Ahora que se cumple el vigésimo aniversario y anda todo el mundo rememorando la Expo ‘92 celebrada en Sevilla, quiero yo también hacer un acopio de los recuerdos que me quedan de aquellos fastos. Recuerdos musicales, quiero decir: una muy desequilibrada pero lujosísima programación de conciertos sinfónicos y ópera en el Teatro de la Maestranza, más una serie de espectáculos masivos en el Auditorio de la Expo -con amplificación- y algunos programas más variados -incluso hubo algo de música antigua- en la Catedral y en el Monasterio de San Clemente. La verdad es que aquello fue tremendo en cantidad y en calidad, y supuso todo un hito para una ciudad que había perdido casi por completo su tradición lírica y solo en fechas muy recientes había vuelto a contar con una orquesta estable.
Yo residía entonces en la ciudad de la Giralda estudiando 4º de Geografía e Historia y me acababa de convertir en un entusiasta de la clásica, algo con lo que tuvo mucho que ver la posibilidad de escuchar música en directo -Sinfónica de Sevilla, Festival de Música Antigua- y mi por entonces infatigable costumbre de grabar de retransmisiones de Radio Clásica, ineludible sustituto de los discos que mi escaso presupuesto (mis padres eran profesores de Primaria en la escuela privada: imaginen) solo me permitía comprar de tarde en tarde. Por fortuna los precios eran muy baratos: recuerdo haber pagado 1.200 pesetas por escuchar -en gallinero, por supuesto- a Barenboim y la Filarmónica de Berlín. En contrapartida, las colas para obtener entradas eran de aúpa, siendo necesario para los espectáculos más golosos -fundamentalmente las óperas- acudir varias veces por la noche para mantener el turno. No hace falta decir que en los primeros meses tuve que ir con los apuntes para aprovechar el tiempo, porque los exámenes estaban de por medio. La verdad es que no echo de menos en absoluto las horas interminables pasando frío y calor -fue un verano tórrido- en el exterior del Maestranza.
La programación, decía, resultó de verdadero lujo. Para recordarla voy a tomar como guión las fichas incluidas en el libro
Celebración de un sueño editado el pasado año por el teatro sevillano, aunque solo voy a hablar de lo que yo pude ver: hubo mucho más de lo que aquí va a quedar reseñado. Como no podía ser menos, el telón se alzó con
Carmen. La producción era la muy digna de
Nuria Espert, y en el foso tuvimos a un
Plácido Domingo -asesor musical de la Expo- que me pareció rutinario, excepción hecha del coro de cigarreras. A la Berganza se la escuchaba solo a ratos; más me gustó
José Carreras.
Justino Díaz y
Teresa Verdera no me dejaron ningún recuerdo, ni para bien ni para mal.
Cristina Hoyos andaba por allí en plan diva.
5 y 7 de mayo tuvimos a
Barenboim y la
Filarmónica de Berlín, que por cierto venían del Concierto Europeo en El Escorial. Me pareció buenísima la
Inacabada de Schubert, pero la
Novena de Bruckner -que dirigió agarrado a la barra casi todo el tiempo- resultó nerviosa y más rápida de la cuenta. Al final nos enteramos de que el maestro había caído enfermo pocas horas antes, oficialmente por un pescado que le sentó mal. Ya repuesto, ofreció increíbles interpretaciones del
Primer Concierto de Beethoven y de la
Séptima del mismo autor. Por cierto, supuso un verdadero impacto escuchar a la formación berlinesa para los que hasta entonces se atrevían a afirmar -puro chovinismo hispalense- que la Sinfónica de Sevilla era de primera. Entre medias,
Bychkov y la
Orquesta de París, por entonces de moda gracias al sello Philips, triunfaron con
Les biches de Poulenc,
El buey sobre el tejado de Milhaud y la
Fantástica de Berlioz; me gustó mucho entonces, no sé lo que pensaría hoy.
El 11 de mayo asistí, entre molestísimas medidas de seguridad, al concierto de
Mehta y la
Filarmónica de Israel. Me encantaron las
Seis piezas de Webern, pero la
Júpiter mozartiana me pareció basta a más no poder. La
Cuarta de Brahms la recuerdo musculosa y prosaica. Aun no repuesto del trauma del fallecimiento de mi abuela materna -precisamente el día de mi cumpleaños-, me aburrí con
Riccardo Muti y ese prodigio de
Philadelphia que aún era suyo:
In the South de Elgar,
Primavera Apalache de Copland y una
Sinfonía del Nuevo Mundo dicha deprisa y corriendo.
El listón volvió a lo más alto los días 23 y 24 del mismo mes con
Celibidache y la
Filarmónica de Múnich. Yo ya sabía quién era Celi, pero apenas le había escuchado: creo que tan solo conocía el audio de sus ensayos de la
Sinfonía Clásica de Prokofiev que habían retransmitido por la radio. Más que suficiente para quedar fascinado por la personalidad del rumano, desde luego. Los conciertos en el Maestranza me convirtieron en un rendido admirador del maestro ya para siempre. Lo que menos me entusiasmó fue la
39 de Mozart.
Don Juan, memorable. La
Cuarta de Brahms -ya por entonces una de mis obras favoritas- me emocionó profundamente. Para la
Quinta de Tchaikovsky no hay palabras.
Un poco más tarde llegaron las huestes del mismísimo
Metropolitan de Nueva York. Solo les vi el
Ballo in maschera: suntuosa producción de Piero Faggioni (la del DVD con Pavarotti), buena dirección de
Levine y protagonismo absoluto de un
Plácido Domingo que por entonces aun se movía muy bien en los papeles de tenor verdiano. Me gustó
Aprille Milo, y más aún
Juan Pons y
Florence Quivar. No estuve en el
Fidelio en versión de concierto ni en el programa sinfónico.
El 7 de junio se presentó otro binomio discográfico, la
Sinfónica de Montreal con
Charles Dutoit, con una muy lírica recreación del
Concierto para violín de Stravinsky con
Chantal Julliet y una
Sheherezade creo recordar que irreprochable. Los días 21 y 22 escuché a los señores del
Gewandhaus de Leipzig con sendos programas dedicados a Beethoven: obertura de
Egmont y las sinfonías
Primera,
Segunda,
Tercera y
Quinta. Me aburrí un tanto, culpa probablemente de un
Kurt Masur que por cierto se declaraba entusiasmado ante la acogida del respetable. El 24 el tristemente desaparecido
Rafael Orozco ofreció la
Iberia de Albéniz; aquí el público se lució en el peor sentido posible, porque las toses boicotearon salvajemente el espléndido recital. El pianista cordobés terminó irritadísimo.
Ya concluido el mes y sin exámenes que estudiar, me acerqué a ver qué hacía
Kiri Te Kanawa con el
Exultate Jubilate y los
Cuatro últimos lieder. No me enteré porque no se la escuchó, al menos desde el paraíso. Ese día comprendí el poder de los estudios de grabación. Las suites orquestales del
Amor brujo y
El caballero de la rosa pasaron sin pena ni gloria con la
Sinfónica de Nueva Zelanda y
Franz-Paul Decker. En la propina sí se escuchó a la diva: era a capella. Me dejó indiferente -menos mal que alguien me regaló la entrada- el segundo concierto de
Aldo Cecatto con la
Nacional de España:
Tercera Sinfonía de Bernaola,
Rapsodia Española y
Sombrero de tres picos.
En verano volví a Jerez de la Frontera, lógicamente, pero me aproveché de las viviendas de algunas amistades -mi piso estudiantil “cerraba” en esas fechas- para no perderme lo que me parecía más interesante. Me fue mal con las huestes de
La Scala y
Muti. Como conseguir entrada para
La Traviata parecía imposible opté por el
Réquiem de Verdi. Me hacía mucha ilusión, pero un retraso del ferrocarril me hizo llegar unos minutos tarde, y allí me encontré que debido a la presencia de S. M. Doña Sofía, esa noche del 12 de julio se prohibía entrar aprovechando las pausas. Me tuve que quedar escuchando desde el exterior.
En agosto me quité el mal sabor de boca de la experiencia con la
Sinfónica de Pittsburg y
Lorin Maazel: vistosa obertura de
Tannhäuser (remix de las versiones de Dresde y París), brillante -más que profundo, supongo-
Anillo sin palabras y memorable
Segunda de Mahler con un sublime Orfeón Donostiarra. El 16 de ese mes
Rostropovich ofreció las
Suites para violonchelo nº 2, 3 y 5 de Bach: la verdad es que el gallinero no resulta el mejor sitio para concentrarse en esta música. Me colé en primera fila para escucharle al día siguiente el
Concierto de Dvorák acompañado de
Gergiev y las huestes del
Teatro Kirov. En la segunda parte me enamoré de la
Tercera de Prokofiev, aunque hoy día no me convence cómo este director interpreta la página.
A la
Sinfónica Nacional de Hungría bajo la dirección de
Ervin Lukacs la escuché en Sanlúcar de Barrameda, pero la traigo aquí porque pocos días antes hicieron el mismo programa en la Expo: buenas versiones del
Concierto para orquesta de Bartók y del
Primero de Liszt con el estupendo
Jeno Jandó.
A principios de septiembre visitó Sevilla la
Ópera de Viena con un título emblemático:
Don Giovanni. La producción de
Zefirelli -el cineasta vino en persona- era fea y la dirección -no historicista- de
Bruno Weil no dejó huella alguna, pero todos disfrutamos de la encarnación que del seductor hizo
Ruggero Raimondi, por cierto en línea diametralmente opuesta a la de la película de Losey. Entre el resto del elenco (
Rost,
Lippert,
Kotscherga) sobresalió el Leporello del aún joven
Lucio Gallo. Entre una función y otra vino la
Filarmónica de Viena -en realidad plantilla “a” de la misma orquesta- con
Claudio Abbado, aun reciente su triunfo en los Proms. Una grabación de la BBC me ha permitido no hace mucho refrescar la memoria:
Sinfonía Militar de Haydn fría y preciosista,
Primera de Mahler tendente al amaneramiento. De propina, obertura de
Meistersingers en la misma línea: puro Abbado exhibicionista. Se aplaudió muchísimo, claro.
Anne-Sophie Mutter deslumbró -19 de septiembre- gracias a su increíble virtuosismo con dos obras de Sarasate,
Zigeunerweisen y la
Fantasía Carmen, pero a muchos nos hubiera gustado escucharle páginas con más enjundia. Al menos la
Orquesta de Cámara Wuttemberg Heilbronn y su director
Jörg Faeber nos permitieron escuchar la
Italiana de Mendelssohn. Menos mal.
Los días 21 y 22 de septiembre llegaron la
Orquesta del Concertgebouw y su por entonces titular
Riccardo Chailly. Recuerdo que me escuché una vez tras otra -por los mismos intérpretes en retransmisión radiofónica-
Grande Aulodia de Maderna y
Requies de Berio para ir bien preparado, pero al final se cambió el repertorio; por desgracia donde escribo estas líneas no tengo el programa de mano y no puedo confirmar qué tocaron. Lo que sí recuerdo es que la
Cuarta de Beethoven fue espléndida, desde luego muy por encima del mamarracho que hace actualmente el milanés con esta obra. Al día siguiente nos ofreció buenas versiones de
Las Hébridas y de la
Obertura, scherzo y final de Schumann. La
Quinta de Tchaikovsky fue notable, pero la comparación con la que había hecho Celibidache resultó reveladora. Lo mejor, la propina: obertura de
El barbero de Sevilla.
La mismísima
Staatskapelle de Dresde en el foso era el gran lujo del
Holandés Errante que trajo la Ópera de la ciudad alemana. La dirección del para mí por entonces desconocido
Peter Scheinder resultó poco estimulante. Me impactó, por el contrario, el vozarrón de
Ekkehard Wlaschila, aunque hoy probablemente no me hubiera agradado su línea. No me entusiasmaron especialmente
Sabine Haas y
Matthias Hölle. Lo más emocionante fue obtener el autógrafo del autor de la más bien feota pero eficaz puesta en escena:
Wolfgang Wagner. El 5 de octubre llegó
La Atlántida con la
JONDE,
Edmon Colomer,
Simon Estes,
María Bayo y la
Berganza. Me ahorro contarles lo que entonces opiné sobre la obra y lo que sigo opinando ahora.
Traca final, los días 7 y 8 de octubre, con la
Royal Philharmonic bajo la dirección de
Rostropovich. La
Cuarta de Tchaikovsky me pareció dramática y visceral, pero muy ruidosa. La
Quinta de Shostakovich, notable sin más. El
War Requiem de Britten -con
Robert Tear entre los solistas- fue para mí el descubrimiento de una obra que adoro desde entonces. Recuerdo que se me saltaron las lágrimas. Rostropovich nos confesó durante la firma de autógrafos que él había llorado sobre el podio. Aun hoy la considero una de las veladas musicales más impactantes que he vivido.
He dejado a un lado los espectáculos que no tuvieron lugar en el Maestranza, pues ahora no dispongo de material para enumerarlo. Recuerdo, en todo caso, algunas veladas en el Auditorio de la Cartuja: por ejemplo, una mala
Novena de Beethoven con
Maazel y la
Orquesta del Festival Schleswig Holstein. O el espectáculo
Antología de la zarzuela, que pude ver con
Alfredo Kraus como invitado especial (por él desfilaron otros grandes nombres de nuestra lírica). También recuerdo a
Roy Goodman en el Monasterio de San Clemente. Y a
Gardiner, su orquesta y el increíble
Monteverdi Choir en la Catedral: primera mitad de
Israel en Egipto y estreno mundial del oratorio
La muerte de Moisés, de Alexander Goehr, obra esta que me gustó muchísimo.
Tampoco he dicho nada sobre lo mucho que me perdí:
Favorita con Kraus y Verret,
Traviata con Muti y Alagna,
Gato Montés con Domingo, apariciones de Yepes, Pendereki, Conlon, Temirkanov, Jansons, Brower, Järvi, Hardenberger, Devia, De Leeuw, Barshai… Un recuerdo para ese
Otello con Domingo que no llegó a verse debido a un accidente mortal durante los ensayos, y también para el concierto de mi adorado John Barry que se suspendió por el cierre temporal del teatro que vino detrás. En cualquier caso, coincidirán conmigo en que lo que se vio fue, con sus más y sus menos, verdaderamente alucinante. Poco después cerró el Maestranza a cal y canto, pero esa es otra historia.