Con el Concierto para piano nº 27 de Mozart y La Consagración de la
Primavera de Stravinsky se presentaba ayer sábado en el Teatro de la
Maestranza una orquesta de más de un centenar de jóvenes que venían al cincuenta
por ciento de la Orquesta Joven de Andalucía y de la Academia de Estudios
Orquestales de la Fundación Barenboim-Said, organización esta última que ha sido
promotora del evento, responsable de cargar con la mayoría de los costes y
encargada asimismo de contar con la complicidad de la batuta española más
internacional, la de Juanjo Mena, y con el enorme Javier Perianes como solista. Todo ello en un contexto político muy delicado
que intentaré explicar a los lectores no españoles. Después de treinta y seis años gobernando sin interrupción en la comunidad autónoma de Andalucía, el Partido Socialista muy probablemente va a tener que
dejar el poder en manos de una coalición de los dos formaciones de derechas, PP y
Ciudadanos, contando estas con el apoyo de la ultraderecha de VOX. Ya se anuncia una bajada de
la fiscalidad –bajar impuestos es beneficiar a los ricos en detrimento de los
servicios públicos– que llevará aparejada tanto una racionalización del gasto,
algo sin duda necesario, como unos fuertes recortes en esas cosas habitualmente
consideradas “superfluas”. De momento, VOX ha pedido cerrar nada menos que el
Centro Andaluz de Arte Contemporáneo y la Fundación Andaluza de Flamenco –que
por cierto tiene su sede aquí, en Jerez–, demostrando a las claras de qué pie
cojean esos señores.
¿Peligra la Orquesta Joven de Andalucía? No creo que los presuntos nuevos
moradores del Palacio de San Telmo –aún no ha tenido lugar la investidura–
tengan la intención de cometer semejante tropelía. Más me preocupa la
Fundación Barenboim-Said, porque desde el mismo momento de su creación hay toda
una corriente en los medios de comunicación que pretende hacer creer al
lector poco informado que la misma tiene como objetivo “sacar el dinero a los
andaluces” para ofrecérselo a músicos del otro extremo del Mediterráneo, o
incluso que el propio Barenboim “se lo lleve calentito”; todo ello, supuestamente, para una visita al año de la
West-Eastern Divan, al tiempo que –siempre según esas mismas fuentes– las
cantidades invertidas en dicho proyecto conducen a la desatención de los
jóvenes músicos andaluces.
Por eso mismo las referidas voces no solo
procuran ningunear –en la cobertura periodística y en las críticas musicales–
las visitas de la WEDO, sino que además apenas se hacen eco de las numerosas
actividades de la Fundación para los estudiantes de música aquí en
tierras andaluzas, incluyendo talleres a cargo de miembros de la Staatskapelle
de Berlín, de otras grandes orquestas y numerosos profesores de la
Sinfónica de Sevilla; por no hablar de la oportunidad de poner el pie en nuestros escenarios
con programas sinfónicos de gran exigencia, y hacerlo de la mano de batutas de probada
categoría, en este caso la del citado Mena. Podría incluso ocurrir –o no, a lo mejor estoy delirando–que desde
algún medio se omitiera la participación al cincuenta por ciento en el concierto
de ayer de jóvenes de la Barenboim-Said, e incluso se silenciara la iniciativa de la referida
institución en el encuentro, haciéndolo pasar como uno de los conciertos
anuales de la Joven Orquesta de Andalucía previstos inicialmente en el calendario de esta formación. Al fin y al cabo, de lo que se trata
es de hacer creer al personal que la Fundación Barebnboim-Said nada hace y para nada sirve, para
que de esta manera cuando la derecha decida
cargársela, nadie ponga el grito en el cielo. Y nos quedaremos sin talleres, sin
cursos de perfeccionamiento, sin recitales de cámara para espolear a los jóvenes
y sin conciertos como este de ayer mismo.
¿Y cómo sonó la orquesta? A mi entender, de manera formidable en Mozart y
bastante menos en Stravinsky. Y no, no se trata de que el segundo compositor sea
más difícil, porque más bien es lo contrario: en la música del de Salzburgo el
menor desajuste queda al descubierto. Magníficamente conducidos por la batuta
experimentada y rebosante de técnica de Juanjo Mena, los chicos de
Barenboim-Said y de la Orquesta Joven de Andalucía hicieron un enorme trabajo en
lo que a empaste, articulación y fraseo se refiere. La cuerda sonó sedosa, tersa
y con carne suficiente; las maderas sensuales y nada ácidas; el conjunto muy
redondo y sin la menor pesadez, más bien con un punto de ligereza que pidió el maestro de Vitoria. En La Sacre du
Printemps la cosa cambió, porque entre el ingente número de músicos
adicionales con respecto a Mozart había de todo, chavales de enorme nivel y
chavales a los que las muy particulares demandas stravinskianas les venían
grandes. Los metales, concretamente, evidenciaron irregularidades que desde la
batuta no se lograron disimular. Mena tampoco logró que sonaran empastados: por
momentos resultaron muy excesivos, y que conste que sé de qué clase de obra
estamos hablando (aquí va mi antigua
comparativa). Sea como fuere, habida cuenta de la media de edad de los
integrantes de la formación y de que para muchos esta es una de sus primeras
actuaciones sinfónicas ante el público, globalmente no podemos sino aplaudir los
resultados y sentirnos orgullosos de que a la nómina de buenos, excelentes e
incluso sensacionales instrumentistas de nuestra tierra podremos seguir
añadiendo un buen puñado de nombre en el futuro.
Vamos a por la interpretación propiamente dicha, que de eso no hemos hablado.
El Mozart de Mena y Perianes fue el apolíneo por excelencia. Es decir, nada de
densidades “protorrománticas”, de pathos ni de tensiones lacerantes, pero menos
aún de incisividades, de nerviosismo y de claroscuros excesivos de corte más o
menos historicista. Personalmente nunca olvidaré la recreación que en este mismo
escenario hicieron Barenboim
y los de la WEDO en 2015, pero esta opción “clásica” en el mejor de los
sentidos me pareció irreprochable, por la sencilla razón de que el último de los
conciertos pianísticos de Mozart es uno de los más claramente serenos y
luminosos de toda la serie, Mena hizo frasear con amplitud y cantabilidad, pero
también con un grado de ligereza –por momentos
excesiva, para mi gusto–, a una cuerda bien nutrida (¡qué alivio en los
tiempos que corren!) y a unas maderas que supieran no perder protagonismo,
sabiendo aportar elegancia, amabilidad bien entendida, carácter risueño y ese
grado muy especial de melancolía que necesita la música de Mozart. A falta de un
punto extra de amargor, de tensión punzante en los clímax del Larghetto, me
pareció una recreación para quitarse el sombrero, dicho sea con la misma
sinceridad con la que hace unos días escribí que no me convenció en absoluto su Schubert con la Nacional de España.
Sobre Perianes, ¿qué decir a estas alturas? Ya no hay ningún problema
en reconocer al de Nerva como uno de los mejores pianistas del planeta –ninguna
exageración aquí–. En una obra como este KV 595 Javier puede dar rienda suelta
a su interés por la belleza sonora más depurada sin por ello quedarse en la
epidermis. Sí, su recreación fue bellísima en lo puramente sonoro, pero también
de una musicalidad exquisita. Uno no sabe qué admirar más, si la riqueza de la
pulsación, la manera de ligar las notas, la amplitud de las líneas
melódicas, la infinidad de detalles plenos de delicadeza sin asomo de
narcisismo, la capacidad para ser risueño y al mismo tiempo dejar entrever una
fragilidad provocada por la amargura… Por descontado que hay otras
posibilidades, pero el suyo fue un gran Mozart-Mozart, ortodoxo al cien por
cien, irreprochablemente planteado y resuelto de manera inmejorable. De propina,
una Danza del fuego falliana en la que el pianista andaluz pudo hacer
gala de su vena más temperamental.
De Mena esperaba mucho más en La Sacre. Lo que más me gustó de su
recreación fue la claridad con que trató el complejísimo tejido orquestal de la
partitura, volviendo a demostrar que el virtuosismo de su batuta es superlativa.
Lo que menos, la discontinuidad de las tensiones, a todas luces lo más difícil
de conseguir en una página que tiende a sonar como una yuxtaposición de
números aislados; creo que solo en la “danza de la elegida”, quizá por estar el
resto del tiempo muy pendiente de coordinar a los chavales, logró planificar las tensiones de manera convincente. El idioma, por otra
parte, no estoy seguro de que fuera el correcto en todo momento: en algún pasaje
las maderas no sonaban con esa sequedad y esa incisividad propiamente
stravinskianas. Eso sí, nada hubo de precipitaciones, de nerviosismo ni de falta
de concentración: al maestro tenía los pies bien puestos sobre el suelo y sabía
lo que hacía.
De propina se ofreció una Marcha Radetzky extremadamente ruidosa que a
mí no me gustó, pero que hizo al público ponerse en pie de inmediato. La gente se
lo pasó en grande, los chavales superaron con éxito su prueba de fuego y se
ofreció un gran Mozart que demostró que todavía, mal que le pese a algunos, se
puede hacer así este repertorio. Todos contentos. Hoy se repite el
concierto en Almería.
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
domingo, 30 de diciembre de 2018
sábado, 29 de diciembre de 2018
Mi otro yo
MI trabajo "de verdad", es decir, el de profesor de secundaria, me exige una importante inversión de tiempo, pero me deja espacio libre para mi gran afición de escuchar música clásica. Ahora bien, a la hora de escribir sobre algo el asunto es más difícil: o este blog, o la Historia del Arte. El primero es puro diletantismo. Lo segundo va mucho más en serio, o eso espero.
Realmente no soy crítico musical, pero sí que soy historiador del arte. Bueno o malo, esa ya es otra cuestión, pero ejerzo como tal. Por eso mismo estoy haciendo un gran esfuerzo por ir dejando poco a poco esto de emborronar líneas sobre música y atender más a la investigación. Por si tienen curiosidad, ahí le dejo el enlace a casi toda mi producción científica. No es precisamente dilatada, pero estoy moderadamente satisfecho de ella; al menos, de la elaborada en estos últimos años.
https://independent.academia.edu/FernandoL%C3%B3pezVargasMachuca
Aprovecho para desearles a todos ustedes unas muy felices fiestas.
Realmente no soy crítico musical, pero sí que soy historiador del arte. Bueno o malo, esa ya es otra cuestión, pero ejerzo como tal. Por eso mismo estoy haciendo un gran esfuerzo por ir dejando poco a poco esto de emborronar líneas sobre música y atender más a la investigación. Por si tienen curiosidad, ahí le dejo el enlace a casi toda mi producción científica. No es precisamente dilatada, pero estoy moderadamente satisfecho de ella; al menos, de la elaborada en estos últimos años.
https://independent.academia.edu/FernandoL%C3%B3pezVargasMachuca
Aprovecho para desearles a todos ustedes unas muy felices fiestas.
jueves, 27 de diciembre de 2018
Un War Requiem que recordaré mientras viva
El pasado jueves estuve en el Maestranza escuchando un concierto de abono de
la Sinfónica de Sevilla dirigido por John Axelrod titulado “Pasión
por Pushkin”. No me lo pasé bien: aunque el programa era precioso las
interpretaciones, haciendo la salvedad del “Kuda, kuda” del Onegin tocado
a la flauta por Vicent Morelló y del Vals de las flores, no
lograron emocionarme. Culpa mía, tal vez.
Al día siguiente escuché en el
Villamarta al Giardino Armonico, en plantilla de solo seis
instrumentistas, un programa que bajo el título “Si suona a Napoli” encubría
todo un recital de Giovanni Antonini en su faceta de flautista. Las
interpretaciones me parecieron estupendas, pero la verdad es que la música de
Falconiero, Marchitelli, Fiorenza y compañía no es
precisamente lo que más me interesa. Yo lo que quería era escuchar el War
Requiem de Britten que la Nacional de España estaba ofreciendo
en esos momentos en el Auditorio Nacional bajo la batuta de Juanjo Mena.
Terminó el concierto y me saqué un billete de tren para acudir a la capital de
España a la mañana siguiente, más entradas para las dos funciones restantes, las
del sábado por la tarde y la matutina del domingo. Primera fila en la una, junto
a la orquesta de cámara y los dos solistas masculinos, y primer piso en la otra,
para apreciar correctamente el equilibrio de planos y poder ver bien tanto al
coro como a la soprano que debe situarse junto a este.
Mereció la pena, sin duda, porque se trató de un memorable War Requiem. Aunque no de un gran concierto, porque la Sinfonía incompleta (que no inacabada: las pruebas al respecto me convencen por completo) de Franz Schubert me pareció pobremente interpretada. O más bien no interpretada en absoluto, porque Juanjo Mena se limitó a hacer sonar a la Orquesta Nacional de España lo mejor posible. Y ya lo creo que lo consiguió, porque a despecho de un par de resbalones de las trompas en la función del sábado, a los que creo que no hay que darles la menor importancia, la orquesta sonó con tersura en la cuerda, redondez en los metales y excelente empaste. Mucho mejor, por cierto, que la ROSS en el antes citado concierto del jueves. Pero interpretar, lo que se dice interpretar, el maestro vasco no lo hizo en Schubert: el primer movimiento resultó más bien lineal, pese a algunos buenos clímax dramáticos, mientras que el segundo cayó en la más indiferente y aburrida asepsia. Es verdad que el pulso fue bueno y no se apreciaron languideces, pero eso no basta para hacer justicia a semejante obra maestra.
El Britten fue harina de otro costal. Aquí Mena no solo hizo un formidable trabajo técnico con la orquesta y el coro a su disposición, sino que también se implicó expresivamente en la música. Yo diría que más que lo hizo el gran Andris Nelsons en la interpretación que le escuché hace un par de veranos en los Proms, aunque también es verdad que a lo largo de la lectura madrileño se apreciaron desigualdades en este sentido. El comienzo de la obra lo dice menos sin misterio, sin ese carácter amenazante que necesita; cuando llega al “Kyrie” alcanza, por el contrario, una enorme concentración. En el “Dies Irae” hace sonar a la orquesta y el coro al límite de sus posibilidades. El Recordare podría haber mayores dosis de emotividad, que es justo lo que el maestro consigue en un “Lacrimosa” realmente soberbio, memorable, tanto por su labor como por la de los otros artistas a los que luego nos referiremos. La fuga del “Quam olim Abrahae” la traza de manera irreprochable. Más adelante hay que destacar la fuerza del coro en el “Sanctus” y la buena matización de las dinámicas en “Qui tollis”, aunque sin lugar a duda cuando la batuta alcanzó su mayor inspiración fue en el “Libera me”, a mi juicio una de las mejores y más escalofriantes música escritas a lo largo del siglo XX: aquí el de Vitoria se lanzó en plancha en lo expresivo y ofreció una interpretación negra y descarnada, por completo a tumba abierta, pero también llena de intensidad lírica en el increíble “Let us sleep now”, que fue desgranado con la más perfecta planificación de tensiones y concluyó con toda la concentración necesaria hasta dejarnos con el corazón en un puño. El sábado Mena logró mantener al público en silencio durante casi un minuto. El domingo alguien aplaudió antes de los conveniente.
No fue Mena el único que empuñó la batuta. Sabiamente, y aunque no siempre se hace así, supo ceder la dirección de la orquesta de cámara, situada en el flanco derecho del escenario, a su colega José Ramón Encinar. ¡Nada menos! Y este estuvo formidable, yo diría que todavía mejor que él, más intenso y más implicado, al frente de un equipo de instrumentistas de altísimo nivel. ¿Son de la propia orquesta? El programa de mano no aclara nada al respecto. Todos estuvieron estupendos, aunque a mí me gustaría hacer especial mención del contrabajo de Antonio García.
Ian Bostridge ya ofreció interpretaciones excepcionales en los registros de Noseda y Pappano que comenté en mi discografía comparada. Tras las dos sesiones madrileñas, corroboro que es el tenor que más me gusta en esta obra. Por las cualidades de una voz –ciertamente blanquecina, muy british– extensa en la tesitura, homogénea y que corre estupendamente por la sala. Por una dicción verdaderamente prístina, aunque a algunos les pueda parecer un punto redicha. Por la enorme atención a las características expresivas de cada una de las frases, diríase que de las sílabas, de la partitura de Britten sobre los poemas de Wilfred Owen, como es propio en un cantante muy curtido en el terreno del lied. Pero, sobre todo, me gusta por enorme compromiso con la música y el texto: lejos de recrearse en narcisismos canoros, el tenor británico demuestra una enorme sinceridad al hablar del dolor, de rabia y de desesperación, al acusar a banderas y patrias, al recorrer los túneles más profundos para encontrarse con el enemigo que mató… De escalofrío.
La presencia de Mathias Goerne fue otro enorme lujo. Dejando a un lado las características no siempre gratas de la emisión de una voz que ya no está en su mejor momento, dejó bien clara su categoría aunque en una línea muy distinta a la de su compañero: hay menor atención al detalles expresivos, pero también mayor frescura y espontaneidad. También mucha calidez en su expresión, lo que no le impide mostrarse desafiante a más no poder al hablar del “gran cañón descollando hacia el Cielo, presto a maldecir”. Ricarda Merbeth triunfó con una voz poderosa, capaz de sobreponerse a las tremendas masas orquestales desplegadas por Britten desde el lugar, junto al coro, que éste le reserva; y supo resultar dramática y suplicante sin caer en las truculencias de otras sopranos. Eso sí, en la función del sábado se mostró destempladas en las notas más agudas de su parte, no así el domingo.
El Coro Nacional de España, dirigido por Miguel Ángel García Cañamero, tuvo una de las mejores intervenciones que le recuerdo. A destacar el mágico, sobrecogedor arranque del Sactus –genial aquí la inspiración del compositor británico– en el que las voces individuales de cada uno de los miembros se van superponiendo. Muy bien asimismo la Escolanía del Real Monasterio del Escorial.
No voy a ocultar que el primer día, aquel en el que estuve junto a los cantantes y pude implicarme al cien por cien en los textos, me conmocioné en lo más hondo de mi alma, como pocas veces lo he hecho en un concierto. El segundo, ya tomando distancias físicas y espirituales, me emocioné de otra manera y disfruté más de los aspectos puramente musicales de la interpretación. Y también de la belleza de la música, que la tiene. No olvidaré estas jornadas mientras viva.
Mereció la pena, sin duda, porque se trató de un memorable War Requiem. Aunque no de un gran concierto, porque la Sinfonía incompleta (que no inacabada: las pruebas al respecto me convencen por completo) de Franz Schubert me pareció pobremente interpretada. O más bien no interpretada en absoluto, porque Juanjo Mena se limitó a hacer sonar a la Orquesta Nacional de España lo mejor posible. Y ya lo creo que lo consiguió, porque a despecho de un par de resbalones de las trompas en la función del sábado, a los que creo que no hay que darles la menor importancia, la orquesta sonó con tersura en la cuerda, redondez en los metales y excelente empaste. Mucho mejor, por cierto, que la ROSS en el antes citado concierto del jueves. Pero interpretar, lo que se dice interpretar, el maestro vasco no lo hizo en Schubert: el primer movimiento resultó más bien lineal, pese a algunos buenos clímax dramáticos, mientras que el segundo cayó en la más indiferente y aburrida asepsia. Es verdad que el pulso fue bueno y no se apreciaron languideces, pero eso no basta para hacer justicia a semejante obra maestra.
El Britten fue harina de otro costal. Aquí Mena no solo hizo un formidable trabajo técnico con la orquesta y el coro a su disposición, sino que también se implicó expresivamente en la música. Yo diría que más que lo hizo el gran Andris Nelsons en la interpretación que le escuché hace un par de veranos en los Proms, aunque también es verdad que a lo largo de la lectura madrileño se apreciaron desigualdades en este sentido. El comienzo de la obra lo dice menos sin misterio, sin ese carácter amenazante que necesita; cuando llega al “Kyrie” alcanza, por el contrario, una enorme concentración. En el “Dies Irae” hace sonar a la orquesta y el coro al límite de sus posibilidades. El Recordare podría haber mayores dosis de emotividad, que es justo lo que el maestro consigue en un “Lacrimosa” realmente soberbio, memorable, tanto por su labor como por la de los otros artistas a los que luego nos referiremos. La fuga del “Quam olim Abrahae” la traza de manera irreprochable. Más adelante hay que destacar la fuerza del coro en el “Sanctus” y la buena matización de las dinámicas en “Qui tollis”, aunque sin lugar a duda cuando la batuta alcanzó su mayor inspiración fue en el “Libera me”, a mi juicio una de las mejores y más escalofriantes música escritas a lo largo del siglo XX: aquí el de Vitoria se lanzó en plancha en lo expresivo y ofreció una interpretación negra y descarnada, por completo a tumba abierta, pero también llena de intensidad lírica en el increíble “Let us sleep now”, que fue desgranado con la más perfecta planificación de tensiones y concluyó con toda la concentración necesaria hasta dejarnos con el corazón en un puño. El sábado Mena logró mantener al público en silencio durante casi un minuto. El domingo alguien aplaudió antes de los conveniente.
No fue Mena el único que empuñó la batuta. Sabiamente, y aunque no siempre se hace así, supo ceder la dirección de la orquesta de cámara, situada en el flanco derecho del escenario, a su colega José Ramón Encinar. ¡Nada menos! Y este estuvo formidable, yo diría que todavía mejor que él, más intenso y más implicado, al frente de un equipo de instrumentistas de altísimo nivel. ¿Son de la propia orquesta? El programa de mano no aclara nada al respecto. Todos estuvieron estupendos, aunque a mí me gustaría hacer especial mención del contrabajo de Antonio García.
Ian Bostridge ya ofreció interpretaciones excepcionales en los registros de Noseda y Pappano que comenté en mi discografía comparada. Tras las dos sesiones madrileñas, corroboro que es el tenor que más me gusta en esta obra. Por las cualidades de una voz –ciertamente blanquecina, muy british– extensa en la tesitura, homogénea y que corre estupendamente por la sala. Por una dicción verdaderamente prístina, aunque a algunos les pueda parecer un punto redicha. Por la enorme atención a las características expresivas de cada una de las frases, diríase que de las sílabas, de la partitura de Britten sobre los poemas de Wilfred Owen, como es propio en un cantante muy curtido en el terreno del lied. Pero, sobre todo, me gusta por enorme compromiso con la música y el texto: lejos de recrearse en narcisismos canoros, el tenor británico demuestra una enorme sinceridad al hablar del dolor, de rabia y de desesperación, al acusar a banderas y patrias, al recorrer los túneles más profundos para encontrarse con el enemigo que mató… De escalofrío.
La presencia de Mathias Goerne fue otro enorme lujo. Dejando a un lado las características no siempre gratas de la emisión de una voz que ya no está en su mejor momento, dejó bien clara su categoría aunque en una línea muy distinta a la de su compañero: hay menor atención al detalles expresivos, pero también mayor frescura y espontaneidad. También mucha calidez en su expresión, lo que no le impide mostrarse desafiante a más no poder al hablar del “gran cañón descollando hacia el Cielo, presto a maldecir”. Ricarda Merbeth triunfó con una voz poderosa, capaz de sobreponerse a las tremendas masas orquestales desplegadas por Britten desde el lugar, junto al coro, que éste le reserva; y supo resultar dramática y suplicante sin caer en las truculencias de otras sopranos. Eso sí, en la función del sábado se mostró destempladas en las notas más agudas de su parte, no así el domingo.
El Coro Nacional de España, dirigido por Miguel Ángel García Cañamero, tuvo una de las mejores intervenciones que le recuerdo. A destacar el mágico, sobrecogedor arranque del Sactus –genial aquí la inspiración del compositor británico– en el que las voces individuales de cada uno de los miembros se van superponiendo. Muy bien asimismo la Escolanía del Real Monasterio del Escorial.
No voy a ocultar que el primer día, aquel en el que estuve junto a los cantantes y pude implicarme al cien por cien en los textos, me conmocioné en lo más hondo de mi alma, como pocas veces lo he hecho en un concierto. El segundo, ya tomando distancias físicas y espirituales, me emocioné de otra manera y disfruté más de los aspectos puramente musicales de la interpretación. Y también de la belleza de la música, que la tiene. No olvidaré estas jornadas mientras viva.
martes, 25 de diciembre de 2018
El cascanueces por Dudamel
Aprovechando que Gustavo Dudamel se ha encargado de dirigir los arreglos de la partitura de Tchaikovsky en la última versión cinematográfica de El cascanueces, Deutsche Grammophon se ha apresurado a rescatar una toma en vivo de la interpretación del ballet completo a cargo del maestro venezolano y la Filarmónica de Los Ángeles allá por diciembre de 2013 en el Walt Disney Hall. Me ha gustado bastante y en todo momento la he disfrutado, pero no me ha parecido de referencia.
Las virtudes de la interpretación están bastante claras: fluidez, animación, sana jovialidad, desparpajo y sentido del humor en perfecta combinación con esa sensualidad, ese fraseo cantable, esa ensoñación y esa potencia tanto sonora como expresiva que necesita la música de Tchaikovsky. A ello debemos añadir la ausencia de preciosismos y de afectación –con excepción del algo repipi tratamiento de las figuras de los violines en el Vals de los copos de nieve–, como también la renuncia al efectismo o al exceso. Y el gran paso a dos del segundo acto, sin duda el corazón expresivo de la obra, está dirigido de una manera formidable, con verdadero apasionamiento lírico y enorme sinceridad.
Si el resultado no me ha llenado de entusiasmo es porque tengo la sensación de que Dudamel ha estado bastante más atento al trazo global que al detalle. No quiero decir con esto que nos encontremos ante una interpretación tosca o primaria. Simplemente, se echa de menos un tratamiento más diferenciado de cada una de las partes orquestales, un colorido más rico y lleno de significaciones expresivas, una mayor imaginación a la hora de ofrecer matices... A veces el maestro resulta un poco lineal: parece que quisiera limitarse a confiar en su comunicatividad en lugar de indagar en los muchos rincones que ofrece esta música maravillosa. La comparación con las versiones de Previn o con la de Ozawa, por citar magníficos ejemplos de ortodoxya y dejar a un lado la genial heterodoxia de un Barenboim, deja a Dudamel en un dignísimo segundo lugar.
Con la toma sonora para algo parecido: es muy buena pero no resulta del todo transparente, ni posee toda la gama dinámica que uno hubiese deseado. ¡Feliz Navidad!
Las virtudes de la interpretación están bastante claras: fluidez, animación, sana jovialidad, desparpajo y sentido del humor en perfecta combinación con esa sensualidad, ese fraseo cantable, esa ensoñación y esa potencia tanto sonora como expresiva que necesita la música de Tchaikovsky. A ello debemos añadir la ausencia de preciosismos y de afectación –con excepción del algo repipi tratamiento de las figuras de los violines en el Vals de los copos de nieve–, como también la renuncia al efectismo o al exceso. Y el gran paso a dos del segundo acto, sin duda el corazón expresivo de la obra, está dirigido de una manera formidable, con verdadero apasionamiento lírico y enorme sinceridad.
Si el resultado no me ha llenado de entusiasmo es porque tengo la sensación de que Dudamel ha estado bastante más atento al trazo global que al detalle. No quiero decir con esto que nos encontremos ante una interpretación tosca o primaria. Simplemente, se echa de menos un tratamiento más diferenciado de cada una de las partes orquestales, un colorido más rico y lleno de significaciones expresivas, una mayor imaginación a la hora de ofrecer matices... A veces el maestro resulta un poco lineal: parece que quisiera limitarse a confiar en su comunicatividad en lugar de indagar en los muchos rincones que ofrece esta música maravillosa. La comparación con las versiones de Previn o con la de Ozawa, por citar magníficos ejemplos de ortodoxya y dejar a un lado la genial heterodoxia de un Barenboim, deja a Dudamel en un dignísimo segundo lugar.
Con la toma sonora para algo parecido: es muy buena pero no resulta del todo transparente, ni posee toda la gama dinámica que uno hubiese deseado. ¡Feliz Navidad!
domingo, 23 de diciembre de 2018
viernes, 21 de diciembre de 2018
Reflexiones sobre Il Giardino
Il Giardino Armonico alcanzó su fama internacional cuando allá por 1994
se publicó su lectura de Las cuatro estaciones, que iba muchísimo lejos no solo de las tradicionales versiones de I Musici –aun hoy admirables,
sobre todo la de Carmirelli–, sino también de la espléndida recreación de Fabio
Biondi en el sello Opus 111, hasta entonces la mejor de las históricamente
informadas. El revuelo fue considerable, en cierto modo como el que armara años
atrás Reinhard Goebel con sus Suites y Brandenburgos bachianos.
Yo llegué tarde a las propuestas de Giovanni Antonini y su equipo. Cuando lo hice, creo que ya a finales de los noventa, no me asustaron en absoluto. Cierto es que en ellas había mucho de radicalidad en los contrastes, de creatividad mezclada con excentricidad y de provocación, pero aquello me encajaba con la idea que yo tenía de qué era el Barroco, un movimiento con frecuencia calificado con las etiquetas del exceso, del mal gusto y del efectismo. ¿Por qué no devolver a este estilo lo que le pertenece? Igual que no se puede interpretar de la misma forma a Verdi que a Wagner, a Schubert que a Mahler, no parece adecuado recrear las músicas de la primera mitad del XVIII desde esa elegancia y ese sentido del equilibrio con que se hace Haydn o Mozart. La intensidad de los claroscuros, el movimiento vertiginoso, el sentido de la curva y la contracurva, la abundancia en la ornamentación y los efectos teatrales son intrínsecos a la sensibilidad barroca. No en todo momento ni en todo lugar, eso hay que tenerlo muy en cuenta, pero aun así los chicos de Il Giardino dieron pasos adelante que, al menos desde el punto de vista teórico, supusieron un muy atractivo avance en nuestro conocimiento y disfrute de este repertorio.
Pero a medida que fueron pasando los años empecé a percibir que algo me
chirriaba. Diría que literalmente: el violín de Enrico Onofri. Creo que fue en
su primera aparición en el Teatro Villamarta, hace ya unos cuantos años, cuando empecé a
detestar a este señor. Sus ridículas poses de “músico en trance” para aparentar
inspiración contrastaban con lo desagradable de su sonido y la discreta musicalidad de sus interpretaciones, en las que los contrastes extremos no eran
sino grosería, el fuego tosquedad, el lirismo blandura, la ornamentación puro
amaneramiento. Cuando comencé a escucharle en su faceta de director de orquesta
se confirmaron mis sospechas: Onofri hace gala
de un mal gusto que echa para atrás. Ya he escrito alguna vez que el peor Haydn
que he escuchado en mi vida –una infumable Sinfonía nº 88– se lo
escuché a él en el Maestranza dirigiendo a la ROSS. Antonini no me parecía mal flautista pese a su tendencia a lo cursi, pero al escuchar sus
discos empuñando la batuta me pasó, salvando las distancias, algo parecido:
¿hace un mediocre Bethoven porque no acierta al aplicar en el de Bonn criterios
propios de un repertorio muy distinto, o más bien porque es un músico de
sensibilidad primaria?
Y así he llegado a un momento en el que no sé si me gustan o no las cosas de Il Giardino Armonico, que precisamente vuelve esta noche al Villamarta para ofrecer, por suerte sin Onofri, un programa titulado Si suona a Napoli! Como compré entrada, me he animado a escuchar un disco que tenía pendiente, el de los conciertos con laúd y mandolina de Antonio Vivaldi. Luca Pianca y Duilio Galfetti son solistas de los respectivos instrumentos.
El Concierto "con molti instrumenti" RV 558 arranca con toda esa agresividad "rockanrolera" que asociamos al grupo; la incisividad, la energía y el sentido teatral que se despliega son enormes, como también el ímpetu rítmico y los contrastes dinámicos. Uno no puede resistirse y desde el primer instante se deja enganchar por la radical propuesta, si bien una simple comparación con la sensata, mesurada pero ciertamente algo timorara lectura de Pinnock deja bien claro que con Antonini y los suyos la sensualidad y la elegancia, características no precisamente ajenas al universo barroco veneciano, se pierden en aras del efecto más directo e inmediato.
El Concierto para viola de amor y laúd destaca por la labor de Pianca; "el otro" obviamente es Onofri, si bien en este caso moderado y sensato en sus intervenciones. El problema es aquí Antonini, que en el primer movimiento hace frasear a los violines a base de saltitos a cual más repipi y amanerado.
El celebérrimo Concierto para mandolina RV 425 recibe una buena interpretación, quizá fraseada con más nerviosismo de la cuenta en el movimiento inicial y no del todo poética por parte de Galfetti en el Largo. Onofri y Pianca, el primero de ellos centrado pero no muy expresivo, son los protagonistas de la Sonata a trío RV 85.
En el Concierto para laúd RV 93 disfruto muchísimo la labor de Pianca, sobre todo en el Largo, aunque también me parece espléndido –rico pero sensato– el clave elaborando el continuo. La Sonata a trío RV 82 permite al laudista explayarse de manera maravillosa en el Larghetto. Y espléndido, para cerrar el disco, el Concierto para dos mandolinas RV 532, chspeante y con un Andante ricamente matizado por Wofgang Paul y Duilio Galfetti. A la postre me lo he pasado bien.
Yo llegué tarde a las propuestas de Giovanni Antonini y su equipo. Cuando lo hice, creo que ya a finales de los noventa, no me asustaron en absoluto. Cierto es que en ellas había mucho de radicalidad en los contrastes, de creatividad mezclada con excentricidad y de provocación, pero aquello me encajaba con la idea que yo tenía de qué era el Barroco, un movimiento con frecuencia calificado con las etiquetas del exceso, del mal gusto y del efectismo. ¿Por qué no devolver a este estilo lo que le pertenece? Igual que no se puede interpretar de la misma forma a Verdi que a Wagner, a Schubert que a Mahler, no parece adecuado recrear las músicas de la primera mitad del XVIII desde esa elegancia y ese sentido del equilibrio con que se hace Haydn o Mozart. La intensidad de los claroscuros, el movimiento vertiginoso, el sentido de la curva y la contracurva, la abundancia en la ornamentación y los efectos teatrales son intrínsecos a la sensibilidad barroca. No en todo momento ni en todo lugar, eso hay que tenerlo muy en cuenta, pero aun así los chicos de Il Giardino dieron pasos adelante que, al menos desde el punto de vista teórico, supusieron un muy atractivo avance en nuestro conocimiento y disfrute de este repertorio.
Y así he llegado a un momento en el que no sé si me gustan o no las cosas de Il Giardino Armonico, que precisamente vuelve esta noche al Villamarta para ofrecer, por suerte sin Onofri, un programa titulado Si suona a Napoli! Como compré entrada, me he animado a escuchar un disco que tenía pendiente, el de los conciertos con laúd y mandolina de Antonio Vivaldi. Luca Pianca y Duilio Galfetti son solistas de los respectivos instrumentos.
El Concierto "con molti instrumenti" RV 558 arranca con toda esa agresividad "rockanrolera" que asociamos al grupo; la incisividad, la energía y el sentido teatral que se despliega son enormes, como también el ímpetu rítmico y los contrastes dinámicos. Uno no puede resistirse y desde el primer instante se deja enganchar por la radical propuesta, si bien una simple comparación con la sensata, mesurada pero ciertamente algo timorara lectura de Pinnock deja bien claro que con Antonini y los suyos la sensualidad y la elegancia, características no precisamente ajenas al universo barroco veneciano, se pierden en aras del efecto más directo e inmediato.
El Concierto para viola de amor y laúd destaca por la labor de Pianca; "el otro" obviamente es Onofri, si bien en este caso moderado y sensato en sus intervenciones. El problema es aquí Antonini, que en el primer movimiento hace frasear a los violines a base de saltitos a cual más repipi y amanerado.
El celebérrimo Concierto para mandolina RV 425 recibe una buena interpretación, quizá fraseada con más nerviosismo de la cuenta en el movimiento inicial y no del todo poética por parte de Galfetti en el Largo. Onofri y Pianca, el primero de ellos centrado pero no muy expresivo, son los protagonistas de la Sonata a trío RV 85.
En el Concierto para laúd RV 93 disfruto muchísimo la labor de Pianca, sobre todo en el Largo, aunque también me parece espléndido –rico pero sensato– el clave elaborando el continuo. La Sonata a trío RV 82 permite al laudista explayarse de manera maravillosa en el Larghetto. Y espléndido, para cerrar el disco, el Concierto para dos mandolinas RV 532, chspeante y con un Andante ricamente matizado por Wofgang Paul y Duilio Galfetti. A la postre me lo he pasado bien.
miércoles, 19 de diciembre de 2018
Magistral Achúcarro en el Maestranza
Tres fechas, que diría Bécquer: la Iberia de Rafael Orozco de 1992, el Mozart de Barenboim y la WEDO de 2015 y los Preludios de Chopin del pasado lunes 17 por Joaquín Achúcarro. Tres interpretaciones cruelmente destrozadas por el público del Teatro de la Maestranza mediante un aluvión de toses que casi ninca conocieron pañuelo amortiguador. Independientemente de que estuvieran provocadas por alguna enfermedad o, más bien, por una mezcla de aburrimiento y nerviosismo, estamos hablando de una educación sencillamente nula. Y no se piensen que hablamos de cuatro o cinco individuos: el otro día las toses llegaron desde todos los puntos del Maestranza, con timbres muy diversos e intensidad variable, casi siempre demostrando una enorme capacidad para sincronizarse con los momentos más mágicos de la partitura.
Entre una y otra tos algo pudo disfrutarse de la interpretación del pianista bilbaíno, quien a sus ochenta y seis años no solo mantiene una agilidad digital suficiente para abordar tan exigente partitura, sino que además ha alcanzado esa madurez que le permite ofrecer una visión personal y en buena medida reveladora; no la más arrebatada posible, tampoco la más visionaria, y desde luego no la más rica en concepto, pero sí de enorme interés en la mayoría los veinticuatro preludios. En este sentido, poco tengo que añadir a lo ya dicho en lo que escribí aquí acerca del CD con esta misma obra que el maestro grabó el pasado año. Quizá subrayar la flexibilidad de su fraseo, el alejamiento de todo mecanicismo, la lógica interna con que plantea cada frase. Lógica siempre en función del contenido expresivo de cada pieza, nunca jamás en pos de la belleza en sí misma. Achúcarro hace música de verdad.
Ya con los tosedores algo menos activos –aun así, hubo más de un pasaje destrozado por el ruido–, el maestro ofreció una serena y hermosa interpretación de Le plus que lente que a mí, a decir verdad, me hubiera gustado precisamente eso, algo más lenta. Siguieron otras dos obras maestras de Debussy, La puerta del vino y La soirée dans Granade. Interesa comparar esta última con la que acaba de grabar Javier Perianes: mientras el de Nerva se decide por un sonido particularmente aéreo y por subrayar los aspectos más oníricos de la pieza, el bilbaíno mantiene una sonoridad densa, con cuerpo, sin renunciar por ello a la sensualidad embriagadora que desprenden los pentagramas, al tiempo que se mantiene algo más a ras de tierra y opta por la carnalidad voluptuosa, digámoslo así, antes que por la ensoñación. Cerró Achúcarro esta sección de la manera más coherente posible, con el Homenaje a Debussy de Manuel de Falla dicho con la más honda carga expresiva.
No es ningún secreto que Maurice Ravel es el compositor más afín a nuestro artista, y por ello nada debe extrañar que lo mejor del concierto fuera Gaspard de la Nuit. Creo que es la tercera vez que le escucho este genial tríptico en vivo. Antes de escribir estas líneas he vuelto a escuchar la grabación que realizó para el sello Ensayo en 1999. No sabría decir si la recreación sevillana ha sido todavía mejor. Siempre quedo asombrado por cómo el maestro, recrea sin menor prisa las irisaciones acuáticas provocadas por la ondina logrando que se escuche perfectamente diferenciada cada una de las notas sin que se pierdan las texturas sonoras globales ni la progresión –paulatina, siempre natural– de las tensiones, en una recreación que es antes sensual que doliente, pero que en cualquier caso se encuentra llena de belleza. Por cómo mantiene milagrosamente la concentración en el balanceo del ahorcado –nada menos que 6'25'' en el disco– al tiempo que atiende a todo el peso expresivo de los silencios. Y a cómo renuncia a la electricidad y a la brillantez en "Scarbo" para centrarse en los aspectos más atmosféricos de la pieza, bien pertrechado por un increíble dominio de la mano izquierda que le permite obtener como poocos pianistas lo han hecho todas esas sonoridades oscuras creadas por Ravel, todo ello hasta alcanzar un clímax de enorme fuerza dramática.
Quizá ayudado a la hora de adentrarse en la partitura por las explicaciones programáticas que ofreció Achúcarro, quizá también con ganas de compensar el torpedeo al que algunos –demasiados– asistentes al evento habían llevado a cabo con sus toses –y con sus móviles, y con sus caramelitos, y con la caída de objetos muy variados–, el público reaccionó con un entusiasmo fuera de lo común para una página tan recogida. El maestro no se hizo de rogar y ofreció tres propinas. Dos de ellas fueron las mismas que le escuché en Úbeda en 2012: Claro de Luna de Debussy, Preludio para la mano izquierda de Scriabin. Este último resultó particularmente excelso: ¡qué manera de graduar las dinámicas y de darle sentido orgánico al fraseo! Cerrando la velada, y en respuesta al tan fulgurante como merecido éxito, llegó la preciosa Habanera de Ernesto Halffter para enlazar con las obras escuchadas con anterioridad. Una noche para recordar, por lo bochornoso y por lo excelso.
martes, 18 de diciembre de 2018
Siete versiones de las Estampes de Debussy, de Gieseking a Perianes
Mañana miércoles presenta al público Javier Perianes su nuevo disco, que se inserta dentro de la colección que Harmonia Mundi está dedicando a Claude Debussy: el libro primero de los Preludios y las tres Estampas. Pude escuchar un anticipo hace unos días gracias a la plataforma Tidal, lo que me animó a realizar una pequeña comparativa discográfica cuyos resultados les presento ahora, justo en el mismo orden en que realicé la audición, no sin antes recordarles los títulos de estas tres pequeñas joyas escritas en 1903 y estrenadas por Ricardo Viñes: Pagodes, La soirée dans Grenade y Jardins sous la
pluie.
Comienzo escuchando a Perianes. Lo disfruto mucho, particularmente en el segundo movimiento, pero no tomo notas todavía. Sigo con quien en su momento me descubrió el tríptico, Claudio Arrau (Philips). Sigue siendo mi versión favorita. Lo interesante del maestro chileno es que no solo ofrece una pulsación limpísima y de variedad infinita, un fraseo maravillosamente natural y flexible, belleza sonora a raudales y una expresión repleta de sugerencias, de atmósfera y de poesía, sino también un enorme sentido de las tensiones y de los claroscuros, organizando la arquitectura con una construcción de lógica aplastante en la que la fuerza de los acordes y la minuciosidad en las dinámicas consiguen enriquecer la expresión de manera asombrosa. Una toma excepcional redondea una interpretación irrepetible.
Decido continuar con Lilya Zilberstein (DG). Poco o nada interesante, la verdad: la pianista rusa evidencia una solvencia considerable, pero su aproximación resulta algo parca de colorido y limitada en cuanto a matices expresivos, lineal y poco poética, amén de seca en el desarrollo de las atmósferas. En el tercer movimiento, que es donde más puede lucir su agilidad digital, alcanza los mejores resultados.
Mucho más estimulante, por su singularidad, la recreación de Zoltán Kocsis (Philips). Aunque la depuración sonora, la capacidad para la sugerencia y la atención al detalle exquisito sean dignas de admiración, el pianista húngaro ofrece una lectura atípica caracterizada por su electricidad interna y apasionamiento, de un arrebato que roza el nerviosismo en Pagodas, pero también capaz de ofrecer maravillosos rubatos en el segundo movimiento. En el tercero, con más razón que en ninguno, el nervio se pone en primer plano y las aristas quedan admirablemente resaltadas. Una propuesta distinta, sin duda discutible, pero de gran atractivo.
Aun sin llegar a alcanzar la claridad y la depuración sonora de un Arrau, Daniel Barenboim (DG) coincide con el maestro chileno en su aproximación no solo hermosa, sensual e impregnada de misterio, sino también repleta de pliegues expresivos, cargada de tensión en sus acordes y por momentos muy inflamada, aunque siempre bajo el más absoluto control. Admirable el sonido del nuevo “piano Barenboim”, al que su propietario hace sonar otorgando un peso apreciable a las notas, sin dejarse llevar por el tópico del impresionismo etéreo. Enorme recreación.
Aseguran los expertos que Walter Gieseking (EMI) fue uno de los grandes intérpretes de Debussy. Pues vale. El mítico pianista franco-alemán opta por unas interpretaciones rápidas y alejadas del tópico impresionista, sin estar por ello fuera de estilo, pero a mí en absoluto me termina de convencer. El primer movimiento está muy bien tocado y no excluye precisamente el conflicto en su clímax, pero globalmente se echan de menos riqueza en matices y magia sonora. El segundo resulta francamente lineal, incluso insípido. En los Jardines bajo la lluvia, sin todo el encanto posible, hay que agradecer los buenos juegos con la gama dinámica, muy bien recogida por una toma monofónica de 1954 que en la reciente recuperación en HD resulta bastante potable.
Alain Planès (Harmonia Mundi) opta por la lentitud y las sonoridades difuminadas para una interpretación absolutamente francesa y tópicamente impresionista, es decir, sensualísima y evanescente, embriagadora en el color, atmosférica a más no poder y llena de sugerencias. Pero por ello mismo un tanto unilateral y no poco autocomplaciente, también algo artificiosa y no del todo sincera, lo que no impide al pianista ofrecer un clímax muy arrebatado en la velada granadina ni relevarnos frases muy cantables en los jardines para atender a la ternura infantil a la que alude el programa.
Y vuelta a Javier Perianes, al que hecho este repaso puedo valorar más adecuadamente. Adoptando una sonoridad más leve –aunque por fortuna no más difuminada– y tempi aún más lentos que los de Planès, el de Nerva también apuesta por la ensoñación, la atmósfera plena de sugerencias y el detalle delicado, mucho antes que por las tensiones y los pliegues tanto sonoros como expresivos, pero lo hace con más propiedad e inspiración que su colega, sin esos detalles de narcisismo que perjudicaban aquella lectura, también –todo hay que decirlo- sin ese arrebato tan interesante que llegaba a alcanzar en el segundo movimiento, pero alcanzando globalmente una mayor magia poética. En los Jardines bajo la lluvia, nuevamente, la inocencia infaltil se impone sobre lo tormentoso.
A tenor de lo dicho, recomiendo a todo el mundo conocer las grabaciones de Claudio Arrau y Daniel Barenboim, aunque asimismo me parece necesario escuchar las propuestas extremadamente distantes entre sí, y por ende complementarias, de Kocsis y Perianes para comprender las muchas posibilidades que alberga esta música maravillosa. Otro día les cuento sobre los Preludios de Javier, aunque antes tendré que hablar sobre el memorable recital de Achúcarro en el Maestranza de ayer lunes, en el que precisamente el pianista vasco interpretó La soirée dans Grenade.
Comienzo escuchando a Perianes. Lo disfruto mucho, particularmente en el segundo movimiento, pero no tomo notas todavía. Sigo con quien en su momento me descubrió el tríptico, Claudio Arrau (Philips). Sigue siendo mi versión favorita. Lo interesante del maestro chileno es que no solo ofrece una pulsación limpísima y de variedad infinita, un fraseo maravillosamente natural y flexible, belleza sonora a raudales y una expresión repleta de sugerencias, de atmósfera y de poesía, sino también un enorme sentido de las tensiones y de los claroscuros, organizando la arquitectura con una construcción de lógica aplastante en la que la fuerza de los acordes y la minuciosidad en las dinámicas consiguen enriquecer la expresión de manera asombrosa. Una toma excepcional redondea una interpretación irrepetible.
Decido continuar con Lilya Zilberstein (DG). Poco o nada interesante, la verdad: la pianista rusa evidencia una solvencia considerable, pero su aproximación resulta algo parca de colorido y limitada en cuanto a matices expresivos, lineal y poco poética, amén de seca en el desarrollo de las atmósferas. En el tercer movimiento, que es donde más puede lucir su agilidad digital, alcanza los mejores resultados.
Mucho más estimulante, por su singularidad, la recreación de Zoltán Kocsis (Philips). Aunque la depuración sonora, la capacidad para la sugerencia y la atención al detalle exquisito sean dignas de admiración, el pianista húngaro ofrece una lectura atípica caracterizada por su electricidad interna y apasionamiento, de un arrebato que roza el nerviosismo en Pagodas, pero también capaz de ofrecer maravillosos rubatos en el segundo movimiento. En el tercero, con más razón que en ninguno, el nervio se pone en primer plano y las aristas quedan admirablemente resaltadas. Una propuesta distinta, sin duda discutible, pero de gran atractivo.
Aun sin llegar a alcanzar la claridad y la depuración sonora de un Arrau, Daniel Barenboim (DG) coincide con el maestro chileno en su aproximación no solo hermosa, sensual e impregnada de misterio, sino también repleta de pliegues expresivos, cargada de tensión en sus acordes y por momentos muy inflamada, aunque siempre bajo el más absoluto control. Admirable el sonido del nuevo “piano Barenboim”, al que su propietario hace sonar otorgando un peso apreciable a las notas, sin dejarse llevar por el tópico del impresionismo etéreo. Enorme recreación.
Aseguran los expertos que Walter Gieseking (EMI) fue uno de los grandes intérpretes de Debussy. Pues vale. El mítico pianista franco-alemán opta por unas interpretaciones rápidas y alejadas del tópico impresionista, sin estar por ello fuera de estilo, pero a mí en absoluto me termina de convencer. El primer movimiento está muy bien tocado y no excluye precisamente el conflicto en su clímax, pero globalmente se echan de menos riqueza en matices y magia sonora. El segundo resulta francamente lineal, incluso insípido. En los Jardines bajo la lluvia, sin todo el encanto posible, hay que agradecer los buenos juegos con la gama dinámica, muy bien recogida por una toma monofónica de 1954 que en la reciente recuperación en HD resulta bastante potable.
Alain Planès (Harmonia Mundi) opta por la lentitud y las sonoridades difuminadas para una interpretación absolutamente francesa y tópicamente impresionista, es decir, sensualísima y evanescente, embriagadora en el color, atmosférica a más no poder y llena de sugerencias. Pero por ello mismo un tanto unilateral y no poco autocomplaciente, también algo artificiosa y no del todo sincera, lo que no impide al pianista ofrecer un clímax muy arrebatado en la velada granadina ni relevarnos frases muy cantables en los jardines para atender a la ternura infantil a la que alude el programa.
Y vuelta a Javier Perianes, al que hecho este repaso puedo valorar más adecuadamente. Adoptando una sonoridad más leve –aunque por fortuna no más difuminada– y tempi aún más lentos que los de Planès, el de Nerva también apuesta por la ensoñación, la atmósfera plena de sugerencias y el detalle delicado, mucho antes que por las tensiones y los pliegues tanto sonoros como expresivos, pero lo hace con más propiedad e inspiración que su colega, sin esos detalles de narcisismo que perjudicaban aquella lectura, también –todo hay que decirlo- sin ese arrebato tan interesante que llegaba a alcanzar en el segundo movimiento, pero alcanzando globalmente una mayor magia poética. En los Jardines bajo la lluvia, nuevamente, la inocencia infaltil se impone sobre lo tormentoso.
A tenor de lo dicho, recomiendo a todo el mundo conocer las grabaciones de Claudio Arrau y Daniel Barenboim, aunque asimismo me parece necesario escuchar las propuestas extremadamente distantes entre sí, y por ende complementarias, de Kocsis y Perianes para comprender las muchas posibilidades que alberga esta música maravillosa. Otro día les cuento sobre los Preludios de Javier, aunque antes tendré que hablar sobre el memorable recital de Achúcarro en el Maestranza de ayer lunes, en el que precisamente el pianista vasco interpretó La soirée dans Grenade.
lunes, 17 de diciembre de 2018
Achúcarro, Chopin a los ochenta y cinco
A sus ochenta y seis años de edad, regresa hoy lunes Joaquín Achúcarro al
Teatro de la Maestranza. Lo hace con un programa que en la primera parte ofrece
los veinticuatro Preludios de Chopin, precisamente el plato fuerte del
disco que hace poco lanzó el sello La Dolce Volta recogiendo una grabación
realizada en Oxford entre el 7 y el 8 de septiembre de 2017, cuando el pianista
vasco contaba los ochenta y cinco. Espero acudir esta noche a Sevilla, pero
antes he saciado mi curiosidad discográfica gracias a la plataforma Tidal, a la
que una vez más les animo a suscribirse.
La grabación dura exactamente 42’02. Si acudimos a la lista con puntuaciones
de Ángel Carrascosa (aquí)
comprobamos que la audición no nos engaña: esta es una versión más bien lenta,
solo superada en minutaje por Barenboim, Pogorelich y –sobre todo– Sokolov. Creo
que la lentitud tiene que ver con la idea que el artista tiene de esta música,
no con la dificultad para correr, aunque por otra parte sea cierto -ocultarlo
sería no considerar al maestro como lo que realmente es, uno de los nombres de
oro del piano- que a semejante edad Achúcarro no posee en modo alguno la
agilidad ni la limpieza digital de otros grandes pianistas, independientemente
del mayor o menos acierto expresivo de los mismos en esta fascinante obra.
Porque una sola obra es, como afirma el maestro en la carpetilla, no una
colección de pequeñas piezas. Y como tal la interpreta, siempre dentro de un
concepto tan sensato como personal.
¿Y cuál es el referido concepto? Pues el propio de un señor de ochenta y cinco años que, desde una absoluta madurez expresiva, no necesita demostrar nada, va a la esencia de la música sin dejarse llevar por la tentación de seducir al personal con los aspectos más exteriores de la música y, además, se permite decir cosas nuevas. Cosas que solo puede ver quienes, después de haber experimentado la vida en toda su plenitud, ya están de vuelta de todo. Por eso mismo no encontraremos aquí, en absoluto, esa electricidad de una Argerich, ni esa creatividad extrema de un Pogorelich ni ese fulgor dramático, arrebatado y visionario, de la descomunal, incomparable grabación de Evgeny Kissin.
Pero tampoco se trata de una interpretación superficial, menos aún salonesca o decorativa, que busca la belleza sonora en sí misma. Es más bien una lectura honda y reflexiva, particularmente atenta a la atmósfera y al peso de los silencios, distanciada en el mejor de los sentidos, que bucea en el lirismo amargo que albergan los pentagramas sin dejar que el dolor llegue a alterar la sobriedad del acercamiento. Todo ello en los preludios más introvertidos, evidentemente, que son aquellos en los que Achúcarro alcanza un mayor nivel de sintonía expresiva; por ejemplo, en la trascendida nostalgia del n º 13 o en es hermosísimo nº 15, cuya excelsa elevación melódica no impide al maestro subrayar de manera particularmente ominosa los obsesivos acordes de la mano izquierda, planificados con enorme sentido orgánico para alcanzar picos de tensión llenos de desasosiego. En los preludios más extrovertidos, por el contrario, echamos de menos el fuego, las dinámicas extremas, la variedad en el colorido y el fulgor digital de otros pianistas, aunque bien es cierto que el sonido maravillosamente denso y musculado de nuestro artista (¡qué alivio, un Chopin sin excesivas delicadezas ni sonoridades perladas!), de poderosísimo registro grave, le viene de maravilla a la hora de plasmar la vertiente más heroica de esta partitura, que el bilbaíno recrea con ese temperamento viril que le caracteriza. Por no hablar, claro está, de la flexibilidad de su fraseo, la capacidad para hacer volar las melodías o la riqueza de matices por completo ajena a preciosismos: a estas alturas huelga insistir en que estamos ante un artista de enorme categoría.
Los complementos del disco son, a mi entender, lo más conseguido del disco desde el punto de vista interpretativo: los dos preludios adicionales de la serie, la Fantasía-Impromtu, el Nocturno op. 9 nº 2, el Nocturno nº 20 y la sublime Barcarola, dicha con una plasticidad y con un sentido del balanceo para derretirse. Aquí está el mejor Achúcarro posible, o al menos el mejor Achúcarro maduro: el de la íntima confesión personal, el de la poesía serena y acariciadora, el de la ternura sin amaneramientos, el de la reconciliación con el ser humano y con nosotros mismos a través de la aceptación de la vida con sus grandezas y con sus miserias. Dulzura y amargor. Intensidad y contención. Música.
¿Y cuál es el referido concepto? Pues el propio de un señor de ochenta y cinco años que, desde una absoluta madurez expresiva, no necesita demostrar nada, va a la esencia de la música sin dejarse llevar por la tentación de seducir al personal con los aspectos más exteriores de la música y, además, se permite decir cosas nuevas. Cosas que solo puede ver quienes, después de haber experimentado la vida en toda su plenitud, ya están de vuelta de todo. Por eso mismo no encontraremos aquí, en absoluto, esa electricidad de una Argerich, ni esa creatividad extrema de un Pogorelich ni ese fulgor dramático, arrebatado y visionario, de la descomunal, incomparable grabación de Evgeny Kissin.
Pero tampoco se trata de una interpretación superficial, menos aún salonesca o decorativa, que busca la belleza sonora en sí misma. Es más bien una lectura honda y reflexiva, particularmente atenta a la atmósfera y al peso de los silencios, distanciada en el mejor de los sentidos, que bucea en el lirismo amargo que albergan los pentagramas sin dejar que el dolor llegue a alterar la sobriedad del acercamiento. Todo ello en los preludios más introvertidos, evidentemente, que son aquellos en los que Achúcarro alcanza un mayor nivel de sintonía expresiva; por ejemplo, en la trascendida nostalgia del n º 13 o en es hermosísimo nº 15, cuya excelsa elevación melódica no impide al maestro subrayar de manera particularmente ominosa los obsesivos acordes de la mano izquierda, planificados con enorme sentido orgánico para alcanzar picos de tensión llenos de desasosiego. En los preludios más extrovertidos, por el contrario, echamos de menos el fuego, las dinámicas extremas, la variedad en el colorido y el fulgor digital de otros pianistas, aunque bien es cierto que el sonido maravillosamente denso y musculado de nuestro artista (¡qué alivio, un Chopin sin excesivas delicadezas ni sonoridades perladas!), de poderosísimo registro grave, le viene de maravilla a la hora de plasmar la vertiente más heroica de esta partitura, que el bilbaíno recrea con ese temperamento viril que le caracteriza. Por no hablar, claro está, de la flexibilidad de su fraseo, la capacidad para hacer volar las melodías o la riqueza de matices por completo ajena a preciosismos: a estas alturas huelga insistir en que estamos ante un artista de enorme categoría.
Los complementos del disco son, a mi entender, lo más conseguido del disco desde el punto de vista interpretativo: los dos preludios adicionales de la serie, la Fantasía-Impromtu, el Nocturno op. 9 nº 2, el Nocturno nº 20 y la sublime Barcarola, dicha con una plasticidad y con un sentido del balanceo para derretirse. Aquí está el mejor Achúcarro posible, o al menos el mejor Achúcarro maduro: el de la íntima confesión personal, el de la poesía serena y acariciadora, el de la ternura sin amaneramientos, el de la reconciliación con el ser humano y con nosotros mismos a través de la aceptación de la vida con sus grandezas y con sus miserias. Dulzura y amargor. Intensidad y contención. Música.
martes, 11 de diciembre de 2018
Karajan desencadenado: las sinfonías de Beethoven en Blu-ray Audio
Deutsche Grammophon reedita la cuarta de las seis integrales (entre audios y
vídeos) de las sinfonías de Beethoven registradas por Herbert von Karajan, es
decir, la que grabó con la Berliner Philharmoniker en la Philharmonie de la capital alemana entre 1975 y 1977. Y lo hace con
verdadero lujo, en dos Blu-rays Pure Audio con tres pistas: estéreo a 24bit/192
kHz, surround 5.1 a 24bit/192 kHz y Dolby Atmos a 24bit/48 kHz. Para esta última
hace falta una instalación con dos altavoces en el techo; en mi caso
tengo siete más el subwoofer, pero los dos adicionales están colocados detrás,
no arriba, así que no puedo decirles.
Pero sí he comparado las otras dos, y la mejoría con respecto a los antiguos CD es considerable. No por el surround: al contrario que la integral de Kubelik, soberbiamente trasvasada por Pentatone a SACD –salvo la Heroica–, este ciclo no era originalmente cuadrafónico, así que los productores de la reedición se han limitado, como en el reciente rescate de la integral de Bernstein con la Filarmónica de Viena, añadir una ligera reverberación para hacer el sonido más confortable. El cambio viene por la tremenda presencia que adquieren todas las familias instrumentales, por su relieve y su inmediatez, por su tremenda pegada. Particular importancia tiene el peso enorme que adquieren las frecuencias más bajas, liberando la tremenda sonoridad de la cuerda grave berlinesa en la que el maestro siempre se apoyó, por no hablar de la enorme, tremebunda gama dinámica que ahora alcanzan estos registros, acentuando más aún los tremendos contrastes entre pianísimos y fortísimos tan caros al maestro. Dicho de otra manera, esta edición en Blu-rays Pure Audio no hace sino subrayar los rasgos sonoros más propiamente karajanianos, y precisamente en una época, la segunda mitad de los setenta, en la que el de Salzburgo alcanzó las cotas más altas de desmadre. Karajan más Karajan que nunca. Karajan desencadenado.
Pero bueno, ¿cómo son estas interpretaciones?. Ustedes ya saben de qué va el
asunto. Y yo, aunque de esta integral creo que con anterioridad no había
escuchado ninguna sinfonía, también lo sabía antes de empezar la audición:
versiones de sonoridad robusta que se recrean en la belleza más inmediata y
apuestan por la brillantez antes que por la reflexión filosófica. Dicho esto, he tomado notas para
matizar.
La Sinfonía nº 1 es quizá la que sale mejor parada: interpretación poderosa y amplia, de sonoridades ora opulentas y musculadas, ora de sensuales y refinadas a más no poder, dicha con entusiasmo y con momentos muy teatrales –francamente operístico el arranque del cuarto movimiento–, que pone en evidencia la evolución de Karajan desde parámetros toscaninianos hacia la suntuosidad de la última época. Quizá supera a sus registros inmediatamente anteriores –el audio en DG y la filmación para Unitel– y hasta convencería por completo si no fuera porque se nota demasiado la autocomplacencia en los grandes contrastes sonoros y la falta de un mensaje más o menos claro: este es un Beethoven que no mira al pasado sino al futuro romántico, pero a la postre su espíritu combativo es antes burgués que revolucionario con todas las consecuencias.
En la Sinfonía nº 2 es una verdadera lástima que Karajan no deje explayarse todo lo que debería a un Larghetto hermoso pero demasiado rápido, porque el resto de la interpretación es un prodigio de fuerza (¡tremendos los movimientos extremos!), de comunicatividad y de lenguaje beethoveniano.
Aun de enfoque antes épico que dramático, el primer movimiento de la Heroica resulta admirable por su empuje bien controlado, por la portentosa plasticidad con que están tratadas las masas sonoras –empaste perfecto, robustez sin excesos, densidad sin merma de la claridad–, por su brillantez bien entendida y, sobre todo, por la convicción que desprende. No tan bien funciona la marcha fúnebre: sensualísima en la sonoridad e increíblemente bella en su canto, pero poco o nada rebelde en sus clímax, menos aún visionaria, sino más bien pacífica y resignada, cuando no erróneamente opulenta. El Scherzo está dicha con una perfecta mezcla de músculo y elegancia, aun sin resultar del todo electrizante. Y toda la primera parte del Finale resulta luminosa, jovial y optimismo a más no poder para luego decantarse por la grandilocuencia glorificadora, sin rastro de la tragedia anterior ni de pliegues expresivos: a Napoleón le hubiera encantado.
Una introducción maravillosamente sensual pero también un punto desmayada nos advierte que Karajan, frente a las magníficas dos realizaciones anteriores con la misma orquesta, se encamina poco a poco hacia una visión en exceso autocomplaciente de la Sinfonía nº 4. Y efectivamente, esta es una lectura soberbiamente tocada y de incuestionable lenguaje beethoveniano, pero que oscila entre momentos de excesiva corpulencia y otros de una languidez un punto narcisista, o por lo menos carente de poesía sincera.
La Sinfonía nº 5 es presunta especialidad de la casa, pero lo cierto es que no termina de convencer. Muy en la línea de su filmación para Unitel algo anterior, Karajan no logra repetir el importantísimo logro de su registro de 1962. Sobran rigidez, marcialidad, y retórica vacua, faltan calidez, flexibilidad y, sobre todo, convicción expresiva. El conjunto resulta en exceso teatrero y volcado en el puro espectáculo. Como advertíamos al principio, la audición en el Bluy-ray no hace sino acentuar los contrastes dinámicos extremos propuestos por el maestro, aunque a cambio en los pasajes más recogidos ofrece una limpieza y una presencia sonora de un detallismo –pizzicati del tercer movimiento– digno de admiración.
Un fiasco la Sinfonía nº 6: todo se encuentra meridianamente expuesto, pero la asepsia es absoluta. Tampoco es que se trate, como alguna vez se ha dicho, de una Pastoral pastoril”. No, no es eso. No hay narcisismos ni cursilería. Es que la poesía se halla ausente. Solo se salvan una danza de los pastores entusiasta y una tormenta más bien exterior y algo aparatosa, eso es verdad, pero sin duda sobrecogedora.
Tal vez la mejor de las recreaciones que Karajan realizó de la Sinfonía nº 7 sea la de la presente integral. Cierto es que, como en el resto de las sinfonías, vuelven a echarse de menos tanto vuelo poético como carácter verdaderamente visionario en una recreación que también resulta un punto lineal, no todo lo flexible e imaginativa que podía haber sido. Pero también es verdad que la que la portentosa técnica del maestro y el músculo por entonces sin parangón de la orquesta berlinesa se ponen al servicio de una admirable síntesis entre emoción sincera y brillantez bien entendida. Un espectáculo, esta vez en el mejor sentido del término.
El primer movimiento de la Sinfonía nº 8 es magnífico, por su soberbiamente delineada arquitectura y por su carácter gozoso, sin excluir el adecuado carácter combativo y tempestuoso del genial clímax escrito por el de Bonn. Los movimientos intermedios están francamente bien, a falta de un punto más de sal y pimienta en el segundo y de encanto en el tercero. Y el cuarto es un descalabro: no solo precipitado sino también rígido y cuadriculado, incluso machacón.
Queda la Sinfonía nº 9. El motivo en la cuerda con que arranca la obra está expuesto con una increíble claridad, como si Karajan quisiera borrar todo rastro de misterio del mismo. Y así parece ser en el desarrollo, desatento al peso de los silencios –una constante en sus diferentes interpretaciones fonográficas de la página– y volcado en extremar las dinámicas de lo fortísimo a lo casi inaudible, pero construyendo la arquitectura de tensiones y distensiones de manera tan milimétrica como lineal. El resultado apabulla, mas carece de sinceridad. Algo mejor funciona el Scherzo, dicho con virtuosismo insuperable y bien recorrido por nervio interno, aunque a la postre igualmente mecánico; las trompetas, como en toda la interpretación, adquieren excesivo protagonismo. El Adagio molto e cantabile ofrece una belleza sonora suprema y está maravillosamente fraseado, pero entre tanto hedonismo la reflexión y la hondura (¿dónde están el lirismo agridulce y los clímax punzantes de Furtwängler y de otros grandes recreadores de la obra?) apenas se entrevén.
El Himno a la Alegría ofrece una doble fuga magistral, pero aquí el de Salzburgo apenas puede disimular su tendenciosidad ideológica y se lanza en plancha no ya a por la marcialidad y la afirmación épica sin rastro de sentido trágico, de elevación espiritual o de carácter visionario, sino a por el decibelio puro y duro, hasta rematar en un final que es puro bombo y platillo. Regular los Wiener Singverein, y sensacional el cuarteto: Anna Tomowa-Sintow, Agnes Balsta, Peter Schreier y José van Dam.
Lo dicho: Karajan elevado a la enésima potencia. Por lo bueno y por lo malo, no se lo pierdan.
Pero sí he comparado las otras dos, y la mejoría con respecto a los antiguos CD es considerable. No por el surround: al contrario que la integral de Kubelik, soberbiamente trasvasada por Pentatone a SACD –salvo la Heroica–, este ciclo no era originalmente cuadrafónico, así que los productores de la reedición se han limitado, como en el reciente rescate de la integral de Bernstein con la Filarmónica de Viena, añadir una ligera reverberación para hacer el sonido más confortable. El cambio viene por la tremenda presencia que adquieren todas las familias instrumentales, por su relieve y su inmediatez, por su tremenda pegada. Particular importancia tiene el peso enorme que adquieren las frecuencias más bajas, liberando la tremenda sonoridad de la cuerda grave berlinesa en la que el maestro siempre se apoyó, por no hablar de la enorme, tremebunda gama dinámica que ahora alcanzan estos registros, acentuando más aún los tremendos contrastes entre pianísimos y fortísimos tan caros al maestro. Dicho de otra manera, esta edición en Blu-rays Pure Audio no hace sino subrayar los rasgos sonoros más propiamente karajanianos, y precisamente en una época, la segunda mitad de los setenta, en la que el de Salzburgo alcanzó las cotas más altas de desmadre. Karajan más Karajan que nunca. Karajan desencadenado.
La Sinfonía nº 1 es quizá la que sale mejor parada: interpretación poderosa y amplia, de sonoridades ora opulentas y musculadas, ora de sensuales y refinadas a más no poder, dicha con entusiasmo y con momentos muy teatrales –francamente operístico el arranque del cuarto movimiento–, que pone en evidencia la evolución de Karajan desde parámetros toscaninianos hacia la suntuosidad de la última época. Quizá supera a sus registros inmediatamente anteriores –el audio en DG y la filmación para Unitel– y hasta convencería por completo si no fuera porque se nota demasiado la autocomplacencia en los grandes contrastes sonoros y la falta de un mensaje más o menos claro: este es un Beethoven que no mira al pasado sino al futuro romántico, pero a la postre su espíritu combativo es antes burgués que revolucionario con todas las consecuencias.
En la Sinfonía nº 2 es una verdadera lástima que Karajan no deje explayarse todo lo que debería a un Larghetto hermoso pero demasiado rápido, porque el resto de la interpretación es un prodigio de fuerza (¡tremendos los movimientos extremos!), de comunicatividad y de lenguaje beethoveniano.
Aun de enfoque antes épico que dramático, el primer movimiento de la Heroica resulta admirable por su empuje bien controlado, por la portentosa plasticidad con que están tratadas las masas sonoras –empaste perfecto, robustez sin excesos, densidad sin merma de la claridad–, por su brillantez bien entendida y, sobre todo, por la convicción que desprende. No tan bien funciona la marcha fúnebre: sensualísima en la sonoridad e increíblemente bella en su canto, pero poco o nada rebelde en sus clímax, menos aún visionaria, sino más bien pacífica y resignada, cuando no erróneamente opulenta. El Scherzo está dicha con una perfecta mezcla de músculo y elegancia, aun sin resultar del todo electrizante. Y toda la primera parte del Finale resulta luminosa, jovial y optimismo a más no poder para luego decantarse por la grandilocuencia glorificadora, sin rastro de la tragedia anterior ni de pliegues expresivos: a Napoleón le hubiera encantado.
Una introducción maravillosamente sensual pero también un punto desmayada nos advierte que Karajan, frente a las magníficas dos realizaciones anteriores con la misma orquesta, se encamina poco a poco hacia una visión en exceso autocomplaciente de la Sinfonía nº 4. Y efectivamente, esta es una lectura soberbiamente tocada y de incuestionable lenguaje beethoveniano, pero que oscila entre momentos de excesiva corpulencia y otros de una languidez un punto narcisista, o por lo menos carente de poesía sincera.
La Sinfonía nº 5 es presunta especialidad de la casa, pero lo cierto es que no termina de convencer. Muy en la línea de su filmación para Unitel algo anterior, Karajan no logra repetir el importantísimo logro de su registro de 1962. Sobran rigidez, marcialidad, y retórica vacua, faltan calidez, flexibilidad y, sobre todo, convicción expresiva. El conjunto resulta en exceso teatrero y volcado en el puro espectáculo. Como advertíamos al principio, la audición en el Bluy-ray no hace sino acentuar los contrastes dinámicos extremos propuestos por el maestro, aunque a cambio en los pasajes más recogidos ofrece una limpieza y una presencia sonora de un detallismo –pizzicati del tercer movimiento– digno de admiración.
Un fiasco la Sinfonía nº 6: todo se encuentra meridianamente expuesto, pero la asepsia es absoluta. Tampoco es que se trate, como alguna vez se ha dicho, de una Pastoral pastoril”. No, no es eso. No hay narcisismos ni cursilería. Es que la poesía se halla ausente. Solo se salvan una danza de los pastores entusiasta y una tormenta más bien exterior y algo aparatosa, eso es verdad, pero sin duda sobrecogedora.
Tal vez la mejor de las recreaciones que Karajan realizó de la Sinfonía nº 7 sea la de la presente integral. Cierto es que, como en el resto de las sinfonías, vuelven a echarse de menos tanto vuelo poético como carácter verdaderamente visionario en una recreación que también resulta un punto lineal, no todo lo flexible e imaginativa que podía haber sido. Pero también es verdad que la que la portentosa técnica del maestro y el músculo por entonces sin parangón de la orquesta berlinesa se ponen al servicio de una admirable síntesis entre emoción sincera y brillantez bien entendida. Un espectáculo, esta vez en el mejor sentido del término.
El primer movimiento de la Sinfonía nº 8 es magnífico, por su soberbiamente delineada arquitectura y por su carácter gozoso, sin excluir el adecuado carácter combativo y tempestuoso del genial clímax escrito por el de Bonn. Los movimientos intermedios están francamente bien, a falta de un punto más de sal y pimienta en el segundo y de encanto en el tercero. Y el cuarto es un descalabro: no solo precipitado sino también rígido y cuadriculado, incluso machacón.
Queda la Sinfonía nº 9. El motivo en la cuerda con que arranca la obra está expuesto con una increíble claridad, como si Karajan quisiera borrar todo rastro de misterio del mismo. Y así parece ser en el desarrollo, desatento al peso de los silencios –una constante en sus diferentes interpretaciones fonográficas de la página– y volcado en extremar las dinámicas de lo fortísimo a lo casi inaudible, pero construyendo la arquitectura de tensiones y distensiones de manera tan milimétrica como lineal. El resultado apabulla, mas carece de sinceridad. Algo mejor funciona el Scherzo, dicho con virtuosismo insuperable y bien recorrido por nervio interno, aunque a la postre igualmente mecánico; las trompetas, como en toda la interpretación, adquieren excesivo protagonismo. El Adagio molto e cantabile ofrece una belleza sonora suprema y está maravillosamente fraseado, pero entre tanto hedonismo la reflexión y la hondura (¿dónde están el lirismo agridulce y los clímax punzantes de Furtwängler y de otros grandes recreadores de la obra?) apenas se entrevén.
El Himno a la Alegría ofrece una doble fuga magistral, pero aquí el de Salzburgo apenas puede disimular su tendenciosidad ideológica y se lanza en plancha no ya a por la marcialidad y la afirmación épica sin rastro de sentido trágico, de elevación espiritual o de carácter visionario, sino a por el decibelio puro y duro, hasta rematar en un final que es puro bombo y platillo. Regular los Wiener Singverein, y sensacional el cuarteto: Anna Tomowa-Sintow, Agnes Balsta, Peter Schreier y José van Dam.
Lo dicho: Karajan elevado a la enésima potencia. Por lo bueno y por lo malo, no se lo pierdan.
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