martes, 30 de enero de 2018

Cuando Lenny encontró a Vienna

Me dicen que mi blog está hoy en plan destroyer. Puede que sea verdad, pero es pura coincidencia: la mayor parte crítica del Fausto del Villamarta estaba escrita desde el mismo domingo por la noche, y hoy martes, cuando le ha terminado, he tenido noticia de los –para mí, claro está– muy decepcionantes festivales de Sevilla y Granada. Para que vean que no soy tan cascarrabias y que sigo disfritranto muchísimo de la música, traigo aquí el disco que he escuchado esta noche. Un viejo conocido que uno no se harta uno de escuchar: junto con el aquí comentado Falstaff que se grabó en la misma sala y durante el mismo mes de marzo de 1966, el primer encuentro discográfico de Leonard Bernstein con la Wiener Philharmoniker. Programa Mozart: Sinfonía nº 36 "Linz" y Concierto para piano nº 15, este último con el propio Lenny al piano.


En este Mozart se produjo una especie de milagro, pues quizá precisamente por el contacto con el sentido del clasicismo –en la más amplia acepción del término– y la enorme belleza sonora de la formación austriaca, el maestro norteamericano logró encauzar ese desbordamiento juvenil de sus primeros años en Nueva York a través de un riguroso control de la arquitectura y de un perfecto equilibrio entre forma y expresión, mas sin perder el impulso juvenil ni la comunicatividad que le caracterizaban.

Prueba de ello es esta Linz fraseada con tanta fuerza como elegancia, dicha con fuego bien controlado y amplia atención a los diferentes aspectos expresivos de la pieza, incluyendo no solo extroversión y luminosidad, sino también sentido dramático y –sobre todo– hondura lírica en un Andante más lento de lo habitual, pero de una inspiración portentosa. Eso sí, quizá por esta voluntad de autocontrolarse Bernstein estuvo un punto más serio de la cuenta: una pizca más de desenfado y picardía en los movimientos impares, subrayando la importante herencia haydiana de esta partitura, no le hubiera venido nada mal a su interpretación.


El concierto para piano, compuesto dos años después que la Linz, recibe una interpretación aún superior a esta: elegancia viril, coquetería bien entendida (¡nada de ingravideces, saltitos ni otras cursiladas!), efusividad lírica y hondura reflexiva se dan de la mano de manera portentosa. El Andante resulta sencillamente sublime. Una única pega: el toque pianístico de Bernstein no es el más variado posible, aunque su portentosa musicalidad termine triunfando. En fin, una verdadera delicia de disco y perfecto ejemplo de ese Mozart que hoy intentan algunos borrar del mapa frotando sus cuerdas de tripa, pero que a mi entender continúa por completo vigente como modelo a seguir.

Ah, si les resulta posible, pillen la remasterización a 192 kHz de procedencia japonesa que circula por ahí. Suena bastante mejor que el primer reprocesado.

En cuanto al FeMÀS...

Me alertan de que se acaba de presentar (programación aquí) el Festival de Música Antigua de Sevilla 2018. Este lo comento rápido: espero escuchar el maravilloso Haendel de Robert King. El resto no me interesa lo más mínimo.

Ah, Fahmi Alqhai vuelve a autoprogramarse. ¿Lo dudaban?

Sobre el Festival de Granada

Pablo Heras-Casado acaba de presentar la próxima edición del Festival de Granada. ¿Voy preparándome para comprar las entradas? Un repaso a vuelapluma por las citas más importantes.
  • Don Pablo se autoprograma en la inauguración: Debussy con Les siécles, es decir, con instrumentos originales. Al día siguiente, la misma formación pero con su titular François-Xavier Roth: Debussy, Franck y Saint-Saëns. ¡Viva la cuerda de tripa! Yo paso.
  • Un recital de Aimard y otro de la Petibon: el Debussy del primero no me gusta, pero a la soprano me encantaría verla. Claro que en día laborable, imposible.
  • Dos conciertos de Gergiev y sus chicos: aunque los programas rusos me encantan (salvo la Duodécima de Shostakovich), la orquesta es malilla y a Valerio lo sigo considerando uno de los peores directores del mundo. El mismo fin de semana, los hermanos Zapico: tengo las Cuatro estaciones "made in Zapico" como uno de los más horrendos discos que haya escuchado en mi vida. O sea, una conjunción espantosa. Les juro que me mantendré muy lejos de Granada en esas fechas.
  • Pierre Hantaï: estupendo, pero es un lunes.
  • Último fin de semana: Heras-Casado vuelve a autoprogramarse con la orquesta local, ofreciendo un programa de Haydn, Mozart y un estreno de Sánchez Verdú que dura ocho minutos para el que se trae a Beczała. Bueno. Asimismo viene La Reverdie (¡bravo!), mientras que la Philharmonia cierra con Salonen y un repertorio disparatado para el director finlandés: Beethoven y Wagner. Un concierto de música medieval no me justifica el desplazamiento.
¿Conclusiones? ¡Qué bien! ¡No tendré que gastar dinero en Granada este verano!

Oscuro y aburrido Fausto en el Villamarta

Si la tarde del sábado 27 me aburrí soberanamente con la Tosca del Met en el cine, la del domingo lo hice con el Fausto del Villamarta en directo. Pero esta vez la culpa no fue de la interpretación, sino más bien del señor Charles Gounod. A mí esta ópera me gusta solo a ratos. La encuentro débil –incluso ridícula– en su libreto e irregular en su inspiración. Cierto es que hay algunas melodías pegadizas, a veces incluso muy hermosas. Que la orquestación es muy notable y que la escritura evidencia la profesionalidad de quien fue un músico importante. Pero el conjunto se resiente de superficialidad, de preciosismo de cara a la galería y de escasa garra dramática. Compárese con ese Verdi relativamente menor que es Un ballo in maschera, estrenado el mismo año de 1859: no hay color. Así las cosas, o se ofrece una recreación musical de primera fila, o uno termina desinteresándose lo que escucha. Y la del Villamarta a mí me pareció muy meritoria para el presupuesto con que ahora cuenta el teatro jerezano, pero en modo alguno excepcional.


La función giraba en torno a la estrella local, Ismael Jordi, que se ofrecía a debutar el papel en su tierra antes de hacerlo en el Real. Ya no es una joven promesa a la que hay que estimular. Hace tiempo que canta papeles de protagonista en teatros de primerísima categoría junto a artistas de relevancia. Por eso mismo he tenido que realizar una profunda reflexión sobre qué debo escribir y cómo debo decirlo. Ismael ha evolucionado y yo también lo he hecho.

Miren ustedes, debo confesar que a mí cada día me interesa menos la manera de entender el canto en la que lo bello prima sobre lo expresivo. Una cosa es cantar bonito –Ismael canta muy, pero que muy bonito– y otra muy distinta construir un personaje a través no solo de la belleza, sino también de una serie de acentos expresivos que hagan psicológicamente creíble las diferentes situaciones del libreto. Pasé años haciéndome creer a mí mismo que me gustaba Alfredo Kraus, hasta que perdí la vergüenza y logré confesar que siempre he encontrado al tenor canario frío, distante y un punto redicho. Ismael fue alumno de Kraus y es heredero de esa escuela, circunstancia que ha quedado bien clara en su encarnación de Fausto.

Su “Salut!, demeure chaste et pure”, de una belleza sobrecogedora, fue una buena demostración de la herencia de Kraus, de quien nuestro tenor fue alumno aventajado: se canta más con la inteligencia que con la voz, siendo posible soslayar las limitaciones canoras para ofrecer ese canto ligado mórbido y sensual, un punto distinguido –tan diferente de la inmediatez y la carnalidad italianas–, que exige la ópera francesa. Me gustó muchísimo Ismael en el aria: estilo perfecto, belleza en los labios y gusto exquisito. Pero ahí quedó la cosa. Me aburrí con él durante el resto de la función. Y no solo por la inadecuación de una voz bonita pero pequeña, sin carne suficiente en el centro y corta en el grave para este papel, sino también por lo insulso de su canto. Vuelvo a lo de antes: no es lo mismo ofrecer un aria hermosísimamente cantada que levantar psicológicamente un personaje para el que se carece de autoridad vocal y de variedad expresiva. Por si fuera poco, su actuación escénica dejó muchísimo que desear. Ni lo que se escuchaba ni lo que se veía resultaba mínimamente creíble.

Alexander Vinogradov, al igual que Ismael, despertó enormes aplausos entre el respetable. Lo entiendo, porque su voz es soberbia, amén de por completo adecuada para el personaje. Y el bajo ruso cantar, lo que se dice cantar, canta estupendamente. Tenerle en Jerez –la primera vez que le escuché fue haciendo Daland con Barenboim– es un verdadero lujo. Pero Mefistófeles necesita una cantidad de matices que a este señor se le escapan: ironía, sarcasmo, chispa, crueldad… Tiene que resultar al mismo tiempo atractivo y repelente, algo nada sencillo de conseguir. Moverse por la escena sí que lo hizo estupendamente, y en este sentido fue el rey de la función.

Me ha hecho muchísima ilusión escuchar por primera vez en directo a Isabel Rey, una señora del canto seria, profesional y musicalísima. Obviamente su instrumento ya no es el de hace veinte años: ha perdido esmalte y sufre en el agudo. Pero también se ha ensanchado, ganando el peso y el cuerpo necesarios para cantar a Margarita. Se desenvolvió con suficiencia en el aria de las joyas, evitó riesgos innecesarios y se mostró en todo momento irreprochable en el estilo, amén de sensible y cuidadosa. Como además es muy buena actriz, logró realizar un retrato completo y bastante digno de su personaje, al que para mi gusto aún le faltaba una dosis de emotividad, de fuerza expresiva, para terminar de convencer.

Francamente bien Alexandra Rivas como Siebel. Entiendo que la punta metálica de su voz pueda desagradar, pero expresivamente la encontré entregadísima, por completo convincente. Además, quizá por su larga experiencia en papeles travestidos, la mezzo vienesa –vinculada desde hace mucho al Villamarta– resulta de lo más creíble haciendo de chico. ¡Brava! Xavier Mendoza cantó de manera aceptable a Valentín y lo encarnó admirablemente en lo escénico. Gran dignidad en Mireia Pintó y Pablo López, Marta y Wagner respectivamente. Sin embargo, no fue la noche del Coro del Teatro Villamarta: hubo momentos muy buenos por su parte, pero también considerables desajustes y apreciables insuficiencias canoras, sobre todo en la parte masculina de la agrupación. Al público no le pareció así, porque lesaplaudió muchísimo.

La Filarmónica de Málaga, a mi entender la menos satisfactoria de las cuatro grandes orquestas andaluzas, ofreció una de sus mejores actuaciones en su ya muy larga lista de representaciones en el foso del Villamarta. Con ello debió de tener mucho que ver la presencia del veterano maestro brasileño Luiz Fernando Malheiro, que la hizo sonar con suficiente empaste y apreciable belleza. Su fraseo, además, fue amplio y cantable, atento a las posibilidades melódicas de la escritura orquestal, irreprochable en el estilo y de exquisito gusto. Eché de menos un toque adicional de chispa, de nervio y de entusiasmo, de convicción expresiva, pero todo estuvo en su sitio y la musicalidad se encontraba garantizada.

Me resulta extremamente difícil valorar la puesta en escena, porque me pareció ver en ella triunfos considerables junto evidentes insuficiencias y errores garrafales. El planteamiento de Alfonso Romero (web oficial), aun con algunos elementos más o menos simbólicos, es mayormente naturalista. Pero naturalista de muy exiguo presupuesto, lo que significa que hay que prescindir de escenografía y echar mano de proyecciones sobre telones, de cuatro elementos de atrezo y de una iluminación que consiga efectos dramáticos. Si todo eso no se hace muy bien, la sensación de pobreza termina imperando, y eso es justo lo que aquí ocurre: un telón que subía y bajaba, una farola comprada en “los chinos”… Y oscuridad, muchísima oscuridad. Visualmente esta producción de los Amigos Canarios de la Ópera me parece feísima.

Luego está la cuestión del concepto. Romero apuesta por dejar a un lado el confort del libreto original para optar por la pesadilla alucinada, lo que me parece un completo acierto. Pero de nuevo esas cosas hay que saber hacerlas. El género del terror resulta harto difícil de llevar a la práctica, porque la línea que separa lo horrendo de lo ridículo es muy delgada. Creo que fue muy desagradable, y por ello adecuado, ver cómo Margarita ahoga en la bañera a su hijo y luego intenta suicidarse rebanándose el cuello. También fue una idea brillantez visualizar la paliza que previamente Valentín ha propinado a su hermana. No fueron pocas las cosas que estuvieron fenomenalmente resueltas y demostraron talento teatral. Pero otras no funcionaron. Mefistófeles nunca llegaba a dar miedo. Con su cara pintada recordaba más bien al Joker de los Batman de Christopher Nolan, mientras que sus dos demoníacos asistentes, con las cabezas enfundadas en sacos, eran un trasunto del Scarecrow –el personaje de Cillian Murphy– de la misma serie. La orgía satánica de Walpurgis parecía montada por una escuela de ursulinas: Fausto acariciaba a las chicas con la misma lascivia con que yo acaricio a mi gato –ninguna, no se vayan ustedes a pensar–, mientras que entre los demonios deambulaba el payaso de It. Más referencias cinematográficas: en la escena final en la cárcel, aquí un ciertamente inquietante hospital psiquiátrico, colgaban del techo numerosos ganchos que parecía referencia directa a Hellraiser.

De los soldados vestidos a la manera de la I Guerra Mundial con la bomba atómica de fondo, ni hablemos. Aunque sí tenemos que dejar testimonio de la extrema ridiculez de la escena de la iglesia, en la que varios personajes –incluidos el Cristo y la Virgen de una Piedad– asustaban a la chica mostrando ojos de un rojo intenso fosforescente y labios de las mismas características. El final, que presentaba a Margarita ahorcándose para seguidamente reencontrarse con su hijo en el más allá, dejaba igualmente que desear. A la postre, parece que no fue el pobre Gounod el único culpable de que la velada se me hiciera eterna.

domingo, 28 de enero de 2018

Aburrirse con Tosca

Me gusta tanto Tosca que es difícil que me aburra viendo esta ópera, pero eso es justo lo que me pasó ayer en los cines Yelmo con la transmisión en directo desde el Metropolitan de Nueva York. Principal responsable fue la batuta de Emmanuel Villaume: todo en su sitio –orquesta en plena forma–, pero ni rastro de esa particular mezcla de cantabilidad y sensualidad un punto decadentista de la escritura pucciniana. La increíble paleta de colores desplegada por el de Lucca se redujo aquí al blanco y negro, las diferentes atmósferas se encontraron indiferenciadas y muchas frases maravillosas fueron dichas con total indiferencia expresiva. Por si fuera poco, hubo algún zurriagazo en los timbales y numerosos lloriqueos en el violonchelo de “E lucevan le stelle” que bien se podía haber ahorrado. Así las cosas, hubiera preferido escuchar al inicialmente previsto James Levine. Pero claro, los señores del Met han descubierto ahora (¡menuda panda de hipócritas!) lo que muchos sabíamos desde hace décadas, es decir, que Jimmy realizaba –presuntamente– prácticas sexuales muy censurables y han decidido romper los compromisos previstos. Pues qué bien.


A Sonya Yoncheva la pude escuchar en directo hace algunos años en la Traviata de Valencia con Mehta (leer reseña). Sin duda es una buena cantante, por voz –carnosa, con cuerpo–, por línea y por sensibilidad. Ofreció un notable “Vissi d’arte”, pero me parece que globalmente no termina de encontrarle el punto al personaje en lo que a matices expresivos se refiere; el asesinato de Scarpia fue feroz, pero también un tanto vulgar, mientras que se le escaparon muchos pliegues de la compleja psicología de esta diva que se mueve entre el erotismo, el capricho, la entrega absoluta y la ferocidad. En cualquier caso, se mostró bastante musical y muy alejada de excesos.

Al público neoyorquino le encantó Vittorio Grigolo. A mí no: me parece un cantante correcto sin más. Pone empeño y cumple, pero de ahí no pasa. Sus dos arias pasaron sin pena ni gloria; quizá más expresiva la segunda, pero con algún gimoteo –sí, como el referido chelo– poco grato. En cuanto a Željko Lučić, entiendo que si le contratan es por sus soberbias dotes actorales, porque esa voz velada y esa expresividad plana no son precisamente dignas de admiración.

Producción escénica nueva, tradicional por los cuatro costados. John Macfarlane ha diseñado escenografía y vestuarios: indisimuladamente espectaculares, pero lejos del molesto recargamiento zeffirelliano y beneficiándose de una sensible iluminación a cargo de David Finn. Ahora bien, la dirección escénica de Sir David McVicar ha sido más bien floja, por no decir inexistente. En realidad, las únicas aportaciones personales fueron dos errores de bulto: hacer que Scarpia diga delante de todos sus subalternos –no solo de Spoletta– que el fusilamiento va a ser fingido e iniciar el tercer acto con un fusilamiento, en absoluta contradicción con la música. Los cantantes fueron a su aire, con resultados desiguales: maravilloso Lučić (al menos en cine: ¡qué primeros planos más sutiles y reveladores!), solvente Grigolo y muy desigual Sonya Yoncheva, cuyo primer acto le hace merecedora de haber figurado en la recién publicada lista de nominaciones a los Razzies. Desatadísimo el sacristán de Patrick Carfizzi.

En fin, una tarde y 22 euros perdidos. Otra vez será.

viernes, 26 de enero de 2018

Yo me lo guiso, yo me lo como: más sobre el Villamarta

Mañana viernes y el domingo 28 el Teatro Villamarta lleva a la escena la ópera Fausto. Veo en Diario de Jerez una galería fotográfica (aquí) de un sarao en torno al espectáculo que se ha realizado en la propia redacción. En dos de las imágenes aparece Paco López. ¿Qué hace este señor ahí, si hace tiempo que dejó de ser, al menos oficialmente, tanto director del teatro jerezano como presidente de su ahora extinta fundación? ¿Una simple invitación de cortesía?

Tonto estoy por no haberme dado cuenta antes. La producción que se verá del título de Gounod viene de los Amigos Canarios de la Ópera, o sea, de Las Palmas. Y precisamente esta asociación presenta el próximo mes de mayo (ver temporada) la Carmen de Bizet en producción del Teatro Villamarta. Típico intercambio. La gracia es que la referida producción, que por cierto encuentro digna (ver mi reseña), la dirige precisamente López. Es decir, el señor que se la encargó a sí mismo cuando llevaba las riendas de nuestro teatro. Supongo que las dos instituciones no se cobrarán nada por el intercambio. Pero los directores de escena, como es natural, sí que cobran cuando sus respectivas producciones salen de gira. Y las del Villamarta han salido muchas veces.



¿Ilegal o ilegítimo? Nada. ¿Reprobable? A mi entender, mucho. Porque el señor López no dejó de encargarse una y otra producción escénica, acaparando la gran mayoría de las que el Villamarta realizaba "desde dentro", es decir, de las que se presentaban como propias. Entre estas y las que él ya había realizado fuera y se trajo a su nuevo teatro, el regista cordobés ha dirigido aquí nada menos que Los amantes de Teruel, Maruxa, Don Pasquale, La Traviata, La canción del olvido, Romeo y Julieta, Orfeo y Eurídice, El elixir de amor, Rigoletto, Don Giovanni, Suor Angelica, Carmen, Doña Francisquita, La Flauta mágica, El trovador, Aida y Norma, además diversos espectáculos de danza española y crossover. Su sucesora Isamay Benavente sigue contando con él para todo: ella le encargó el Bellini y le repone, la próxima temporada, la susodicha Carmen con el demencial debut de la Arteta en el papel de la cigarrera.

Francisco López, a quien se le llenaba siempre la boca hablando de su reivindicación de los cantantes españoles y de la necesidad de que el dinero público atienda a la cantera vocal patria, podía haber encargado buena parte de esas producciones a jóvenes y no tan jóvenes directores de escena españoles en busca de oportunidad –entiendo que los consagrados tienen un caché excesivo–, ofreciendo al mismo tiempo la necesaria pluralidad de enfoques estéticos que parece propia de un teatro público. En su lugar se realizó los encargos a sí mismo con la excusa de que nos salía más barato "al no cobrarle al Villamarta" por ese concepto, pero con otras consecuencias que ustedes pueden imaginar. Entre ellas, hacernos contemplar una y otra vez sus rancios conceptos estéticos en lugar de abrir perspectivas diferentes a un público sin apenas tradición operística.

En fin, todo esto lo he dicho ya muchas veces en este blog. Lo seguiré repitiendo mientras la situación se perpetúe con semejante descaro. La gracia es que, siendo esto lo mismo que empezó a hacer Davide Livermore en Valencia, lo que suscitó no pocas y justificadas reprobaciones, en Andalucía nadie le ha tosido nunca a López ni a Benavente. Ni siquiera los críticos que van de cañeros con con artistas que hacen cosas parecidas, aunque lo hagan en bastante menor grado. ¿Por qué será?

Decididamente, el Villamarta necesita un cambio de aires. Pero me dicen que Isamay se ha ganado completamente a la alcaldesa, así que tenemos Paco López y "yo me lo guiso, yo me lo como" para rato.

jueves, 25 de enero de 2018

Tchaikovsky por Klemperer: guardando las distancias

Otto Klemperer grabó las tres últimas sinfonías de Tchaikovsky para EMI al frente de su fabulosa Philharmonia Orchestra: la Sexta en septiembre de 1961, la Quinta en enero de 1963 y la Cuarta pocos días después de esta última. Sensualidad y emotividad a flor de piel son dos de las características más habitualmente asociadas al mundo del compositor. También una cierta dosis de flexibilidad a la hora de plantear la arquitectura. Ninguno de estos conceptos es precisamente afín a las personalísimas maneras de hacer del Klemperer tardío, lo que significa que estas van a ser recreaciones altamente hererodoxas y discutibles. Efectivamente, aunque a veces para bien y a veces para mal. Concretemos.


En la Patética es el primer movimiento el que menos convence: la solidez de su construcción es admirable y no hay espacio alguno para los trucos de cara a la galería, pero una inconveniente frialdad termina imperando. El Allegro con grazia funciona muy bien pese a las insuficiencias derivadas del planteamiento del maestro, resultando muy emotivo al tiempo que por completo ajeno a la melifluidad. Experimento genial el de la marcha, dicha con lentitud, tocada con asombrosa perfección y explicada con meridiana claridad –se oyen muchas cosas que habitualmente pasan inadvertidas–, amén de dicha con la mala leche propia del de Breslau. E impresionante el Adagio lamentoso, severísimo pero de una fuerza dramática abrumadora: solo por él ya hay que escuchar esta interpretación.

La Quinta es la mejor diseccionada que uno se pueda imaginar. No solo se identifican a la perfección las diferentes líneas instrumentales –el dominio de la polifonía es asombroso– y se escuchan todos y cada unos de los detalles de la orquestación, sino que en muchos momentos uno se pregunta si "eso ha estado siempre en la partitura". El edificio sonoro se encuentra construido con una lógica asombrosa: la unidad del trazo es absoluta. Por si fuera poco, la Philharmonia toca con una perfección insultante, con especial mención para su inconfundible grupo de maderas. Ahora bien, desde el punto de vista expresivo el empeño del maestro por resultar antirromántico termina haciendo discutibles los resultados. El primer movimiento se escucha con interés, pero algunas frases decisivas andan muy escasas de calidez, de comunicatividad y de poesía. El segundo guarda en exceso las distancias, lo que no impide tensar de manera admirable sus grandes clímax. El tercero sabe ser elegante sin caer en preciosismos. En el cuarto, finalmente, nos encontramos con otro de los experimentos del maestro, quien se olvida de triunfalismos y nos suelta un “ahora os vais a enterar” de los que hacen historia.

En la Cuarta el primer movimiento resulta severo en exceso y carece de garra, amén de resultar poco emotivo, lo que no le impide resultar impresionante en lo que a construcción arquitectónica se refiere. El segundo, increíblemente bien analizado (¡sensacionales nuevamente las maderas!) da gusto escucharlo tan despojado de sentimentalismo y al mismo tiempo tan bien cantado. El tercero resulta más bien aburrido, y ni siquiera el peculiar sentido del humor del maestro hace su aparición en su sección central para decir algo nuevo. El cuarto decididamente Klemperer no se lo cree, planteándolo no ya carente carácter festivo –así o había hecho en la Quinta–, sino alejado de toda comunicatividad.

En cualquier caso, y por todo lo antedicho, estas versiones hay que conocerlas. Demasiadas cosas admirables hay en ellas como para perdérselas.

domingo, 21 de enero de 2018

Excepcional concierto de Fasolis, Hallenberg, Genaux y la OBS

Después de los ataques recibidos a raíz de dos entradas de este blog en las que me reafirmo plenamente sin quitar una sola coma (leer aquí y aquí), me había prometido a mí mismo no volver a escuchar a la Orquesta Barroca de Sevilla. Tras descubrir lo que opinan de mí y cómo se las gastan estos señores, me resulta muy desagradable ir a verles. Sin embargo, no sin pensármelo muchísimo, acudí ayer a su concierto del Teatro de la Maestranza en el que las mezzosopranos Ann Hallenberg y Vivica Genaux ofrecían arias de Haendel y Vivaldi. La razón se resume en un nombre: Diego Fasolis. Una vez tuve entrada para escucharle al frente de la Sinfónica de Sevilla, con un precioso programa que incluía el Gloria de Vivaldi y el Réquiem de Fauré. Llegué a la puerta y el evento se había suspendido. Era de esperar: estoy hablando del tristísimo 11 de marzo de 2004, día del atentado islamista en Atocha que nos dejó 193 muertos. Desde entonces, y aunque al final le pude escuchar en Úbeda precisamente con la OBS, había estado deseando verle en el Maestranza.

 
Pero no se trataba solo de quitarme la espina: es que el maestro suizo me parece un músico de un talento extraordinario, uno de los mejores directores del momento más o menos especializados en el repertorio barroco, a la altura de un King, un Koopman y un Goebel, quizá superior también a Jacobs, y desde luego mucho más interesante que los Gardiner, Herreweghe, Biondi, Manze o Suzuki, por citar solo unos pocos. Por no hablar, claro está, de blufs como Minkowski, Antonini o ese horripilante Enrico Onofri –el summum de la pretenciosidad hortera– al que la OBS adora. Fasolis sí que es grande. Grandísimo. Y si en su Bach a veces se le pueden poner reparos, en Vivaldi no hay quien le tosa: probablemente el mejor de todos los recreadores de la música del petre rosso que se hayan conocido.

¿Cuál es el secreto de nuestro artista? ¿Es acaso más moderado en sus planteamientos filológicos que algunos colegas? ¿Tal vez busca un punto de encuentro entre la tradición y los actuales conocimientos sobre organología, articulación y ornamentación, a la manera de ese gran músico hoy un tanto olvidado que es Trevor Pinnock? En absoluto. Fasolis es historicista como el que más. Sabe ser muy ágil, ofrecer la incisividad adecuada, subrayar los contrastes y ornamentar con fantasía. El barroco es barroco, y como tal debe ser tratado. Y concretamente el barroco en tierras italianas –permítanme que incluya en este la creación operística del autor de El Mesías– necesita un alto grado de agilidad, de luminosidad, de frescura y de goce dionisíaco, como también un punto de desbordamiento y hasta de extravagancia. Nuestro artista ofrece todo ello a manos llenas. Pero su gusto, aquí está la diferencia, es exquisito. La referida extravagancia es eso, hacer las cosas de manera particularmente original o inesperada. No un desmadre en la que se deforma la partitura hasta extremos demenciales y se convierte la audición en una montaña rusa en la que resulta muchísimo más importante el efecto puntual de la subida y la bajada vertiginosas que gozar de las vistas y apreciar cada uno de los detalles del recorrido. La agilidad y la luminosidad son asimismo lo que indican dichos términos, no un fraseo a base de saltitos frivolones en el que lo grácil se confunde con lo excesivamente aéreo y lo animado con lo repipi. Y la contemplación más o menos sensual, más o menos llena de congoja, que asociamos a los pasajes más introvertidos del barroco italiano, no consiste en adelgazar el sonido al límite y frasear con insinceros jipidos más propios de una folclórica desatada que de la excelsa escritura vivaldiana.

Hay aun algo más, creo que decisivo. Al contrario que algunos –o muchos– de sus colegas, Fasolis reivindica plenamente la cantabilidad de la música barroca. Mientras otros se empeñan en quebrar una y otra vez la línea música (“dotar al fraseo de las inflexiones de la voz humana” llaman a esto) y en pegar carreritas sin sentido para luego caer en laxitudes extremas, el fundador de I Barrocchisti crea amplios arcos melódicos bien construidos en sus tensiones, acentuados con enorme sensatez y de enorme vuelo poético en los que el legato, ese al que tanto miedo tienen los temerosos de “contaminaciones wagnerianas”, es también parte del discurso. Fasolis canta con su batuta –bueno, con sus brazos–, y lo hace con tanta calidez como sensibilidad. En cuanto al bajo continuo, de nuevo demuestra que la riqueza de timbres y ornamentaciones no está reñida con la musicalidad: su clave fue en este sentido prodigioso, el órgano de Alejandro Casal estuvo muy bien integrado y los dedos de Juan Carlos de Mulder mostraron una sensibilidad exquisita. En realidad, toda la Barroca de Sevilla estuvo excelsa, empastada y equilibrada entre secciones como pocas veces la haya escuchado, con una cuerda que no necesitaba sonar áspera –por el contrario: bellísima– y beneficiándose de la soberbia intervención del fagot de Marta Calvo en el sublime "Scherza infida" haendeliano.

Ann Hallenberg y Vivica Genaux planteaban de manera indisimulada una recuperación de los duelos de divas barrocas. Habrá que compararlas, pues. Me gusta mucho más la voz de la sueca: más llena de carne, más sensual en el timbre, más holgada en el grave y, desde luego, mucho más poderosa a la hora de correr por la sala. La de la norteamericana posee menos riqueza de armónicos, no es tan homogénea –aunque utilizó de manera muy inteligente los cambios de color para subrayar la expresión– y tiene menor peso. Aunque esto último no significa que Genaux logre mover su instrumento con mayor agilidad que su colega: tanto una como otra poseen un dominio extraordinario de la coloratura. Lo más interesante es que con ninguna de las dos estas agilidades suenan mecánicas ni cuadriculadas–nada que ver con la ametralladora Bartoli–, sino naturales y plenas de musicalidad.

En cualquier caso, en lo que verdaderamente sobresalen Hallenberg y Genaux es en el canto legato (¡otra vez la dichosa palabreja!), lo que a su vez tiene no poco que ver con el asombroso dominio de la respiración que tienen estas dos señoras. Al lado de los fuegos artificiales, las artistas frasean con una efusividad a flor de piel que no conoce la menor caída en languideces ni en amaneramientos. Y si la ahora muy artista Genaux –queda muy lejos su presencia en el Maestranza para aquella recuperación de la olvidada y olvidable Alahor in Granata– hizo volar las melodías de Antonio Vivaldi con esa maravillosa mezcla de sensualidad, voluptuosidad y emoción con que cantaba el violín de la grandísima Pina Carmirelli, la mezzo sueca rozó el cielo, con un perfecto control de los medios que incluida efectivos pero nada narcisistas reguladores, ofreciendo profundo pathos y emotividad tan contenida como lacerante en las magistrales páginas haendelianas.

El público reaccionó con desbordado entusiasmo al terminar un concierto que solo puedo calificar de excelso. Si el lector está en Madrid y a tiempo de pillarlo, la tarde de hoy domingo 21 tiene la oportunidad de asistir a su repetición en el Auditorio Nacional.

Ah, permítanme terminar con una noticia que no es de El Mundo Today, sino de Diario de Jerez: Isamay Benavente, directora del Teatro Villamarta, anuncia que Ainhoa Arteta debutará el rol de Carmen en febrero de 2019. Por supuesto, la producción será la que se encargó a sí mismo Francisco López cuando llevaba las riendas del teatro jerezano. Sin comentarios.

martes, 16 de enero de 2018

¡Prokofiev es un genio!

En una crítica escrita por Guillermo García Alcalde publicada hoy en el diario La provincia (ver texto completo) leo lo siguiente:

Honestamente debo advertir que Iván el terrible no me interesa y que Prokofiev no es, ni de lejos, un "genio" comparable a sus coetáneos Stravinski y Shostakovich. Una música creada para el cine pierde sentido fuera del cine cuando no se somete a una poda considerable (que su autor no quiso ni pudo hacer). Hay en ella tanta ilustración anecdótica, tanta caricatura de la saga boyarda (pese a la fascinación que la tiranía soviética sintió por los sanguinarios tiranos del pasado zarista); tanta política, en definitiva, y tanto préstamo folclórico, que las pocas páginas de verdadera calidad se ahogan en efectismos truculentos, estructuras simplistas, porrazos percusivos y más ruido que música. Una "suite" breve y selecta, sin pretensiones de "oratorio", hubiera hecho favor a las mejores ideas del compositor. Pero predominan la escritura sin sutilezas formales, a caballo entre el expresionismo y el realismo; y un lenguaje primario y tosco que está muy lejos de la magnífica "banda sonora" del Alexander Nevski también escrito por Prokofiev para Eisenstein. 
Dicho desde el mayor de los respetos, discrepo profundamente. A mí Prokofiev mí sí que parece un genio. Sin duda superior a mi adorado Shostakovich, y como mínimo igual de grande que Stravinsky, compositor este último que tiene cuatro obras por completo descomunales (Pájaro, Petrushka, Consagración y Salmos, sobre todo las dos últimas) frente a un montón que para mi gusto son menores, o menos que menores. Romeo y Julieta me parece una de las páginas orquestales más sublimes jamás compuestas. Sus sinfonías son casi todas –flojean la Cuarta en su primera versión y la Sexta– espléndidas, sus dos conciertos para violín son bellísimos, los cinco para piano contienen cosas espléndidas y en su música para teclado hay hallazgos espectaculares.

En cuanto a su Iván el Terrible, cierto es que su audición fuera de la pantalla se puede hacer un poco larga, pero la partitura me parece espléndida: su tendencia al decibelio es parte de la creación de una atmósfera opresiva, no una búsqueda del espectáculo (¡cosa que sí le pasaba a mi, insisto que queridísimo, Dmitri Dimitrievich!), mientras que su evidente vulgaridad está pensada para retratar con carácter caricaturesco a los personajes y las circunstancias de la acción.  ¿Y qué decir de las bellísimas melodías que incluye esta banda sonora? ¿Y de el portentoso sentido del color y del ritmo de que hace gala su autor?

Ojalá algún día tenga la oportunidad de escuchar esta obra en directo. Mientras tanto, me conformaré con los discos. ¿Han escuchado a Muti?

domingo, 14 de enero de 2018

Pappano vuelve a Berlín

Ayer por la tarde pude seguir en directo a través de la Digital Concert Hall el retorno de Antonio Pappano (¡qué soberbia Tercera de Saint-Säens nos acaba de dejar en discos) al podio de la Filarmónica de Berlín. Comenzó la velada con Ravel. Primero una lenta, atmosférica y mágica recreación de Una barca en el océano, a la que solo le falta un punto más de carácter tempestuoso, es decir, de contrastes expresivos, para alcanzar lo excepcional. Después, una extraña recreación de la Alborada del gracioso: bien desmenuzada y de rico colorido, globalmente resultó también algo plana, falta de salero y de desparpajo, mientras que en su desarrollo se combinaron, tanto por parte de la batuta como por la de la orquesta, detalles de extraordinaria categoría con pasajes no muy bien resueltos, incluso no del todo depurados en lo sonoro.


Siguieron cuatro hermosísimas canciones, en versión para orquesta, de Henri Duparc. En ellas la dirección me pareció espléndida, sensualísima y en su punto justo de decadentismo: hubo sensualidad embriagadora, melancolía y hedonismo, amén de un extraordinario refinamiento, pero no se cayó en blanduras ni en languideces. Para la parte vocal se contó con la exquisita colaboración de una Véronique Gens aún en buena forma, y a la que en esta ocasión no se le puede reprochar su habitual sosería: su distanciamiento fue el justo que pide esta música, a las que supo servir con espléndida dicción y una enorme morbidez en la línea de canto. Como curiosidad les diré que la Gens es una de las pocas artistas que me ha negado un autógrafo.

La segunda parte arrancó con Mussorgsky y la versión original (1867) de Una noche en el Monte Pelado. Varios cortes en la transmisión me impidieron disfrutar lo que parecía ser una extraordinaria interpretación, incisiva a más no poder, llena de sana rusticidad y recorrida por una electricidad de muy alto voltaje, pero admirablemente controlada: ¡qué virtuosismo el de orquesta y batuta!

Se cerraba el programa El poema del éxtasis. En teoría, una perfecta conexión con la primera mitad del mismo, pues no en balde hay quienes consideran a Scriabin como un impresionista ruso. Claro que también se puede hacer esta música mirando hacia Wagner: justo la opción de Daniel Barenboim, cuyas recreaciones discográficas –sobre todo la que tiene con la Sinfónica de Chicago, en edición comercial limitada de muy difícil localización– son las que más me gustan. Pero a mí me parece que Pappano lo que hizo con su extrovertida y vistosa recreación fue subrayar los vínculos con el otro ruso del programa, es decir, con Mussorgsky y con su Monte Pelado, particularmente por su genial manera de fragmentar las líneas de la arquitectura, por su virulencia tímbrica y por su habilidad para generar clímax paroxísticos. Desde luego, me gustó más que la interpretación que en esta misma plataforma le escuché a quien va a ser próximo titular de la orquesta: Kirill Petrenko.

sábado, 13 de enero de 2018

¿Es esto crítica musical?

Me levanto. Echo un vistazo a la prensa. Reparo en dos (presuntas) críticas musicales de sendos conciertos sinfónicos publicadas en dos diferentes diarios al sur de Despeñaperros. Prensa seria y prestigiosa, por cierto. Y con lo que me encuentro, una vez más, es con los habituales comentarios de las obras sin la menor valoración de las características y bondades de las interpretaciones propiamente dichas. Sí que se lanzan elogios genéricos: todos contentos. Los respectivos periódicos porque se cubre un espacio sin generar polémica y, de paso, se queda bien con los teatros y orquestas patrocinados. Los músicos porque hablan bien de ellos y no se ponen dedos en llagas. Los articulistas porque les darán la palmadita en la espalda y les seguirán realizando encargos remunerados. Pero esto no es crítica musical. No se ayuda al lector a reflexionar sobre las cualidades interpretativas de lo que ha escuchado. Ni se adopta una actitud verdaderamente comprometida con los músicos. Encima les pagan. Bochornoso.

domingo, 7 de enero de 2018

Nueve catedrales sumergidas

Me prometí a mí mismo que iba a estar unos meses escribiendo menos en el blog. Pero claro, va Deutsche Grammophon y pone en Spotify un adelanto del disco que sacará el próximo viernes con Daniel Barenboim interpretando a Debussy, concretamente La catedral sumergida, del primer libro de Preludios del genial compositor francés. Y no he podido resistirme: he elaborado una playlist con nueve versiones, entre ellas la del de Buenos Aires, me las he escuchado del tirón y ahora comparto con ustedes una síntesis de las notas que he tomado a vuelapluma. La comparación me ha resultado apasionante.

Comencé con una primera audición de la lectura de Daniel Barenboim. Y a los pocos minutos me vino a la cabeza el artículo que le leí el otro día a Pedro González Mira (aquí): este es un Debussy de concepción en buena medida sinfónica, y en más de un aspecto heredero del mundo wagneriano. Añadiría que aquí se puede escuchar perfectamente a Parsifal. Las campanas de la catedral son en buena medida las campanas de Parsifal. Barenboim lo entiende perfectamente y lo subraya de manera magistral, con resultados acongojantes, como ya hiciera en la filmación de Euroarts que tienen aquí abajo.



Seguí con Pierre-Laurent Aimard. Interpretación la suya rápida (5:39). Inquietante y también inquieta. Poco o nada sensual ni contemplativa. Tensa, mas no emotiva. Y un tanto cuadriculada en el fraseo. Marca distancias en exceso y pierde capacidad de sugerencia.

En cuanto arranca la de Krystian Zimerman se da uno cuenta de que está en otro mundo. Su lentitud (7:27) es arriesgadísima. El polaco se distancia en lo expresivo tanto como Aimard, pero él sí consigue resultar ambiguo e inquietante. Rabiosamente moderno. Su juego con los silencios es magistral. Su planificación de los picos de tensión, asombrosa. El gran clímax central es mucho menos sinfónico y opulento que el de Barenboim, pero la tensión armónica de sus acordes corta como si estos fueran cuchillos. Extrañamente, los dibujos de la mano izquierda en el último tercio de la página no poseen el peso ni la oscuridad deseables, aunque se encuentran perfilados con insólita claridad sin merma del misterio.

La interpretación de Arturo Benedetti Michelangeli no es muy misteriosa. Más bien intensa, decidida. Dramática incluso. Y de una perfecta unidad en el trazo: se desarrolla con fluidez y lógica absolutas, siempre haciendo gala de un toque sensible y variado. Lástima que la toma no sea mejor.

Nelson Freire ofrece una recreación curvilínea, elegantísima, de fraseo muy flexible, plasticidad sonora –soberbia la toma– y lleno de sugerencias. Hermosísima, pero nada inquietante. Puro Art Nouveau.

Claudio Arrau es el mejor dentro de la ortodoxia. Impresionismo sí, pero belleza decorativa no. La primera sección se encuentra llena de espiritualidad. El clímax catedralicio, al que se llega de manera muy natural, rebosa nobleza sin que los acordes dejen de resultar densos. En el tercio final el chileno hace gala de una riqueza en el toque diríase que infinita.

Jos Van Immerseel apuesta por un piano Érad de 1897. Los colores del instrumento, muy distintos a los que estamos acostumbrados, son una revelación. La interpretación no: comienza con enorme delicadeza pero luego no solo carece de fuerza, de tensión interna, sino que cae en lo aséptico, e incluso en lo mecánico. Nada nuevo en este señor.

La lectura de Walter Gieseking comienza resultando muy esencial, apreciándose el excelente dominio de los recursos del piano que poseía el artista franco-alemán. El gran ascenso se encuentra bien construido y todo el clímax resulta muy impactante. Tras él llegan unas campanadas en la mano izquierda particularmente misteriosas. Lástima que el final no resulte del todo evocador.

Poco interés guarda la recreación de Jorge Bolet. Arranca con delicadeza y espiritualidad, pero el ascenso al clímax carece de garra. El sonido del instrumento no posee suficiente cuerpo. Las tensiones armónicas no existen. Tras algunas pinceladas muy inquietantes hacia 4’45’’ (¡menos mal!), vuelve la pura linealidad. Aburre.

Y de nuevo escucho a Barenboim. Ahora se aprecia todo mucho mejor. La riqueza de armónicos del instrumento (¡y de la toma sonora, asombrosa!). La manera de distinguir no ya un acorde del otro, sino una nota de la siguiente, en volumen, peso armónico y color. La increíble gradación de las dinámicas. La grandeza –no hiriente ni visionaria, como Zimerman, pero sí llena de fuerza dramática– de la sección central. La construcción de tensiones hacia dicho clímax y el posterior descenso. La manera de obtener los más increíbles colores de la mano izquierda para subrayar los aspectos inquietantes del tercio final. El tremendo sentido de la atmósfera que se evidencia en toda esta increíblemente poética, misteriosa y sensual interpretación, que se cierra (o quizás no…) con un acorde lleno de sugerencias.

No pueden imaginar la pena que me da no poder acudir al recital de Madrid de mañana lunes. Ni mi impaciencia de cara a la edición del CD: si todo él está a la misma altura, nos podemos encontrar ante un verdadero hito discográfico.

sábado, 6 de enero de 2018

Oratorio de Navidad por Gardiner: ¡no se lo pierdan!

En los últimos años he tomado por costumbre escuchar por estas fechas –intentando ubicar cada cantada en su día correspondiente– esa enorme obra maestra que el Oratorio de Navidad de Bach. Esta vez ha tocado revisitar la filmación protagonizada por John Eliot Gardiner, los English Baroque Soloist y el milagroso Monteverdi Choir recogida en Weimar los días 23 y 27 de diciembre de 1999. Quizá ya sepan ustedes que a Gardiner no suele convencerme en otros repertorios. Pienso ahora en sus últimos discos Mendelssohn con la Sinfónica de Londres, verdaderamente penosos. A veces tampoco me termina de convencer en Bach. Pero en esta obra sí: junto con el portentoso disco Elgar con la Filarmónica de Viena (¡escuchar para creer!), en el BWV 248 Sir John roza el cielo. Fue con él con quien descubrí la página allá a principios de los noventa, gracias a una selección de su registro en Archiv que le llevé al maestro para que me firmara en 1992, la primera vez que le escuché en directo. Más tarde me compré este doble DVD editado originalmente por TDK: no he vuelto a escuchar ninguna otra interpretación que supere globalmente a esta en lo que a dirección, orquesta y coro se refiere.


Algunos de mis amigos melómanos se escandalizan, pero eso es lo que pienso. Comprendo que la articulación les pueda parecer algo rígida y su rítmica en exceso marcada, sobre todo en el coro inicial de la primera cantata. Gardiner, siempre severo y nada dispuesto a concesiones, rehúye en este repertorio del legato. También entiendo que determinados ataques les resulten más secos de la cuenta, y que algún pasaje concreto les parezca en exceso rápido: ahí coincidimos. Pero creo que globalmente la labor del director es maravillosa por su empuje admirablemente controlado, su vitalidad, su luminosidad radiante, su tremendo sentido teatral y, sobre todo, su enorme convicción: esta lectura desprende entusiasmo y comunicatividad por los cuatro costados. También una alegría desbordante, así como un lirismo tierno pero en absoluto almibarado cuando las circunstancias lo exigen.

La orquesta, obviamente de tamaño reducido, es divina. Cierto es que concertino resulta para mi gusto un tanto seca, pero el señor de la trompeta natural es para ponerle un monumento. Sorprendente lo de Marcel Ponseele: si su oboe a veces –solo a veces– me resulta un tanto dulzón cuando toca con Herreweghe, aquí me parece maravilloso. ¡Y qué decir del Coro Monteverdi! No se puede cantar con mayor virtuosismo, ni recibir una dirección más transparente ni expresiva.


Las desigualdades las encontramos en el cuarteto vocal. Sí, cuarteto: aquí el tenor no está desdoblado, con uno para los pasajes evangélicos y otro distinto para las arias, que es lo que ocurría en la citada grabación de Archiv. A quien aquí nos encontramos es a Christoph Genz. Su voz resulta algo blanquecina, se queda corta en el grave y sufre muchísimo en las agilidades de su aria de la tercera cantata (“Ich will nur dir zu Ehren leben”), pero aun así convence por su enorme sensibilidad en los recitativos. Claron McFadden posee un instrumento bonito, antes que carnoso, y canta con enorme corrección sin ir muy allá en lo expresivo. Notable Bernarda Fink, muy musical, aunque se echa de menos la sensualidad de Von Otter en la primera versión del propio Gardiner. Y soberbio Dietrich Henschel, muy viril y llenando el fraseo de intención y sinceridad. Todos ellos se integran por completo en el Monteverdi Choir cuando corresponde.

Dos problemas: no hay subtítulos en castellano –nunca los hubo– y la versión de Euroarts en Blu-ray, que es la que he disfrutado ahora, no se ve mejor que la realizada en dos DVDs por TDK. Distinta sí, pero no mejor. Quizá en esta última edición se haya partido de la edición en un solo DVD de Arthaus, que por lo visto empeoraba la de TDK. La toma sí que es excelente. Con todos los reparos que quieran, no se lo pierdan. Lo tienen gratis y de manera completamente legal en YouTube.

Otro Año Nuevo con la ROSS: aciertos y desaciertos de Axelrod

El último concierto de Año Nuevo de la Sinfónica de Sevilla me ha hecho plantearme lo difícil que me resulta valorar la labor de John Axelrod al frente de la labor de la formación hispalense. No solo empuñando la batuta, sino también en sus responsabilidades como director artístico, toda vez que en ambas facetas encuentro enormes aciertos y errores considerables. Pienso ahora en la visita hace algunas semanas del maravilloso Thomas Hampson, en exclusiva para aquellos patrocinadores y mecenas dispuestos a realizar un importante desembolso. El maestro está en su derecho de poner en práctica estos sistemas de financiación a la americana, decididamente neoliberales en cuanto a concepto, que vayan independizando las necesidades de la cultura con respecto a las arcas de la administración pública. Pero traerse a un artista de semejante calibre a Sevilla y no facilitar al público habitual de la Sinfónica la posibilidad de escucharle, resulta cuando menos un punto grosero. Hubieran –hubiéramos– sido muchos los que hubiéramos pagado una cifra medianamente razonable para escuchar a Hampson cantar junto a la ROSS, aunque hubiera sido tan solo un par de arias o algunos lieder de manera testimonial; pero traerlo en plan “si no eres rico no le escuchas” nos ha sentado a algunos –sospecho que a muchos– como un jarro de agua fría. Y por favor, que no me vengan con que el barítono no estaba dispuesto a actuar más que en el contexto en esa cena privada con chef de categoría internacional: si se tienen voz y fuerzas para una cosa, se tienen también para la otra. Y si se quiere hacer un favor, también se hace rebajando el caché y subiendo al escenario.

Algo parecido, aunque en otros términos, se puede decir de la decisión de contratar a Nadja Michael para el referido concierto de Año Nuevo, que pude escuchar el pasado jueves 4. La cantante alemana es una artista de gran categoría. Su presencia en Sevilla es a priori un lujo. Pero cualquiera con un poquito de sentido común se da cuenta de que esta señora no está en absoluto para cantar el aria de Giuditta, ni las czardas de Rosalinde de El murciélago, ni el Summertime de Gershwin. Y no porque su voz, carnosísima y muy atractiva en el centro, no esté en su mejor momento y presente obvias desigualdades, sino porque es de tan enorme volumen que no puede plegarse a las sutilezas que exige estas sofisticadas y sensuales músicas. Así las cosas, Nadja Michael se mostró destemplada y fuera de estilo, y si en Lehár estuvo pasable, en las otras dos piezas rozó la caricatura.


Me gustó el modo en que Alxelrod dirigió los valses de Johann Strauss II: Küss-Walzer, Schatz-Waltzer, Man lebt nur einmal! y ese prodigio que es Frülingsstimme (sin soprano: solo hubiera faltado que la Michael hubiera intentado hacer de ligera). Eso sí, creo que la batuta los ha dirigido de manera diferente a como hizo esta música el año pasado, en el concierto que comenté aquí mismo. Si entonces se mostró más refinado, elegante y sensual de lo esperado, esta vez el maestro norteamericano ha sido más él mismo: vigoroso, decidido y muy “echado para adelante”, alejado de esos preciosismos más o menos decadentistas a los que estamos acostumbrados con algunos grandes maestros –y que son maravillosos si no se pasan de la raya– y dispuesto más bien a transmitir entusiasmo y vitalidad de la manera más directa. Salvando las obvias distancias, un poco lo que hizo Riccardo Muti este uno de enero.

Lo que no me gustó fue la obertura de Candide, opereta que Axelrod conoce al dedillo porque la ha dirigido infinidad de veces. La hizo en el Châtelet, en una sensacional propuesta escénica de Robert Carsen que pudimos ver por la tele. Luego la hizo en La Scala, en la misma producción: allí estuvo un servidor, tanto me entusiasman esta opereta y lo que con ella hizo el regista canadiense. Pero no me convenció lo de Alxelrod. Concretando en la obertura escuchada en Sevilla: tosca en la planificación –con desequilibrios entre las familias instrumentales–, muy poco fluida en el fraseo y bastante más ruidosa que verdaderamente entusiasta. Escúchese al propio Bernstein en cualquiera de sus grabaciones, por favor.

Y ahora, el enorme acierto de Axelrod de este comienzo de año. Diría que acierto por partida doble: programar una selección de Harlem Nutcracker de Duke Ellington, estupendísima partitura que reelabora de manera genial temas del Cascanueces tchaikovskiano, e interpretarlo de manera formidable. No se pueden imaginar cómo disfrutamos todos los que estábamos en el Maestranza escuchando en directo músicas de big band, aunque fuera en arreglo sinfónico –el original lo pueden encontrar en Spotify­– de un tal J. Tyzik. ¡Y de qué manera consiguió el maestro que los músicos de la ROSS tocaran con el más perfecto estilo imaginable! Los trombones, por ejemplo, que no me terminaron de convencer en el resto de la velada –poco empastados– estuvieron formidables. Por no hablar del saxofonista y el batería, entiendo que aumentos, pero decididamente músicos de primera magnitud. Una gozada de principio a fin que supo a bien poco. Estas son las cosas, músicas distintas pero de la mayor calidad en su género, servidas en adecuadas interpretaciones, lo que necesita cualquier orquesta para que sople el aire fresco. Bravo.

jueves, 4 de enero de 2018

Recuperar el tiempo perdido

Me pregunta un amigo por qué no he escrito sobre el Concierto de Año Nuevo de Muti. Le repondo: porque no tengo tiempo. Y le realizo aclaraciones que me gustaría compartir con todos ustedes, pues aun siendo personales afectan a este blog.

Allá a mediados de los noventa mi trayectoria estaba encaminada hacia la investigación. Tras terminar mis estudios en 1993, realicé los dos años de curso de doctorado y alcancé la suficiencia investigadora, preparándome para afrontar la tesis doctoral al tiempo que escribía una serie de artículos –se entiende que científicos, no de divulgación– sobre un tema que me entusiasma, que es el arte gótico y mudéjar tanto en Sevilla como Jerez de la Frontera. Las necesidades vitales, unidad a determinadas circunstancias familiares, me obligaron a arrinconar dichas investigaciones para ponerme a trabajar –quiedo decir, a trabajar por un sueldo, porque la investigación también es trabajo– en algo completamente distinto a mis intereses.


A principios del nuevo siglo, felizmente, logré encontrar un hueco en lo que más me gusta: la docencia. Primero como interino, luego como titular, he recorrido muchos institutos de Andalucía –once años de exilio– hasta establecerme definitivamente aquí en mi tierra, en el mismo centro donde estudié. Poco a poco, con las dificultades que implicaba tanto la distancia física como la progresiva burocratización del trabajo en la secundaria, fui retomando la investigación. No logré terminar la tesis, pero sí realizar una serie de textos de los que estoy moderadamente satisfecho y que, al parecer, están resultando de utilidad a otros colegas. Y cuando he logrado regresar a Jerez he encontrado una acogida por parte de los compañeros de aventuras en esto de la historia y el arte que me ha llenado de alegría, como también de compromisos que se traducen en colaboraciones científicas y en un buen número de conferencias.

Es por esto, como también por las importantes exigencias de mi actual centro de trabajo, por lo que me veo obligado a moderar mi tiempo dedicado a la música. No me refiero solo a escribir en el blog, sino también a escucharla. Estar a la altura de los referidos compromisos me exige realizar sacrificios. La música ha aportado cosas maravillosas a mi vida, pero igualmente me ha hecho perder mucho tiempo en un terreno en el que me encuentro muy cómodo y en el que recibo frutos satisfactorios. Es hora de recuperar el tiempo perdido.

miércoles, 3 de enero de 2018

El Bruckner de Thielemann en Múnich: pretencioso

Durante su período al frente de la Filarmónica de Múnich (2004-2011), Christian Thielemann grabó tres sinfonías de Bruckner frente al conjunto bávaro: la Quinta en audio para DG y las Cuarta y Séptima en DVD para CMajor, registros de 2008 y 2006 respectivamente que he tenido la oportunidad de escuchar ahora. El objetivo del maestro estaba claro: decirle a su orquesta que “hay vida bruckneriana más allá de Celibidache”. Y lo cierto es que hay que admirar en Thielemann su dominio lenguaje, su sonoridad adecuadamente organística, su atención al peso de los silencios y a la atmósfera en general, así como su capacidad para ofrecer tanto sensualidad como opulencia trabajando con muy notable plasticidad a una orquesta que no es comparable a las mejores en este repertorio. Sin embargo, a mí estas dos recreaciones no me han convencido.



En la Cuarta, el maestro apuesta por lentitudes no celibidachianas pero sí considerables (73’09’’ frente a los 67’41’’ del referencial registro de Böhm en Viena) que le plantean problemas a la hora de levantar el edificio sonoro y, sobre todo, de otorgar continuidad al mismo. Es precisamente por lo que el primer movimiento resulta un conjunto de secuencias muy bellas yuxtapuestas una detrás de la otra sin alcanzar verdadero sentido orgánico. En el segundo la batuta apuesta por la seducción, pero su enfoque resulta en exceso ensimismado, atento a la contemplación pero no a los conflictos dramáticos, desarrollándose sin toda la fluidez deseable, por no decir que con excesiva parsimonia; el gran clímax puede apabullar en lo sonoro, pero no se encuentra del todo bien preparado. El Scherzo está francamente bien, aun echándose de menos garra y extroversión y llegando a ser molesta la excesiva blandura con la que Thielemann plantea el trío. En el cuarto se alternan momentos espléndidos con pasajes excesivamente rebuscados, culminando en una coda majestuosa pero sin fuerza visionaria, antes externa que sincera.

En la Séptima la batuta vuelve a tomarse las cosas con calma (72’04’’ frente a los 68’36’’ de un Solti/Chicago en 1986 o los 71’41’’ de Barenboim con la Filarmónica de Berlín) para optar por la delectación melódica, recrearse en la belleza sonora y apostar una inequívoca pose de trascendencia. Pero lo cierto es que tampoco logra dotar de continuidad al primer movimiento, un tanto plúmbeo por no decir aburrido. La parsimonia vuelve a hacer su aparición en un Adagio muy paladeado pero más contemplativo que doliente, e incluso por momentos un punto dulzón; como en la Cuarta, el clímax apabulla sin terminar de resultar visionario. Magnífico el Scherzo, viril y decidido, en el que el maestro demuestra manejar las masas sonoras con apreciable plasticidad. Grandioso e imponente un Finale en el que Thielemann no logra ocultar su búsqueda de la opulencia a toda costa, resultando a la postre un tanto hinchado y culminando en una coda de puro desmelene decibélico. Yo resumiría en una palabra este Bruckner: pretencioso.

Las respectivas tomas sonoras, realizadas en Baden-Baden haciendo uso de un surround auténtico, son soberbias por definición, relieve, gama dinámica y sentido espacial, y recogen a las mil maravillas la amplia gama dinámica que esta música necesita.

El Trío de Tchaikovsky, entre colegas: Capuçon, Soltani y Shani

Si todo ha salido bien, cuando se publique esta entrada seguiré en Budapest y estaré escuchando el Trío con piano op. 50.  Completada en ene...