Se abre la velada con la obertura de Las bodas de Fígaro, en interpretación cálida, risueña y flexible que consigue asimismo ser ágil y luminosa sin perder esa densidad centroeuropea que tanto le gusta a Barenboim y de la que, a mi entender de manera muy errónea, huyen muchos intérpretes historicistas confundiéndola con “contaminación romántica”; de hecho, la interpretación de Barenboim y sus chicos no puede ser más clásica, en el mejor de los sentidos.
Sigue el Concierto para piano nº 1 de Beethoven. La lectura es muy parecida a la que los dos artistas ofrecieron un año antes en la capital alemana junto con la Staatskapelle de Berlín, que se saldó con un acercamiento entre las maneras de hacer de ambos. Por un lado, Argerich modera un tanto su habitual nerviosismo en un segundo movimiento en el que, llevado desde la batuta de manera absolutamente genial por su paisano y amigo, se muestra concentrada y poética como pocas veces a lo largo de su excelsa carrera.
Por otro, en los movimientos extremos el maestro se pliega muy claramente a las maneras de hacer de la pianista ofreciendo una dirección ciertamente todo lo beethoveniana que en él es esperable, pero menos reflexiva, espiritual y madura que en sus últimos acercamientos discográficos para, demostrando gran capacidad camaleónica, dejar mucho más espacio para la extroversión, la jovialidad, la chispa y el sentido del humor, permitiendo de este modo que su compañera goce a sus anchas con su toque felino, incisivo y electrizante.
Obviamente si comparamos lo que los dos hacen al teclado con esta obra encontraremos numerosas frases en la que Argerich se muestra mecánica, cuadriculada, en exceso incisiva e innecesariamente percutiva, por momentos recordando un tanto al fortepiano –la artista ha grabado esta obra con un Érard de 1849 junto a Brüggen–, pero en cualquier caso la mezcla de las dos personalidades ofrece un especial atractivo, más aún cuando la WEDO se muestra idiomática a más no poder (¡qué empaste más redondo y beethoveniano!) y los vientos intervienen en el sublime Largo con una cantabilidad para derretirse. La propina de la Argerich es la misma de la otra vez: “Traumes-Wirren” de las Fantasiestücke op. 12, toda una exhibición de agilidad digital.
Si exceptuamos la ausencia del Daphnis et Chloé, el programa Ravel de la segunda parte coincide con el del disco grabado en 1991 frente la Sinfónica de Chicago que comenté hace poco en este blog. ¿Diferencias? La formación norteamericana resulta abiertamente superior en términos de precisión, brillantez y todo lo que se refiere a virtuosismo. La West-Eastern Divan, aunque realiza una muy buena labor técnica, queda a mucha distancia. Sin embargo, la formación multicultural parece interpretar con más calidez y musicalidad, e incluso en términos puramente sonoros se encuentra más en estilo.
Con esto último tiene mucho que ver la propia evolución de Barenboim como director: el enorme desarrollo de la sensualidad que ha conocido el maestro porteño en estos últimos años le ha permitido conseguir un pleno dominio del idioma raveliano más ortodoxo, incluyendo una apreciable delectación melódica y gran atención a las texturas difuminadas, circunstancia que queda queda bien de manifiesto ya desde la Rapsodia Española, en la que Barenboim demuestra un extraordinario sentido de la atmósfera y maneja a la orquesta con portentosa plasticidad.
Al igual que en sus grabaciones anteriores (con Chicago y Viena respectivamente), de la Alborada del gracioso Barenboim ofrece una lectura oscura y escarpada, insistiendo mucho antes en lo enrarecido de la atmósfera que en la evocación folclórica y ofreciendo contrastes dinámicos muy marcados, solo que esta vez controlando mejor las secciones extremas, no tan vertiginosas como en su grabación en Chicago, y sacando mayor provecho de la sección central, ahora más atmosférica y más propiamente raveliana.
En la Pavana para una infanta difunta, el maestro supera de manera considerable los decepcionantes logros de su grabación norteamericana, e incluso también los muy notables de su registro en vivo con la Filarmónica de Viena de 2005, con una lectura no especialmente paladeada, pero sí rebosante de poesía, de ternura y de sensualidad, circunstancia a la que no son ajenos los musicalísimos solos de una orquesta que suena idiomática a más no poder, con un empaste raveliano perfecto.
Bolero para concluir el programa oficial. No deja de sorprender cómo ha ido Barenboim acelerando el tempo con que aborda la celebérrima partitura. En su registro con la Orquesta de París de 1981 se extiende nada menos que hasta los 17’30’’, todo un récord. Diez años más tarde se queda en los más moderados 15’50’’ con la Sinfónica de Chicago. En 1998 con la Filarmónica de Berlín (DVD del concierto en el Waldbühne) se queda en los 15’ justos, más o menos en la media que ronda la mayoría de los directores. Pero ahora va considerablemente más rápido: los 14’02’’ que dura esta interpretación en Buenos Aires son todo un récord en la discografía (sólo conozco una grabación que la supere en velocidad, la en exceso nerviosa de Maazel con la Nacional de Francia y sus 13’53’’).
Se puede reprochar la entrada de los violines de la WEDO, algo pálida y sin fuerza, pero creo que esta es la más conseguida de las cuatro grabaciones oficiales del artista, ya que sintetiza los mejores logros de aquellas: la sensualidad de París, la perfecta gradación dinámica de Chicago y la emoción de Berlín. Sin ser en modo alguno la orquesta la más brillante posible, la palpitación y la frescura se sienten en todo momento. Dos semanas más tarde, al maestro y a sus muchachos no les saldrían las cosas tan extraordinariamente bien en los Proms. ¡Qué rematadamente difícil es hacer bien el Bolero!
Como propina, la Suite nº 1 de Carmen. Siempre le gustó al maestro la ópera de Bizet, pero le ha costado entrar en ella. Basta comparar la interpretación no muy convincente de 1998 frente a la Filarmónica de Berlín con esta con la WEDO, un prodigio de sensualidad, efusividad y sentido cantable, obteniendo el adecuado “toque francés” sin renunciar a la robustez sinfónica propia de Barenboim, quien por lo demás frasea con elocuencia y flexibilidad. Ésta quizá en exceso: el Intermezzo comienza demasiado rápido y luego se va remansando.
El Firulete, por descontado, resulta una delicia, además de una demostración de cómo vientos y percusión de la WEDO saben pasar del refinamiento raveliano al desparpajo, a la ironía y al humor barriobajero –en el mejor de los sentidos– de la pieza de Mariano Mores.
En suma, descarga absolutamente recomendable a la que solo hay que reprochar seriamente una toma sonora turbia y difusa. Ah, a tenor de un vídeo que hay en YouTube y del catálogo de C Major el concierto se encuentra filmado. ¿Se comercializará algún día? Probablemente supondría una muy sustancial mejora en calidad de sonido.