Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Un año más sin la visita de Daniel Barenboim y la West-Eastern Divan a tierras andaluzas. La crisis sanitaria ya no tiene nada que ver, sino más bien el nuevo gobierno de la Junta de Andalucía: aunque la Fundación Barenboim-Said en teoría sigue existiendo, lo hace fusionada con otras dos fundaciones, Tres Culturas y El Legado Andalusí, en un proceso de reorganización del sector público emprendido por el Partido Popular –con el apoyo y aplauso de la ultraderecha de VOX– que no tiene que ver solo con la desvinculación entre estado y cultura que es propia de los "liberales", sino también con el pensamiento más reaccionario: todo lo que suene a progresismo y/o multiculturalidad hay que mantenerlo a raya.
Decían esos periodistas y críticos musicales que desde siempre se opusieron a la inversión de la Junta en estas actividades que todo su presupuesto habría que invertirlo en conservatorios, en músicos de la tierra y en –escribo de memoria, no recuerdo las palabras exactas– "proyectos netamente andaluces". Los de la Barenboim-Said fueron boicoteados desde el principio. Se redujo la difusión de sus actividades al mínimo y se ningunearon los resultados, cuando no se mitió descaradamente diciendo que el dinero se lo llevaba el maestro de Buenos Aires –que jamás cobró– o que determinados conciertos que partieron de su iniciativa eran responsabilidad exclusiva de la OJA. Al final, la señora Angela Merkel –que no es precisamente de izquierdas, pero sí astuta y con sentido de la responsabilidad del estado en cuestiones culturales– se terminó llevando el "chiringuito" a Berlín.
Muy bien, Barenboim ya no viene por aquí. ¿Ha llegado más dinero a nuestros conservatorios? ¿A nuestros teatros? ¿A nuestras orquestas? ¿A nuestros jóvenes artistas? No. Simplemente, como todos sabíamos desde el principio, hemos perdido unos conciertos que eran aplastantemente superiores a los que acostumbramos a escuchar al sur de Despeñaperros, y que siguen reventando la taquilla en Salzburgo, en Lucerna y allá donde se les quiera. No nos engañemos: de lo que se trataba era de destrozar un proyecto que "olía a progre", que hablaba de diálogo, del respeto a la alteridad y de esas cosas. Todos hemos salido perdiendo.
PD. En el YouTube de arriba tienen lo que este año hemos dejado de escuchar. ¡Bravo por los señores del PP, bravo por los presuntos melómanos que hicieron todo lo posible porque perdiéramos todo esto!
Concierto de Zubin Mehta y la Filarmónica de Berlín ofrecido a puerta cerrada el 17 de abril de 2021 y retransmitido con soberbia imagen 4K y sonido de alta definición a través de la Digital Concert Hall. El programa no puede ser más maravilloso: Et expecto resurrectionem mortuorum de Messiaen y Sinfonía nº 9 de Anton Bruckner. Resultados muy irregulares, a decir verdad.
De la Novena de Bruckner ya había una interpretación a cargo de los mismos intérpretes de enero de 2014, floja en el primer movimiento y notable en el resto. A tan solo unos días de cumplir los ochenta y cinco y después de haber superado una gravísima enfermedad que le dejo al borde mismo de la muerte, se esperaba de Mehta una interpretación más madura y trascendida, de esas de los grandísimos maestros al final de su vida. Pues no. Arranca sin suficiente misterio, atraviesa por unas frases más bien saltarinas –no las hacía así en su antigua versión con la Filarmónica de Viena– y llega a un primer clímax sin nada en particular. A partir de ahí, el primer movimiento se desarrolla de manera deslavazada, sin concentración y carente de unidad, alternando pasajes de magnífica ortodoxia con otros más bien asépticos, dichos de pasada, sin destilar en absoluto esa mezcla de efusividad, carácter agónico y pavor que la partitura demanda. Si no fuera por la inmejorable sonoridad de la orquesta berlinesa –a la que el de Bombay trata con verdadera maestría– y por la musicalidad de todos y cada uno de sus solistas, sería un fiasco. Muy correcto –de nuevo más por la orquesta que por la batuta– el Scherzo, y francamente bien el trío. Una vez más lo mejor es el Adagio, fraseado con naturalidad, elegancia y un gran sentido de lo cantable, modelado con la sonoridad más perfecta y bellísimo en todo momento. Eso sí, dentro de esa óptica del “Bruckner de reclinatorio” del que hablaba el Padre Sopeña; todo es reconciliación y piedad, la rebeldía brilla por su ausencia, hay algún momento de blandura y el final es un “happy ending” en toda regla.
He alterado el orden del programa para terminar con Messiaen: me parece un orden mucho más coherente. La Berliner Philharmoniker posee el conjunto de madera y metal más adecuado del mundo para una obra como esta, es decir, con menos brillantez que los e las orquestas norteamericanas, pero con su misma seguridad y una sonoridad más compacta y oscura. Lo dicho, el ideal. Los percusionistas congregados para la ocasión no son menos formidables. Con una técnica suprema como la de Mehta no podía sino salir una espléndida recreación. Ahora bien, si comparamos con los prodigios conseguidos en disco por Boulez (DG, 1993) y Cambreling (Hänssler, 2008), comprobaremos que a esta recreación le faltan la tensión armónica, el carácter escarpado y la fuerza visionaria de aquellos: al maestro indio, decididamente, no le interesan los aspectos más terroríficos del más allá.
Una soberana tontería eso de escoger “lo mejor” en algo tan extremadamente subjetivo, pero aun así voy a caer en la tentación: Sinfonía nº 9 de Anton Bruckner por la Filarmónica de Viena y Cargo Maria Giulini, registrada en vivo en la Musikverein de la capital austriaca para Deutsche Grammophon por Hans Weber y Klaus Hiemann. Ese es el mejor disco sinfónico de la historia. Bueno, dejémoslo en mi disco favorito. Por la música y por la interpretación.
Me resulta muy difícil exponer los porqués de la elección. Quizá la clave del milagro esté en que tanto compositor como intérprete coinciden plenamente en algo que, en el arte en general, solo se alcanza en las más memorables obras maestras: la fusión perfecta entre belleza, emoción y reflexión, alcanzando los tres componentes el más alto grado posible. Y haciéndolo con un objetivo final, que va todavía más allá de extasiarnos ante lo hermoso, dejarnos llevar por tormentos y por éxtasis, o alcanzar un importante grado de elevación espiritual. Ese objetivo quizá se parezca al de eso que está tan de moda que se llama mindfulness: la plena conciencia de nosotros mismos, la vivencia intensa de cada momento y de cada sensación, el conocimiento de las circunstancias de nuestro cuerpo y de nuestra mente, la aceptación de que todas y cada una de ellas forman parte de la experiencia de vivir. No sé si logro explicarme.
Bruckner fue capaz de partir de las formas clásicas para –como Miguel Ángel y otros grandes maestros al final de su vida– disolver la materia y quedarse con la espiritualidad pura. Y para conseguir –nuevamente como Buonarroti– que el pathos más dramático, la tensión entre forma y materia, nos lleven al borde del abismo y seguidamente nos conduzcan por la misma ruta de Dante, primero al centro del infierno y luego hasta el cielo. Giulini, como ningún otro director, fue capaz de traducir plenamente todos estos logros sin quedarse en el mero envoltorio formal –difícil no dejarse llevar por tanta belleza, sobre todo cuando se tiene delante a la Filarmónica de Viena–, pero también evitando quedarse en lo mucho que de tensión, de escarpado y hasta de terrorífico hay en la partitura.
Luego puede uno hablar de otras cuestiones mucho más apegadas a lo formal. De las sonoridades organísticas que Bruckner conseguía extraer de la plantilla sinfónica. De la belleza agridulce de sus melodías. De su manera de combinar ternura y agonía en una misma frase. De su manera de traducir a lo sonoro las visiones del más allá. Y de cómo Giulini frasea con sensibilidad exquisita, domina de manera absoluta el peso dramático de los silencios, construye tensiones de la manera más orgánica posible –los tempi son lentísimos, pero no hay sensación de pesadez–, de cómo hace sonar a la formación vienesa –el dominio giuliniano de las voces intermedias al que se refería el crítico Gonzalo Badenes– con un terciopelo muy singular… Y muy especialmente, de la increíble concentración con que el maestro y la orquesta demuestran en todos y cada uno de los compases, desde un arranque brumoso como en pocas interpretaciones hasta un final que no es nihilista ni consolador, sino –sencillamente, maravillosamente– humano.
¿Qué más puedo decirle? Si no lo han hecho ya, escuchen el disco. Pocas experiencias van a vivir como esta.
Cuando el sello MCA pasó a compacto la Octava de Bruckner por Hans Knappertsbusch y Filarmónica de Múnich registrada en estudio en 1963 –revisión de 1892, a la que el maestro siempre se mantuvo fiel–, en las páginas de Ritmo –cuando era una revista más o menos serie, no el bochornoso publirreportaje en que hoy se ha convertido– la persona a la que le tocó comentar el disco concluyó la reseña escribiendo que “afortunadamente, ya no se dirige a Bruckner así”. Al poco tiempo, Ángel-Fernando Mayo replicó con burlas defendiendo a Kna. Yo tenía enorme estima al llorado experto wagneriano –se la sigo teniendo–, así que compré el doble CD. Me dejó más bien tibio.
Han pasado los años y muchas horas de audición de música bruckneriana. Ahora pienso que el crítico de Ritmo tenía razón. También que Mayo, como cualquier hijo de vecino, caía en los mismos prejuicios en los que caemos todos; en este caso, una muy considerable sobrevaloración de Hans el Rubio como director sinfónico. ¿Es mala esta Octava? Ciertamente no, y de hecho tiene virtudes importantes: un fraseo muy natural, ese sonido aterciopelado característico en el maestro –y eso que la orquesta no es precisamente la Filarmónica de Viena– y una espiritualidad muy hermosa y en absoluto meliflua. El problema es que Kna no solo se desinteresa por la vertiente dramática y visionaria de la obra (¡fundamental!), sino que se muestra incapaz de adecuar la adecuada tensión sonora a la complicada arquitectura de la página. Como consecuencia, pese a que aquí y allá realiza aportaciones personales de relativo interés –hermosos reguladores, ritenutos y ralentizaciones algo efectistas–, demasiados pasajes resultan flácidos, mortecinos, escasos de garra, y la interpretación termina siendo deslavazada e incluso aburrida.
Ya pueden ustedes imaginar las Octavas que a mí más me gustan: la “cañera” de Jochum de Hamburgo –lejos del ideal, pero absolutamente a conocer–, las de Giulini, las de Celibidache, las de Barenboim y, por encima de todas, la mítica filmación de Karajan en San Florián. A ver si pronto puedo presentar una discografía comparada.
Nos sorprende Peral Music con una grabación del Concierto para violín de Beethoven a cargo de los Barenboim padre e hijo junto a la WEDO. La web del sello nos informa de que se realizó durante el vigésimo aniversario de la orquesta multicultural. El streaming en soberbio audio de alta resolución que ofrece Qobuz nos revela el nombre del productor y del ingeniero de sonido, Friedemann Engelbrecht y Julian Schwenkner respectivamente. Así que la cosa está clara: esta interpretación de la op. 61 no es ni más ni menos que la primera parte del concierto ofrecido el 31 de julio de 2019 en Buenos Aires al que corresponde la referencial Séptima sinfonía del de Bonn editada por Deutsche Grammophon que comenté aquí mismo.
Justo un mes antes, los intérpretes ofrecían el mismo programa en el Teatro de la Maestranza. De Barenboim padre escribí entonces lo siguiente:
“Vuelta al planteamiento que tuvo con Zukerman. Beethoven clásico en el más amplio sentido del término. Apolíneo más no exento de claroscuros ni de tensiones. Contemplativo y filosófico, puede que también un punto otoñal, pero en absoluto trivial ni ajeno al sentido del drama. Bellísimo en lo formal, amplio en el canto (¡qué manera de hacer volar las melodías!) y concentrado a más no poder en un sublime, irrepetible Larghetto en el que las intervenciones de los vientos, los de una WEDO entregada y musical a más no poder, destilaron una poesía que en algún momento me hizo pensar en Mozart. Torpeza mía. No, no es Mozart. Es eso tan difícil de definir como fácil de percibir que los melómanos conocemos muy bien. Es el clasicismo vienés.”
Me parece que todo lo entonces expuesto es válido para este registro cuatro semanas posterior. Si acaso, matizaría lo de “un punto otoñal” y añadiría que, tratándose de una visión “trascendida”, posee una tensión interna fuera de lo común. ¿Y Michael? Su sonido me sigue pareciendo “algo pálido y falto de carne, no del todo homogéneo y sin esa calidez que necesita el repertorio clásico”. Pero en lo que a la interpretación se refiere, si entonces no me convenció –así de claro– su primer movimiento, ahora sí que lo ha hecho: tenso y severo, no el más humanístico posible ni el más bello, pero sí de una solidez que admite poca discusión. Se ve que las cuatro semanas que pasaron entremedias le sirvieron al joven artista para madurar su acercamiento. En cualquier caso, lo mejor siguen siendo un Larghetto a medio camino entre el portentoso clasicismo de tito Pinchas y el dolor intenso de tito Itzhak, más un Rondó conclusivo que supo desprender energía sin quedarse en la efervescencia ni en la trivialidad. Excelentes las cadencias propias.
En fin, un ocho u ocho y medio para el solista, un diez rotundo para el director. ¿Mis versiones favoritas? La de Menuhin/Furtwängler, la de Szeryng/Klemperer y la primera de Perlman/Barenboim –es decir, la de audio solo, no la del vídeo–. Y por poner una referencial dentro de un enfoque clásico, la de Zukerman/Barenboim. Esta con Michael estaría solo un paso por detrás.
Igor Stravinsky compuso y estrenó su Concierto para violín en 1931, dicen que en medio de enormes inseguridades derivada de su, al parecer, escaso dominio de las posibilidades del instrumento. Lo cierto es que le salió una obra espléndida, lejos de la genialidad de Petrushka y Le Sacre –obviamente–, pero llena de garra y de fuerza expresiva pese a su aparente neoclasicismo. Lo más interesante: aunque el propio compositor dejó con su batuta testimonio fonográfico de una linea interpretativa muy bien perfilada, la obra se presta a enfoques francamente diversos, cuando no opuestos entre sí. Me gustaría con las siguientes líneas dar una idea de esas posibilidades.
1. Stern. Stravinsky/Sinfónica de Columbia (Sony, 1961). El autor dejó claro cómo le gustaba a él que se interpretara la obra: muy marcada en el ritmo, incisiva, áspera y aristada en lo sonoro, tensa y mordaz en la expresión. Nada de quedarse en un lúdico entretenimiento mirando al barroco, ni menos aún en el distanciamiento intelectual. La partitura ha de resultar intensa y expresiva, con pathos, sobre todo en un tercer movimiento que bajo su batuta suena bastante nervioso –no hay interés por la contemplación lírica– y muy lacerante. Espacio para el sentido del humor sí que hay, siempre que sea corrosivo y con fuerte retranca. Isaac Stern no es el mejor violinista posible –tampoco la orquesta es una maravilla–, pero sigue los dictados del compositor al pie de la letra. (8)
2. Schneiderhan. Ancerl/Filarmónica de Berlín (DG, 1962). Soberbia la labor del maestro checo, que sabe extraer mil y un colores de la orquesta de Karajan, inyectar un indesmayable sentido del ritmo y pasar con enorme comodidad de lo vivaz, lo irónico y hasta lo circense a la aspereza y la tensión dramática, todo ello aportanto algunas inflexiones tan sutiles como inteligentes. El solista sintoniza sin problemas con el planteamiento de la batuta y ofrece una recreación particularmente angulosa, quedándose ambos un poco a medio camino en lo que a las posibilidades poéticas de los movimientos centrales se refiere. En cualquier caso, se trata una recreación por completo vigente, que además se beneficia de la excelente ingeniería sonora de Günter Hermanns. (9)
3. Chung. Previn/Sinfónica de Londres (Decca, 1972). Con tan solo veinticuatro años, Kyung-Wha Chung evidencia no solo un pleno dominio técnico del instrumento, sino también un enorme instinto musical que le lleva a ofrecer una interpretación que abre nuevas vías interesándose más por la reflexión que por la efervescencia, dejando espacio para la belleza sonora, para la cantabilidad e incluso para el vuelo poético sin por ello renunciar a las aristas ni a la tensión dramática. Previn sintoniza con esta propuesta y paladea la música con delectación, permitiendo que el violín vuele a lo más alto al mismo tiempo que el analiza las líneas instrumentales con pinceles finísimos y cuida el trazo global para que el pulso no decaiga, al tiempo que garantiza un estilo completamente stravinskiano, lo que implica –ahí está lo difícil– estar atento a no escorarse hacia lo “romántico”. (9)
4. Perlman. Ozawa/Sinfónica de Boston (DG, 1978). En principio, el violín afiladísimo de Perlman no encaja con el fraseo curvilíneo ni los colores sensuales del maestro oriental, pero lo cierto es que los dos artistas llegan a un admirable punto de encuentro para ofrecer una interpretación distendida y luminosa que sabe ser jovial, cálida e incluso risueña sin dejar de indagar en el pathos lírico del tercer movimiento ni de ofrecer las imprescindibles aristas, todo ello haciendo gala –faltaría más– de la más absoluta depuración sonora. Ahora bien, se echan en falta incisividad rítmica en lo sonoro y retranca –por no decir mala leche– en la expresión: esta lectura termina siendo en exceso neoclásica, incluso demasiado amable. Toma de gran calidad. (9)
5. Mutter. Sacher/Orquesta Philharmonia (DG, 1988). Nada menos que Paul Sacher –ochenta y un añitos– se dirige a la formidable orquesta (¡con qué limpieza tocan estos señores) para ponerse, tomándose las cosas con calma y dejando que la música fluya con enorme naturalidad, al servicio de una Mutter que hace gala del más hermoso, homogéneo y depurado sonido violinístico que se haya escuchado en esta página. Entre todos construyen una interpretación que se aleja tanto de las bulliciosas referencias barrocas como de la mala leche que destilaba propio Stravinsky, para optar por el clasicismo bien entendido. Nada de distanciamiento, ni de sosería, ni de ausencia de matices. Lo que ellos buscan, y consiguen de manera admirable, es el equilibro entre la forma y la expresión, la elegancia no flemática, la indagación en las posibilidades expresivas de la escritura sin necesidad de acentuar contrastes. También el vuelo lírico sin gravedad en el pathos, el misterio dándose de la mano con el sentido del humor e incluso con lo circense –sin vulgaridades–, incluso el espíritu mozartiano. Una espléndida toma redondea esta magnífica lectura “para todos los públicos”. (9)
6. Juillet. Dutoit/Sinfónica de Montreal (Decca, 1992). Los artistas coinciden en ofrecer una visión eminentemente lírica en la que hay que admirar el fino sentido del color de la batuta –el maestro suizo ha sido siempre un espléndido stravinskiano– y el vuelo poético del violín. Entre los dos consiguien desgranar un muy emocionante tercer movimiento, pero en el resto de la obra se echa de menos una mayor carga de incisividad, chispa y tensión interna. (8)
7. Perlman. Barenboim/Sinfónica de Chicago (Teldec, 1994). La impresión que dejó el violinista en su registro con Ozawa se confirma en esta lectura en vivo –hay toses muy evidentes– espléndidamente grabada en la que Perlman es mucho más el mismo en compañía de su amigo porteño: sus presupuestos expresivos resultan mucho más adecuados para que el violín marque aristas, despliegue ironía a raudales y profundice en las tensiones dramáticas. Y es que la dirección de Barenboim no puede ser más diferente de la del oriental: angulosa, obsesiva y contrastada, virulenta en el color, rebosante de mordacidad, aunque no por ello menos profunda –sí más doliente– en el tercer movimiento. La Sinfónica de Chicago, cuyos solistas son el colmo del estilo stravinskiano, toca con mucha más intensidad y compromiso que la de Boston. Así las cosas, la partitura que en aquella interpretación parecía lírica y equilibrada cobra aquí mucha más vida, es más intensa y nos atrapa desde la primera hasta la última nota. La mejor versión de "línea dura". (10)
8. Mullova. Salonen/Filarmónica de los Ángeles (Philips, 1997). Solista y batuta en absoluta sintonía para ofrecer una recreación severa y amarga, ciertamente sin la tremenda intensidad de Perlman/Barenboim y –eso desde luego, tratándose de los intérpretes de los que se trata– lejos del vuelo lírico que poco más tarde ofrecerán Vengero y Rostropovich, pero ofreciendo un estilo perfecto, sentido del ritmo e incisividad sin necesidad de subrayar aristas, y una limpieza en la ejecución portentosa. (9)
9. Vengerov. Rostropovich/Sinfónica de Londres (EMI, 1999). Adoptando unos tempi lentos que permiten clarificar como en ninguna otra interpretación el entramado orquestal –pero sin que se le venga la tensión abajo–, el de Baku hace honor a la esencia humanística que caracteriza su arte poniendo en primera fila ofrece algo teóricamente prohibido en el universo stravinskiano: sentimiento. Entiéndase, no expresividad en general –el propio autor ya daba buena dosis de esta poniéndose en el podio–, sino eso que conocemos de manera tópica como “emociones humanas”. Y eso lo consigue fundamentalmente en un tercer movimiento cantado por el violín no solo con enorme belleza sonora, sino también con un vuelo poético y un lirismo agridulce que sin duda estaban en los pentagramas, pero que necesitaban de intérpretes arriesgados y llenos de talento para salir a la luz. No es lo único, en cualquier caso, de esta lectura: Rostropovich, aun lejos de carácter trepidante de otras recreaciones, sabe ofrecer mucha retranca en el primer movimiento, misterio en el segundo y una buena cantidad de aristas a lo largo de todo el recorrido, mientras que un Vengerov pletórico de virtuosismo despliega la más variada gama expresiva, riquísimos acentos y una intensidad por completo sincera, muy alejada del juego intelectual más o menos neoclásico. La mejor versión de "línea lírica". (10)
10. Hahn. Marriner/Academy of St. Martin in the Fields (Sony, 2001). A la vejez, viruelas. Tratando a su orquesta de toda la vida con la extrema depuración que se podía esperar, el anciano Sir Neville recrea los movimientos extremos con tempi muy rápidos, vivacidad extrema, enorme frescura y –sobre todo– una desbordante alegría juvenil, mucho antes risueña que jocosa, pero no escasa de contrastes y acentos. Por ventura, en el segundo movimiento sabe resaltar ángulos e interesarse por lo inquietante, mientras que al tercero lo deja respirar como es debido para que la solista, una Hilary Hahn que toca con bellísimo sonido y facilidad insultante, despliegue todo su vuelo poético. No es que la norteamericana contradiga la visión del maestro, pero sí que está dispuesta a indagar mucho más en las posibilidades de la obra: sin necesidad de subrayar asperezas, Hahn hace sonar su parte con muy especial intensidad y atención a las muchas facetas expresivas se se esconden tras unas notas mucho menos inocentes de lo que parecen, todo ello dialogando de maravilla, con auténtico espíritu de concerto grosso, con los formidables solistas de la Academy. (9)
11. Kolja Blacher. Abbado/Orquesta de Cámara Mahler (DG, 2003). Aunque tiene toda la incisividad y el sentido del ritmo de la del propio Stravinsky, el milanés se aleja del compositor en lo expresivo en una interpretación ante todo lúdica, efervescente, contrastada y llena de animación. Al menos en los movimientos extremos, en los que Abbado parece mirar más que ningún otro director al espíritu del concerto grosso, quizá incluso a la Kammermusik de Hindemith que tan maravillosamente interpretaba. Ello no le impide plantear multitud de interrogantes en el segundo movimiento y llenar de desasosiego el tercero, siempre haciendo gala de ese dominio del color y de esa atención al detalle que caracterizaban su batuta. El antiguo concertino de la Filarmónica de Berlín hace gala de un sonido admirable, un virtuosismo espectacular y un intensísimo compromiso expresivo: sin duda, Kolja Blacher es uno de los grandes recreadores de la página. Lástima que la toma, realizada en Ferrara en vivo, no sea especialmente buena. En cualquier caso, la mejor versión de "línea lúdica". (9)
12. Mullova. Dudamel/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2009). La violinista moscovita repite su acercamiento sombrío, tenso y de enorme concentración interior, irónica, nerviosa y contemplativa si es necesario, pero siempre guardando las distancias. Dudamel, frente a Salonen en el registro de estudio, desprende una dosis mayor de entusiasmo y comunicatividad, particularmente en un primer movimiento que sabe también ofrecer luminosidad y frescura, no quedándose corto precisamente en sentido del ritmo ni en atención a los aspectos amargos de la música. Tremenda la orquesta. (9)
13. Patricia Kopatchinskaja. Vladimir Jurowski/Filarmónica de Londres (Naïve, 2013). Para tratarse de una de las violinistas más pretenciosas de la historia, hay que reconocer que “PatKop” –así quiere que se la llame– está aquí más moderada en extravagancias y detalles de mal gusto –haberlos, haylos– de lo que se podía esperar. Como a nivel técnico despliega un virtuosismo descomunal y en lo expresivo sintoniza a la perfección con la vertiente más extrovertida y rompedora de la obra, lo cierto es que termina ofreciendo una recreación de alto nivel. El maestro parece caminar por un sendero por completo distinto, el de la ortodoxia, la moderación y la sensatez, pero sin implicarse como debería haberlo hecho: algo de rutina e indiferencia hay aquí. Toma algo difusa. (8)
14. Patricia Kopatchinskaja. Orozco-Estrada/Sinfónica de la Radio de Frankfurt (YouTube, 2014). Realmente formidable la labor del maestro colombiano, quien no solo modela a la orquesta con la tímbrica y el vigor rítmico apropiado, sino que también inyecta una dosis muy especial de vigor, entusiasmo y convicción que le sitúa entre los mejores recreadores de la página. Mucho más en sintonía con él que con Jurowski, PatKop corrige algunas de los caprichos de su anterior recreación y se muestra todavía más intensa, más brillante y más comunicativa: de su violín sale auténtico fuego. La toma sonora también es mejor que la anterior. La mejor de la "línea gamberra". (9)
15. Skride. Nelsons/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2020). Espléndida en lo técnico, centrada en el estilo y muy equilibrada en lo expresivo, no logra la dirección del maestro estonio alcanzar la tensión, la fuerza y la comunicatividad de la de su colega Dudamel con la misma orquesta. De alto nivel, en cualquier caso, y permitiendo que una notable –solo eso– Baiba Skride frasee con naturalidad y sentido de la belleza, sin necesidad de acentuar aristas y prestando atención a los aspectos más líricos de esta música. La calidad audiovisual –imagen 4K y sonido de alta resolución– es formidable. (8)
Ya he escrito varias veces del asunto en este blog: si Bernard Herrmann estuvo toda su vida intentando infructuosamente ser reconocido como director de orquesta, lo cierto es que en sus grabaciones realizadas para Decca entre 1968 y 1975 demostró ser un auténtico prodigio de la batuta. Y no solo con la música de cine –la suya propia y la de otros–, sino también el repertorio clásico puro y duro. Dice Ángel Carrascosa que suyas son las mejores versiones que ha escuchado de Finlandia de Sibelius, de la Pavana de Fauré y de la Bacanal de Saint-Säens. Yo añadiría a la lista de prodigios la Segunda de Ives, Los preludios de Liszt –un pelín hinchados, pero tremendos–, la Pastoral de estío de Honegger, el Aprendiz de brujo de Dukas, las Gimnopedias 1 y 3 de Satie y esos singularísimos Planetas de Holst que tan mala prensa tuvieron en su momento.
La caja The Films Scores oh Phase 4 recupera otro de esos discos portentosos en lo que a dirección de orquesta se refiere: Music from Great Shakesperean Films. Se registró en los estudios del sello británico el 23 de marzo de 1974 e incluyó música de Shostakovich, Walton y Rózsa, todo ello con la complicidad de la National Philharmonic Orchestra que, por si ustedes no lo saben, era una espléndida formación “de bolos” congregada por su concertino Sidney Sax a partir de las fuerzas londinenses disponibles para la ocasión.
El Hamlet cinematográfico de Shostakovich (1964), muy superior al que había escrito para la escena varias décadas atrás, es una de las mejores partituras sinfónicas de su periodo tardío: tal vez le estimularan las subyugantes imágenes de la cinta de Kozintsev. Bernard Herrmann se siente como pez en el agua: atmósfera gótica cien por cien, terror en estado puro -la escena fantasmal- y una dosis muy considerable de ironía y mala leche. La conexión es absoluta. He escuchado varias versiones de esta música y ni una sola se le acerca. ¡Lástima que solo grabara veintiún minutos!
Del Ricardo III de WilliamWalton (1955) se ofrecen los títulos iniciales y finales. Típica marcha del autor que Herrmann aborda con lentitud extrema, enorme vuelo melódico e intensidad sin parangón. Pero lo que ya es el colmo son los tres números del Julio Cesar de Miklós Rózsa (1953). Nunca jamás se ha escuchado la música del húngaro dirigida con semejante fuerza dramática. ¡Qué manera de acumular tensiones en “Los Idus de marzo” y de meternos el miedo en el cuerpo con la cuerda grave de la escena del fantasma! Finalmente, la secuencia en la que el compositor superpone la marcha de Octavio con el tema de César para ilustrar el suicidio de Bruto –James Mason– alcanza un grado tal de ardor y desesperación que cada vez que la escucho –lo confieso, este es uno de los discos que más ha pasado por mi equipo– se me humedecen las lágrimas.
¿Y el sonido? Las características de Phase 4 están ahí, por lo que en más de un momento llegan a molestar una celesta o un arpa en primerísimo plano. Dicho esto, en la mayor parte de la música el equilibrio es correcto, mientras que en lo que a pureza tímbrica y carnosidad se refiere, la labor del ingeniero Arthur Lilley es portentosa. Tras la nueva remasterización realizada este mismo año suena mejor que nunca. Total, uno de los mejores discos de música de cine que existen. Así de claro.