Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Ya escribí aquí mismo lo que opino sobre el avance del regista sevillano Rafael R. Villalobos en el mundo de la lírica: triste, irritante y -sobre todo- dañino tanto para la ópera como para las causas progresista, feminista y LGTB que él dice defender. Lo hice al volver de la última de las tres funciones que el Teatro de las Maestranza ofreció de la bellísima Ifigenia en Táuride de Gluck, la del sábado 15 de febrero. Escribí en caliente, pero me reafirmo en lo dicho. Escribo ahora en frío sobre los resultados de la función propiamente dicha, no sin antes realizar una consideración previa.
Me dice un amigo que no está bien valorar una función de ópera a partir de lo que uno ha escuchado con anterioridad; que no son apropiadas las comparaciones, que hay que considerar a las cosas por sí mismas. No estoy de acuerdo. Sí que es cierto que cuando de ópera se trata hay que olvidarse de las grandes grabaciones de estudio: resultaría ridículo esperar en directo cosas como el Tristán de Furtwängler, el Rigoletto de Kubelik o la Turandot de Mehta. Eso es música-ficción, solo posible con una gran compañía discográfica que reúne grandes nombres, los hace trabajar largos días y corrige en la mesa de mezclas todo lo que haga falta. Pero uno sí que puede tener presente lo que ha presenciado en directo. Puede y debe, si quiere ser justo con todos los artistas y dar al césar lo que es del césar. El café para todos no vale, como tampoco vale en la profesión a la que me dedico, la enseñanza. Por mucho que en los últimos años cada vez alumnos, padres y administraciones públicas se empeñen, no a todo el mundo se le puede poner el sobresaliente: resulta injustísimo con quien tiene mayor talento que otros y/o ha trabajado de manera especialmente dura. En este caso concreto de Ifigenia, no puedo olvidar que en 2008 vi una espléndida función de este título en Valencia (reseña) y en 2011 otra aún mejor en Madrid (reseña). En ambos casos el papel de Orestes corría a cargo de un tal Plácido Domingo.
Y qué quieren que les diga, a sus setenta años el artista madrileño, tenor y no barítono, hizo gala de mucha más voz que Edward Nelsons, barihunk -barítono cachas- escuchado en Sevilla. Escuchado y sufrido: su línea de canto, si es que de canto se podía hablar, no había por donde cogerla. Lo que hizo fue vociferar el papel. Alasdair Kent se encargó de su fiel amigo Pylades: la voz tiene un centro agradable, pero se queda corta por arriba y por abajo. Técnica, la justita. En la segunda mitad de la función se vino abajo y metió un par de sobreagudos insufribles. ¿Cómo se entiende que con la sabiduría que el departamento de producción del Maestranza está demostrando en estos últimos años se haya contratado a estos dos señores? Solo encuentro una explicación: Villalobos ha intervenido en el casting y ha cogido a dos maromos de torso espectacular a los que tener todo el tiempo sin camiseta. ¿Y este tipo dice amar la ópera? Bochornoso. Muy acorde con los tiempos que corren, eso sí. Mientras veía y escuchaba aquello pensé lo mismo que un colega con el que pude departir en el intermedio: esto es lo mismo que se hacía en el cine del destape, ofrecer carne fresca "por exigencias del guion". Por aquel entonces femenina, ahora masculina. Lo peor es que se quejan de que se cosificara a la mujer los mismos que ahora cosifican a los varones.
Raffaella Lupinacci me pareció una buena Ifigenia, sin más. Ni punto de comparación con Violeta Urmana en Valencia, no digamos con Susan Graham en Sevilla. Esas sí eran grandes. Lupinacci, presunta mezzo que más bien parecía una soprano corta, no tenía graves pero si muy buena técnica. Cantó con irreprochable estilo y muy buen gusto, aunque con alguna irregularidad: comenzó con la voz fría, pasó en poco a un muy alto nivel, se limitó a cumplir en esa increíble maravilla que es "O malheureuse Iphigénie" -la regie no ayudó al situarla en lo alto de un graderío, lejos de la embocadura- y ofreció unos actos tercero y cuarto más que dignos. Globalmente bien, nada más y tampoco nada menos.
Muy notable Damián del Castillo como Thoas, y mejor aún Sabrina Gárdez como Diana. El gran triunfo vino para el coro, no tanto por los señores -hubo algún desajuste- como por las señoras: aun con alguna tirantez, estuvieron mucho mejor que el coro que escuché en Madrid y que el del Metropolitan en la filmación con Graham y Domingo aquí comentada. Hay motivos para el orgullo, porque las exigencias son tremendas por longitud y dificultad de las intervenciones. Merecidísimos aplausos para todas y para su director, Iñigo Sampil.
Me gustó la batuta de la directora griega Zoe Zeniodi, quien al frente de una Sinfónica de Sevilla en buena forma supo ofrecer Gluck "de la reforma" sin irse para ninguno de los dos lados: esto no puede sonar a Beethoven o Weber, por no salirnos del ámbito alemán, pero tampoco hay que imitar a las formaciones históricamente informadas ni ofrecer la hoy tristemente acostumbrada ración de espasmos, claroscuros y violencia sonora. La cuerda estuvo ágil en peso sonoro y articulación sin por ello perder la imprescindible densidad. Hubo nervio y sentido teatral, mas no precipitaciones; las melodías volaron con desahogo y se permitió respirar a cantantes y coro.
Queda la producción escénica. Situar la acción en el teatro bombardeado en Mariúpol por las tropas del genocida Putin es puro oportunismo por parte de Villalobos. El drama de Ifigenia va por otro lado, el de las relaciones familiares, la amistad y los conflictos internos, y si el tema de ira divina ciertamente encaja con el contexto bélico y tal, lo otro no lo hace en absoluto. Para encajar las piezas, el regista propone unos teatrillos mediocremente resueltos por su parte y por la del pequeño equipo de actores congregados a tal efecto. Sí que fue excelente la dirección teatral tanto de los cantantes como de los miembros del coro, y estuvieron muy bien escenografía e iluminación de los actos primero, segundo y cuarto; en el tercero, un verdadero horror visual. Me decía un buen melómano a la salida, entusiasmado, que esta producción había puesto en escena una verdadera tragedia griega. No estoy de acuerdo: tragedia clásica, esencial, modernísima a la vez que intemporal, directa al grano y sin concesiones, era la producción que vi en Madrid a cargo del grandísimo Robert Carsen, tan parecida a sus justamente aclamadas Carmelitas que se acaban de reponer en Valencia. Lo de Villalobos me parece una mezcla de mediocridad intelectual, pretenciosidad y provocación gratuita.
Y es que se le olvidaba: Orestes se lleva parte del tiempo inhalando droga, mientras que Thoas viola analmente a una de las sacerdotisas para luego hacerse una paja y mearse encima de ella. El joven regista se cree una mezcla de Passolini y Almodóvar, pero se olvida de que lo que tenía sentido hace décadas no lo tiene ahora. Villalobos ni arriesga, ni innova, ni hace pensar, ni provoca. Hoy no. Todo lo contrario: simplemente se apunta al postureo para trepar en el mundillo, y a tenor de las críticas que están saliendo de su debut en el Teatro Real, parece que lo está consiguiendo. Malos tiempos para la lírica.
Del ciclo de sinfonías de Gustav Mahler que se está filmando con Andris Nelsons y la Filarmónica de Viena quedan por hacer Primera, Octava y La canción de la Tierra. No estaría mal que también cayera el Adagio de la Décima o, mejor aún, la versión completada por Deryck Cooke. Las que ya están las he comentado en este blog, salvando la Tercera: Festival de Salzburgo, agosto de 2021. Disponible en la plataforma Stage + con excelente sonido e imagen 4K. Vamos a por ella.
La Tercera es una sinfonía con mucha guasa. El movimiento inicial, aunque más largo de la cuenta, me parece interesantísimo. Luego vienen florecitas, pajaritos, ardillitas... Solo faltan Heidi y su abuelo. Tras un hermosísimo lied aparecen los angelitos, y uno se queda esperando a Julie Andrews haciendo de Maria von Trapp (y que conste que me encanta la Andrews). Tras tantísimo pastel, uno ya no tiene el cuerpo para aguantar la media hora del adagio conclusivo, por muy hermoso que este sea. ¿Caben aquí exorcismos a los Klemperer? En absoluto. La solución la tuvo Jascha Horenstein ofreciendo una visión todo lo expresionista posible que aún permanece referencia.
Pero aún queda otra vía: cero azúcar, máximo sabor. Dicho así suena a publicidad de refresco bajo en calorías, pero justo eso es lo que hace Andris Nelsons. Y lo hace, muchísima atención, con una técnica suprema que le permite mantener el pulso durante tan dilatadísima partitura, construir tensiones con plena naturalidad, diseccionar con increíble limpieza todo el entramado orquestal, descender a los detalles más increíblemente primorosos y ofrecer grandes dosis de belleza sonora sin que aquello caiga en el preciosismo.
Concretemos un poco. El primer movimiento es soberbio: avanza decidido, entusiasta, con excelente pulso, marcando muy bien aristas tímbricas, pero dejando que la música respire y se destile el necesario misterio. Segundo y tercero, lo ya dicho: Nelsons se los cree al cien por cien sin que ello le conduzca a bajar la guardia; la contemplación paisajística, la delectación melódica y el espíritu panteísta no ceden espacio a la blandura o a las sonoridades en exceso aéreas o difuminadas, por no decir al narcisismo. Difícil hacerlo mejor. ¡Y qué increíbles los solos del postillón!
El lied está dirigido de manera irreprochable. La solista es Violeta Urmana, que ya no está para muchos trotes; el asunto le cuesta, particularmente en el grave, pero el centro sigue siendo una maravilla y su arte severo, siempre algo distanciado, le sienta bien a esta página. Nelsons resuelve sin problemas el número de los ángeles, que le queda de maravilla, fresco y nada monjil, aunque personalmente echo de menos el carácter siniestro que sabía imprimir Abbado con esta misma orquesta -gran recreación en su conjunto, que se beneficiaba de una inmensa Jessye Norman-. Excelentes los coros. ¿Y el Finale? Para él hay enormes referencias discográficas: Nelsons no las supera, pero sí las iguala con una recreación que plantea muy bien la dilatada arquitectura hasta una conclusión vibrante y llena de grandeza.
La conclusión la tengo bastante clara: aunque la dirección de Horenstein me sigue gustando más, esta versión me parece globalmente superior por la sensacional prestación de una orquesta que la batuta trabaja con particular maestría. En definitiva, referencia discográfica.
Quizá sea el momento de hacer un repaso de las anteriores entregas del ciclo Mahler de nelsons/Viena, por orden cronológico.
Segunda (julio 2018): muy personal, mayormente apolínea, siempre de alto nivel, pero sin toda la coherencia expresiva deseable, sobresaliendo por su movimiento conclusivo (reseña).
Sexta (agosto 2020): de menos a más, sin amaneramientos y directa al grano, echándose de menos un mayor grado de locura para luego triunfar por todo lo alto en el sublime Andante moderato y en el Finale (reseña).
Quinta (agosto 2022): lírica y apolínea, pero más intensa que sus filmaciones anteriores con Berlín y Lucerna, y por ende magnífica, siendo particularmente destacable la claridad del Finale (reseña).
Séptima (enero 2023): interpretación "vienesa" que se aparta de visiones expresionistas para explorar todo el potencial lírico de la obra. No arrebata, pero interesa mucho (reseña).
Cuarta (agosto 2023): sensacionales los movimientos pares, desiguales los impares por cierta falta de unidad interna y alguna tendencia a la frivolidad, aun siempre destilando enorme belleza sonora (reseña).
Novena (agosto 2024): la mejor de toda la historia del disco, así de claro. Una síntesis de todas las visiones posibles expuesta con técnica y belleza superlativas (reseña).
La cosa está clara: si se mantiene el nivel entre el notable alto y el sobresaliente en las tres sinfonías que quedan, estaremos ante el ciclo Mahler de nivel más alto y equilibrado que se haya conocido, muy por encima del sobrevaloradísimo de Kubelik y quizá preferible a los un tanto irregulares, pese a sus genialidades, de Leonard Bernstein.
PS. Un lector me recuerda, con toda la razón del mundo, los ciclos de Chailly y Bertini. Lo que conozco del del director israelí me gusta mucho. El de Chailly en Decca sí que lo he escuchado completo: me parece formidable, la referencia a día de hoy, si bien el de Nelsons cuenta con la baza de la Filarmónica de Viena y, por ende, hace gala de una belleza sonora incomparable. El de Chailly de Leipzig me parece claramente inferior, como ocurre con los de Maazel/Viena y Ozawa/Boston.
Llevo un tiempo preparando una discografía de la genial Sinfonía de los salmos de Igor Stravinsky, pensando ingenuamente que "ya está todo el pescado vendido": que si Markevitch, que si Bernstein, que si Celibidache... De pronto, aparece quien menos esperábamos en esta página, el mismísimo Riccardo Muti, en el concierto que tras aquel terrible incendio supuso la reapertura del Teatro La Fenice un 14 de diciembre de 2003. Y lo hace con una interpretación por completo sensacional, a la altura de las mejores.
El napolitano ofrece un Stravinsky en la línea de sus grabaciones de Petrushka y La consagración de la Primavera, lo que equivale a decir una recreación "a la Muti"; áspera, tensa y violenta, que no descontrolada ni excesiva, en la que las maderas suenan tan incisivas como claras, la cuerda grave amenaza como pocas veces se haya escuchado en la partitura y el sentido del ritmo se pone en primerísima línea. ¿Y el coro? Intensísima y descarnada súplica. La batuta se encarga de obtener el máximo rendimiento posible de las fuerzas venecianas y de inyectar dinamismo, sentido de los contrastes y grandes dosis de inmediatez expresiva. Con todas sus limitaciones y granujerías, ¡qué gran invento es YouTube!
Advertencia: este artículo no le va a gustar a nadie. Probablemente, por una cosa o por otra, irrite a casi todo el mundo. Allá usted si lo lee hasta el final.
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Llego de la Ifigenia en Táuride de Sevilla con una mezcla de irritación y tristeza, con la sensación no solo de que –una vez más– me han tomado el pelo como espectador, sino también –y sobre todo– de que no se puede hacer nada contra individuos como tan peligrosos como el regista Rafael R. Villalobos. ¿Peligrosos para quién o para qué? Para la ópera, para empezar. Por su cada vez más obvia falta de talento –un Warlikowski o un Tcherniakov, pongamos por caso, hacen el mismo tipo de mamarrachos, pero con ellos hay un trabajo teatral de primerísimo orden–. Por absoluta falta de respeto a la música y al libreto. Por su prepotencia a la hora de considerarse muchísimo más culto, sabio e inteligente que el público; un público al que tiene (¡a estas alturas de la película, cuando ya se han producido todas las revoluciones habidas y por haber!) por una masa aburguesada e intelectualmente pasiva que viene tan solo a pasar el rato, pero que gracias a su compromiso va a vivir la verdadera experiencia de la ópera. Por su afán de provocar para que se hable de él y conseguir hacerse un nombre en el mundillo. Por su manera de mentir diciendo que no pretende provocar. Y por su mal gusto estético: para quienes no le conozcan, baste decir que el horroroso Pedro Almodóvar y el muy sobrevalorado Michael Haneke son dos de sus referentes.
Pero es también peligroso, peligrosísimo para otras cosas: para la causa progresista en general y las causas feminista y LGTB en particular. Les hace muchísimo daño. Porque lo suyo es puro postureo de cara a la galería. Es imponer “porque sí”, porque toca, siguiendo las más obvias y burdas convenciones sobre el asunto, cuando el verdadero progresismo es todo lo contrario de la imposición. Vale, de acuerdo, este último argumento es el que hoy utiliza con total desvergüenza la ultraderecha para decir que lo suyo es “la auténtica libertad”, cuando dejar que los poderosos tengan total ausencia de limitaciones para machacar a los débiles es una de las peores formas de coartar las libertades –libertad es una de las palabras favoritas de Trump, de Milei y de los ultras de cualquier religión–. Pero ustedes me entienden lo que quiero decir.
Y si no lo entienden, permítanme un ejemplo de mi profesión. Este año la Junta de Andalucía –que es PP y no PSOE, dicho sea de paso– ha realizado un tremendo recorte en el temario de Historia del Arte de segundo de bachillerato. Se eliminan una gran cantidad de temas y autores de enorme relevancia, incluyendo el paleocristiano, el almohade, Fray Angelico, Piero della Francesca, Alberti, Bramante o Palladio, entre otros. ¿Saben para qué? Para meter a cuatro mujeres artistas que, siendo excelentes, no han realizado ninguna de las aportaciones decisivas de los citados: Sofonisba Anguissola, Artemisia Gentileschi, La Roldana y Camille Claudel. En el tema que acabo de terminar con mis alumnos le han dado la patada al pobre de Tiziano, y con él a toda la pintura veneciana, para meter a la buena de Sofonisba. Así se hace ver a los alumnos, dicen, que las mujeres también estaban ahí. Pues miren ustedes, el verdadero feminismo no es eso. Es enseñarles ciertas obras de Tiziano coleccionadas por nuestros austrias y decirles que, lejos de ofrecer “mujeres objeto al servicio de la mirada lúbrica del varón de la opresiva sociedad heteropatriarcal”, son ni más ni menos que la primera gran reivindicación del cuerpo desnudo de la mujer como objeto pictórico preferente, como algo de extrema belleza, como una realidad tan perfecta como la del varón –hacia este no había habido problema alguno en el siglo y medio anterior– y, por ende, como algo que no es fuente de pecado, sino todo lo contrario. Hay que explicarle al alumnado las cosas en su contexto, el del siglo XVI, sin mistificaciones de ideologías que solo encuentran sentido en nuestro mundo actual. Y luego podemos continuar, por ejemplo, contándoles que Goya dará un paso más haciendo que la mirada de la fémina rete a la del varón con unos ojos mucho menos complacientes, más desafiantes, pero no por ello menos impregnados de erotismo. Yo lo llevo haciendo así veinticinco años, y hasta una vez les ofrecí un recorrido por el Museo del Prado con el tema de la visión de la mujer en la pintura.
Pero no, eso no vende. Hay que darle demasiadas vueltas a la cabeza. Lo suyo es imponer mujeres artistas por la fuerza, aunque no aportasen nada tan relevante como lo que nos dieron los grandísimos señores que han salido disparados por las exigencias de equidad. Y luego están, ya fuera del aula y a nivel muy general, la cursilada esa del “lenguaje inclusivo”, la censura de autores literarios non gratos, la modificación de textos literarios clásicos o el rechazo de artistas por haber sido sospechosos de maltratar mujeres. ¿Sacarán algún día de la historia del arte a Alonso Cano, presunto asesino de su segunda esposa?
Ustedes conocen las consecuencias: que la gente conservadora le termina cogiendo asco a estas actitudes y que, por ende, se radicaliza cada día más. A nadie se le escapa que el rechazo a eso que los de derechas llaman “cultura woke” –etiqueta asquerosa, pero que denomina una realidad que existe: la imposición del progresismo por la fuerza– es una de las causas –no la única– de que un multimillonario psicópata tenga el botón de la guerra nuclear, de que la ultraderecha haya resucitado en Europa o, sin irnos tan lejos, de que 188.813 sevillanos hayan votado a un partido manifiestamente racista, xenófobo, machista y homófobo como es VOX. De las crecientes agresiones física a homosexuales en España y de las escandalosas cifras de violencia doméstica machista, ni hablemos. Estamos mal, y la paradoja es que precisamente quienes se autoproclaman verdaderos paladines de la defensa de estos derechos, como el señor Rafael R. Villalobos, son quienes están arrojando más gasolina al fuego del odio, la intolerancia y la reivindicación de los valores tradicionales más siniestros.
En fin, ya escribiré la crítica de esta Ifigenia en Táuride de Gluck. Puedo decir que no me ha gustado en lo escénico –obvio–, y que en lo musical me ha dejado a medias. Buena protagonista, buena directora musical, altamente meritoria labor del coro femenino y, vaya tela, un barítono y un tenor mediocres en el canto pero que (¿se lo imaginan?) estuvieron siempre desnudos de cintura para arriba enseñando sendos torsos de muchísimas horas de gimnasio. Cosa probablemente de Villalobos, que debe de haber tenido mano en el proceso de casting y ha decidido entregarnos musculitos en lugar de canto. Pero esa es otra historia. Mejor mañana o pasado, cuando se me pase el cabreo.
Post Scriptum
Recibo dos feedbacks de dos amigos. Uno de izquierdas, confesándome que no me ha gustado un pimiento el artículo. Otro que dice que es de izquierdas, pero que considera al presidente Pedro Sánchez "un psicópata narcisista" (sic) y cree que vivimos en una dictadura, diciéndome que "por fin me he caído del caballo". Las líneas de este último me han abierto los ojos en otro sentido: la necesidad de hacer algunas puntualizaciones para que no se malinterprete mi texto.
NO, claro que NO vivimos en una dictadura. Dictadura es lo de Francisco Franco, ese al que algunos historiadores con escasa ética quieren blanquear diciendo que su gobierno "fue simplemente un régimen autoritario"; ese mismo al que algunos o muchos españoles querrían resucitar, empezando por los cientos de miles de votantes de VOX y del partido del tal Alvise Pérez. Felizmente estamos en una democracia, y con unos gobiernos de coalición –hablo del gobierno central, de autonomías y de ayuntamientos– en los que, para lo bueno y para lo malo, se ven obligados a llegar a acuerdos partidos de distintas sensibilidades, incluyendo los extremos del espectro político. Se llama diálogo, ¿saben? Y es bastante saludable para una democracia. En cuanto a Pedro Sánchez, pese a sus muchos defectos, me parece un buen presidente y le seguiré votando. Apúnteme esa gentuza nacionalcatólica que vota a VOX y que se mueve en las cúpulas del poder en la lista de futuros represaliados, por favor; me consta de buena tinta que aquí en Jerez alguno ya lo ha hecho.
Finalmente, claro que NO podemos confundir "gobiernos de izquierda" ni "gente de izquierda" con "dictadura woke". Esta última existe, pero no son lo mismo: eso es lo que pretenden que creamos la ultraderecha Trump en EEUU, las de Santiago Abascal e Isabel Díaz Ayuso en España y todas las que hay por ahí. Dictadores woke –repito que el término me da asco, pero es el que hay– son ciertos políticos concretos, ciertos artistas concretos –entre ellos Rafael Villalobos, que por mucho que se autoproclame abanderado de lo LGTB es un clasista de libro– y, por qué no decirlo ya que hablamos de ópera y de Sevilla, algunos críticos musicales que han pedido públicamente que se cambien las dramaturgias de óperas como Carmen o Madama Butterfly para ajustarlas a "la sensibilidad actual". ¡Toma castaña pilonga! No, miren ustedes, la inmensa mayoría de la gente de izquierda NO somos así. No se dejen engañar por los que, cada vez con menor disimulo, quieren volver a las auténticas dictaduras.
Ah, las fotos son de la web del Maestranza y corresponden al magnífico Guillermo Mendo.
La plataforma Met Opera on demand permite ver una filmación de la Iphigénie en Tauride de Gluck realizada en el teatro neoyorquino el 26 de febrero de 2011. Susan Graham, Plácido Domingo, Paul Groves y Gordon Hawkins son los cantantes. La dirección musical corre a cargo de Patrick Summers y la producción escénica es de Stephen Wadsworth. O sea, exactamente la misma que yo había visto en el Palau de Les Arts en diciembre de 2008 con Violeta Urmana, Ismael Jordi y el propio Plácido Domingo, que comenté por aquí. En enero de 2011, es decir, un mes antes de la filmación de Nueva York, escuché el título en el Teatro Real madrileño en una soberbia producción de Robert Carsen (aquí la reseña) en la que cantaban los tres mismos protagonistas del Met: Graham, Domingo y Groves.
Me ha venido muy bien el repaso. La producción escénica no me convenció en Valencia. Sí lo ha hecho en televisión. En parte, porque en Les Arts el tamaño del escenario hizo que se perdieran cosas importantes de la escenografía, fundamentalmente el recinto situado en la parte izquierda, que con el montaje televisivo permite ofrecernos una estancia totalmente diferenciada en la que se desarrolla parte de la acción. Pero también me ha resultado más satisfactoria porque, con tanto director de escena desmelenado intentando cada vez que le ponen un libreto por delante contar otra historia, a ser posible una historia políticamente comprometida, Wadsworth decide narrar exactamente aquello a lo que Gluck pone música. Hay mucho cartón piedray algunas coreografías que chirrían, pero también buenas resoluciones teatrales y más de un hallazgo puntual, como puede ser la catarsis final de la protagonista con su hermano. Además, por qué no reconocerlo, apetece ver un montaje "a la antigua" y se ve bonita la luz de las antorchas.
Susan Graham me gustó bastante en Madrid, pero aún esperaba más de la grandísima artista que es. Aquí, justo un mes más tarde, y a despecho de algún sonido corto en el grave, me ha satisfecho plenamente: los primeros planos juegan muy a su favor, porque es una actriz soberbia además de una señora hermosa. Su canto es puro, musicalísimo, y la expresión no conoce el menor exceso. Paul Groves posee una voz muy bella, carnosa y cálida; sigo quedándome con Ismael Jordi, que canta con más clase, pero el norteamericano lo hace francamente bien. Todo lo contrario que Gordon Hawkins en el rol de Thoas, de una tosquedad superlativa.El coro del Met, lo que ha sido siempre: una formación de segunda fila. Poca cosa para las enormes exigencias de este título.
En cuanto a Domingo, qué quieren que les diga. Ni su voz es de barítono ni su canto es el más apropiado para el Clasicismo, pero Plácido es la Ópera personificada. Como Gluck. ¿Y qué quiero decir con esto? Pues que si el compositor alemán hizo que el género volviera a ser lo que había sido en sus orígenes, música al servicio del teatro y no de sí misma, el cantante madrileño es justamente eso: expresión por encima de otras consideraciones. Comunicatividad, sinceridad, arrojo y muchísimas tablas hay en su Orestes. A la media hora de comenzar la función abre la boca y uno exclama eso de "¡ah, esto es ópera!". Que luego se quede corto en algunas cosas no me ha importado en exceso, mientras que otras se perdonan en cuanto reparamos que en momento de la filmación acababa de cumplir setenta años. Eso sí, los primeros planos le favorecen de manera inversamente proporcional que a la Graham: se nota demasiado que es un anciano muy teñido y maquillado.
La batuta de Patrick Summers me ha interesado: tradicional en el buen sentido, pero no por ello desconocedora de la renovación de la praxis del repertorio del XVIII. Muy ajena, por ende, a pesadeces y despistes varios. La suya es una dirección ágil, moderadamente incisiva y sensatamente contrastada que no necesita excesos "históricamente informados", ni nada que se le parezca, para sonar a lo que es esta música. Una pena que por hay haya algún despistado –voluntariamente despistado, habría que puntualizar– que piense que esta música es aún barroca y reciba con aplausos los ñics ñics de la peor escuela historicista. ¡Ya está bien de barroquizarlo todo, joder!
Miro la web y descubro que, aunque hay un buen número de entradas vendidas, aún quedan bastantes asientos libres para las Variaciones Goldberg de J. S. Bach que Ignacio Prego ofrecerá mañana viernes 14 en el Teatro Villamarta. Se impone un aviso, pues: si usted vive por esta parte de la península y mañana no puede ir a escuchar a la Netrebko en el Maestranza, venga a Jerez de la Frontera. Por dos razones. Una, son las Goldberg. Razón suficiente, pero hay otra: este señor las hace de maravilla.
Confieso que conozco pocas versiones al clave: Leonhardt II y III, Pinnock, Koopman, Suzuki II, Hantai II y Rondeau. Todas ellas me gustan mucho o muchísimo, pero me quedo con la del español. ¿Toca mejor que todos ellos? Igual de bien sí, igual de ágil e igual de claro en la polifonía. Mejor no, porque no se puede. Lo que pasa es que a todos ellos "se les nota" demasiado. Incluso a Leonhardt: su proverbial sobriedad calvinista está ahí. Particular mención para Jean Rondeau, al que con toda justicia me ha recomendado vivamente un sabio amigo: su poesía me parece acongojante, pero también personalísima y, por ende, discutible. Una vez escuchado no puedo prescindir de él, pero tampoco lo recomendaría para acercarse a la obra.
El milagro del madrileño es que, al mismo tiempo que mantiene todo el rigor "históricamente informado", nos presenta con extraordinaria transparencia el tejido de la música y se muestra muy atento a la poesía de la música, no pretende descubrirnos nada nuevo. No, no es escasez de implicación o falta de imaginación. En absoluto. Es más bien la búsqueda de la naturalidad por encima de cualquier otra cosa. La música fluye en su discurso horizontal como en ninguna de las versiones reseñadas. La ornamentación es de una sensatez incontestable. Lo mismo se puede decir de la elección de los tempi: no carreritas exhibicionistas ni morosidades que quiebren el discurso. Contrastes, los justos y necesarios. El Barroco no exige claroscuros extremos, aunque ahora se hayan puesto de moda.
En la lectura de Prego, en definitiva, no sobra ni falta nada. Escuchando su grabación he tenido la sensación de que Bach habla directamente como en ninguna de las otras, por muy geniales que sean algunas de ellas. Sensación de que las Goldberg "son así" y no de otra forma, aunque eso no sea verdad en absoluto, porque la genialidad de la música permite mil maneras de acercarse a ella.
Sea como fuere, ¿comprenden ustedes por qué espero el concierto de mañana como agua de mayo? Pues eso mismo.
Antes de empezar, perdón a los lectores habituales por las escasas actualizaciones del blog y por no haber contestado a los últimos comentarios. No encuentro tiempo para casi nada. Dicho esto, vamos allá.
Confieso mi absoluto desconcierto ante la figura de Daniil Trifonov. Por un lado tenemos al artista capaz de diseñar el programa Johann Sebastian Bach disponible en la plataforma Stage +: enorme densidad intelectual, extrema exigencia para artista y público y resolución por competo magistral. En este enlace pueden leer la reveladora crítica escrita por Luis Gago en la ocasión en que tuvo la oportunidad de ofrecerlo en Madrid. Por otro, está el señor empeñado en demostrar que es capaz de alcanzar una velocidad extrema sin perder limpieza digital, aunque sea a costa de pasar como una apisonadora por encima de la música e incluso de frasear de manera mecánica. Dos pianistas en uno, o incluso tres. En el recital de anoche en el Teatro de la Maestranza quedó bastante claro: en el que lo interesante, lo olvidable y lo genial se fueron sucediendo como si tal cosa.
De la juvenil Sonata para piano, op.80 de Tchaikovsky presenté hace unos días una discografía comparada. Lamento decir que la versión de Trifonov me ha gustado menos que las siete reseñadas, fundamente por su movimiento conclusivo: puro mecanicismo encaminado a deslumbrar acumulando notas con rapidez extrema. Hubo brillantez y hubo potencia sonora, pero no grandeza expresiva. El resto me pareció tan discutible como interesante. Su visión se movió dentro de una línea especialmente arrebatada, sin nada que ver con el marmóreo clasicismo de Emil Gilels; eso sí, su temperamento no miraba hacia Schumann –como hacía Nicola Meecham en su registro–, sino hacia quien en cierto modo era de esperar: Sergei Rachmaninov. Rachmaninov compositor y Rachmaninov pianista, habría que puntualizar. Mucho nervio, muchísimos contrastes y mucho fuego dentro de un discurso horizontal de apreciable elasticidad, servido todo ello con un sonido muy musculado y una digitación de enorme limpieza. Con semejante planteamiento se pierden cosas importantes de esta música, al tiempo que se ganan otras. Muy hermoso el Andante, también muy delicado. ¿En exceso, quizá? Podría ser, pero la manera en la que Trifonov adelgazó su sonido para convertirlo en gotas de cristal nos dejó a todos sobrecogidos y dejó bien claro que lo de este señor no es solo agilidad digital, sino también técnica: como tantas veces ha recordado el crítico Pedro González Mira, no son la misma cosa.
Técnica, muchísima técnica hubo en la selección de Valses de Chopin que vino a continuación. El secreto para interpretar bien la música del polaco no está tanto en la belleza sonora y en el sentido de los contrastes, sino en elasticidad y control del fraseo. El famoso rubato chopiniano, sí, pero no solo eso: todo el discurso general tiene que ser flexible y orgánico. Trifonov ofreció altísimas dosis de la referida elasticidad y del referido control, como también una portentosa matización en las dinámicas y no poca belleza sonora. Lo que ocurre es que hubo, siempre a mi entender, un gravísimo problema de base: nuestro artista, dejándose llevar no se sabe muy bien si por la pasión o por si deseo de triunfar por el camino más corto, corrió de una manera incomprensible y no dejó respirar a la música. Sí, la música tiene que respirar. Las notas necesitan su tiempo para vibrar, para ser percibidas y asimiladas, para ofrecer un sentido cuando se las ponen una junto a otras. Es exactamente igual al discurso de un orador, que debe vocalizar con claridad pero también administrar tensiones, calcular pausas de diferente duración, jugar con los silencios y sacar partido del fraseo tanto para mejorar la comprensión de los argumentos como para otorgar intensidad al contenido. ¿De qué le servirían una vocalización prístina y muchos contrastes si va a todo correr y no concede espacio a la pausa? Creo que lo mismo se debe aplicar a la interpretación musical, que al fin y al cabo no es otra cosa que un acto comunicativo. Que las notas de Trifonov fuesen extremadamente nítidas y que en su línea hubiera infinidad de claroscuros no sirve de nada si falta lo más importante: la trasmisión de la idea global que se encuentra detrás de las notas. Le sirve, en todo caso, para deslumbrar ante quienes entienden el arte como extrema habilidad técnica a la hora de hacer algo puramente físico fuera del alcance del común de los mortales. Que el pianista ruso ofreciera algún vals muy interesante no me hará olvidar mientras viva lo que hizo con el Vals del minuto: merendárselo en minuto y medio. Un espanto.
La segunda parte, qué cosas, se movió entre lo magnífico y lo absolutamente sensacional. De la magnífica Sonata, op. 26 de Samuel Barber también hice para mí mismo una brevísima discografía comparada, pero no pude publicarla. Baste decir que permanece vigente la recreación de quien estrenara la pieza, Vladimir Horowitz, si bien Peter Lawson, Earl Wild (¡con ochenta y cinco años!) y Marc André Hamelin han sabido más recientemente decir cosas distintas, complementarias e interesantísimas. Pues bien, aquí Trifonov los supera a todos y se marca la versión de absoluta referencia. Ni que decir tiene que su enfoque tiene mucho que ver con el del señor de la pajarita citado en primer lugar –al de Kiev también le gustaba lo suyo correr, dicho sea de paso–, y que por ende las “sonatas de guerra” de Prokofiev son el principal referente –el perfume jazzístico queda relativamente relegado–. Lo interesante es que Trifonov no solo materializa todo eso con una pulsación más rica y una imaginación más fértil que la de Horowitz manteniendo toda aquella aprobadora potencia sonora, toda esa densidad armónica y esa fiereza en el fraseo que evidenciaban el trasfondo trágico de esta música, sino que añade todos esos componentes de los otros pianistas citados. De acuerdo con que el segundo movimiento lo podría haber dicho con menos prisas, atendiendo menos a la incisividad y más al onirismo lírico que también está en la escritura, pero no dudo en calificar el Adagio como una de las más descomunales interpretaciones pianísticas que he escuchado en directo en toda mi trayectoria de melómano. Ni que decir tiene que la fuga de la conclusión nos trajo al genial recreador de El arte de la fuga que es nuestro artista: una perfecta fusión entre mente y pasión.
Para terminar, una larga suite de La bella durmiente arreglada con muchísimo acierto por Mikhail Pletnev. Aquí Trifonov puso su descomunal gama de recursos pianísticos al servicio de la música y su temperamento, incandescente en todo momento, estuvo mucho más controlado que en la sonata del mismo autor que había abierto el programa; por ende, hubo espacio para que el encanto, la delicadeza, la ternura e incluso el sentido del humor hicieran acto de presencia.
Éxito apoteósico y tres propinas, de las cuales solo reconocí el Chopin final. Quizá puedan descubrirlas ustedes mismos en la trasmisión en directo que hace mañana viernes 14 la plataforma Stage + desde nada menos que el Palau de la Música de Barcelona. ¡No se les ocurra perderse la segunda parte! De la primera, créanme, pueden prescindir con total tranquilidad.
Ya comenté que el pianista Daniil Trifonov trae a España un programa que, salvando la selección de valses de Chopin, resulta bastante inhabitual. Entre otras páginas, la Sonata en do sostenido menor op. 80 de P. I. Tchaikovsky. Presunta op. Post., es en realidad una página escrita en 1865, cuando el autor contaba 25 años y andaba aún por el conservatorio: muy poquito después, utilizaría el primer tema del Scherzo en el mismo emplazamiento de su Sinfonía nº 1 (aquí discografía comparada). Al compositor no le hizo gracia y nunca la publicó. ¿Obra menor? Personalmente creo que no termina de funcionar, pero resulta interesante y se encuentra llena de hallazgos, no solo melódicos. Por eso mismo recomiendo vivamente su audición. Para mí ha sido una grata sorpresa.
1. Gilels (Melodiya, 1962). Con buen sonido estereofónico y un buen puñado de toses nos llega este registro realizado en la Gran sala del Conservatorio de Moscú en el que uno de los más grandes pianistas que han existido hace lo que mejor sabe hacer, esto es, utilizar su sonido poderosísimo, de especial densidad armónica pero jamás emborronado, para ofrecernos la más increíble mezcla ente pasión y control. Vale, más de lo segundo que de lo primero, pero haciendo gala de una delectación melódica, una emotividad poética y una sensibilidad para el matiz difíciles de igualar, Por no hablar de su capacidad para ofrecer grandeza cuando debe, o de su increíble dominio de la agógica y de las transiciones. ¿Es posible que en el movimiento conclusivo se le vaya un poco la mano? No lo sé. Quizá es que tanto hielo ardiente tenía que dejar salir la pasión por algún lado. (10)
2. Postnikova (Erato, 1991). El sonido pianístico de la Postnikova no es menos adecuado que el de Gilels, y tampoco no anda ella precisamente corta de virtuosismo, pero la comparación con lo que hace su colega nos obliga a reconocer que su enfoque, bastante más temperamental, carece de la concentración y profundidad necesaria en un primer movimiento al que se le podría sacar más partido. Su gran baza es el Andante, paladeado de manera exquisita, pero globalmente carece del máximo grado de implicación y creatividad posible. A la postre, una interpretación que se queda en el notable alto, quizá algo más arriba aún. No es poco. (9)
3. Rachkovsky (Naxos, 2007). En su incesante deseo de grabar repertorios pocos frecuentados, Naxos acude a un pianista de veintitrés años para que apechugue con una obra más exigente de lo que parece. Lo hace bien, paladeando con gusto las melodías y ofreciendo detalles de enorme sensibilidad, pero desde un prisma en exceso apolíneo, no del todo contrastado, en el que los dos primeros movimientos tienden en exceso hacia la ensoñación: esta música necesita mayor pulso interno. El efecto “protoimpresionista” se incremente con una toma en exceso difuminada. (7)
4. Meecham (SOMM, 2012). La joven británica Nicola Meecham ofrece una propuesta de interés: como se trata de una obra escrita por su autor en su último año de conservatorio, en lugar de mirar hacia el Tchaikovsky futuro se indaga en las raíces de la escritura, concretamente en el piano de Robert Schumann. Así, frente a la delicadeza no exenta de claroscuros -aunque sí revestida de cierta fragilidad no sé si del todo adecuada- de los dos primeros movimientos encontramos un cuarto muy nervioso y agitado, también muy ágil, como si se quisieran reflejar las dos consabidas caras schumannianas. Hay, por lo demás, belleza sonora y variedad en el toque. (8)
5. Hertzka (Skarbo, 2012). El pianista israelí Nadav Hertzka se mueve en el mismo campo apolíneo que Rachkovsky, superándole en elegancia y depuración sonora, pero quedándose rezagado en lo que a efusividad se refiere: su recreación, técnicamente impecable y clarificadora, resulta en exceso fría. El último movimiento es lo que mejor le sale, poderoso sin excesos temperamentales y muy bien delineado. Soberbia toma realizada en el Henry Wood Hall. (7)
6. Lisitsa (Decca, 2017-18). Sorprende gratamente la tremenda pasión con que toca la pianista nacida en Kiev. Pasión, ciertamente, pero no la concentración, la limpieza, la variedad en el toque ni el cuidado en las transiciones de sus compañeros. ¿Un bluf? No, tampoco es eso. No nos dejemos llevar por las simpatías de esta señora hacia Vladimir Putin: aquí hay detalles de enorme clase, particularmente cuando se trata de sacar a la luz el lirismo tchaikovskiano. (7)
7. Kholodenko (Harmonia Mundi, 2019). Al contrario que el de su paisana Lisitsa, no es el sonido de Vadym Kholodenko el un tanto estandarizado de la actualidad. El suyo recuerda al de la gran escuela rusa a la que pertenecían Gilels y Postnikova. Quizá haya también algo de la grandeza interior del primero de los citados: su recreación es noble, honda e interiorizada, delicada sin blanduras y llena de músculo cuando debe, pero sin que se le mueva un pelo. Desconcierta, ciertamente, la articulación en exceso recortada, casi sin pedal, con que aborda la sección inicial del hermoso Andante, como si no quisiera hacer sitio para la menor ensoñación. En contrapartida, el Allegro vivo conclusivo alcanza un gran equilibrio entre fuerza y control. Lástima que la toma, aun en streaming de alta resolución, no sea la mejor posible. (8)
Creo que solo he escuchado dos veces en directo a Tamás Vásáry (Hungría, 1933), en ambos casos en Sevilla: en otoño de 1991 dirigiendo a la Sinfónica –Mozart, Prokofiev– y un año después con la Berliner Symphoniker haciendo el Réquiem alemán de Brahms en la Catedral. Como ayer volví a los Valses de Chopin por Claudio Arrau, he querido hoy acercarme a la colección que grabó el citado director y pianista para DG en la primavera de 1965. Me lo he pasado bien, sin más.
El sonido es hermoso. Sensatos los tempi. Flexible el fraseo. Sensible el toque. Y se acabó, porque el de Vásáry es un Chopin eminentemente salonesco, para lo bueno y para lo menos bueno. Todo en sus manos suena ligero, coqueto y galante. Belleza superficial, sin muchos contrastes y apenas emotividad. La agilidad, la coquetería y el sentido de danza se ponen por delante de esas otras cosas que la música esconde. Es válido su acercamiento, se disfruta y se aprecian no pocos detalles, pero a mí no me resulta suficiente.
El mayor atractivo: se incluyen hasta diecisiete valses, y además se añaden cuatro mazurcas –fabulosa la op. 68/2–, las infrecuentes Variaciones "Der Schweizerbub" y una muy buena recreación de la celebérrima Polonesa heroica op. 53. Toma sonora propia de la época: necesita más carne.
Viene Daniil Trifonov a San Sebastián, Sevilla y Barcelona –este último concierto será filmado y por Stage +, la plataforma de DG– con, entre cosas de Tchaikovsky y Barber, un puñado de valses de Chopin en el programa. Excusa ideal para volver a un CD que hace muchos años que no escuchaba a pesar de tratarse de uno de los mejores discos de música clásica que existen: la colección de catorce por Claudio Arrau, registro realizado por Philips en La Chaux de Fonds en marzo de 1979.
Les confieso que, después de la nueva audición, no tengo ni idea de cómo comentar semejante joya. Podría hablar de la belleza del sonido, de la gradación de las dinámicas, de la sensatez en el estudio del pedal y todo eso. Me quedaré con dos cosas, no por tópicas menos ciertas. Una, la enorme naturalidad con que toca el pianista chileno. Ya saben, eso que decía Barenboim acerca de hacer parecer fácil lo difícil. Don Claudio consigue que esta música parezca pan comido, y eso solo se puede conseguir a través de una técnica superlativa que incluye no solo conocer a fondo las posibilidades del piano, sino también las de las propias manos. Pero asimismo exige, mucho ojo, no convertir nunca el virtuosismo en un fin en sí mismo, sino tan solo en un medio. Por eso a algunos les podrá dar la impresión de que el maestro no posee la técnica fulgurante de otros. Falso: simplemente, no se plantea en ningún momento la exhibición de medios. Todo suena con él tan lógico, tan sencillo, tan perfecto... Solo Rubinstein, en Chopin, le ha superado en este sentido.
La segunda cosa es el rubato chopiniano. Indefinible. Inconfundible. Aquí ni siquiera el citado Rubinstein le alcanza. ¿Cómo se hace eso? Me imagino que es como cogerle el punto al embrague del coche, pero muchísimo más difícil. Cuestión de milímetros. Cálculo exacto, perfecto. Mitad técnica, mitad intuición. Ni que decir tiene que la flexibilidad del fraseo va acompañada de un sentido orgánico asombroso, de un control del discurso horizontal fuera de serie.
Bueno, ¿y todo esto para qué? Otra vez tópico cierto: para entregarnos al Chopin menos salonesco y más humano. No es lo suyo la elegancia aristocrática de Rubinstein, sino la confesión íntima. También ocurre así en estos valses, sin que ello signifique renunciar a lo que en esta música hay de danza, incluso de galantería: todo eso está ahí, pero la efusividad amorosa se termina imponiendo. Si usted no conoce este disco, acuda ya mismo a las plataformas habituales.
Jean Sibelius escribió su Sinfonía nº 4 entre 1910 y 1911. Le salió una verdadera obra maestra. ¿Su mejor sinfonía? Podría ser, pero no estoy seguro. ¿La más "moderna"? Tal vez. Lo que sí tengo claro es que es la más sombría de las siete. Y que el melómano necesita unas cuantas interpretaciones en sus estanterías para, mediante enfoques muy diversos, descubrir toda la riqueza que alberga en su interior. Venturosamente hay donde escoger.
1. Stokowski/Orquesta de Philadelphia (Naxos, 1932). Soberbia restauración de Mark Obert-Thorn para la primera grabación mundial de la obra, realizada en estudio veintiún años después del estreno. Don Leopoldo le pone muchas ganas al asunto, inyecta pasión y sentido de los contrastes, procura otorgar vistosidad a una partitura que para el momento pudo resultar en exceso severa, pero con tanto portamento y con algún que otro exceso sonoro –clímax del tercer movimiento– termina entregándonos una lectura demasiado “romántica” y sentimental, amén de ajena a la magia poética que demanda. Muy notable el trabajo con la orquesta, que está francamente bien. (7)
2. Karajan/Orquesta Philharmonia (EMI-Praga, 1953). El Karajan de la Philharmonia se encontraba a medio camino entre la sequedad toscaniniana de sus primeros años y el romanticismo a veces desmelenado de su etapa berlinesa. El director modela a su antojo y con mano maestra la sonoridad de la que por entonces era la mejor orquesta del mundo para recrearse en la plasticidad de su cuerda grave, decisiva en una partitura como la presente, pero no cae en hedonismos ni puede disimular la sana aspereza de los metales de la formación londinense. El fraseo es una maravilla: amplio, natural, flexible y sin puntos muertos. Todo se desarrolla con lógica, belleza y convicción sin renunciar a la tensión interna. Eso sí, ni la poesía ni la garra dramática se terminan de desarrollar: Karajan se queda en el puro sonido. La toma es monofónica y de muy buena calidad. En cuando al reprocesado en alta definición de Praga, es bueno y no opta por el falso estéreo. (8)
3. Ormandy/Orquesta de Philadephia (CBS, 1954). Además de conocerle personalmente y de tener la posibilidad de discutir su música con él –eso ya le otorga una autoridad incuestionable–, el maestro húngaro demostraba comprender tanto el lenguaje sonoro que necesitaba Jean Sibelius como el trasfondo anímico que ocultaban las notas. Por eso mismo ofrece una Cuarta áspera, tensa, en absoluto romantizada, cuajada de acentos lacerantes y de clímax tan ardientes como llenos de rabia. Otra cosa es que, con lo que ha llovido desde entonces, se eche de menos mayor indagación en ciertas frases –tercer movimiento– o un tempo más sosegado –cierto es que está marcado Allegro– para el Finale. La suntuosidad de la cuerda es una enorme baza para recrear esta partitura, Excelente la toma monofónica tras su reprocesado en alta definición. (8)
4. Karajan/Filarmónica de Berlín (DG, 1965). Con respecto a su grabación con la Philharmonia, Karajan ralentiza ligeramente los tempi de los dos primeros movimientos, resta tensión interna y redondea el sonido para ofrecernos una visión eminentemente romántica, de gran vuelo lírico y serena belleza. La batuta, que sabe resultar suntuosa sin caer en lo pesante, se beneficia del empaste poderoso y rotundo de la orquesta, lo que no impide que haya algún desajuste aislado y que los metales no estén del todo finos. Ahora bien, una partitura como esta parece pedir un enfoque más atento a los conflictos: sin necesidad de llegar al desgarro, el de Salzburgo podía haber marcado mejor los picos de tensión. La reciente recuperación a 192 kHz hace sonar al registro francamente bien para su edad. En BR-Audio y en Atmos el sonido es muy redondo y confortable. (8)
5. Bernstein/Filarmónica de Nueva York (Sony, 1966). Como esperábamos una interpretación extrovertida y vibrante, Lenny nos sorprende gratamente con una lectura muy lenta, densa y oscura que apunta a Tchaikovsky, y más concretamente en su final al de la Patética. Por desgracia, faltan una planificación más minuciosa y, sobre todo, tensión y electricidad sonoras. También un mayor vuelo poético. A destacar los clímax muy punzantes –y quizá más nerviosos de la cuenta– del tercer movimiento. La orquesta se queda algo corta, sobre todo por parte de los metales. Buen sonido en alta resolución. (8)
6. Maazel/Filarmónica de Viena (Decca, 1968). Tras un arranque adecuadamente dramático se desarrolla una interpretación muy fluida, de tempi animados –el Tempo largo podría estar dicho con mayor lentitud–, que en lo expresivo resulta menos escarpada y atmosférica que otras sin por ello perder intensidad. Hasta cierto punto, se podría pensar que Maazel se deja llevar por ese espíritu del “clasicismo vienés” que aporta la orquesta, con cuya complicidad alcanza un maravilloso equilibrio entre rusticidad y belleza sonora, entre oscuridad y luminosidad, entre sentido trágico y vuelo poético. El reprocesado en alta definición es espléndido y permite disfrutar plenamente de la asombrosa tímbrica de los Wiener. (9)
7. Barbirolli/Orquesta Hallé (EMI, 1969). El maestro londinense ofrece la interpretación hosca, severa y dramática en él esperable, aunque dada la naturaleza de la partitura no son las líneas de electricidad las que se ponen en primer plano, sino más bien la atmósfera ominosa, la concentración –tremenda– y el carácter expresivo de una tímbrica al mismo tiempo oscura y descarnada. Por supuesto, y a pesar del carácter introvertido de la obra, no hay aquí nada de otoñal ni contemplativo, sino drama áspero en toda su crudeza, hasta el punto de que ni siquiera en los momentos en los que alumbran los “rayos del sol” se intuye esperanza. Por descontado, el tratamiento de la orquesta es un trabajo de primera línea. La toma sonora no solo es menos problemática que otras de la misma integral –la fecha es algo más tardía–, sino que ha revelado muy notable tras la restauración en alta resolución: el relieve de la cuerda grave en el arranque es impresionante. (10)
8. Tilson Thomas/Sinfónica de Boston (DVD Ica y Medici TV, 1970). Interesantísimo documento visual –filmación excelente para la época, sonido monofónico– que nos permite ver en acción a la mismísima Sinfónica de Boston de la época de William Steinberg, así como reparar en el talento a la hora de controlar a la orquesta de un joven Tilson Thomas que pone toda la carne en el asador para ofrecer una interpretación fresca, contrastada y comunicativa. Lo consigue, aun a costa de dar una visión bastante romántica de la obra, no muy en estilo y ajena a los aspectos más “modernos" de la misma. Dicho esto, le funcionan bien los tres primeros movimientos. El cuarto me parece un enorme error conceptual: jubiloso y frívolo, incluso saltarín. ¿Inmaduro? Pues sí, pero es comprensible: Michael contaba por aquel mes de marzo veinticinco años. (7)
9. Berglund/Sinfónica de Bornemouth (EMI, 1975). El maestro finés ofrece una interpretación lenta y depurada que, sin renunciar al carácter siniestro de la página ni olvidar lo que tiene de inquietante, dirige desde la serenidad trascendente, atendiendo a su sensualidad, a su lirismo y a su hondura humanística. Lo consigue con un fraseo holgado, unas tensiones administradas con absoluta naturalidad, y unas texturas elegantes, sin asperezas. Se aparta en este sentido del Sibelius electrizante de otros maestros – de él mismo en el futuro–, lo que no le impide alcanzar un lirismo doliente de intensa emotividad en el tercer movimiento. Francamente buena la toma sonora, con apreciables graves si se escucha en el SACD que circula por ahí. (8)
10. Colin Davis/Sinfónica de Boston (Philips, 1976). En los años setenta el maestro británico era capaz de ofrecer interpretaciones bastante más escarpadas que en la de su etapa de madurez, pero no es el caso de esta Cuarta no solo de corte lírico y elegante, “clásica” si se quiere, sino también bastante distanciada, cuando no indiferente. Los conflictos solo parecen interesarle en el movimiento conclusivo, y ni aun así termina de atrapar. En cualquier caso, la orquesta es formidable y se encuentra muy bien trabajada. Notable sonido extraído de SACD el que he tenido la oportunidad de disfrutar. (8)
11. Karajan/Filarmónica de Berlín (EMI, 1976). El de Salzburgo y los suyos repiten once años después. El motivo, grabar la obra en cuadrafónico. Hoy este formato se ha perdido, pero da igual: es la recreación más lograda de las de Karajan. Los tempi son ahora considerablemente más lentos, la atmósfera mucho más gótica, la negrura mucho más intensa. Por descontado que la sonoridad es igual de suntuosa –sobra algún portamento– y la expresión sigue siendo romántica, pero ahora se ve al maestro mucho más atrevido y sincero a la hora de hurgar en la expresión, particularmente en un Finale cargado de fuerza. Uno no puede dejar de pensar si Bernstein habría hecho algo parecido si hubiera alcanzado a grabar la página en sus años postreros. La toma es espléndida. (10)
12. Ashkenazy/Orquesta Philharmonia (Decca, 1980). Respaldado por una toma sonora sensacional, el de Gorki construye una interpretación que no necesita acercarse a la incisividad y la aspereza, menos aún renunciar a la belleza sonora, a la elegancia y a la cantabilidad, para ofrecer con absoluta sinceridad y sin resquicios para la esperanza toda esa desolación poética que piden los pentagramas. Lo consigue, además, haciendo gala de una absoluta concentración, trabajando a la excelente orquesta con un portentoso sentido de los timbres y analizando los planos sonoros sin dar la sensación de rebuscamiento o mera intelectualidad. Una visión, a la postre, esencial y depurada, que pone de relieve los aspectos más abstractos y modernos de la música. (10)
13. Blomstedt/Sinfónica de San Francisco (Decca, 1989). Lenta (36’18’’), concentrada y hermosísima interpretación la del maestro sueco-norteamericano, más interesando por la esencialidad, por lo contemplativo y por lo espiritual que por el conflicto y la negrura, pero plenamente convencido de su enfoque y perfecto a la hora de materializarlo: resulta difícil ir más allá en naturalidad, en depuración y en belleza sonora. La toma es perfecta. (9)
14. Maazel/Sinfónica de Pittsburg (Sony, 1990). Veintidós años separan esta versión en Pittsburg de la de Viena. Eso en alguien tan irregular e imprevisible como Lorin Maazel es muchísimo. De hecho, ambas solo tienen en común su considerable belleza sonora –la orquesta norteamericana está espléndida– y la perfecta exposición del entramado orquestal. Por lo demás, si aquella se decantaba por un interesantísimo punto de encuentro entre frescura y equilibrio, esta lo hace por un carácter otoñal que termina cayendo en la languidez, particularmente en un primer movimiento que en lugar de doliente suena quejumbroso. No es solo cuestión de tempi, 32’47’’ en aquella y nada menos que 39’23’’ en esta, sino de pulso interno: al maestro se le viene abajo desde el principio, salvo en un segundo movimiento muy bien llevado. La toma es sensacional. (6)
15. Berglund/Orquesta del Concertgebouw (RCO, 1991). Paavo va cambiando sus maneras de hacer en Sibelius. Con tempi considerablemente más rápidos en los movimientos impares con respecto a su grabación con Bournemouth, el maestro ofrece una recreación que sigue en la misma línea esencial y trascendida que en la anterior, pero aportando esa dosis de nervio, de garra y empuje que entonces se echaba en falta. Como la orquesta está a su extraordinario nivel habitual, los resultados son espléndidos. De gran nivel la toma de origen radiofónico. ¿Lo malo? Edición limitada difícil de encontrar. (9)
16. Levine/Filarmónica de Berlín (DG, 1994). Los espíritus de Stokowski y de Karajan sobrevuelan esta interpretación abiertamente romántica que busca la opulencia, la belleza tímbrica y los grandes contrastes sonoros sin miedo a caer en excesos –son unos cuantos–, y no muy atenta a destilar la poesía que albergan los pentagramas. La orquesta es tan adecuada para esos fines, el asunto está tan bien llevado a cabo y la labor de los ingenieros del sello amarillo –en la Jesus-Christus-Kirche– resulta tan irreprochable que entre todos terminan conduciéndonos al “placer culpable”. Relájese y disfrute. (7)
17. Colin Davis/Sinfónica de Londres (RCA-Sony, 1994). Aunque el arranque no parece el mejor posible –violonchelo algo sollozante–, pronto se aprecia que esta va a ser una gran interpretación, superior a la de Boston dieciocho años anterior. Cierto es que los tempi son muy parecidos y el enfoque sigue siendo fundamentalmente lírico, pero ahora las tensiones se encuentran más aquilatadas y se aprecia mejor la negrura de la obra, de manera especial la del tercer movimiento. La depuración en el tratamiento de la orquesta es todavía mayor, y queda muy en evidencia gracias a una toma sensacional. (9)
18. Berglund/Orquesta de Cámara de Europa (Finlandia, 1995). Ahora este hombre parece otro director: mirando más hacia el futuro que hacia el pasado, Berglund clarifica texturas, tensa la arquitectura y ofrece una recreación angulosa y electrizante pero muy controlada, sin el menor exceso y sin necesidad de hacer rústico el sonido, añadiendo también una buena dosis de cantabilidad y de emoción. Impresionante, imprescindible. (9)
19. Colin Davis/Sinfónica de Londres (LSO, 2008). Han pasado catorce años desde la grabación anterior de los mismos intérpretes. El tempo es ahora más deliberado en el primer movimiento –se incrementa la sensación de misterio–, pero la concentración de la batuta no es menor. Quizá haya también un mayor interés por trasmitir el carácter desolado de la página, incluso de atender a la emotividad sin que por ello sea necesario “romantizar” la partitura. En cualquier caso, el enfoque sigue optando por una suerte de clasicismo intemporal en el que el equilibrio, la belleza formal y la reflexión serena se imponen por encima de otras consideraciones. La toma se realizó en vivo a un volumen muy bajo para garantizar una amplia gama dinámica. No suena tan increíblemente bien como la de RCA, eso desde luego, pero la reproducción en multicanal del SACD ofrece un relieve y un sentido de la espacialidad impresionantes. Si usted posee el equipo adecuado, esta es su opción. (9)
20. Rattle/Filarmónica de Berlín (Blu-ray BP y Digital Concert Hall, 2010). Sir Simon nos ofrece una interpretación que sabe ser intensa, atmosférica y doliente, también muy hermosa, pero queriendo distanciarse tanto de la opulencia sonora como de la aspereza para alcanzar un adecuado equilibrio entre "romanticismo" y "expresionismo". Todo ello tiene mucho que ver con una orquesta ideal para la obra por el oscuro y denso sonido de su cuerda, así como con las muy acertadas intervenciones de los solistas. A destacar un tratamiento de las tensiones admirablemente resuelto, natural y flexible pero siempre de una solidez apabullante, así como la sutileza de la agógica. (9)
21. Kamu/Sinfónica de Lahti (BIS, 2014). Sensacional toma para una interpretación de trazo muy fino, atenta a las microcélulas tanto como a la arquitectura global, elegante en el fraseo, que en lo expresivo se decanta por la serenidad, el equilibrio y un cierto distanciamiento expresivo que afecta a los tres primeros movimientos, notables pero algo faltos de calor humano e intensidad poética. Pincha el cuarto, tendente a lo frívolo y con alguna blandura hacia el final. (8)
22. Rattle/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2015). Repetición de la jugada sin novedad reseñable. A destacar la espléndida arquitectura global, el minucioso trabajo con la gama dinámica, el preciso desarrollo de las células de tensión y el sutil tratamiento de la agógica. Impagable la orquesta, sobre todo la cuerda grave tan decisiva en el primer movimiento. (9)
23. Segerstam/Filarmónica de Turku (YouTube, 2015). Tensa e intensa la recreación del veterano maestro finlandés –setenta y un años en el momento de realizarse la filmación–, quien al frente de una orquesta notable pero no exenta de fallos se propone recordarnos que la desolación que recorre esta música –muy bien atendida por una batuta que paladea los pentagramas sin prisas– tiene que ir acompañada de una dosis suficiente de nervio, de ráfagas de electricidad y de aristas sonoras. No es su intención cargar las tintas, pero quiere que los contrastes queden bien marcados. Si que se haga presente la inspiración de los más grandes, hay no pocos detalles –“llamadas” de flauta y clarinete en el tramo final– que demuestran olfato e inspiración. (8)
24. Paavo Järvi/Orquesta de París (RCA, 2016). Järvi hijo es de los que optan por el expresionismo: la negrura de la obra no viene planteada a partir de la atmósfera, de los colores ocres ni del carácter siniestro, sino de lo tenso, lo escarpado y lo lacerante en una lectura de apreciable garra que, para alcanzar lo extraordinario, podría estar más paladeada y ofrecer mayor vuelo poético. Magnífica la orquesta, y soberbia toma en alta resolución. (8)
25. Mäkelä/Filarmónica de Oslo (Decca, 2021). Ni romántica ni expresionista: la visión del joven director finlandés resulta ante todo esencial. Música pura, despojada, expuesta con extraordinaria depuración sonora y una belleza infinita. Otra cosa es que muchos podamos preferir acercamientos más intensos, más comprometidos, que presten mayor atención a lo que esta música –por mucho que uno quiera distanciarse– tiene de pesimista. En este sentido, desconcierta un Finale bastante animado en el que parece apreciarse una frescura juvenil, incluso un cierto júbilo optimista –sin llegar a los desmanes que hemos visto en otros directores–, que no parece coherente con lo propuesto en los movimientos anteriores. Soberbia la toma, disponible en algunas plataformas en formato Dolby Atmos. (8)
26. Blomstedt/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2021). Blomstedt continua en su enfoque esencial, no particularmente dramático, aun sin menoscabo de la fuerza del clímax del tercer movimiento ni de unos acordes finales secos e implacables. En cualquier caso, resulta en todo momento inobjetable por estilo, expresión y realización. Añade sobre su grabación en San Francisco la sabiduría que otorgan los noventa y tres añitos –al mes siguiente cumpliría los ochenta y cuatro-–y el lujo absoluto de contar con una orquesta que vuelve a ser la más idónea en todo el orbe para esta partitura. (10)
27. Rouvali/Sinfónica de Gotemburgo (Alpha, 2021). Interesantísima recreación en la que Santtu-Matias Rouvali, además de evidenciar un sólido control de los medios, se muestra comprometido y personal alcanzando un equilibrio entre estatismo y nervio, entre esencialidad y vehemencia expresiva, inyectando emoción y aportando detalles –de desigual interés: el arranque del movimiento conclusivo dista de convencer– que apuntan a una renovación de las maneras interpretativas tras el relativo “hasta aquí hemos llegado” de un Colin Davis, un Blomstedt o un Mäkelä, y también tras la visceralidad de un Paavo Järvi. Muy originales los compases finales, que le suenan más “a conclusión” que a la mayoría de los directores. Una pena que la orquesta no sea muy allá: sería formidable escucharle esta partitura con una Filarmónica de Berlín. Disfrutada en Dolby Atmos, la toma parece una de las mejores posibles. (8)
28. Mäkelä/Orquesta del Concertgebouw (Medici TV, 2022). El joven maestro repite el concepto de su registro de audio del año anterior, solo que esta vez cuenta con una orquesta de primerísima categoría cuya suntuosa cuerda supone una gran baza a su favor. El movimiento conclusivo, como ocurre con tantos otros maestros, sigue cojeando. (8)