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La Sinfonía nº 35, en Re mayor, “Haffner” es la primera de las creaciones sinfónicas digamos “importantes” de Mozart; casi todas las anteriores son muy tempranas (las treinta primeras las tenía completadas a los dieciocho años) y en pocos casos resisten la comparación con lo que por las mismas fechas estaba haciendo su querido “Papá Haydn”, que fue quien cimentó el género. Concebida en Salzburgo entre julio y agosto de 1782 como serenata -esto es, como “música de fondo”- para una celebración de la familia Haffner, y estrenada en el Burgtheater de Viena -mediando importantes arreglos- al año siguiente ya propiamente como sinfonía, esta KV 385 se nos presenta hoy como un puente entre las convenciones a las que tenía que atender en su ciudad natal, de la que huía para liberarse de las condiciones de vida que implicaba estar al servicio de los privilegiados -quizá también para escapar de la figura opresiva de su padre-, y las novedades que estaba dispuesto a ofrecer en la capital del Imperio para convertirse en un compositor libre de ataduras y respaldado por la admiración del público. No lo terminará de conseguir, ya lo indicábamos arriba, pero en cualquier caso esta partitura sí que supuso en su momento un enorme éxito, incluyendo una sustanciosa recaudación al finalizar la velada y los aplausos intensos -Mozart se lo relataría con orgullo a su progenitor- del emperador José II.
El poderoso arranque de la obra, cuyo primer movimiento se desarrolla con carácter monotemático -quizá por influencia de los cuartetos de Haydn- y evidencia un prodigioso dominio del contrapunto, nos muestra cómo Mozart desea apartarse del espíritu coqueto y elegante propiamente salzburgués para decidirse por la rotundidad compacta, dramática y expresiva, aunque siempre apolínea y elegante, del más puro mármol (neo)clásico: “con mucho fuego”, pedía el propio compositor dejando bien claras sus intenciones, y así lo han llevado a la práctica los más grandes intérpretes de la página. De este modo, y sin renunciar a una estética clásica, se comienza a abrir la senda que no muchos años más tarde recorrerá Beethoven. El Andante transpira serena belleza y cierta galantería, pero con una hondura, una profundidad humanística y un cierto regusto agridulce que, de nuevo, nos puede hacer pensar en el sordo de Bonn; por ejemplo, en el Adagio de la Cuarta Sinfonía que escucharemos más tarde.
El breve Menuetto, marcado “forte” en la dinámica, parece en principio mirar más a Salzburgo que a Viena, pero presenta una robustez y una sobriedad del más puro clasicismo, así como un sabor rústico que nos remite a Haydn; el trío que alberga en su interior ofrece el adecuado contraste gracias a su ligereza ensoñada y a un tratamiento de la tonalidad que apuesta por el cromatismo. Arrollador y lleno de contrastes dinámicos el Presto conclusivo, que ha sido relacionado por los musicólogos tanto con un aria de El rapto en el serrallo (ópera con la que Mozart acababa de triunfar en Viena) como con la trepidante obertura que escribirá pocos años más tarde para Las bodas de Fígaro. La teatralidad, en cualquier caso, deja su impronta en esta hermosísima partitura de transición.