lunes, 30 de abril de 2018

El Doble de Brahms por Oistrakh, Rostropovich y Szell

He repasado el Doble concierto para violín y violonchelo de Brahms que grabaron Perlman, Rostropovich y Haitink con la Orquesta del Concertgebouw para EMI en 1979, ya comentado por aquí, y luego he escuchado una interpretación muy prestigiosa que hasta ahora no había tenido la oportunidad de conocer: David Oistrakh, el citado Rostropovich y George Szell con Orquesta de Cleveland, registro realizado asimismo por EMI en 1969 que ahora circula con espléndido sonido HD.


¿Resultado de la comparación? La de Haitink sigue pareciéndome espléndida, pero no me ha entusiasmado tanto como antes en lo que a la labor del holandés se refiere: me hubiera gustado que el segundo movimiento no lo hiciera Andante, que es lo que marca la partitura, sino un poquito más lento, y que en él se desplegara un poco más de ternura, de ese lirismo íntimo y doliente que caracteriza la música brahmsiana. La de Szell la he encontrado un tanto desequilibrada, y me parece que el mítico encuentro entre el maestro de origen húngaro y los dos gigantes llegados desde la Unión Soviética no termina con una total compenetración entre sus respectivas personalidades.

Concretando un poco, creo que la dirección de Szell es magnífica en los movimientos extremos: decidida y vibrante, viril en el mejor de los sentidos y marcada por un admirable aliento dramático, mas sin dejar que el apasionamiento se lleve por delante la arquitectura, pues todo está controlado por una batuta férrea y de admirable capacidad analítica. El Andante, por el contrario, se lo pasa por el forro: superficial, sin emotividad alguna y dicho de pasada. Ese gigante que fue David Oistrakh –quizá mi violinista favorito– sintonizó con el maestro en lo bueno y en lo menos bueno, lo que significa que hubo intensidad a raudales pero también que resultará preferible Perlman por su muy superior atención a los aspectos líricos de la página. Y Rostropovich, sencillamente, no pudo ser él mismo junto a estos dos señores: su sonido es bellísimo pero no encuentra la ocasión de cantar con el tierno humanismo que le caracteriza, cosa que sí podrá hacer diez años más tarde con Haitink.

En conclusión, un registro con cosas sensacionales, pero no a la altura de los genios que lo protagonizan.

Excelente Novena de Mahler por Harding

Me había prometido catar todo el Mahler de Harding que pudiera antes de acudir a Viena a escucharle la Quinta al de Oxford, pero de momento solo he podido añadir a las recreaciones comentadas hace poco en este blog una Novena con la Sinfónica de la Radio de Suecia que presumo bastante reciente, porque la ha editado Harmonia Mundi este mismo año. Me ha encantado: la encuentro a la altura de las de Haitink/Berlín (Digital Concert Hall, 2011) y Barenboim con La Scala (Decca, 2014), y por encima de la de Chailly con Leipzig (Blu-ray 2013), por citar las tres más cercanas en el tiempo que conozco.

Lo mejor es que no hay en esta Novena rastro de pretenciosidad alguna: parece que se acabó ese Harding cuyo arte se basaba –recuerdo con cierta fidelidad sus palabras de hace años– en “hacer el repertorio tradicional de manera poco tradicional”. Y es que este es un Mahler ortodoxo por los cuatro costados, sin el menor espacio para la excentricidad en tempi, en fraseo, en equilibrio de planos sonoros ni en acentos. Y tampoco lo hay, felizmente, para la contemplación estática, las languideces ni suerte alguna de amaneramiento. Solo encontramos intensidad dramática, que es lo mejor que puede inyectarse a esta partitura. Una intensidad magníficamente controlada por una planificación flexible al tiempo que rigurosa, y que tampoco descuida la claridad en los tutti ni la expresividad de la tímbrica: el colorido es rico, intenso, y se encuentra lleno de significaciones.

Concretando un poco, el primer movimiento arranca con la adecuada concentración y sube con desgarrada intensidad hasta el primer clímax; a partir de ahí se desarrolla con con algún altibajo pero de manera notable, sin esa precipitación que afectaba a las referidas recreaciones de Barenboim y Chailly, aunque también sin el grado extremo de depuración sonora del que hacían gala tanto estos dos maestros como Haitink. En cualquier caso, ninguno de los directores citados alcanza, ni de lejos, el grado de humanismo de Giulini (¡esa manera de hacer cantar a la cuerda de Chicago!) en su memorable, irrepetible grabación para Deutsche Grammophon.

El segundo movimiento se distingue por su buen equilibrio entre el espíritu de ländler y el de “danza macabra” expresionista, haciendo Harding que las maderas intervengan con el adecuado espíritu burlón sin necesidad de cargar las tintas. Para eso ya está Klemperer, a todas luces el mejor recreador de este movimiento y del siguiente, un Rondo-Burleske que, en cualquier caso, el británico aborda con incisiva tímbrica y furia admirablemente controlada.

El Adagio, finalmente, sin ser el más doliente que pueda escucharse, se encuentra expuesto de manera irreprochable y desprende una sinceridad abrumadora; el final es sobrio, sin lugar para la esperanza, pero tampoco para ensoñaciones autocompasivas.

La toma sonora es magnífica; al menos a través de la plataforma Tidal, que es como yo la he escuchado. Ojalá este fin de semana termine de confirmar –ya veremos cómo hace el Adagietto– que Harding es uno de los grandes mahlerianos del momento.

sábado, 28 de abril de 2018

Stokowski, el más longevo y el más hortera

Estoy convencido de que, entre los famosos, Leopold Stokoswki fue no solo el más longevo en su actividad, sino también el más hortera de todos los directores de orquesta del siglo XX. No le niego su imaginación, ni su sentido del color, ni sus ganas de hacer música. Pero me parece que sus ansias por ofrecer espectacularidad y su considerable mal gusto se ponían casi siempre por encima de otras consideraciones. Por no hablar de su osadía a la hora de retocar los pentagramas, claro está.


Prueba de todo ello es este disco de oberturas editado por el sello Pye en el que el maestro, a sus nada menos que noventa y cuatro años de edad, se puso al frente de la National Philharmonic para interpretar oberturas de Beethoven, Rossini, Schubert, Berlioz y Mozart, en complicidad con unos ingenieros de sonido que realizaron una toma cuadrafónica espectacular antes que natural, con instrumentos por todas partes, ahora recuperada en una remasterización casera que pude hace tiempo localizar en un rincón de internet. Ya no se encuentra disponible, pero les aseguro que no merece la pena. Ahí van, en cualquier caso, las notas que he ido tomando.

La Leonora III arranca sin densidad, atmósfera ni misterio. El desarrollo sabe ser vibrante, enérgico, y ofrecer una enorme garra teatral, pero lo hace con un fraseo en exceso nervioso que carece de esa nobleza y calidez propias de Beethoven. Lo peor es el final, estruendoso y machacón.

Sigue la obertura de Guillermo Tell. La primera sección resulta escasamente poética y se ve lastrada por un chelo muy mediocre. La tormenta es todo lo espectacular que podíamos esperar con Stokowski, pero también en exceso agitada y más bien vulgarota. Convence el interludio lírico, sobresaliendo un buen solo de corno inglés. Y en el final el maestro se controla más de lo esperado sin dejar de ofrecer esa brillantez que es marca de la casa. A la postre, no está mal del todo.

La obertura de Rosamunda recibe una interpretación con energía pero de un estilo pedestre, ajeno a la mezcla de finura, sensualidad y sentido de lo anhelante que caracteriza a la música de Schubert. La del Carnaval romano es festiva a tope, vistosa a más no poder, pero también considerablemente tosca, bullanguera en el peor de los sentidos, mal planificada –a ratos la cuerda queda sepultada– y un punto cateta: ¡menuda sobreactuación de los metales!

¿Y Don Giovanni? Pues a Don Leopoldo no le gusta la manera en la que Mozart concluye su obertura y escribe otro final para la misma. Sí, han leído bien. Lo hace alternando el tema de la introducción –o sea, el del Comendador– y el del allegro hasta llegar a fundirlos (!) con la caída del seductor a los infiernos –tomada del penúltimo cuadro de la ópera– en una decibélica coda que parece salida de la Noche en el Monte Pelado que Stokowski recreó para la película Fantasía. Que algunas personas que presumen de buen gusto sigan entusiasmándose ante las cosas que hacía este señor me resulta muy preocupante.

jueves, 26 de abril de 2018

Séptima de Bruckner por Nelsons: jarro de agua fría

No había escuchado las dos primeras entregas, sinfonías Tercera y Cuarta, de la integral Bruckner que están grabando en vivo Andris Nelsons y su Orquesta del Gewandhaus de Leipzig para Deutsche Grammophon, así que puse en mi equipo el siguiente capítulo –lo encontrarán en las plataformas de streaming habituales–, nada menos que la Sinfonía nº 7 del compositor austriaco, en registro realizado hace tan solo un mes y medio, en marzo de este mismo año.


Comencé arqueando las cejas: sonoridad hermosísima y plenamente bruckneriana, cantabilidad maravillosa, construcción de tensiones y distensiones plena de naturalidad…. Pero todo ello dentro de un concepto místico en el más pobre de los sentidos, es decir, de una elevación espiritual en la que solo hay espacio para la contemplación más serena, apolínea y equilibrada, no así para la duda o para la inquietud.

Las peores sospechas se confirmaron en un Adagio de belleza suprema –más de la cuenta: la sonoridad de la cuerda resulta en exceso pulida– que se escucha sin la menor emoción, así hasta llegar a un clímax sin rastro de esa espiritualidad agónica ni de ese carácter visionario que necesita. Alguien me dirá que el concepto de Celibidache, para mí y para muchos el mayor recreador de esta partitura, era igualmente místico. Pues sí, pero con el rumano se apreciaban una desazón interna y una fuerza dramática, bien soterradas pero en todo momento presentes, que aquí no se dejan entrever. Y es que Nelsons no indaga en las notas: se limita a transfigurar los pentagramas creyéndose a pies juntillas eso del “buen Dios”.

Encontré más que correcto el Scherzo, sin que las puertas del infierno se intuyeran ni de lejos; pura rutina el trío. El Finale creo que era notable, pero a esas alturas un servidor ya estaba deseando que terminara la decepcionante y hasta aburrida la audición.

Como en las anteriores entregas, había complemento Wagner. En este caso, la Marcha fúnebre de Sigfrido. Mucha tela. Y es que con esta página no basta con dejar que la música respire. Hay que generar una atmósfera siniestra, administrar las tensiones con rabia y desesperación, alcanzar el gran clímax con una perfecta mezcla de carácter heroico y hondura trágica… Nelsons no solo no lo logra, sino que descuida relativamente el trabajo puramente orquestal: hay detalles, como las figuras del flautín en los grandes clímax hacia 5’05’’ y 5’40’’, que no se oyen como es debido. Claro que aquí parte de la culpa deberse a un ingeniero de sonido, Everett Porter, que tampoco ha sabido estar a la altura de las circunstancias.

A un servidor, firme partidario de que el maestro letón fuera sucesor de Rattle en Berlín, este disco le ha sentado como un jarro de agua fría. ¡Qué le vamos a hacer!

Plagiadores

El otro día le leía a un melómano en Twitter comentarios acerca de la lacra que supone la práctica del plagio en el mundo universitario. Le contestaba yo que la raíz del problema se encuentra en los institutos de enseñanza secundaria. En ellos llevo trabajando ya dieciocho años. Y me consta que muchos alumnos confunden hacer un “trabajo sobre tal tema” con “cortar y pegar textos tomados de internet”. Y ahí fallamos los profesores. Porque debemos enseñarles que no basta con buscar fuentes. Hay que seleccionarlas; haciéndolo críticamente, claro, valorando hasta qué punto la información que ofrecen resulta pertinente. Ordenar dicha información de una manera coherente para que el resultado se corresponda con los objetivos del trabajo en cuestión. Hacerlo con una expresión propia que evidencie la madurez del alumno. Y citar las fuentes, dejando claro de dónde se ha extraído cada uno de los argumentos y qué es cosecha propia.

Yo no me considero un profesor particularmente estricto ni cuadriculado, salvo en la cuestión del plagio. Ahí no consiento ni una. Cada vez que me entregan un trabajo, compruebo si hay “corta y pega”. En demasiados casos la respuesta es afirmativa. Suspenso automático, claro, aunque varias broncas me ha costado –y me seguirá costando– mantener semejante posición. Porque si seguimos aceptando como válidos trabajos realizados con un mínimo esfuerzo intelectual y que carecen de las citas pertinentes, estaremos enviando a la universidad a personas que verán como admisible y hasta adecuado mantener semejantes métodos en ella. Así las cosas, en este lugar tan corrupto llamado España se ha llegado al extremo de que un señor rector plagia con frecuencia obras de colegas suyos y, en la misma universidad, se considere que para obtener un máster no hace falta asistir a clase ni entregar nada: basta con tener buenos contactos políticos.

No creo que tal cosa ocurra únicamente en la Universidad Rey Juan Carlos (para quienes me lean desde fuera de España: me estoy refiriendo al “caso Cristina Cifuentes”, hoy jueves más noticia que nunca). Podría ocurrir en otras universidades más cercanas a mi domicilio, incluso con derivaciones en el mundo de la música. ¿Se imaginan ustedes que un catedrático recibiera continuamente encargos para elaborar notas al programa y escribiera con regularidad críticas de conciertos en periódicos de prestigio nacional, pero a la hora de la verdad parte de la información estuviera plagiada de aquí y de allá, y que incluso algunos párrafos de sus críticas se encontrasen literalmente copiados de las reseñas escritas por otras personas el día anterior en otros medios? ¿Y que esto ocurriera con frecuencia, año tras año, y no solo nadie hiciera absolutamente nada, sino que algunos siguiesen riéndole las gracias? Lo peor de este país no es que vivamos rodeados de completos sinvergüenzas, sino que lo consentimos.

miércoles, 25 de abril de 2018

Daniel Harding dirige Dvorák, Lindberg y Schumann

Continúo con mi repaso a las filmaciones de Daniel Harding y Filarmónica de Berlín en la Digital Concert Hall con este concierto del 26 de enero de 2016 que incluía obras de Dvorák, Lindberg, Boulez y Schumann. Interesante ya que no especialmente memorable, aunque en cualquier caso buen testimonio del gran cambio a mejor del director británico.


Arrancó el programa con la infrecuente, y no del todo inspirada, obertura de Otelo de Dvorák:
interpretación soberbiamente sonada con todo el nervio y el sentido dramático que la partitura necesita, aunque personalmente he echado de menos algo más de atmósfera, como también de sensualidad a la hora de cantar las melodías; asimismo, la coda la hubiera preferido algo más furiosa.

Vino a continuación el estreno alemán del Concierto para violín de Magnus Lindberg, una obra en tres movimientos sin solución de continuidad que es encargo de esta y otras orquestas y que cuenta con la participación de Frank Peter Zimmermann. Confieso que la obra me ha gustado poco. Los dos movimientos impares apuestan por la efervescencia y la electricidad expresionista, presentando una orquestación densa e intrincada que resulta en principio muy atractiva, pero a la postre termina aburriendo por repetitiva y falta de sustancia, todo ello frente a una parte solista sin interés expresivo alguno. Extrañamente, en la sección central del segundo movimiento presenta un clímax extático que en su mezcla postromanticismo e impresionismo no deja de recordar a Scriabin; ahí parece cobrar algo de interés la obra, o al menos inteligibilidad, pero tampoco termina de enganchar pese a recibir una interpretación intensa, virtuosística y comprometida a más no poder.


La segunda parte se abría con Mémoriale (... explosante-fixe ... Originel) para flauta y ocho instrumentos del señor Pierre Boulez. Emmanuel Pahud de solista, nada menos, a todas luces impresionante por virtuosismo y musicalidad, aunque no hay que aplaudir menos a Harding por su enorme implicación expresiva y por su capacidad por extraer las sorprendentes texturas demandadas por Boulez del pequeño y portentoso conjunto de músicos de la orquesta.

Plato fuerte para terminar: Sinfonía nº 2 del autor de Genoveva. A tenor de lo que ha hecho muy recientemente con Mozart al frente de esta misma orquesta, podía esperarse de Harding un Schumann comprometido con las maneras del movimiento historicista, como han hecho Yannick Nézet-Séguin o Paavo Järvi apostando por el ritmo frente a la melodía, por los ataques incisivos, por un equilibrio favorecedor al viento frente a la cuerda o por las baquetas duras en los timbales. Pues para nada: este Schumann resulta tradicional por los cuatros costados y lo podrían haber firmado perfectamente un Rafael Kubelik, para que se hagan una idea.

Lo interesante es que el británico sabe ofrecer un Schumann-Schumann, y no una especie de precursor de Brahms. Es decir, fresco y ligero en su punto justo; ágil pese a tener delante a la orquesta con más músculo del orbe terrestre; vibrante en el fraseo pero no nervioso, sino trazado con absoluta naturalidad, permitiendo que la música respire y cante como es necesario que lo haga; y ofreciendo esa particular esquizofrenia schumanniana sin perder el equilibrio clásico ni comprometer la belleza ni la depuración sonoras, que son extremas.

Eso sí, los resultados no son redondos porque al maestro le falta ese particular punto de calidez y de sensualidad que esta música necesita: si los pasajes más extrovertidos funcionan de manera espléndida, sobresaliendo en este sentido el cuarto movimiento, en los más líricos se echan de menos poesía, humanismo y magia sonora, algo en lo que Harding suele quedarse corto. Por eso mismo lo que más decepciona es el sublime Adagio espressivo, modelado de manera irreprochable hacia unos clímax a los que se llega con perfecta lógica, pero sin ese punto de intensidad agónica que transpiran los pentagramas. Eso sí, las maderas de la orquesta –como ya hiciera en las interpretaciones de Rattle de 2013 y 2014, más juveniles e impetuosas que la presente pero no superiores globalmente hablando– cantan con una musicalidad asombrosa. Por no hablar, claro está, de la ductilidad de la cuerda y de la seguridad de unos metales que no necesitan sonar broncos y faltos de empaste para que no se les acuse de “contaminaciones wagnerianas”.

A la postre, muy notable interpretación la de Harding y los chicos berlineses que no hace olvidar los milagros conseguidos por Celibidache con la Filarmónica de Múnich o Daniel Barenboim con la Staatskapelle de Berlín

Una sobre precios: Viena, Ibermúsica, Teatro Real

Tenía dos opciones para el puente que tenemos en Jerez a raíz de la molesta coincidencia de la motorada con el inicio de la Feria del caballo: Madrid o Viena. Me he decantado por esto último. Permítanme indicarles los precios:
  • Simon Bocanegra en la Staatsoper, con Hampson, Rebeka y Meli: 181 euros en la fila nueve del patio de butacas, con asiento muy centrado.
  • Harding y la Filarmónica de Viena haciendo la Quinta de Mahler en la Musikverein: entrada de pie al fondo de la sala, 7 euros.
  • Barenboim, Argerich y la Staatskapelle de Berlín en la Musikverein, programa Debussy: 90 euros en la segunda fila del patio de butacas.
En Madrid me interesaban muchísimos los dos conciertos de Andris Nelsons con la Staatskapelle de Dresde. ¿Precios? Segunda fila del patio de butacas –como la que tengo en Viena para Barenboim–, 130 euros. Si la quiero desde la fila tres o la cuatro, son 145 euros. Si prefiero de la cinco para atrás, el asunto asciende a los 160 euros.

¿Moraleja? Señores de Ibermúsica, no se quejen tanto si no llenan. Porque conmigo van ustedes a contar muy poco si los precios siguen sin ser competitivos frente a los de los templos más sagrados de la música en Europa.

Confieso que he vuelto a pasar por el aro en el Teatro Real, pero por tratarse de una ocasión por completo excepcional: Die Soldaten de Zimmermann el próximo mes de junio. 67 euros me ha costado mi entrada del segundo piso: puedo escoger entre estar todo el tiempo de pie sin visibilidad, o sentarme en un taburete alto sin ver prácticamente nada. Si hubiera optado, como en Viena, por un asiento centrado en la fila nueve, hubieran sido 219 euros. Y la orquesta del foso –la Sinfónica de Madrid– no es precisamente la "plantilla B" de la Wiener Philharmoniker que hay en la Staatsoper.

La moraleja aquí es otra: señor Marañón, búsquese un trabajo en la Ópera de Honolulu antes de seguir destrozando el Real y hacer lo propio con la Zarzuela. Ah, bueno, que aquí gana usted una pasta. Pues que le aproveche. Algunos seguiremos tirando de avión.

martes, 24 de abril de 2018

Mis favoritos musicales (IV): cantantes

La razón por la que he tardado tanto en escribir este capítulo de la serie dedicada a “mis favoritos” –casi un año desde la última entrega– no ha sido la falta de tiempo, sino el miedo. Y es que no hay un solo tema en el mundo de la música clásica que despierte tanta cantidad de virulencia entre los aficionados como el de las voces. Se puede discutir con cierta tranquilidad sobre compositores, sinfonías, batutas o pianistas, pero cuando de lírica se trata algunos melómanos parecen antes hinchas futbolísticos descontrolados que personas aficionadas a las manifestaciones musicales más exquisitas. Pero ahora que en este blog no se permiten comentarios –tuve que anular tal posibilidad por la presencia de un troll–, creo que puedo permitirme confesar la verdad y nada más que la verdad sin miedo a que me acosen desde las redes. Eso sí, estoy seguro de que no pocos de quienes me desprecian –profesionales de la crítica musical al sur de Despeñaperros, mayormente– encontrarán en las líneas de abajo una razón más para desacreditarme, al tiempo que algunos amigos se irritarán al descubrir que mis gustos, en algunos casos, chocan de manera considerable con los suyos propios. ¡Qué le vamos a hacer! He querido ser sincero ante todo y no tener más compromiso que conmigo mismo.

Dos cosas más, antes de pasar al listado. La primera, que en este tema de las voces hay un elemento por completo diferenciador frente a batutas y solistas instrumentales: puede ocurrir, y de hecho ocurre constantemente, que los aspectos puramente tímbricos de una voz despierten una atracción o un rechazo que tiene poco que ver con las bondades tanto técnicas como expresivas de la voz en cuestión. A mí también me pasa y no pienso ocultarlo. La segunda, que como he insistido en entregas anteriores, esto no es una relación de los que me parecen los mejores cantantes del siglo XX. En absoluto. Se trata de indicar quiénes más me entusiasman, no de clasificarlos en categorías cualitativas. Así que vamos allá.


Mi cantante favorito se llama Dietrich Fischer-Dieskau. ¿Por qué? Por todo. Bueno, quizá no tanto por la voz, que aun siendo bella encuentro menos hermosa que la de, por ejemplo, un Herrmann Prey, cantante este que también me gusta muchísimo. Pero el que fuera marido de Julia Varady posee la perfecta unión entre una técnica absolutamente superlativa y una expresividad llena de sutilezas –la propia de un señor especializado en el lied–, amalgamadas por una sensibilidad del más exquisito gusto y una enorme sinceridad en el decir. Ciertamente no era el suyo un arte marcado por la frescura y por la espontaneidad, sino más bien por el análisis y la inteligencia, pero los resultados de su arte se podían considerar cualquier cosa menos carente de corazón. Si a esto sumamos su enorme cultura, sus diferentes publicaciones, su trabajo con la batuta y hasta sus pinitos en el mundo de la pintura, tenemos el retrato completo de una de las personalidades artísticas más fascinantes de todo el pasado siglo.


Plácido Domingo es todo lo contrario: puro teatro, pero en el mejor de los sentidos. Con él no hay exquisiteces ni sesudas reflexiones, sino inmediatez en la expresión. Cantabilidad de la mejor ley. Enorme calidez a la hora de colocar los acentos. Capacidad para pasar de un estado anímico a otro opuesto en cuestión de segundos, y con la mayor veracidad expresiva. Más una voz hermosísima, muchas tablas sobre la escena y enormes ganas de hacer música. Con Plácido hay un enorme amor por el arte que se nota en todo momento, en todo rol operístico y en cualquier lugar. También en camerinos: ¡que derroche de cortesía, paciencia y saber estar a la hora de tratar a su público! ¡Y qué pena que durante años toda una estirpe de presuntos sabios en asuntos canoros hayan afirmado que “canta como un perro” (sic) y que “está arruinado desde mediados de los ochenta” (sic), entre otras lindezas! Pocas veces o nunca ha sido un cantante tan mal tratado durante lustro su propia casa como el cantante madrileño.


Janet Baker: para mí, la gran señora del canto. El equivalente a Fischer-Dieskau en femenino. No necesito decir nada sobre ella porque basta con aplicar lo escrito sobre el citado barítono. Escucharla me pone la piel de gallina y me toca en lo más hondo. Eso sí, no me quiero olvidar de Christa Ludwig, más espontánea y no tan sutil, pero no menos emotiva.


Elisabeth Schwarzkopf es mi soprano favorita. Esa mezcla de sensualidad, picardía y sofisticación en su fraseo me resultan de un erotismo irresistible. Obviamente su repertorio era el que era, siempre escogido en función de sus posibilidades y sin intención de meterse en camisa de once varas. Sabia decisión: en lo que hizo, brilló de manera inolvidable. ¡Y qué mujer tan bella! ¡Y qué manera de moverse sobre la escena! Tengo su filmación de la Mariscala como uno de los testimonios más increíbles del mundo operístico.


Y ya está. Luego hay una larguísima lista de cantantes que me gustan mucho o muchísimo, pero creo que ninguno a la altura de los citados. Bueno, sí, permítanme un placer culpable: Luciano Pavarotti y Mirella Freni, juntos o por separado. Ambos por la increíble belleza y sensualidad de los instrumentos –él puro terciopelo, ella auténtica crema–, pero también por su maravillosamente italiana manera de cantar, por su emotividad a flor de piel, por ser los más genuinos representantes de una manera de entender el canto que no es la que a mí más me gusta, pero que con voces como estas son capaces de derribar todas las murallas… Que el tenor no fuera del todo variado en lo expresivo me importa poco frente a los placeres sensoriales –diría que físicos– antes que intelectuales que su canto ofrecía. Y en cuanto a la soprano, qué quieren que les diga: escucharla es derretirse.

¿Cantantes que me horroricen o me parezcan altamente sobrevalorados? No los encuentro, la verdad, salvo que hablemos de ese fenómeno fugaz e incomprensible llamado Rolando Villazón o de Cecilia Bartoli una vez que se volvió loca –antes era excelsa–. Pero sí que quiero explicar por qué algunos nombres que muchísimos aficionados pondrían en cabeza de lista no han aparecido. De María Callas me molestan el timbre de su voz y las truculencias expresivas en las que a veces caía: el exceso de veracidad también puede ser un problema. Todo lo contrario Montserrat Caballé: voz bellísima pero con frecuencia al servicio de un fastidioso narcisismo canoro, por no hablar de su –para mí– inaguantable dicción. Ambas artistas me interesan mucho, en cualquier caso. No puedo decir lo mismo de Alfredo Kraus: su técnica era enorme, mayúscula su inteligencia y elegantísima su expresión, pero cada día me parece un cantante más frío e inexpresivo, incluso un tanto redicho. Canto vacío, sin alma.

lunes, 23 de abril de 2018

Harding madura: gran Mozart con la Filarmónica de Berlín

Hay directores que cuando llegan a lo más alto en prestigio realizan un enorme giro a peor: fue ya hace tiempo el caso de Claudio Abbado y lo es ahora el de Riccardo Chailly. Pero también puede ocurrir lo contrario, que es justamente lo que parece estar pasando con Daniel Harding. Incluso en un compositor tan complicado –el más complicado de todos– como el de Wolfgang Amadeus Mozart. 


De él conocía un Don Giovanni de 1999 que me gustó bien poco: repaso algunos tracks mientras escribo estas líneas y me sigue pareciendo muy mediocre –siempre rígido, a veces cursi, con frecuencia disparatado– dentro de su línea “historicista sin instrumentos originales”. Normal: el chavalito contaba veinticuatro años y tenía que demostrar que era más listo que nadie demostrando “la verdad” en la que presuntamente nadie había reparado. Mucho más tarde le escuché un Idomeneo filmado en La Scala, ya de 2004, que me pareció interesantísimo por su teatralidad y su elevado sentido de los contrastes, aunque también se apreciaban precipitaciones y no pocos efectismos. Y anteayer sábado 21 le seguí en directo a través de la Digital Concert Hall un concierto con nada menos que la Filarmónica de Berlín todo él decidido al de Salzburgo, y con nada menos la Misa en Do menor como plato fuerte: me pareció globalmente magnífico.

¿En qué ha cambiado la cosa? El de Oxford sigue optando por la fusión entre maneras de hacer históricamente informadas y orquestas de instrumentos modernos –con baquetas duras, como por otra parte hoy resulta felizmente habitual–, por los tempi rápidos y por acentuar los contrastes teatrales, pero ahora no siente la necesidad de correr desesperadamente ni de exagerar acentos. Tampoco de hacer sonar ácida a la cuerda o de renunciar al legato. Y repara en que también es necesario dejar a la música respirar, trazar las frases con flexibilidad y con sentido cantable, atender a la sensualidad, recrearse en la belleza melódica y tímbrica… Sencillamente, este señor ya no necesita ir de enfant terrible y ha puesto su enorme técnica al servicio de un concepto menos radical, mucho más rico y desde luego considerablemente más sensato. Ha madurado.

La brevísima Sinfonía nº 32, con su aspecto de obertura italiana, resultaba ideal para abrir la velada. Había escuchado tres grabaciones para prepararme la audición: la espléndida de Krips, la muy notable de Pinnock y la floja de Ter Linden. La de Harding me ha parecido más cercana al enfoque urgente y dramático de Pinnock que al más noble y tradicional de Krips, pero supera al director del English Concert por su manera de mezclar electricidad con carne sonora. Los resultados fueron espléndidos.

Siguieron dos arias de concierto, dirigidas asimismo de manera formidable. Misero! O sognoAura, che intorno spiri contó con el tenor Andrew Staples: voz muy british y muy nasal, con todo lo que eso significa, pero intérprete de exquisito gusto y perfecta línea mozartiana. Per questa bella mano se benefició de un soberbio contrabajo obligatto, pero aquí el bajo Georg Zeppenfeld me pareció muy poco interesante en lo vocal y en lo expresivo: cumplió sin más.

Los dos citados solistas se unieron a las notables Lucy Crowe y Olivia Vermeulen y al excelente Coro de la Radio Sueca para interpretar –en su habitual versión incompleta– la Misa en Do menor. Lectura en absoluto protorromántica; nada gótica, poco mística y apenas interesada por la suntuosidad de timbres y masas sonoras; pero sí tensa, llena de fuerza interna, tensa a más no poder e impregnada de una congoja espiritual que, si en los momentos más íntimos, puede carecer de ese punto de sensualidad necesario para redondear los resultados, en los más extrovertidos llega a resultar abrumadora por su escarpadísima rebeldía. ¡Qué impresionante, visionario Qui tollis el que ofrece Harding sin renunciar ni a la articulación historicista ni a la severidad neoclásica! Y cuando debe resultar grandioso y triunfal ciertamente lo hace, pero de nuevo manteniendo la agilidad y, eso es lo más interesante, sacando a la luz toda la inquietud espiritual que albergan los pentagramas.

Ni que decir tiene que la Filarmónica de Berlín está gloriosa ni que la musicalidad excelsa de todos sus solistas hace mucho por elevar el nivel de esta interpretación que, sin ser perfecta, deja bien claro que Daniel Harding es, pese a los pronósticos que muchos habíamos lanzado en su momento, una de los directores más interesantes del panorama actual. También en Mozart.

sábado, 21 de abril de 2018

Algunas grabaciones de las Sonatas y Partitas para violín de Bach (I): Rachel Podger

Hace ya más de un año estuve comparando cuatro grabaciones de las Sonatas y Partitas para violín solo BWV 1000-1006 de J. S. Bach: la que registró Rachel Podger para Channel a finales de los noventa –lamento no conocer el año exacto–, la que hizo Julia Fischer para Pentatone en 2004, la que Sergey Khachatryan grabó Naive entre 2008 y 2009 y la que en 2016 supuso la vuelta al mundo del disco de la enorme Kyung-Wha Chung. Teniendo la comparativa muy fresca, tuvo lugar en este blog el triste enfrentamiento con los chicos de la Orquesta Barroca de Sevilla en torno a Amandine Beyer; quien no esté al tanto de lo que ocurrió, puede hacerse una idea acudiendo a este enlace. ¡Ojalá hubiese tenido tiempo de escribir este entrada antes de aquello! Ya es tarde para lamentarlo, pero no para dejar de una vez por todas mis impresiones por escrito.

Bueno, quizá el retraso haya tenido una parte positiva: he vuelto a escuchar parte de estas cuatro grabaciones, pero esta vez haciendo comparativas con una larga serie de nombres que incluyen a gente como Grumiaux, Szering, Kuijken, Midori Seiler, Huggett, Onofri, Faust o Shaham, además de la increíble maravilla de Hilary Hahn no hace mucho comentada. Por tanto, escribo ahora con más perspectiva. Empezaré por Podger y dentro de un tiempo intentaré recopilar mis notas sobre los otros violinistas citados.


Rachel Podger hace uso, por descontado, de un violín y de un fraseo netamente barrocos. Y lo hace con enorme sensatez, adoptando tempi muy lógicos y haciendo gala de sonido realmente hermoso –nada que ver con el más bien desagradable de Amandine Beyer–, de un fraseo natural que sabe evitar excesivas angulosidades y de una perfecta exposición de las líneas polifónicas. La violinista británica demuestra asimismo musicalidad extrema, y sabe encontrar el punto justo de equilibro entre elegancia y comunicatividad. Ahora bien, no es menos cierto que ni se muestra muy imaginativa ni resulta muy intensa, desarrollándose el ciclo con evidentes desigualdades.

Así por ejemplo, en la BWV 1001 hay que admirar la voluntad de no extremar el juego de claroscuros ni en agógica ni en dinámica, pero también hay que reconocer que la Siciliana, paladeada con calma, no avanza con la fluidez debida, sino con una discontinuidad que termina desarticulando el movimiento y haciendo que se pierda el hilo de la polifonía. El Presto final, por el contrario, es todo fluidez sin aspavientos, aunque cosas aún más brillantes se hayan escuchado. En la BWV 1002 Podger diferencia bien entre cada uno de los números y todo se desarrolla con enorme lógica para redondear una, en conjunto, notabilísima interpretación.

La Sonata BWV 1003 recibe igualmente una ejecución de enorme pulcritud. La fuga del segundo movimiento está dicha con una claridad irreprochable, a lo que contribuye la relativa lentitud de la ejecución, pero necesita un punto más de fuerza, de sentido direccional, de planificación de las tensiones, mientras que en el tercer movimiento se echa de menos mayor sensualidad y hondura, resultando un punto frío

Muy teatral y contrastada la 1004, dicha con agilidad e incluso rapidez pero sin nerviosismo, aunque la Chacona pierde un poco de su profunda humanidad y, en general, se eche de menos una dosis mayor de elevación poética.

La Sonata BWV 1005 va de menos a más. En el Adagio inicial Podger pasa de largo ante asperezas sonoras y dramatismos expresivos. La Fuga está muy bien llevada, mas sin terminar de explorar sus posibilidades. Magnífico el Largo, lacerante y sincero, seguido por un adecuadamente vivaz, luminoso y comunicativo Allegro Assai

Tenemos finalmente una espléndida Partita BWV 1006 en la hay que admirar lo estupendamente que se encuentra capturado el espíritu de danza de cada pieza, así como el dinamismo, la luminosidad y la brillantez bien entendida que desprende toda la lectura. Se echa de menos, eso sí, algo de hondura en el movimiento más introvertido, la Loure del segundo.

En definitiva, recreaciones un tanto desequilibradas pero de buen nivel medio que recomiendo especialmente a quienes no son muy amantes del historicismo: aquí encontrarán esas maneras renovadas que resulta imprescindible conocer (¡por favor, no me vengan con que eso de los instrumentos originales es una tomadura de pelo!) sin que haga asomo la excentricidad en la que sí incurren otros artistas de la misma órbita históricamente informada.

viernes, 20 de abril de 2018

Barenboim graba Sur Incises, con memorables resultados

Pierre Boulez compuso Sur Incises, obra en dos movimientos para conjunto de tres pianos, tres arpas y tres percusionistas, entre 1996 y 1998, dejándonos su grabación oficial en el sello Deutsche Grammophon en 1999. A todas luces impresionante, esta es la que todos conocíamos. El sello Peral nos deja ahora, de manera inesperada, una interpretación registrada en vivo en Berlín a cargo de Daniel Barenboim y un conjunto denominado Boulez Ensemble, que presumo integrado por músicos de la Staatskapelle berlinesa.


¿Diferencias? He escuchado dos veces este lanzamiento y he vuelto después al de DG. Creo tenerlo más o menos claro: la interpretación del propio Boulez es más angulosa e incisiva, se encuentra recorrida por un abrumador nervio interno y se beneficia tanto de un asombroso sentido del ritmo como de una enorme depuración sonora. La de Barenboim y sus chicos no alcanza semejante altura en los referidos aspectos, pero a cambio tenemos mayor flexibilidad y un sentido muy orgánico de las tensiones y distensiones, de tal modo que no tenemos la sensación de encontrarnos ante un perfecto producto “de laboratorio”, como ocurría en el registro de DG, sino ante un ente con vida propia que crece, se desarrolla y muere con una perfecta lógica vital. Abrumador en este sentido el clímax en torno al minuto 18 del segundo movimiento –mucho más poderoso que bajo la dirección del autor–, así como la manera en la que este va perdiendo fuerza hasta llegar a la inevitable dislución final.

También es necesario destacar en la interpretación de Barenboim la enorme plasticidad en el tratamiento del conjunto instrumental, la sensualidad con la que está tratados los timbres y la sutileza en los detalles expresivos. ¿Expresivos, en Boulez? Sí, eso mismo. Por no hablar de las sugerencias atmósféricas, particularmente en un primer movimiento que dura bastante más en la interpretación reciente (16'01 frente a 14'11). Los resultados, a la postre, son memorables.

En cuanto a la toma, Deutsche Grammophon gana por goleada: la de Peral resulta un punto turbia y se ve perjudicada por las abundantes toses del público. Aun así, me quedo con esta última: la mezcla de las personalidades de Boulez y Barenboim otorga mayor riqueza conceptual a esta extraordinaria música. En plataformas como Spotify o Tidal pueden escuchar el registro.

jueves, 19 de abril de 2018

Más Brahms por Axelrod: sigue sin interesarme

El pasado mes de agosto comenté el doble compacto del sello Telarc en el que John Axelrod dirigía las sinfonías nº 1 y 3 de Johannes Brahms a la Sinfónica de Milán. "Blandura y amaneramiento", rezaba el título de la entrada. Como hoy jueves y mañana viernes el maestro norteamericano dirige en Sevilla nada menos que la Cuarta, además del Concierto para piano nº 2 con el enorme Javier Perianes, me ha parecido buen momento para traer las notas que he tomado de la otra entrega de este Brahms Beloved, registrada en 2013 por el referido sello con una toma más bien turbia y opaca que no está a la altura de los tiempos. Desdichadamente, lo mismo puedo decir de los resultados interpretativos, al menos en lo que a la Cuarta se refiere; no tanto en la Segunda.


La sonoridad ingrávida y relamida de los violines nos pone en lo peor al arrancar esta Sinfonía nº 2. Enseguida Axelrod se centra y ofrece un Allegro non troppo muy digno, fraseado con fluidez, belleza y una flexibilidad muy adecuada y necesaria, aunque sin llegar a emocionar lo suficiente en el tema lírico ni a alcanzar grandes picos de tensión dramática; a la postre, su enfoque en exceso apolíneo para esta música que pide pasión a gritos –el maestro se cuida mucho de no extremar las tensiones– me deja un tanto a medio camino.

El Adagio está dicho con una apreciable delectación melódica y una mezcla de voluptuosidad y espiritualidad de lo más interesante que recuerda a algunos grandes maestros brahmsianos. Pero se detecta también una vuelta al molesto preciosismo sonoro de la introducción –cuerda sonando aérea y vaporosa para “hacer bonito”– y poca garra a la hora de poner de relieve los aspectos más dramáticos de la página, que los tiene y resultan fundamentales para entenderla. La trivialidad del planteamiento queda aún más de relieve en un Allegretto grazioso que es sobre todo eso último: gracioso, entendido como lleno de gracia, de encanto, de delicadeza… Todo muy de cara a la galería y sin mojarse un pelo.

Así las cosas, estaba claro que lo mejor de la interpretación tenía que ser un Allegretto con spirito en el que (¡por fin!) la personalidad musical de Axelrod, maestro poco interesado en bucear en los pliegues de la música, encaja con lo que pide la partitura. Frescura, extroversión, brillantez bien entendida –sin las vulgaridades y los excesos en los que incurrirá al grabar la Sinfonía nº 1– y una tremenda garra comunicativa le permiten salir airoso del empeño, aunque aquí es la orquesta, claramente de segunda fila, la que deja al descubierto sus limitaciones.

La Sinfonía nº 4 me ha parecido en exceso irregular, y a mi entender solo se salva el tercer movimiento. El problema del primero radica en su discontinuidad. Arranca con corrección y se va desarrollando con solvencia, haciendo gala Axelrol de su notable plasticidad en el tratamiento de la masa orquestal; pero cuando llega al primer gran clímax dramático (hacia 8:30) éste suena falto de fuerza y garra, e incluso se opta por un fraseo algo rebuscado (8:50) que llega a resultar molesto. A partir de ahí la tensión no se recupera y toda la ardiente sección conclusiva no suena como una descarga de las tensiones acumuladas.

Amplio y muy paladeado –más Adagio que Andante moderato, lo que me parece muy bien– el segundo movimiento, de nuevo con ese lirismo un tanto espiritual que me recuerda al Brahms de Celibidache. El problema, nuevamente, es que al norteamericano se le va la mano en lo que a evanescencia, ingravidez y morbidez se refiere, auténtica dulzonería en el sublime pasaje a partir de los 4:00. El resultado es no ya amanerado y pretencioso, sino irritante.

Mucho mejor el tercer movimiento, en el que Axelrod no solo se siente muy a gusto, sino que además acierta por completo al no caer en el peligro de la rigidez y la machaconería, al tiempo que sabe atender a los pasajes más misteriosos y no quedarse en la mera trompetería. ¡Estupendo! Pero, ay, la sublime passacaglia, una de las más grandes muestras del genio brahmsiano, arranca de manera anodina, sin ese carácter implacable y desgarrador que necesita, y se desarrolla con discreta corrección sin que afloren las tensiones planteadas por ese cúmulo de contradictorias experiencias emocionales que plantea la partitura. Versión sumamente irregular y tirando a mediocre, pues.

Los lieder de Clara Schumann que completan el disco son estupendos, pero no puedo recomendar estos discos ni compartir el interés por el ciclo Brahms que Axelrod está haciendo con la ROSS en Sevilla. Lo siento.

martes, 17 de abril de 2018

Sobre el Mahler de Harding

Tenía unas ganas tremendas de conocer Viena, así que aprovechando el razonable precio del vuelo desde Jerez y las próximas festividades en mi tierra, acudiré a la capital austríaca para una breve pero espero que provechosa estancia de tres noches. ¿Música? Un programa Debussy con Barenboim, Argerich y la Staatskapelle, un Boccanegra con Hampson y una Quinta de Mahler con la Wiener Philharmoniker y Daniel Harding. Del británico conocía una Décima de 2007 con la misma orquesta que, como escribí aquí mismo, me irritó de manera considerable; pero también una Sexta de 2014 con la Filarmónica de Berlín que, como también dije en este blog, me pareció estupenda. Movido por la curiosidad, he escuchado otras tres interpretaciones mahlerianas a cargo del de Oxford.


Comencé buscando algún testimonio de la Quinta. Lo encontré: toma radiofónica con Filarmónica de Los Ángeles correspondiente al 26 de octubre de 2012. Y la verdad es que el británico sorprende gratamente con una interpretación planificada de manera formidable, dicha con ganas de hacer música y –con una excepción a la que me referiré abajo– bastante sensata en lo expresivo, lo que quiere decir que se muestra sincero y, sin renunciar a la peculiar retórica mahleriana, intenta no convertir la obra en un cúmulo de amaneramientos. En este sentido, los dos primeros movimientos se desarrollan con fluidez y buen pulso, sin languideces ni grandes sobresaltos, aunque se pueda echar de menos un punto adicional de arrebato. El Scherzo, ofreciendo un perfecto equilibrio entre la sensualidad, el lirismo más o menos folclórico y lo alucinado, se desarrolla dentro de la mejor ortodoxia, lo que no impide a la batuta ofrecer originalidades en los pizzicati de la sección central. El Adagietto sabe ser más intenso que meramente contemplativo, aunque aquí al maestro se le escapan unos dulzones portamenti en los violonchelos. ¡Ya decía yo que por algún lado le tenía que salir la vena cursi! Lo mejor resulta ser el Finale, dicho con enorme entusiasmo y todo un portento de virtuosismo por parte de batuta en el tratamiento de líneas y timbres, como también de una orquesta que luce un espléndido conjunto de trompas. En fin, que si Harding resta blandura en el Adagietto, quizá le escuche en Viena una versión de muchísimo calibre.

Luego fui a por la Décima con la Filarmónica de Berlín, siempre en la versión ejecutable a cargo de Deryck Cooke, recogida por la Digital Concert Hall de un concierto de 2013; es decir, lectura seis años posterior a su registro en Viena. ¡Qué diferencia! Y es que ahora el británico ofrece una interpretación de enorme calado, no solo portentosamente expuesta sino también dicha con sinceridad. Solo hay que censurar cierta discontinuidad en las tensiones del primer movimiento: no empieza con toda la concentración posible, luego mejora de manera considerable y, tras los dos grandes clímax, se vuelve un punto más resignada y dulce de la cuenta. Irreprochable Purgatorio. Los dos scherzi son estupendos, interesándose el maestro en destacar su carácter grotesco y la valentía de su escritura (¿de Mahler o de Cooke?). Y admirable el escalofriante último movimiento, sobresaliendo un estupendo solo de flauta y el intensísimo canto del mismo tema por parte de la cuerda hacia el final; quizá al “grito” postrero le falte un poco de rabia, pero en conjunto se trata de una soberbia interpretación.

Retrocedo en el tiempo para escuchar la Sinfonía nº 1 filmada en 2009, editada comercialmente por la Orquesta del Concertgebouw. Aquí las cosas funcionan de manera mucho más irregular. El desperezarse del arranque está estupendamente plasmado merced a una técnica de batuta superlativa y a una cuerda de asombrosa maleabilidad, pero al llegar a la melodía de “Ging heut' Morgen über's Feld” Harding opta por una suavidad extrema que encuentro contraproducente; a partir de ahí, comienza un tira y afloja en el que se alternan pasajes muy notables con otros en exceso ensimismados. El segundo movimiento está francamente bien, aunque en el trío, aun no excediéndose en los portamenti como hacen otros directores, Harding echa demasiada azúcar. En el tercero la atmósfera y el misterio se imponen por encima de la ironía, opción que no es mi favorita pero que resulta perfectamente válida; eso sí, en “Die zwei blauen Augen” (¿lo adivinan?) Harding cae en una dulzonería ya decididamente insoportable. El Finale, aun de nuevo con más de un denaveo con la blandura, convence por el soberbio espectáculo sonoro, perfectamente planificado y sin escándalo gratuito, que plantean Harding y los portentos de Amsterdam.

En definitiva, una recreación tan desconcertante como lo es el propio artista británico, quien parece, a tenor de las fechas de estos registros, ir de menos a más. Aún me quedan algunos testimonios mahlerianos suyos por conocer: intentaré escucharlos, a ver si se confirma la impresión.

domingo, 15 de abril de 2018

Luisa Miller desde el Met: continúa el milagro Domingo

Plácido Domingo cantó el Rodolfo de Luisa Miller en el Metropolitan de Nueva York por primera vez en 1971. Cuarenta y siete años después, que se dice pronto, ha debutado allí mismo en el rol de Miller padre. Ayer pude seguir la transmisión en directo en los cines Yelmo. Y qué quieren que les diga, los resultados me han parecido sensacionales, de lo mejor que le he escuchado al madrileño en la cuerda baritonal. El asunto tiene su lógica, porque el papel es más bien lírico –Verdi tiene que diferenciarlo de los dos malos de la función– y no exige mucho en la zona del grave. Pero uno no deja de asombrarse, porque a su edad conserva el timbre en plenitud y solo se le pueden achacar ciertas insuficiencias en la respiración. Al menos a la hora de atacar las cabalettas, porque en otros momentos Plácido, que es muy listo, sabe guardar fiato para momentos clave: su entrada en escena fue fenomenal.



En cualquier caso lo importante no es eso, sino todo lo demás. Es decir, la enorme cantabilidad del fraseo; el cuidado a la hora de regular dinámicas y poner acentos sin perder frescura en la expresión; la perfecta mezcla entre exquisito gusto e intensidad dramática; la sinceridad que impregna a todas sus intervenciones… Y sobre todo, ese indefinible “verbo verdiano” del que sigue siendo el más genuino representante. Esa sensación de que esto, y no otra cosa, es Verdi. Si añadimos su sabiduría a la hora de estar sobre las tablas, de moverse con solvencia aunque la dirección de actores sea inexistente, de creerse de veras todo o que está haciendo, tenemos el retrato de quien a estas alturas ya podemos calificar, con total tranquilidad, como el más grande cantante de ópera del último medio siglo. ¡Y pensar que en España toda una escuela de críticos, la de los foniatras, no ha dejado de ningunearle y de anunciar, un año sí y otro también, su inminente ruina vocal, al tiempo que ponía por las nubes a un tenor de enorme técnica y gran clase, pero muchísimo menos artista, llamado Alfredo Kraus! Menos mal que el tiempo ha puesto a cada uno en su sitio.


Tras la algo decepcionante Floria Tosca que le escuché asimismo en los cines el pasado mes de enero, Sonya Yoncheva se ha reafirmado como una de las más interesantes sopranos verdianas de su generación: siendo suficiente su técnica belcantista en este título que tanto debe en sus dos primeros actos a Donizetti, ha sido en el Verdi-Verdi donde esta señora ha dado lo mejor de sí tanto en lo vocal como en lo expresivo. ¡Bravísima! Menos me gustó mi otras veces muy admirado Piotr Beczala, cuya enorme inflamación expresiva le ha llevado a situarse muy fuera de estilo. Lo siento, pero Rodolfo no es Chénier. Eché de menos sutilezas en el fraseo, atención a los reguladores (¡todo el tiempo de mezzoforte hacia arriba!), riqueza psicológica… Incluso mayor depuración canora: le he encontrado algo tosco en la técnica. Mientras regresaba en coche a casa puse todo el final del segundo acto en la grabación de un tal Plácido Domingo –la primera, con Maazel– y puedo asegurar que la diferencia es enorme.


Hace tan solo unos meses tuvimos a Alexander Vinogradov en el Villamarta cantando el Fausto de Gounod. Escucharle en Jerez fue un enorme lujo que probablemente debamos agradecerle a su gran amigo Ismael Jordi. Aquí ha cantado la parte del Conde Walter: la voz es espléndida y luce maravillosamente con el fiato de quien es todavía un hombre joven –diez años menos que Beczala, su hijo en la ficción–, pero en matices se queda algo corto. No le pongo reproches, sin embargo, a Dmitry Belosselskiy como Wurm: me ha parecido sensacional, y un modelo de cómo ser “malo malísimo” sin resultar ridículamente truculento en lo vocal y/o lo escénico. Olesya Petrova se ocupaba con enorme dignidad, ya que no con particular brillantez, de ese bellísimo papel que es el de Federica. Y es de justicia destacar a la estupenda Rihab Chaieb en el breve rol de Laura.

El coro estuvo ayer regular, mientras que la orquesta sonaba bastante bien a las órdenes de Bertrand de Billy, cuya dirección se vio lastrada por un exceso de nerviosismo –ya desde la gloriosa obertura monotemática que abre la partitura–, pero al menos ofreció esa rusticidad, esa frescura y ese sentido teatral que necesita el Verdi juvenil.

La puesta en escena era de Elijah Moshinsky y debe de tener ya sus añitos. Muy del Met: ortodoxa y tradicional por los cuatro costados, pero también algo rancia y lastrada por una dirección de actores discreta. Vistosa la escenografía de Santo Loquasto, muy oscura la iluminación de Duane Schuler. Nada memorable, pues, pero al menos no molestó: prefiero algo así frente a muchas propuestas modernas sin sentido que solo buscan el escándalo gratuito.

Una cosa más: Domingo tiene oficialmente setenta y siete años. Ahora creo que es un bulo eso de que se quita edad, porque es imposible que este señor tenga en realidad ochenta y haya cantado como lo ha hecho. Claro que cuando cumpla sus verdaderos ochenta, lo mismo le tenemos todavía ahí haciendo milagros. ¡Larga vida a Plácido!

jueves, 12 de abril de 2018

Barenboim vuelve a Bartók en Berlín... cincuenta y cuatro años después

Daniel Barenboim debutó al frente de la Filarmónica de Berlín en 1964: Concierto para piano nº 1 de Belá Bartók dirigido por Pierre Boulez. El pasado febrero se reunía una vez más con la formación alemana, con la que ha colaborado intensamente a lo largo de estos cincuenta y cuatro años (¡nada menos!). Y lo hizo volviendo sobre la misma partitura, sobre la que ha ido dejando algunos testimonios fonográficos de enorme calidad: grabación para EMI con Boulez de 1967, toma radiofónica con Solti de 1992, toma con Boulez de 2005 y nuevo registro comercial con el compositor de El martillo sin dueño en 2008, esta vez con imágenes. Añadamos a ellos una soberbia dirección de la obra a Yefim Bronfman de 2011, que circula entre los aficionados procedente de la radio. Dirección muy diferente, por cierto, a todas las que le han acompañado a él: atmosférica y opresiva en grado extremo.


¿Le quedaba, pues, algo que decir a Barenboim sobre esta página en su faceta de pianista? A tenor de la filmación del 24 de febrero que he podido disfrutar en la Digital Concert Hall, resulta que sí. Fíjense en que han pasado "solo" diez años desde su referida filmación con Boulez, y ya desde los primeros compases se aprecia que el maestro aún está dispuesto a dar una vuelta más de tuerca jugando con los ritmos sincopados bartokianos, con los acentos, con dinámicas y colores… Que una vez más algún pasaje del primer movimiento le resulte  trabajoso importa poco ante semejante despliegue de compromiso y musicalidad. A destacar en este sentido el segundo movimiento, en el que el de Buenos Aires se eleva a cotas inigualables de inspiración. ¡Qué manera de desplegar las texturas nocturnales! ¡Qué manera de alcanzar el clímax dramático de la parte solista!

En tercer movimiento hay que descubrirse especialmente ante un sonido poderosísimo, denso a más no poder, pero también capaz de las mayores sutilezas, sin tener la necesidad de resultar percutivo –su toque es ahora mucho más variado que en 1967– ni de destacar cada nota con limpieza extrema: las “brumas germánicas” resultan ser muy bienvenidas. Todo ello, por descontado, lo hace Barenboim sin quedarse en la mera exhibición de músculo, sino ofreciendo intensidad dramática del altísimo voltaje en perfecta sintonía con un Rattle implicadísimo en la expresión. Mucho más que el distanciado Boulez, sin ir más lejos. Efectivamente, el británico se muestra dramático y escarpado a más no poder –terrorífico el clímax orquestal del Andante–, sin que el tremendo despliegue de vehemencia e inmediatez haga peligrar una arquitectura planificada con portentosa perfección ni le haga olvidar la necesidad de ofrecer los más ricos y adecuados colores posibles de una orquesta que resulta ideal para la obra –mucho más que la de Filarmónica de Viena- y que se encuentra en el mejor momento de su historia: los primeros atriles son todos oírlos para creerlos, por no hablar de esa cuerda musculada y poderosísima que contribuye no poco a los resultados de esta ya histórica recreación.

El programa, magníficamente construido en torno a la absorción del folclore por parte de la música culta, se había abierto con las Danzas eslavas op. 72 de Dvorák, esto es, con la segunda de las dos series que escribió el compositor bohemio. De ellas planteaba Rattle interpretaciones que, sin dejar de ofrecer fogosidad y sentido del ritmo, se centraban en los aspectos más suntuosos y opulentos en lo sonoro de estas páginas, dichas con poderosísimo músculo, enorme sensualidad y una delectación melódica que, eso sí, en más de un momento rozaba el narcisismo. El lector estará pensando lo mismo que yo: efectivamente, el espíritu de Karajan parece seguir presente en la formación berlinesa. Sea como fuere, resulta imposible dejarse de seducir por semejante espectáculo.

La genial Sinfonietta de Janácek ocupaba el último tercio del programa. Temía un poco, a tenor de lo escuchado en las Danzas Eslavas, que Rattle se viera tentado por “romantizar” la obra. Pero nada de eso: aun siendo imponente, díríase que apabullante e insuperable en brillantez y perfección técnica (¡para desmayarse de asombro, una vez más, la labor de todas y cada una de las maderas!), la Filarmónica de Berlín suena con la rusticidad, el carácter descarnado y los colores virulentos que esta música necesita, y el maestro británico sabe inyectar todo ese nervio interno, esa electricidad y ese carácter obsesivo propios del compositor. No solo eso: hay también ganas de vivir, pasión perfectamente controlada, visceralidad dramática, sensualidad melódica, lirismo punzante y grandeza sin retórica. Y mucha convicción: creo que es la mejor interpretación que he escuchado de la página a pesar de los memorables logros fonográficos y de un Abbado –su grabación en Decca, no así la de DG– y de un Mackerras, o de los testimonios impresionantes, no comercializados, de Pierre Boulez enfrentándose a esta singular partitura.

En definitiva, un concierto globalmente sensacional en la que uno no sabe si admirar más a Barenboim, a Rattle o a la orquesta. Si no están abonados a la Digital Concert Hall, no duden en pagar para ver al menos esta filmación; merece muchísimo la pena.

lunes, 9 de abril de 2018

Prosigue el Mendelssohn de Gardiner: más de lo mismo

Creo que la última crítica que escribí para la revista Ritmo (aquí) fue la primera entrega del Mendelssohn de John Eliot Gardiner con la Sinfónica de Londres, que incluía Hébridas y Escocesa además del Concierto para piano de Schumann con la Pires. Lo puse mal. He podido ahora escuchar otra de las entregas –a estas alturas ya ha completado el ciclo–, concretamente la Sinfonía nº 1 y el Midsummer Night's Dream que fueron registrados en el Barbican Hall en febrero de 2016 y recogidos por las cámaras y micrófonos de LSO Live. Más de lo mismo, y por ende de escaso interés para un servidor, que ha terminado con la sensación de haber perdido el tiempo.


De la Sinfonía nº 1 Sir John ofrece exactamente la recreación que podíamos esperar: una lectura de corte toscaniniano, incisiva y un tanto seca en la articulación, muy bien clarificada, y, sobre todo, marcada por un indesmayable vigor rítmico, pero también excesivamente rígida, ajena a la sensualidad y al vuelo poético de las melodías; así las cosas, lo que mejor funciona es un Allegro di molto inicial lleno de vida y ajeno a equivocadas levedades sonoras, y lo que peor sale parado es un Andante que se desarrolla con alarmente asepsia expresiva. A la postre, y dejando aparte las circunstancia de que violines y violas toquen de pie y que los timbales utilicen baquetas duras, lo más interesante es que Gardiner nos ofrece las dos versiones del tercer movimiento, es decir, tanto la original como la de Londres, que no es sino un arreglo realizado por el propio Mendelssohn del Scherzo de su delicioso Octeto.

En El sueño de una noche de verano la orquesta toca sentada, pero la sonoridad sigue siendo voluntariamente historicista, con una cuerda ácida sin apenas vibrato, unos metales ásperos y timbales muy marcados. En lo expresivo, el maestro sigue ofreciendo nervio e incisividad, pero también incurriendo en la rigidez y en la negación de aspectos tan fundamentales como la sensualidad y el vuelo lírico. La obertura resulta animada pero prosaica, sorprendiendo –no estoy seguro de que para bien– que el se subrayen las onomatopeyas de los rebuznos con unos portamenti exagerados. El scherzo, aun perfectamente expuesto y tocado con incuestionable virtuosismo, resulta demasiado rápido y carente de picardía. La llegada de Oberón está bien, pero la canción con coro vuelve a carecer de cualquier poesía; el Coro Monteverdi está excelso, eso sí, y muy bien sus dos solistas, más la soprano que la mezzo. El Intermezzo suena con exceso de nervio. De manera inesperada, lo que mejor le queda a Gardiner es el Nocturno, no precisamente embriagador ni efusivo pero sí recorrido con un adecuado espíritu anhelante, amén de dicho con notable depuración sonora. Más bien aséptica la Marcha nupcial.

A la postre lo único estimulante es la aparición de tres actores, todos ellos muy notables, para escenificar algunos pasajes de la obra shakesperiana, lo que permite introducir algunos brevísimos fragmentos de música que rara vez se graban y darle sentido dramático a algunos pasajes muy conocidos que suelen escucharse sin los diálogos. Ahora bien, al no encajar con la pequeña dramaturgia desarrollada, el maestro británico decide prescindir tanto de la danza de los pasayos como de la marcha fúnebre, con lo que a la postre salimos perdiendo música.

La toma sonora ofrece un excelente estéreo a lo largo de toda la filmación y un espectacular sonido multicanal a 192 kHz en la capa de Blu-ray Audio, aunque esta última solo incluye el Midsummer. ¿Merece la pena? La respuesta es afirmativa si a usted le gusta el estilo Toscanini-Gardiner. En caso contrario, olviden este disco.

West Side Story por Tilson Thomas

Adoro West Side Story. Me conozco de memoria la grabación realizada por Leonard Bernstein en septiembre de 1984 para Deutsche Grammophon y conservo mi doble CD, firmado por Kiri Te Kanawa, como uno de los tesoros de mi colección. Hace pocas algunas semanas volví a escuchar el registro, esta vez en la reciente remasterización en HD realizada por el sello amarillo. Me produjo asombro la mejoría de calidad sonora que ha supuesto este nuevo lanzamiento frente a los antiguos compactos (¿cómo demonios lo habrán hecho?), pero sobre todo volví a quedar tocado, pero que muy tocado, por la calidad de música e interpretación; no tengo ningún reparo en reconocer que prefiero esta música frente a muchas otras obras líricas, empezando por todas las zarzuelas –sí, todas– y continuando con algunos títulos del repertorio belcantista. Quizá algún día sea reconocida como una de las grandes partituras del siglo XX.


Pues bien, este fin de semana he tenido la oportunidad de escuchar una nueva recreación fonográfica. Se trata de un registro en vivo, de excelente toma sonora, realizado al hilo de las representaciones semiescenificadas de junio y julio de 2013 a cargo de la Sinfónica de San Francisco y Michael Tilson Thomas, editado por la propia orquesta norteamericana. Las diferencias fundamentales con respecto a la del propio Bernstein son dos. Por un lado, aquí se sigue igualmente la orquestación original pensada para Broadway –no la de Johnny Green para la película–, pero en lugar de conformarnos con una plantilla reducida propia de un foso –por ella optó Lenny para DG–, tenemos toda una formación sinfónica: como explica Tilson Thomas en las notas, la cuerda se multiplica por dos.

La otra diferencia viene por parte de las voces principales: en vez de célebres nombres de la ópera encontramos cantantes experimentados en el mundo del musical y de la televisión, por lo que se pierde en calidad vocal al tiempo que se gana –considerablemente– en veracidad dramática; de este modo, en los diálogos no es necesario recurrir a personas –en el registro de DG, Nina y Alexander Bernstein­– con más habilidades escénicas que los divos operísticos.


¿Resultados? A todas luces excelentes, aunque para mi gusto no alcanzan la excelsitud de la grabación anterior, empezando por un Tilson Thomas perfecto en el estilo, implicado a más no poder, lleno tanto de chispa como de garra dramática, mas sin el grado de inspiración que exhibió el propio creador de la partitura.

En el elenco un servidor solo conocía al atractivo Cheyenne Jackson, por su participación en tres temporadas de la excelente serie American Horror Story. Aquí ofrece una muy buena encarnación de Tony, pero en las canciones no hay ni punto de comparación con la excelencia de un José Carreras muy injustamente criticado por algunos que se tomaron demasiado en serio su bronca con Lenny recogida en el documental del making of. La que sí logra ponerse a la altura de Te Kanawa es Alexandra Silber, ciertamente no en I Feel Pretty –lo más flojo de la partitura, por cierto– más sí en el resto merced a su sensibilidad y sinceridad expresivas. Jessica Vosk, antes niña algo redicha que sensual puertorriqueña, no tiene nada que hacer frente a la memorable recreación Tatiana Troyanos, mientras que la correctísima Julia Bullock tampoco logra hacernos olvidar la voz singular de Marilyn Horne en Somewhere. El resto, estupendo.

Creo que la conclusión está clara: el registro de San Francisco gustará sobre todo a quienes encuentren a West Side Story más cerca del musical que de la ópera, mientras que el resto de los aficionados se seguirán quedando con el de Deutsche Grammophon. Lo que está claro es que hay que conocer al menos uno de los dos.

sábado, 7 de abril de 2018

Barbirolli en BBC Legends: suena mal, pero es imprescindible

Soy de los que piensan que Sir John Barbirolli no solo fue uno de las más grandes maestros del siglo XX, sino también el mejor director de música británica que se haya conocido. Buena prueba de ello es este disco del sello BBC Legends que, pese a su muy mediocre calidad de sonido, resulta de escucha imprescindible.

Se abre el CD con In the South, de Edward Elgar. El maestro, que no incluyó esta partitura en sus grabaciones oficiales del autor para EMI, ofrece una recreación absolutamente memorable que se caracteriza por acentuar, sin perder nunca el control de los medios –sin precipitarse y atendiendo a la claridad–, los aspectos más escarpados y dramáticos de la página, en la que inyecta una indesmayable electricidad interna y una buena dosis de brillantez en absoluto retórica, lo que no le impide precisamente recrear con el más concentrado y conmovedor lirismo la sección central. Una lástima que la toma sonora, realizada el 20 de mayo de 1970, se vea perjudicada por la problemática acústica del Royal Festival Hall.
 

Sigue la Partita para orquesta de William Walton, página muy vistosa, diríase “cinematográfica”, que recibe una interpretación aún mejor que la del dedicatario de la misma, que no fue sino George Szell. Y es que Barbirolli sabe aunar incisividad, tensión interna y brillantez sin dejarse llevar por el mero sentido del espectáculo, sino inyectando convicción y fuerza expresivas a más no poder. A destacar como el segundo movimiento (“Pastorale siciliana”) no se queda en la delectación, sino que ofrece una muy apreciable dosis de sal y pimienta, aunque ciertamente es en el tercero (“Giga burlesca”) cuando el maestro más puede dar rienda suelta a su corrosivo sentido del humor. La BBC Symphony –en el resto del disco la orquesta es la Hallé– rinde a buen nivel. El público de los Proms, justamente entusiasmado. La toma corresponde al 8 de agosto de 1969: es estereofónica, pero resulta muy desequilibrada en los planos sonoros.

La escalofriante Sinfonia da Requiem de Benjamin Britten conoce asimismo una descomunal interpretación, en esta caso marcada por un indisimulado expresionismo, con un primer movimiento desazonante a más no poder gracias a su calculadísima administración de tensiones, un segundo incisivo, feroz e implacable –pero en absoluto decibélico o de cara a la galería– y un tercero que alcanza –de nuevo increíbles las tensiones– un clímax acongojante, al mismo tiempo bellísimo y desesperado. Toma sonora monofónica del 8 de agosto de 1957, asimismo procedente de los BBC Proms

La Guía de orquesta para jóvenes cierra el compacto. De nuevo una maravilla: Barbirolli se olvida del carácter didáctico de la pieza y decide exprimir de ella toda la música posible, que es muchísima. Elegancia, desparpajo, pompa británica, sentido del humor –aun siendo imposible en lo que a este se refiere olvidar las no menos memorables recreaciones de Rozhdestvensky–, cierta atmósfera inquietante y, sobre todo, un lirismo tan emotivo y doliente como embriagador (¡qué canto el de los violonchelos en la octava variación!) conforman ese universo sonoro y expresivo tan definitorio de Britten que el propio compositor supo recoger en estos magistrales quince minutos y Sir John pone aquí de relieve como pocos maestros lo hayan hecho. Pese a estar realizada en los estudios de la BBC, la toma es monofónica y de, de nuevo, muy mediocre calidad. Da igual: no se pierdan este disco.

jueves, 5 de abril de 2018

Tilson Thomas dirige Gershwin... con Gershwin al piano

Como el otro día estaba un tanto de bajona, decidí escuchar dos discos que bien podían animarme. Y lo consiguieron: música de George Gershwin en interpretaciones de Michael Tilson Thomas, registros en ambos casos realizados para CBS a mediados de los setenta uno de ellos y a mediados de la siguiente década el otro.


El más antiguo se abre con enorme morbo: la Rhapsody in Blue con el propio Gershwin al piano, es decir, con los rollos de pianola de 1925, y por descontado que en la versión original para jazz band. Debo decir que no me satisface el modo en que el autor interpreta su música: con idioma jazzístico incuestionable, con garra y con electricidad interna, pero también tomándose las cosas con demasiada prisa, cayendo en el nerviosismo y no terminando de matizar algunas frases. El joven Tilson Thomas –treinta y un años– tiene que someterse a los tempi originales y se despacha la obra en nada menos que 13’41, tiempo récord, lo que no le impide sacar petróleo de la Columbia Jazz Band, todo un prodigio de colorido, incisividad y fuerza expresiva. La toma es espléndida.
 
Sigue An American in Paris, esta vez con la New York Philharmonic “etapa Boulez”. Interpretación admirable, llena de nervio mas no de nerviosismo, que resulta interesante comparar con la no menos conseguida de Ozawa: la del nipón es más parisina –sensual, curvilínea, depuradísima–, mientras que Tilson Thomas acierta mejor con la frescura, el desgarro y chispa propiamente norteamericanas, algo que también se encontraban en la espléndida recreación con la misma orquesta y para este mismo sello de Leonard Bernstein. Lástima que los ingenieros de sonido se queden algo cortos: la toma es plana y carece de graves suficientes.

El disco se completa con seis oberturas de musicales, esta vez con la Buffalo Philharmonic: Oh, Kay!, Funny Face, Girl Crazy, Strike up the Band, Of Thee I Sing y Let’em Eat Cake. Es decir, una música absolutamente deliciosa y chispeante, estupendísimamente escrita y cuajada de melodías memorables, entre ellas las celebérrimas I Got Rhythm y Someone to Watch over me, servida en interpretaciones brillantes, dichas con desparpajo, cargadas de swing –en definitiva, por completo insuperables–, que además suenan de maravilla. Gozada total.


El otro CD cuenta con la participación de la Filarmónica de Los Ángeles y se grabó con sonido digital. Arranca con la Rhapsody in Blue, de nuevo en la orquestación original pero con Tilson Thomas al piano. Ya sin el pie forzado de antes, la obra le dura 15’50 (¡dos minutos más!), lo que significa que la música vuela con mayor holgura melódica y sin precipitaciones; como pianista, Tilson supera a Gershwin con creces en sentido orgánico del fraseo y en matices, lo que da como resultado una versión que podría calificarse como modélica si no fuera porque hubo un señor que llegó mucho más lejos en este obra tanto dirigiéndola como tocándola al piano: Leonard Bernstein, obviamente. Antes de cerrar estas lineas he vuelto a su grabación de 1959 y he quedado anonadado.

Resulta espléndida la lectura que recibe la Second Rhapsody –en su momento fue primera grabación mundial de la versión íntegra– por parte de Tilson Thomas, pero aquí hay que reconocer que la partitura es mucho menos buena. Sí que es una delicia Walking de Dog, la piececita compuesta para la película de Ginger Rogers y Fred Astaire Shall We Dance (Ritmo loco en España). Pero a todas luces lo mejor del disco, por música y por la interpretación, se encuentra en las piezas en la que escuchamos al maestro en solitario ante el piano: Short Story, Violin Piece, For Lily Pons, Sleepless Night –todas ellas reconstruidas y/o arregladas por el propio intérprete– y, muy especialmente, esa maravilla que son los tres Preludes for Piano de 1926. Escuchen estos discos, por favor.

martes, 3 de abril de 2018

Irregular Mendelssohn de Maag en Decca

El maestro suizo Peter Maag contaba treinta y siete años cuando grabó, en febrero de 1975, esta selección –muy completa: falta solo la marcha fúnebre– del Sueño de una noche de Verano de Mendelssohn al frente de la Sinfónica de Londres para el sello Decca. He vuelto a ella después de un tiempo, esta vez en una copia a nada menos que 192 kHz que suena con una plasticidad y un relieve admirables, para confirmar mi impresión inicial: a pesar de su enorme prestigio, esta es una interpretación muy irregular: sin duda alcanza un admirable equilibrio entre agilidad y densidad sonora, pero a la postre resulta prosaica y carente de sensualidad, vuelo lírico y magia poética.


Muy decepcionante resulta la obertura, por su asepsia generalizada. Por contra, el scherzo es espléndido: ágil, bien diseccionado –admirable virtuosismo de orquesta y batuta- y dicho con una estupenda mezcla de empuje y picardía. Bien a secas la canción con coro, en el que intervienen una s correctas Jennifer Vyvyan y Marion Lowe. En exceso nervioso el Intermezzo. Desasosegante, más que embriagador o poético, el sublime Nocturno. La Marcha nupcial parece algo frívola, perjudicada por unos metales no muy allá y por una sección central dicha más de pasada. Notable la danza de los payasos, aunque sin ese muy particular sentido del humor que destilará Otto Klemperer en su descomunal registro para EMI. Saltarín, precipitado y hasta cursi el final, con un coro muy en staccato que termina poniendo de los nervios.

La edición que me manejado se completa con una Sinfonía Escocesa mucho más redonda, registrada ya en 1960. Cierto es que se echa de menos un análisis del entramado orquestal tan minucioso como el de un Klemperer (¡no hay más remedio que citar de nuevo al más genial mendelssohniano que se haya conocido!) y un mayor refinamiento en las texturas, así como un poco más de profundización en los pliegues expresivos de la música, pero a la postre el director suizo logra poner de relieve la agilidad, el nervio y la chispa habitualmente asociados a Mendelssohn sin caer en modo alguno en la frivolidad y sin pérdida de peso sonoro, tensión interna ni vuelo lírico, al tiempo que hace gala de un fraseo cálido, flexible y muy natural. Ejemplar en este sentido el tercer movimiento, en el que hace cantar a la cuerda –particularmente a los violonchelos– con una poesía extraordinaria. Noble, decidida y rotunda la coda final, como debe ser. Es posible que, en conjunto, esta Escocesa se encuentre más lograda que la que registrará Maag ya en 1997 Sinfónica de Madrid en su integral comercializada por el sello Art, lo que no impide que dicho ciclo sigue siendo quizá el más equilibrado de cuantos hoy se encuentran por el mercado: si no lo conocen aún, no se lo pierdan.

El Trío de Tchaikovsky, entre colegas: Capuçon, Soltani y Shani

Si todo ha salido bien, cuando se publique esta entrada seguiré en Budapest y estaré escuchando el Trío con piano op. 50.  Completada en ene...