La razón por la que he tardado tanto en escribir este capítulo de la serie
dedicada a “mis favoritos” –casi un año desde la
última entrega– no ha sido la falta de tiempo, sino el miedo. Y es
que no hay un solo tema en el mundo de la música clásica que despierte tanta
cantidad de virulencia entre los aficionados como el de las voces. Se puede
discutir con cierta tranquilidad sobre compositores, sinfonías, batutas o
pianistas, pero cuando de lírica se trata algunos melómanos parecen antes
hinchas futbolísticos descontrolados que personas aficionadas a las
manifestaciones musicales más exquisitas. Pero ahora que en este blog no se
permiten comentarios –tuve que anular tal posibilidad por la presencia de un
troll–, creo que puedo permitirme confesar la verdad y nada más que la verdad
sin miedo a que me acosen desde las redes. Eso sí, estoy seguro de que no pocos
de quienes me desprecian –profesionales de la crítica musical al sur de
Despeñaperros, mayormente– encontrarán en las líneas de abajo una razón más para
desacreditarme, al tiempo que algunos amigos se irritarán al descubrir que mis
gustos, en algunos casos, chocan de manera considerable con los suyos propios.
¡Qué le vamos a hacer! He querido ser sincero ante todo y no tener más
compromiso que conmigo mismo.
Dos cosas más, antes de pasar al listado. La primera, que en este tema de las
voces hay un elemento por completo diferenciador frente a batutas y solistas
instrumentales: puede ocurrir, y de hecho ocurre constantemente, que los
aspectos puramente tímbricos de una voz despierten una atracción o un rechazo
que tiene poco que ver con las bondades tanto técnicas como expresivas de la voz
en cuestión. A mí también me pasa y no pienso ocultarlo. La segunda, que como he
insistido en entregas anteriores, esto no es una relación de los que me parecen
los mejores cantantes del siglo XX. En absoluto. Se trata de indicar quiénes más
me entusiasman, no de clasificarlos en categorías cualitativas. Así que vamos
allá.
Mi cantante favorito se llama
Dietrich Fischer-Dieskau. ¿Por qué? Por
todo. Bueno, quizá no tanto por la voz, que aun siendo bella encuentro menos
hermosa que la de, por ejemplo, un Herrmann Prey, cantante este que también me
gusta muchísimo. Pero el que fuera marido de Julia Varady posee la perfecta
unión entre una técnica absolutamente superlativa y una expresividad llena de
sutilezas –la propia de un señor especializado en el lied–, amalgamadas por una
sensibilidad del más exquisito gusto y una enorme sinceridad en el decir.
Ciertamente no era el suyo un arte marcado por la frescura y por la
espontaneidad, sino más bien por el análisis y la inteligencia, pero los
resultados de su arte se podían considerar cualquier cosa menos carente de
corazón. Si a esto sumamos su enorme cultura, sus diferentes publicaciones, su
trabajo con la batuta y hasta sus pinitos en el mundo de la pintura, tenemos el
retrato completo de una de las personalidades artísticas más fascinantes de todo
el pasado siglo.
Plácido Domingo es todo lo contrario: puro teatro, pero en el mejor de
los sentidos. Con él no hay exquisiteces ni sesudas reflexiones, sino inmediatez
en la expresión. Cantabilidad de la mejor ley. Enorme calidez a la hora de
colocar los acentos. Capacidad para pasar de un estado anímico a otro opuesto en
cuestión de segundos, y con la mayor veracidad expresiva. Más una voz
hermosísima, muchas tablas sobre la escena y enormes ganas de hacer música. Con
Plácido hay un enorme amor por el arte que se nota en todo momento, en todo rol
operístico y en cualquier lugar. También en camerinos: ¡que derroche de
cortesía, paciencia y saber estar a la hora de tratar a su público! ¡Y qué pena
que durante años toda una estirpe de presuntos sabios en asuntos canoros hayan
afirmado que “canta como un perro” (sic) y que “está arruinado desde mediados de
los ochenta” (sic), entre otras lindezas! Pocas veces o nunca ha sido un
cantante tan mal tratado durante lustro su propia casa como el cantante
madrileño.
Janet Baker: para mí, la gran señora del canto. El equivalente a
Fischer-Dieskau en femenino. No necesito decir nada sobre ella porque basta con
aplicar lo escrito sobre el citado barítono. Escucharla me pone la piel de
gallina y me toca en lo más hondo. Eso sí, no me quiero olvidar de
Christa
Ludwig, más espontánea y no tan sutil, pero no menos emotiva.
Elisabeth Schwarzkopf es mi soprano favorita. Esa mezcla de
sensualidad, picardía y sofisticación en su fraseo me resultan de un erotismo
irresistible. Obviamente su repertorio era el que era, siempre escogido en
función de sus posibilidades y sin intención de meterse en camisa de once varas.
Sabia decisión: en lo que hizo, brilló de manera inolvidable. ¡Y qué mujer tan
bella! ¡Y qué manera de moverse sobre la escena! Tengo su filmación de la
Mariscala como uno de los testimonios más increíbles del mundo operístico.
Y ya está. Luego hay una larguísima lista de cantantes que me gustan mucho o
muchísimo, pero creo que ninguno a la altura de los citados. Bueno, sí,
permítanme un placer culpable:
Luciano Pavarotti y
Mirella Freni,
juntos o por separado. Ambos por la increíble belleza y sensualidad de los
instrumentos –él puro terciopelo, ella auténtica crema–, pero también por su
maravillosamente italiana manera de cantar, por su emotividad a flor de piel,
por ser los más genuinos representantes de una manera de entender el canto que
no es la que a mí más me gusta, pero que con voces como estas son capaces de
derribar todas las murallas… Que el tenor no fuera del todo variado en lo
expresivo me importa poco frente a los placeres sensoriales –diría que físicos–
antes que intelectuales que su canto ofrecía. Y en cuanto a la soprano, qué
quieren que les diga: escucharla es derretirse.
¿Cantantes que me horroricen o me parezcan altamente sobrevalorados? No los
encuentro, la verdad, salvo que hablemos de ese fenómeno fugaz e incomprensible
llamado
Rolando Villazón o de
Cecilia Bartoli una vez que se volvió loca –antes era excelsa–. Pero sí que quiero explicar por qué algunos
nombres que muchísimos aficionados pondrían en cabeza de lista no han aparecido.
De
María Callas me molestan el timbre de su voz y las truculencias
expresivas en las que a veces caía: el exceso de veracidad también puede ser un
problema. Todo lo contrario
Montserrat Caballé: voz bellísima pero con
frecuencia al servicio de un fastidioso narcisismo canoro, por no hablar de su
–para mí– inaguantable dicción. Ambas artistas me interesan mucho, en cualquier
caso. No puedo decir lo mismo de
Alfredo Kraus: su técnica era enorme,
mayúscula su inteligencia y elegantísima su expresión, pero cada día me parece
un cantante más frío e inexpresivo, incluso un tanto redicho. Canto vacío, sin
alma.