Si la tarde del sábado 27 me aburrí soberanamente con la
Tosca del Met en el cine, la del domingo lo hice con el
Fausto del Villamarta en
directo. Pero esta vez la culpa no fue de la interpretación, sino más bien del
señor
Charles Gounod. A mí esta ópera me gusta solo a ratos. La encuentro débil
–incluso ridícula– en su libreto e irregular en su inspiración. Cierto es que
hay algunas melodías pegadizas, a veces incluso muy hermosas. Que la
orquestación es muy notable y que la escritura evidencia la profesionalidad de
quien fue un músico importante. Pero el conjunto se resiente de superficialidad,
de preciosismo de cara a la galería y de escasa garra dramática. Compárese con
ese Verdi relativamente menor que es
Un ballo in maschera, estrenado el
mismo año de 1859: no hay color. Así las cosas, o se ofrece una recreación
musical de primera fila, o uno termina desinteresándose lo que escucha. Y la del
Villamarta a mí me pareció muy meritoria para el presupuesto con que ahora
cuenta el teatro jerezano, pero en modo alguno excepcional.
La función giraba en torno a la estrella local,
Ismael Jordi, que se
ofrecía a debutar el papel en su tierra antes de hacerlo en el Real. Ya no es
una joven promesa a la que hay que estimular. Hace tiempo que canta papeles de
protagonista en teatros de primerísima categoría junto a artistas de relevancia.
Por eso mismo he tenido que realizar una profunda reflexión sobre qué debo
escribir y cómo debo decirlo. Ismael ha evolucionado y yo también lo he hecho.
Miren ustedes, debo confesar que a mí cada día me interesa menos la manera de
entender el canto en la que lo bello prima sobre lo expresivo. Una cosa es
cantar bonito –Ismael canta muy, pero que muy bonito– y otra muy distinta
construir un personaje a través no solo de la belleza, sino también de una serie
de acentos expresivos que hagan psicológicamente creíble las diferentes
situaciones del libreto. Pasé años haciéndome creer a mí mismo que me gustaba
Alfredo Kraus, hasta que perdí la vergüenza y logré confesar que
siempre he encontrado al tenor canario frío, distante y un punto redicho. Ismael
fue alumno de Kraus y es heredero de esa escuela, circunstancia que ha quedado bien clara en
su encarnación de Fausto.
Su “Salut!, demeure chaste et pure”, de una belleza sobrecogedora, fue una
buena demostración de la herencia de Kraus, de quien nuestro tenor fue
alumno aventajado: se canta más con la inteligencia que con la voz, siendo
posible soslayar las limitaciones canoras para ofrecer ese canto ligado mórbido y
sensual, un punto distinguido –tan diferente de la inmediatez y la carnalidad
italianas–, que exige la ópera francesa. Me gustó muchísimo Ismael en el aria:
estilo perfecto, belleza en los labios y gusto exquisito. Pero ahí quedó la
cosa. Me aburrí con él durante el resto de la función. Y no solo por la
inadecuación de una voz bonita pero pequeña, sin carne suficiente en el centro y
corta en el grave para este papel, sino también por lo insulso de su canto.
Vuelvo a lo de antes: no es lo mismo ofrecer un aria hermosísimamente cantada
que levantar psicológicamente un personaje para el que se carece de autoridad
vocal y de variedad expresiva. Por si fuera poco, su actuación escénica dejó
muchísimo que desear. Ni lo que se escuchaba ni lo que se veía resultaba
mínimamente creíble.
Alexander Vinogradov, al igual que Ismael, despertó enormes aplausos entre el
respetable. Lo entiendo, porque su voz es soberbia, amén de por completo
adecuada para el personaje. Y el bajo ruso cantar, lo que se dice cantar, canta
estupendamente. Tenerle en Jerez –la primera vez que le escuché fue haciendo
Daland con Barenboim– es un verdadero lujo. Pero Mefistófeles necesita una cantidad de matices que a este señor se le
escapan: ironía, sarcasmo, chispa, crueldad… Tiene que resultar al
mismo tiempo atractivo y repelente, algo nada sencillo de conseguir. Moverse por
la escena sí que lo hizo estupendamente, y en este sentido fue el rey de la
función.
Me ha hecho muchísima ilusión escuchar por primera vez en directo a
Isabel
Rey, una señora del canto seria, profesional y musicalísima. Obviamente su
instrumento ya no es el de hace veinte años: ha perdido esmalte y sufre en el
agudo. Pero también se ha ensanchado, ganando el peso y el cuerpo necesarios
para cantar a Margarita. Se desenvolvió con suficiencia en el aria de las joyas,
evitó riesgos innecesarios y se mostró en todo momento irreprochable en el
estilo, amén de sensible y cuidadosa. Como además es muy buena actriz, logró
realizar un retrato completo y bastante digno de su personaje, al que para mi
gusto aún le faltaba una dosis de emotividad, de fuerza expresiva, para terminar
de convencer.
Francamente bien
Alexandra Rivas como Siebel. Entiendo que la punta
metálica de su voz pueda desagradar, pero expresivamente la encontré
entregadísima, por completo convincente. Además, quizá por su larga experiencia
en papeles travestidos, la mezzo vienesa –vinculada desde hace mucho al
Villamarta– resulta de lo más creíble haciendo de chico. ¡Brava!
Xavier
Mendoza cantó de manera aceptable a Valentín y lo encarnó admirablemente en
lo escénico. Gran dignidad en
Mireia Pintó y
Pablo López, Marta y
Wagner respectivamente. Sin embargo, no fue la noche del
Coro del Teatro
Villamarta: hubo momentos muy buenos por su parte, pero también
considerables desajustes y apreciables insuficiencias canoras, sobre todo en la
parte masculina de la agrupación. Al público no le pareció así, porque lesaplaudió muchísimo.
La
Filarmónica de Málaga, a mi entender la menos satisfactoria de las
cuatro grandes orquestas andaluzas, ofreció una de sus mejores actuaciones en
su ya muy larga lista de representaciones en el foso del Villamarta. Con ello
debió de tener mucho que ver la presencia del veterano maestro brasileño
Luiz
Fernando Malheiro, que la hizo sonar con suficiente empaste y apreciable
belleza. Su fraseo, además, fue amplio y cantable, atento a las posibilidades
melódicas de la escritura orquestal, irreprochable en el estilo y de exquisito
gusto. Eché de menos un toque adicional de chispa, de nervio y de entusiasmo, de
convicción expresiva, pero todo estuvo en su sitio y la musicalidad se encontraba garantizada.
Me resulta extremamente difícil valorar la puesta en escena, porque me pareció ver en ella triunfos considerables junto evidentes insuficiencias y errores
garrafales. El planteamiento de
Alfonso Romero (
web oficial), aun con algunos elementos
más o menos simbólicos, es mayormente naturalista. Pero naturalista de muy
exiguo presupuesto, lo que significa que hay que prescindir de escenografía y
echar mano de proyecciones sobre telones, de cuatro elementos de atrezo y de una
iluminación que consiga efectos dramáticos. Si todo eso no se hace muy bien, la
sensación de pobreza termina imperando, y eso es justo lo que aquí ocurre: un telón que subía y bajaba, una farola comprada en “los chinos”… Y
oscuridad, muchísima oscuridad. Visualmente esta producción de los Amigos
Canarios de la Ópera me parece feísima.
Luego está la cuestión del concepto. Romero apuesta por dejar a un lado el
confort del libreto original para optar por
la pesadilla alucinada, lo que me parece un completo acierto. Pero de nuevo esas
cosas hay que saber hacerlas. El género del terror resulta harto difícil de llevar a la práctica, porque
la línea que separa lo horrendo de lo ridículo es muy delgada. Creo que fue muy
desagradable, y por ello adecuado, ver cómo Margarita ahoga en la bañera a su
hijo y luego intenta suicidarse rebanándose el cuello. También fue una idea
brillantez visualizar la paliza que previamente Valentín ha propinado a su
hermana. No fueron pocas las cosas que estuvieron fenomenalmente resueltas y
demostraron talento teatral. Pero otras no funcionaron. Mefistófeles nunca
llegaba a dar miedo. Con su cara pintada recordaba más bien al Joker de los
Batman de Christopher Nolan, mientras que sus dos demoníacos asistentes, con las
cabezas enfundadas en sacos, eran un trasunto del Scarecrow –el personaje de
Cillian Murphy– de la misma serie. La orgía satánica de Walpurgis parecía
montada por una escuela de ursulinas: Fausto acariciaba a las chicas con la misma lascivia con que yo acaricio a mi gato –ninguna, no se vayan ustedes a pensar–,
mientras que entre los demonios deambulaba el payaso de
It. Más referencias
cinematográficas: en la escena final en la cárcel, aquí un ciertamente
inquietante hospital psiquiátrico, colgaban del techo numerosos ganchos que
parecía referencia directa a
Hellraiser.
De los soldados vestidos a la
manera de la I Guerra Mundial con la bomba atómica de fondo, ni hablemos. Aunque
sí tenemos que dejar testimonio de la extrema ridiculez de la escena de la
iglesia, en la que varios personajes –incluidos el Cristo y la Virgen de una
Piedad– asustaban a la chica mostrando ojos de un rojo intenso fosforescente y labios
de las mismas características. El final, que presentaba a Margarita ahorcándose
para seguidamente reencontrarse con su hijo en el más allá, dejaba igualmente
que desear. A la postre, parece que no fue el pobre Gounod el único culpable de que la
velada se me hiciera eterna.