Vaya mi mayor agradecimiento a la Real Academia de San Dionisio por acoger la presentación en Jerez, ayer jueves 11 de abril, de mi libro sobre Daniel Barenboim. Un verdadero honor, como también un privilegio contar con la participación Ángel Hortas y Jesús Trujillo. Organista, director coral y director de orquesta el primero. Ex-crítico musical, compositor, musicógrafo, periodista radiofónico y últimamente productor discográfico el segundo. Para mí fue una velada muy bonita y agradable, porque entre todos mantuvimos una conversación muy relajada que, me parece, resultó interesante para la audiencia. Ustedes podrán valorarlo a partir de la semana que viene, pues el canal de YouTube de la institución subirá la filmación del evento.
La única pega es que el acto empezó tarde y se quedaron cosas en el tintero. Precisamente por ello les ofrezco aquí estas líneas que escribí para mí mismo, con el objetivo de ofrecer algunas reflexiones sobre la naturaleza de la publicación. Espero que les resulten interesantes.
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¿Por qué un libro sobre un intérprete? Mejor dicho: sobre discos de un intérprete, en lugar de sobre sus peripecias vitales y profesionales. Esto último es a lo que estamos acostumbrados, al menos cuando de maestros de “música clásica” se trata. Ahí está, sin ir más lejos, el caso de Leonard Bernstein, ahora tan de moda gracias a la película dirigida y protagonizada por Bradley Cooper. Pues porque pienso que la interpretación musical es un arte en sí misma. El director de orquesta, la pianista, el cantante o el cuarteto de cuerda hacen mucho más que poner en sonidos lo que está escrito en la partitura. No son meros transmisores, simples peones que se limitan a seguir las pautas que les dicta un maestro de obras. Son ellos quienes “de verdad” hacen la música. Y ellos son también creadores, en el sentido de re-creadores. Tienen que comprender a fondo, en su forma y también en la expresión, todo aquello que está escrito en los pentagramas, para luego traducirlo a las circunstancias concretas de un concierto o de un disco; lo que implica, además de tener en cuenta todo lo que se refiere a las prácticas interpretativas del momento histórico concreto en el que fue compuesta cada página, la necesidad de tomar decisiones peliagudas en torno a unos tempi, una sonoridad, un equilibrio de planos, una articulación, una ornamentación y una acentuación que muchas veces no están en la partitura, y que el intérprete debe añadir a partir de la referida comprensión de lo que se encuentra escrito, de los medios a sus disposición y, cuestión fundamental aquí, de su propia sensibilidad como músico.
Por eso este libro es, en buena medida, una reivindicación de la dirección de orquesta como arte. Y cuando un director, caso de Barenboim, ha dejado legado fonográfico tan dilatado en el tiempo y en el repertorio, con tan unánimemente reconocido nivel técnico, haciéndolo desde una postura ética rigurosa que arroja una visión muy concreta sobre la relación entre la música y la persona, incluso sobre la propia naturaleza de la existencia del ser humano, y evidenciando a lo largo del recorrido una clara evolución en las maneras interpretativas, el melómano puede demandar textos que le ayuden; que le sirvan para adentrarse en ese universo artístico, a conocer sus claves y sus hitos, a detenerse en aquello que lo convierten en singular, a contextualizar a través de comparaciones y a comprender los porqués de las adhesiones incondicionales, como también de los rechazos viscerales, a esas determinadas maneras. Es justamente lo que he tratado en este libro.
Dicho esto, entiendo que este volumen tiene varios niveles de lectura. El primero es el más obvio: una guía discográfica por el extenso universo interpretativo de Daniel Barenboim, por el que tan fácil es perderse en esta era del streaming en la que con una búsqueda simple te salen mil grabaciones a tu plena disposición. Antes no era tan complicado, porque las opciones en el mercado eran limitadas. Ahora el problema no es conseguir escuchar lo que uno quiere, sino decidir qué escuchar.
Uno puede entrar en un conjunto monumental más o menos extenso e ir recorriéndolo por cuenta propia gozando de sus numerosas bellezas, pero es muy posible que invierta el tiempo en espacios de mediano interés, se pierda algunos de los más interesantes y no termine de entender la relación entre unas partes y otras. Con un guía especializado –que no es un arquitecto profesional que sea capaz de levantar un edificio, sino alguien que sepa de qué va el asunto y cuente con cierta experiencia– la visita será más provechosa: el recorrido tendrá un cierto orden lógico, se dedicará más tiempo a lo más importante, se reparará en elementos que pueden pasar desapercibido y se comprenderá mejor la relevancia histórica y/o estética de determinados espacios. Bueno, pues lo mismo pasa con el universo Barenboim, o de cualquier otro músico. ¿Por dónde empiezo? ¿Qué camino recorro? ¿En qué me tengo que fijar? ¿Por qué son relevantes estos testimonios? ¿Qué aportan dentro de su contexto? A partir de ahí, el melómano puede ir deteniéndose aquí o allí según sus preferencias, sentir uno estímulo u otro, estar de acuerdo con lo que plantea su guía o no, pero contar con una persona que ya ha recorrido el camino e intercambiar impresiones con ella puede resultar estimulante.
El segundo nivel llega un poco más allá. Ya no se trata de guiar por un territorio nutrido de referencias discográficas, por un bosque lleno de árboles en el que cada uno de ellos puede centrar nuestra atención, sino de ver el bosque que los árboles impiden ver. Es decir, consiste en realizar un intento de aproximación a Barenboim como intérprete musical desde el punto de vista ético y estético, desde eso que comúnmente conocemos como crítica musical. ¿Suficiente? En absoluto. Musicólogos, musicógrafos e incluso otros músicos tienen mucho decir. Pero semejante circunstancia no nos debe privar a los críticos musicales de realizar nuestra propia aportación. Una aportación realizada, mucha atención, por no-músicos que escribimos para otros no-músicos haciendo uso de un lenguaje que podemos entender, esto es, traduciendo algo abstracto como es la música para conducirlo al terreno de lo “tangible”. Traductor traidor, ya se sabe. Pero la traducción es necesaria cuando entre nosotros queremos hablar de esa experiencia.
Podremos así, desde nuestro lenguaje, un acercamiento global en el que se examine por qué es tan singular y significativa la figura de Daniel Barenboim. Por ello decido no hablar de su trayectoria profesional propiamente dicha, de las orquestas y teatros en los que ha dejado huella, como tampoco de su labor humanitaria o política. Hablo de lo que dije antes: la postura ética y estética. ¿Cómo se entiende dentro de su contexto? ¿En qué se parece y en qué se diferencia de otros maestros? ¿Qué aporta? Y algo no poco importante: ¿cómo ha evolucionado? Porque desde que grabó en 1955 su primer disco hasta ahora han pasado muchas cosas. Ni él ni la propia praxis de la interpretación musical son los mismos. A estas alturas, con una trayectoria tan dilatada y con cierto margen de distancia temporal, ya podemos empezar a plantear los porqués de semejante evolución, a señalar puntos de inflexión e incluso a trazar paralelismos con otros artistas que permitan comprender al artista.
Esto termina conduciendo al tercer plano, que no tiene necesariamente que ver con Barenboim, aunque parta de su figura: el libro puede interpretarse como una invitación a reflexionar sobre las diferentes posibilidades que ofrece una partitura para su materialización sonora. Posibilidades que, a su vez, nos ofrecen diferentes perspectivas de un mismo sujeto y, por ende, ayudan entre todas a tener una visión más completa de la realidad. A entenderla mejor. Y esto tiene mucho que ver con algo que el maestro ha repetido una y otra vez cuando habla del problema en Oriente Medio: la necesidad de conocer y comprender la postura del otro, sin que esto signifique la obligatoriedad de compartirla en todo o en parte. Entender que una misma realidad puede ser una cosa o la otra es un imperativo para quien quiera tener una relación sana, constructiva y tolerante con el mundo en que le ha tocado vivir.
Es por eso por lo que, aun escribiendo desde un rendido entusiasmo ante el arte barenboimiano, he intentado evitar sentencias del tipo “la mejor versión es la de Fulanito” o “la interpretación de Menganito” es la única que nos permite comprender de verdad la partitura”. Vale, es verdad que ya en el título del libro caigo en la trampa de hacer referencia a “los mejores”, pero se trata de una cuestión comercial. Hubiera resultado un tanto ridículo usar algo así como “Los discos más significativos de Daniel Barenboim” o “Una selección discográfica para conocer el universo interpretativo de Barenboim como director de orquesta”. Creo que, en este caso, lo de “los mejores” es admisible, siempre y cuando una vez pasada la primera página reparemos que eso de establecer clasificaciones resulta bastante discutible en algo eminentemente subjetivo como es la percepción artística.