretero), pero no lo suficientemente variada en lo expresivo. Algo parecido ocurrió con sus acompañantes, que se mostraron siempre musicales y elegantísimos dentro de un estilo de digamos "jazz suave" alejado de las versiones originales de estas músicas, pero no todo lo intensos ni creativos como demandaba la ocasión, excepción hecha del estupendo percusionista Michael Griener; piano, contrabajo y saxofón rayaron a mi entender a menor nivel. En cualquier caso, en la segunda parte del recital el ambiente se fue haciendo más confortable, los artistas se encontraban más relajados, el público perdió la tensión y se consiguieron momentos de muy buena empatía. Creo que fuimos muchos los que, pese a todo, salimos moderadamente satisfechos de un recital que merecía otras circunstancias más felices.
Ah, otra cosilla: ¿para qué demonios me gasto dos euros en el programa de mano con los textos y sus traducciones si luego no hay luz en la sala para poder seguirlos? Encima he de soportar el dibujo de la portada perpetrado por Eduardo Arroyo, tan horroroso como todos los demás que ha preparado para las ediciones de la temporada. ¿No le da vergüenza a la señora Jefa de Publicaciones Ruth Zauner ofrecer una cosa así? A tenor de cómo le están saliendo los nuevos programas de las óperas, está claro que ni eso, ni otras muchas cosas. ¡Menudo desastre!
PD. Más información sobre el "asunto micrófono" en el blog Mi casa es mi mundo (enlace) y en el foro Una noche en la ópera (enlace).
Acabo de salir de la penúltima función del Mahagonny que ofrece el Teatro Real. No tengo mucho que añadir con respecto a lo que ya dije sobre la versión musical a partir de la retransmisión radiofónica (enlace). Debo señalar, en todo caso, que Elzbieta Szmytka se ha mostrado hoy menos insegura en lo vocal, y que en lo escénico suple su falta de volumen con otros volúmenes sin interés para el oído pero muy gratos para la vista; admirar, ya que no lo hice el otro día, el soberbio trabajo de John Easterlin como Jack O´Brien; apuntar que al Coro Intermezzo lo he encontrado hoy mejor, más seguro, aparte de muy esforzado en sus nada fáciles labores escénicas; y confirmar una vez más que Heras-Casado va a ser un nombre del que se hable mucho en el futuro tanto en las grandes salas de conciertos como en los teatros de ópera.
Sobre la propuesta escénica se ha escrito bastante, así que también me ahorro descripciones. Quien no sepa de qué va la cosa puede acudir, en cualquier caso, a sitios como el blog de Atticus, donde quedará bien informado (enlace). Lo que sí quiero hacer ahora es decir que me ha parecido una labor magnífica. Coincido con mi colega bloguero sobre el buen rumbo que han tomado los de La Fura después de sus relativamente decepcionantes Troyanos: en la obra de Kurt Weill ha habido bastante menos tecnología y mucho más teatro, y además teatro del bueno, lleno de ritmo, atento a la dirección de actores y masas, inteligente, y hábil a la hora de conjugar el respeto por la obra original -nada de dramaturgias paralelas- con la aportación de una estética personal e inconfundiblemente furera. ¿Se debe quizá la mejoría a la presencia de Alex Ollé junto a Carlus Padrissa en la dirección de todo el equipo de La Fura dels Baus? Sea como fuere, un trabajo redondo, soberbio, claramente superior al de los dos DVDs que circulan por ahí (enlace). Como la dirección musical de Heras-Casado se come con patatas a la de sus colegas videográficos, está claro que cuando salga a la venta la filmación madrileña, esta se convertirá en la versión de referencia para acercarse a Mahagonny.
Termino con una breve reflexión. Se han escuchado cosas por ahí como que esta obra tiene su mensaje político más que caduco, que es "socialista" o que alberga una moralidad digamos "perniciosa". No estoy de acuerdo con ninguna de estas afirmaciones. Tampoco con la señora que tenía delante de mí que decía que esta obra -o la función, quizá se refería a la parte de las mamadas- estaba "hecha por degenerados" (sic). A mí lo que me parece es que se trata de una obra profundamente nihilista y antisistema: anticualquier sistema, tendría que especificar. En el primer acto Mahagonny se rige por el totalitarismo: los habitantes viven una apariencia de felicidad, tranquilidad y satisfacción dentro de un estado lleno de prohibiciones. Jim hará volar estos fundamentos por los aires en la escena del huracán para dar paso al puro hedonismo capitalista que ofrece comida, amor (mejor dicho: sexo disfrazado de tal), boxeo (un poquito de violencia, la que hoy nos inyecta la televisión por vía intravenosa) y alcohol (ese mismo que bebieron anoche hasta las seis de la mañana los borregos que pastaban bajo la ventana de mi hostal) dentro de una apariencia de total permisividad. Pero tanto en un sistema como en el otro quienes controlan las riendas son los mismos sinvergüenzas (la Begbick y sus compinches), y el resultado termina siendo idéntico: la alienación del personal y la eliminación de quienes no sirven para el mismo, es decir, de quienes no tienen dinero ni nada que aportar. Lo expresó muchísimo mejor que yo José Luis Téllez en su magnífica conferencia previa: en unos momentos en estamos sufriendo una crisis financiera artificial provocada con el fin de acabar con los derechos que los trabajadores han ido consiguiendo con mucho esfuerzo durante siglo y medio, Mahagonny es una obra de total vigencia y actualidad.
PS. En YouTube tienen ustedes, en versión abreviada, la soberbia locución de Téllez (enlace). No se la pierdan.
La inminente visita de Abbado a Madrid con la Novena de Mahler que tanta expectación ha levantado me anima a realizar una pequeña comparativa de las versiones de la obra del autor de La canción de la Tierra que más ha grabado el milanés: cuatro versiones de la Cuarta Sinfonía, nada menos. La más antigua corresponde a mayo de 1977 y en ella se ponía al frente de la orquesta más adecuada -en tiempos pasados y en actuales- para esta página, la Filarmónica de Viena. Tras varios lustros por medio en los que su fama aumenta de manera inversamente proporcional al de su interés como artista, Abbado vuelve a grabar la página en 2005 para el mismo sello, Deutsche Grammophon, pero esta vez con la orquesta de la que no mucho antes había abandonado la titularidad, la Filarmónica de Berlín. Tan solo un año más tarde el maestro registra la obra en DVD para el sello Medici Arts poniéndose al frente de la Orquesta Juvenil Gustav Mahler. Y en 2009 vuelve a filmar la página junto a la Orquesta del Festival de Lucerna, una realización que Euroarts está a punto de lanzar en DVD y Blu-Ray y que los aficionados hemos podido ya conocer a través de la correspondiente retransmisión televisiva.
Las cuatro realizaciones tiene, lógicamente, muchos puntos en común. En el plano técnico habría que destacar una admirable claridad analítica, un colorido riquísimo y una amplia gama de texturas (desde las más aristadas hasta la pura seda) que son fruto de una técnica de batuta insuperable. En el interpretativo Abbado opta por ofrecer una versión particularmente ingenua de la partitura, lo que en principio no es reprochable pero tampoco es lo que más nos gusta a algunos aficionados: uno puede terminar hartándose de tanto recuerdo infantil, de tanto lirismo melancólico y de tanta visión seráfica, y preferir opciones que acentúen el sarcasmo y el humor negro que también están presentes en la obra. En cualquier caso, insisto, la opción de Abbado es respetable… siempre y cuando no se pase con el azúcar. Y aquí es donde vienen las diferencias entre las cuatro interpretaciones del maestro.
A mi modo de ver la primera versión, la de 1977, es la más interesante de todas. Ofrece en ella un primer movimiento clásico, elegante y mesurado, quizá en exceso, sobrando -como ocurrirá en sus posteriores lecturas- algún portamento y echándose de menos mayor compromiso expresivo. El segundo muy bien dentro de una línea escasamente demoníaca, lo que no parece lo más adecuado pero resulta coherente con su visión global de la obra. Lo mejor viene con un lentísimo y concentradísimo Ruhevoll, abordado de una manera muy meditativa y espiritual -no blanda ni empalagosa- pero no desdeñando la potencia expresiva de sus clímaxs. En el cuarto movimiento una dulce Frederica Von Stade sintoniza perfectamente con este enfoque sereno y aporta una rica crema vocal.
El “remake” berlinés de 2005 nos muestra en toda su crudeza el declive artístico de Abbado. Los dos primeros movimientos siguen estando bien, aunque tanta amabilidad y distanciamiento expresivo no terminan de convencer. El problema viene con el tercero, que ahora resulta blando y empalagoso en exceso, al tiempo que las explosiones dramáticas resultan mucho más superficiales -puro deseo de epatar con los contrastes dinámicos- que sinceras. Peor aun el cuarto, donde diversos detalles de blandura horripilantes por parte de la batuta se combinan con los amaneramientos de Renée Fleming hasta el punto de hacer la audición casi insoportable.
En 2006 las cosas mejoras, pues parece que al ponerse al frente de su amada Orquesta Juvenil Gustav Mahler el maestro deja a un lado los narcisismos para volver a una visión más fresca, más espontánea, aunque de nuevo nos encontramos aquí y allá con detalles que nos hablan de una batuta mucho más interesada por el sonido en sí mismo que por su significado. Así por ejemplo nos ofrece un movimiento inicial fresco, animado, de tímbrica rica e incisiva, de una ingenuidad no demasiado naif, pero de nuevo hay que reprochar algún portamento y la obsesión por conseguir algún pianísimo inaudible. En la misma línea el segundo, muy atractivo aunque sin toda la retranca que debería tener. El Ruhevoll ya no es malo sino simplemente aséptico, cuando no se ve empañado por los malditos portamenti y por algunas sonoridades ingrávidas (¡esos violonchelos!) made in Abbado. El cuarto movimiento se beneficia del arte de Juliane Banse, que se muestra musical y por completo ajena al empalago. De voz no está del todo bien, pues el centro ha perdido bastante desde sus grabaciones con Boulez y Sinopoli (1998 y 1999 respectivamente, aburrida la primera y tan personal como interesante la segunda, dicho sea de paso).
La interpretación de Lucerna es una copia corregida y mejorada de la anterior, pues no en balde la orquesta suiza es en realidad -o eso dicen- la Gustav Mahler Jugendorchester con la adición de primeros atriles de lujo. Abbado ofrece aquí una lectura aún más ágil, fresca, natural y comunicativa, atenta a todos los resortes expresivos de la partitura, aunque de nuevo, ya se sabe, encontramos algunos insufribles portamenti, mientras que la concentración y belleza que el joven maestro había alcanzado años atrás en Viena no vuelven a aparecer aquí por ningún lado. No aporta nada la presencia de Magdalena Kozená, cortita de voz y algo insulsa en lo expresivo.
Total, a quien no conozca estas interpretaciones y esté interesado en cómo Abbado se acerca a la Cuarta mahleriana, le recomiendo que se interese por la grabación con la Filarmónica de Viena mucho antes que por las otras. Ahora bien, me parece que el DVD con la Gustav Mahler Jugendorchester hay que tenerlo en casa, pero no por la sinfonía sino por la espléndida interpretación del Pelleas und Melisande de Arnold Schoenberg que ocupa la primera mitad del concierto, que además viene acompañada de una excelente “guía de audición” sobreimpresa en pantalla. Teniendo este DVD, el que va a aparecer en Lucerna con la Kozená no aporta nada de verdadera relevancia. El CD con la Fleming no se lo aconsejo a nadie.
Ah, por si tienen curiosidad, mi versión favorita de esta sinfonía, teniendo en cuenta dirección, orquesta y solista vocal, es la de Lorin Maazel con la Filarmónica de Viena (Sony, 1983), aunque la dirección de Szell me gusta más aún. Y no quiero olvidar las interpretaciones de Klemperer y Chailly. Ni el Ruhevoll de Dohnányi, dicho sea de paso.
Estamos críticos, foreros y blogueros dando mucho la vara con Pablo Heras-Casado a raíz del Kurt Weill que está dirigiendo estos días en el Teatro Real. En este mismo blog dejé mi opinión (enlace) sobre lo único que le había escuchado a este aún joven director, dos conciertos radiofónicos que dan testimonio de alguien que, a mi entender, alberga un enorme talento. Pues bien, acabo de escuchar la retransmisión que Radio Clásica ha ofrecido en directo de Auge y caída de la ciudad de Mahagonny y le doy la razón a todos cuantos han puesto por las nubes su primera aparición en el foso del teatro madrileño. No es ya que haga sonar bastante bien (dentro de sus limitadas posibilidades, claro) a la irregular Sinfónica de Madrid, sino que saca petróleo de una partitura que, no vamos a engañarnos, tampoco es para tirar cohetes.
¿Y cómo es su dirección? Pues tensa, angulosa, inquietante, a ratos obsesiva, caricaturesca cuando debe, y desde luego llena de mordacidad y mala leche. O sea, puro expresionismo, lo que no quiere decir necesariamente puro Weill, aunque por fortuna también encontramos tanto ese toque canalla y arrabalero que demanda el compositor de Die Dreigroschenoper como un intenso pathos lírico en los momentos más “operísticos” de la partitura. Impresionante el final, ominoso e implacable a más no poder. Total, una dirección de primera magnitud, desde luego aplastantemente superior a las de Dennis Russel Davies y James Conlon que comenté por aquí (enlace).
Aunque tengo previsto acudir a la función del sábado 16, aprovecho para decir algo sobre los cantantes. Me ha parecido demasiado irregular la Jenny de esta noche, que es la misma que veré en directo, Elzbieta Szmytka. Entró con muy poco fuelle en la “Alabama Song” y luego ha combinado momentos vocalmente dignos con otros donde hace aguas en aspectos técnicos básicos; algunas frases las dice con mucha intención teatral, así que habrá que ver cómo se desenvuelve esta chica en escena para hacer una valoración más exacta de su Jenny. Measha Brueggergosman , la estrella del primer reparto, parece que tampoco ha convencido del todo. Ya veremos el DVD de la función del estreno.
Me ha gustado mucho Christopher Ventris, vocalmente bien en líneas generales y bastante comprometido con su personaje. Willard White suena ya con unos cuantos años a sus espaldas, pero canta con la autoridad que en él es esperable. Mejorará en escena, como seguro lo hace la tremenda Jane Henschel. Me ha encantado el Fatty de Donald Kaash, pero al coro me lo esperaba mejor, la verdad. Sobre la producción de La Fura, de la que tanto y tan bien se está hablando, tendré que esperar a verla para opinar. De momento, notable para la versión musical en general, con matrícula de honor para la dirección.
Mañana sábado 9 de octubre el Auditorio Nacional de Música de Madrid acoge un concierto de la Orquesta Juvenil Teresa Carreño de Venezuela, que es algo así como la hermana menor (mejor dicho, la más adulta de las hermanas menores) de la Simón Bolívar de Dudamel que encabeza “el Sistema”. Dirigirá su titular Christian Vásquez (Caracas, 1984) un programa integrado por la Quinta de Beethoven en la primera parte y otra Quinta, la de Tchaikovsky, en la segunda. No asistiré al evento, entre otras cosas porque los precios con que se han colado los señores de Juventudes Musicales no son asequibles, pero sí que he podido ver a través de la Digital Concert Hall de la Filarmónica de Berlín el concierto ofrecido el pasado lunes 4 en la Philharmonie de la capital alemana, con la misma partitura de Beethoven abriendo la velada y con otra Quinta –van tres- en la segunda parte, la de Prokofiev. La gracia está en que esta última no la dirigió Vásquez, sino Sir Simon Rattle en persona. Para valorar bien los resultados hay que diferenciar muy nítidamente entre interpretación y ejecución. La primera se lleva una valoración bastante positiva. La segunda no tanto.
Por lo pronto sorprenden las dimensiones elefantiásicas de la Teresa Carreño: igualito que la Simón Bolívar. Lo bueno, lo buenísimo, es que no solo no suena peor que su hermana, sino que por momentos parece ser incluso mejor. Puede que se trate de una errónea percepción mía, claro está, pero hay otros dos factores que contribuyen a explicarlo. Uno, la excelente acústica de la Philharmonie berlinesa. Dos, una técnica de batuta realmente soberbia, lo que no debe sorprender en un Rattle que a estas alturas se las sabe todas pero sí en el caso de Christian Vásquez, que debe de tener un talento inmenso para hacer que semejante mamut suene empastado y al mismo tiempo con notable claridad. Hay, lógicamente, algún gazapo puntual, pero el nivel que parecen exhibir estos chicos venezolanos es francamente alto para su edad. ¡Bravo!
¿Interpretaciones? No me ha convencido la Quinta de Beethoven por el venezolano: demasiado blanda. El primer movimiento arranca de manera satisfactoria pero luego sufre caídas de tensión sin saber muy bien a dónde va, rematando la coda con una enfática y bastante discutible manera de frasear el celebérrimo tema del destino. El segundo movimiento intenta resultar poético y delicado pero termina resultando más bien moroso -que no lento- e indiferente en lo expresivo. Tanta blandura -parece que estuviéramos ante el Abbado de los últimos tiempos- termina aburriendo. El tercero pasa sin pena ni gloria, y solo en el cuarto, dicho con sinceridad sin efectismos, el nivel sube de manera considerable y nos animamos a conceder el aprobado. Christian Vásquez tiene aún mucho camino por delante, y es posible que a algún día le veamos como el gran director que puede llegar a ser.
Rattle, por su parte, parece haber madurado su concepto de la Quinta de Prokofiev desde aquella ya lejana grabación con la Ciudad de Birmingham de 1992 en la que solo parecía preocuparse de la vistosidad sonora, pero aun así no termina de ofrecer una versión a su altura de enorme recreador del repertorio del siglo XX. Los movimientos impares están bien planteados en cuanto a estilo, trazo y expresión, pero no capta el carácter atmosférico, ominoso y opresivo que los caracterizan. En el Allegro marcato… pues eso, muy alegre y muy marcado, una locomotora a toda velocidad que no llega a descarrilarse, pero con tanta obsesión por el maquinismo al británico se le escapan otros dos componentes esenciales en este segundo movimiento: un fraseo efusivo en determinadas frases y, sobre todo, una mala leche de las que hacen historia. Vistoso pero superficial, pues. El cuarto resulta irreprochable y en él Rattle, con técnica más que sobrada, extrae lo mejor de la orquesta para ofrecer el más asombroso despliegue de ritmos y colores con una brillantez apabullante que, por fortuna, no se acerca a la aparatosidad ni al efectismo; aun así le falta comprender la mala baba que esconde la página para terminar de convencer. Buena versión, pues, pero lejos de situarse en primera fila. En la propia Digital Concert Hall hay una interpretación bastante mejor: la Filarmónica de Berlín, claro, dirigida por… ¡Gustavo Dudamel!
Para las propinas, cómo no, se hizo el numerito de las camisetas con la bandera venezolana y del bailoteo de los chavales sobre el escenario. Primero Vásquez ofreció el celebérrimo Tico-Tico en la misma orquestación que se recoge, por ejemplo, en el DVD de Barenboim con la Filarmónica Berlinesa. Y lo dirige bastante mejor que el de Buenos Aires, con un estilo y un salero incomparables. Luego Rattle ofrece una rutilante versión (colorido infinito, ritmo en los huesos) de la danza final de Malambó de Ginastera. De postre (¿adivinan?) se tocó el Mambo el West Side Story de Bernstein: Vásquez a la batuta (ofreciendo menos ruido que Dudamel en esta página, gracias a Dios) y Sir Simon Rattle en la percusión… ¡con la camiseta de Venezuela puesta! Merecidísimas ovaciones para José Antonio Abreu pusieron fin a un concierto alejado de la perfección, pero muy emocionante.
Aunque no soy de los que piensan que actualmente todo lo que a la enseñanza se refiere es un desastre y que lo que los profesores hacemos no sirve para nada, lo cierto es que cada curso que pasa uno se va volviendo pesimista, vistas las cosas que se ven. Y sin embargo hay días en los que algo mágico ocurre, recuperas la confianza en tu trabajo y piensas que no todo se presenta negro para los lustros venideros. Que hay motivos para la esperanza.
Esta misma mañana he vivido uno de esos momentos irrepetibles. Me he atrevido a ponerle a una clase de 2º de la ESO (un grupo con un comportamiento por encima de la media que hoy se lleva, todo hay que decirlo) la canción Morgen de Strauss, en la versión de Jessye Norman que incluye el DVD filmado frente la catedral de Salisbury. Y se mantuvieron -con alguna inevitable excepción- muy atentos y callados. Y siguieron los subtítulos. Y yo diría, por los semblantes, que unos cuantos se conmovieron.
Mientras tanto, quien firma estas líneas lloraba por dentro con profundísima emoción. No, no todo está perdido. Nuestras nuevas generaciones, las de la era de Belén Esteban y compañía, aún guardan un espacio para la belleza.
SHOSTAKOVICH. Sinfonía nº 8. Royal Liverpool Philharmonic Orchestra. Dir: Vasily Petrenko. Naxos 8.572392 CD 61’57’’ DDD Ferysa **
Un chasco la tercera entrega del ciclo Shostakovich del talentoso Vasily Petrenko. De acuerdo con que esta música no tiene necesariamente que sonar con la virulencia que aplican un Kondrashin, un Previn (el de 1973, no el posterior) o un Rozhdestvensky, ni con el lirismo sombrío de un Rostropovich; ni siquiera con el “romanticismo” encendido de un Mravinsky. Un enfoque abstracto como éste puede funcionar de maravilla, como demostró Haitink en su referencial lectura. Lo que no es de recibo es que la interpretación carezca de la tensión necesaria, se encuentre lastrada por una manifiesta timidez expresiva y caiga en la blandura.
El primer movimiento de Petrenko no está correctamente construido y carece de rebeldía. El Allegretto se queda en lo correcto, aunque la Royal Liverpool Philharmonic puede lucir en su sección final un notable virtuosismo. En el tercer movimiento la trompeta carece de la intencionalidad necesaria y no se conducen bien las tensiones hacia la gran explosión que precede a la passacaglia. Ésta suena con el director ruso más tristona que estremecedora, pasando luego a un correcto Allegretto final en el que se llega al clímax sin fuerza. Tras unas intervenciones solistas despistadas en lo expresivo, la interpretación se cierra en medio de la indiferencia.
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Artículo publicado en el número de octubre de 2010 de la revista Ritmo.
PS. La crítica del disco con las Sinfonías nº 5 y 9 puede encontrarse en el siguiente enlace. De la primera entrega del ciclo, que incluía la Undécima Sinfonía, espero hablar pronto en este blog.
PS2. Finalmente he escuchado la Undécima, que he comentado en este enlace.
A la espera de que se distribuya internacionalmente -si es que lo hace- la filmación en el Metropolitan de Nueva York de 1979 con la Stratas y la Varnay (¡nada menos!) bajo la dirección de Levine que acaba de aparecer en edición limitada (enlace), sólo hay de momentos dos interpretaciones en DVD de Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny de Kurt Weill. La primera corresponde al Festival de Salzburgo de 1998. Un proyecto de Mortier, pues, como lo es el que actualmente puede verse en Madrid. La propuesta escénica era de Peter Zadek y frente a la Sinfónica de la Radio de Viena se ponía Dennis Russel Davies. Dos nombres importantes en el elenco: Catherine Malfitano y Gwyneth Jones. La filmación, impecablemente realizada por Brian Large, ofrece una espléndida calidad de imagen, pero por desgracia ninguna de sus ediciones (Arthaus en Europa, Kultur en EEUU) cuenta con subtítulos en castellano.
La segunda se ofreció en la Ópera de los Ángeles bajo la dirección de su titular James Conlon en 2007, y en ella se pretendía reunir al regista y la diva que habían triunfado por todo lo alto en una singular producción de Sweeney Todd, John Doyle y Patti Lupone, aunque quien se terminó llevando el gato al agua fue Audra McDonald en el rol de Jenny Smith. Todos cantan aquí en inglés el texto de Bretch, al contrario que en la representación salzburguesa. El DVD de Euroarts cuenta venturosamente con traducción castellana y aporta sonido DTS 5.1 auténtico (con micrófonos recogiendo el sonido ambiente), por lo que se convierte en la primera opción de compra. Aun así pienso que se deben conocer los dos, porque Malfitano y McDonald ofrecen visiones muy distintas, complementarias y fascinantes del personaje de la prostituta.
Catherine Malfitano, una señora no precisamente guapa pero de irresistible atractivo físico, es un auténtico putón verbenero: su manera de mirar o de llevarse la comida a la boca nos dejan bien claro que nos encontramos ante una zorra sin complejos. Sexo puro y duro, y de primerísima calidad además. Claro que el personaje no se queda ahí, porque la artista norteamericana, más actriz que cantante, nos va relevando sus pliegues psicológicos a medida que la acción avanza para ofrecernos al final a una Jenny muy débil y humana que llega a llorar de verdad (¡inmenso animal escénico!) en la escena de la ejecución del protagonista.
Lo de Audra McDonald en San Francisco es bien diferente. Dejando muy al descubierto -brevísimo vestuario- un cuerpo escultural, de lo más asombroso que se ha visto nunca en una soprano, y armada de unas dotes dramáticas no precisamente menores que las de su colega, pues no en vano la artista californiana es actriz profesional además de cantante, nos ofrece una Jenny que no es tanto para tirársela como para enamorarse perdidamente de ella: preciosa, bellísima y perfecta, casi angelical pese a sus formas explosivas, pero a la postre mucho más fría y carente de sentimientos. Una auténtica muñeca sin corazón, pues, en consonancia con la visión escénica de John Doyle. Vocalmente está fabulosa, mucho mejor que la Malfitano.
Algo hay que decir de las otras dos señoras en sus respectivas encarnaciones de Leocadia Begbick. La gran Gwyneth Jones no está bien de voz (su instrumento ya estaba seriamente deteriorado en los setenta), pero se mueve con mucha clase en la escena. Preferible encuentro a Patti Lupone en San Francisco, no tanto por cuestiones musicales como porque la escena aprovecha bastante mejor su inmenso talento escénico: su encarnación de la viuda es, con toda propiedad, mucho más malévola y divertida.
Ninguno de los dos tenores es para tirar cohetes. En Salzburgo el malogrado Jerry Hadley empezaba ya a evidenciar (¡qué afinación!) su declive vocal, si bien le pone mucha voluntad al asunto. En San Francisco Anthony Dean Griffey ofrece una encarnación muy sólida pero que no pasará a la historia de Jimmy. Sobre el resto no hay mucho que decir: los dos elencos resultan bastante notables, siendo de justicia destacar en Salzburgo el Pennybank de ese estupendo actor –metido ahora a director escénico- que es Dale Duesing.
Dennis Russel Davies ofrece una irregular labor de foso que acierta en los momentos más “canallas”, como toda la escena del sexo en el segundo acto con la banda sobre el escenario, pero se queda bastante corta en tensión y variedad expresiva: termina haciendo la música de Weill más aburrida de lo que ya es. Convence más James Conlon, que aborda la partitura desde un prisma más propiamente sinfónico y mantiene la convicción en todo momento, si bien un poco más de aroma arrabalero no le hubiera venido nada mal.
En lo que a las direcciones escénicas respecta, creo que también San Francisco sale ganando, aunque en ambos casos nos encontramos con propuestas de gran sensatez que intentan servir mucho antes a Weill y Bretch que a divismo ocurrente del regista. Tampoco hay miedo por parte de ninguno de ellos a la hora de asumir el mensaje ese contenido político del libreto que tanto parece molestar a muchos (¡como si en los Mozart/Da Ponte o en el Verdi juvenil no hubiese cargas ideológicas de profundidad en contra de las autoridades del momento!). La labor salzburguesa de Peter Zadek, apoyada por una interesante escenografía de de Richard Pediuzzi que homenajea al fascinante pintor Giorgio De Chirico, es quizá la que sigue más fielmente las ideas originales de Bretch, si bien a mi modo de ver sobran las citas literales a McDonalds o la Estatua de la Libertad. Falta en su trabajo un punto de imaginación y, sobre todo, de ironía y mala leche. Justo quizá lo que ofrece, mirando antes al terreno del musical que al de la ópera, la muy notable propuesta californiana de John Doyle.
Creo que no hay más que añadir: el DVD de Euroarts es el que hay que tener, pero el de Salzburgo no resulta desdeñable.
STRAUSS: Sinfonía Alpina. Orquesta Sinfónica de Londres. Dir: Bernard Haitink. LSO Live, LSO0689 SACD 50’20’’ DDD Harmonia Mundi Iberica **** A
En 1985 Bernard Haitink había grabado al frente de su fabulosa Orquesta del Concertgebouw una Sinfonía Alpina que no siendo creativa ni personal, se encontraba fabulosamente trazada y ofrecía una buena dosis de entusiasmo. Esta que ahora ofrece el sello de la Sinfónica de Londres, registrada en directo en junio de 2008, no es mejor pero sí complementaria.
Veintitrés años no pasan en balde: la jornada ya no es la de un hombre maduro en plenitud de facultades, sino la de un anciano en el ocaso de su vida. Se ha perdido buena parte de la fuerza y la frescura de entonces, también de la fascinación ante el paisaje y del goce ante lo pintoresco. A cambio nos ofrece Haitink una mayor dosis de sensualidad, lirismo y poesía, adoptando una visión más serena, contemplativa e incluso ensoñada, más paladeada y trabajada con mayor plasticidad y sentido atmosférico. El final, amplio y con una buena dosis de dulce melancolía, también con un punto de misticismo panteísta, mira hacia el último Strauss, el de los Cuatro últimos lieder.
La toma sonora es un poco turbia, como suele ocurrir con las realizadas en el Barbican Hall, pero en un reproductor de SACD nos ofrece un relieve y una espacialidad admirables, así como la posibilidad de escuchar las trompas “off-stage” por los canales traseros.
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Artículo publicado en el número de octubre de 2010 de la revista Ritmo.
PS. Aprovecho para recordar que el SACD que recoge la fantástica interpretación de Fabio Luisi (enlace) también ofrece efectos sonoros "surround". A quienes tengan en casa un reproductor de este sistema conectado a un equipo con cinco o más canales les recomiendo que se hagan con las dos grabaciones, la del italiano y la del holandés. En cualquier caso mi Alpina favorita sigue siendo la que grabó Karajan para DG.