Esta mañana he vuelto a escuchar –no sé cuántas veces van ya– la interpretación que Charles Dutoit y la Sinfónica de Montreal grabaron de esa maravilla que es Gaité Parisienne, el conjunto de valses, polcas, marchas y otras danzas de Jacques Offenbach recopiladas y arregladas por Manuel Rosenthal. Y confirmo la impresión inicial: se pueden hacer lecturas más trepidantes (¡irresistible la selección grabada por Bernstein!), también más sensuales y de más emotivo
lirismo (la del propio Rosenthal en Naxos), pero no alcanzar un más admirable punto de equilibrio entre todos los componentes de esta música, ni hacerlo con un estilo más apropiado que el que aquí derrocha el maestro suizo.
Hay en este disco brío a raudales, pero siempre controlado por una gran elegancia y una apreciable depuración sonora. Hay también humor desenfadado, chispa y brillantez, también cierto espíritu gamberro, mas en perfecta sintonía con ese vuelo melódico, esa coquetería bien entendida y ese refinamiento que consideramos propio de "lo francés", aportando asimismo la batuta una ligereza sonora que por ventura no confunde con la levedad ni la cursilería. La escucha se realiza de un tirón, sin realizar el mínimo esfuerzo intelectual, simplemente dejándose llevar por la fuerza rítmica y melódica de estas páginas, por su comunicatividad y su desenfado, como también por su buenísima factura técnica y por su elevada inspiración. Música en absoluto profunda, ni para ir más allá de un maravilloso rato de audición, pero magnífica música. De la que hace más feliz, de la que inyecta ganas de vivir. Y esa recompensa resulta impagable.
El compacto se completa con la música de ballet del Fausto de Gounod. Confieso que esta danzas más o menos infernales –lo que se dice demoníaca en realidad es solo la última, porque en el resto hay mucho de delicadeza y coquetería– no me interesan particularmente, pero así interpretadas, con tan formidable mezcla de elegancia, vuelo melódico y sentido teatral, resultan una verdadera delicia. De nuevo se podrá ir más allá en sensualidad y o en garra dramática, pero no superar la ortodoxa perfección de Dutoit.
El registro se realizó allá por septiembre de 1983 en la iglesia de St. Eustache de Montreal con la calidad habitual de la que hacía gala Decca en aquellas latitudes. No hay mucho más que decir: disco imprescindible.
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
martes, 31 de octubre de 2017
domingo, 29 de octubre de 2017
Misa en si menor por Koopman y la Filarmónica de Berlín
Tal y como llegué ayer de la playa –por aquí aún está la temperatura como para darse un baño– me puse frente al televisor para disfrutar en directo, a través de la Digital Concert Hall, de la Misa en si menor bachiana por Ton Koompan y la Filarmónica de Berlín. Combinación de artistas en absoluto disparatada, dicho sea de paso, como ya expliqué por aquí a raíz de la anterior actuación del holandés en el que fuera podio de Karajan. Al terminar, repaso las notas que tomé acerca de la grabación oficial de Koopman realizada allá por 1994, y descubro que en los dos casos, por completo al margen de que en un caso suenen instrumentos originales y en el otro la mismísima Berliner Philharmoniker, mi sensación ha sido la misma: interpretación de muy alto nivel, pero funcionando mejor en unos números que en otros.
Considero a Koompan un enorme bachiano. Puede que al clave se pase un poco con la ornamentación, pero su integral de la obra para órgano es una maravilla –a mí sí me gusta su libérrima manera de frasear en las páginas más visionarias– y su dirección frente a la Orquesta Barroca de Ámsterdam en páginas orquestales, conciertos y cantatas resulta admirable por su perfecta conjunción entre estilo, entusiasmo y musicalidad. En esta interpretación berlinesa ha hecho gala de semejantes virtudes pero, como dije antes, sin convencer en todos los números por igual.
A mi entender, el maestro da lo mejor de sí mismo en aquellos que son más extrovertidos (Cum Sancto Spiritu, Hosanna), a los que sabe llenar de fuerza, de brillantez, incluso de espectacularidad bien entendida, derrochando fuerza y entusiasmo tales que a veces se coloca al borde del desbordamiento. Pero en los más introvertidos, en aquellos que demandan recogimiento, atmósfera y una particular mezcla de súplica, fervor e inquietud ante lo sagrado (primera parte del Kyrie, Qui tollis, Crucifixus, Agnus Dei), Koopman resulta algo distante en la expresión, poco sensual y no del todo espiritual. Incluso un punto soso. O sea, nada que ver con la histriónica gestualidad con la que se comunica con la Filarmónica de Berlín. Esta suena bajo sus órdenes con una absoluta propiedad estilística, articulando sus integrantes con agilidad e incisividad sin necesidad de caer en excesos, ofreciendo una asombrosa depuración en el trazo polifónico y derrochando esa mezcla de virtuosismo y musicalidad que es propia de la que se encuentra justamente considerada como una de las mejores orquestas del mundo.
El Coro de Cámara de la RIAS también está formidable, en todos los sentidos: afinación, empaste, claridad y expresividad. En lo que al cuarteto vocal se refiere, me quedo con la soprano cubana Yetzabel Arias Fernández y, sobre todo, con la contralto alemana Wiebke Lehmkuh, de voz espléndida y apreciable compromiso expresivo. Su Agnus Dei, acompañada al órgano por el propio director, resulta muy emotivo. El tenor Tilman Lichdi se limita a cumplir con solvencia, mientras que el bueno de Klaus Mertens es el punto negro de la velada: se le escucha con la simpatía y el cariño que se merece quien lleva tanto tiempo cantando a Bach junto a Koopman, pero a estas alturas no está para muchos trotes. O para ninguno.
Repaso mis notas sobre las diversas grabaciones que tengo en mi discoteca. Solo la de Klemperer, discutibilísima en lo estilístico, me produce la conmoción emocional que supone esta partitura debe generar. Ni Richter, ni Jochum, ni Giulini ni Celibidache me acaban de convencer, por diferentes motivos. Ni Gardiner, ni Herreweghe, ni Suzuki ni Junghänel. A la postre, y dejando al lado al genio de Breslau, es Koopman quien a mi modo de ver alcanza un mejor equilibrio entre estilo y expresión. Así que con él me voy a quedar, sobre todo con esta filmación berlinesa que ahora comento. Y no solo por el maestro: ¿se habrán escuchado así alguna vez en esta obra todas y cada una de las intervenciones de los obbligati?
Considero a Koompan un enorme bachiano. Puede que al clave se pase un poco con la ornamentación, pero su integral de la obra para órgano es una maravilla –a mí sí me gusta su libérrima manera de frasear en las páginas más visionarias– y su dirección frente a la Orquesta Barroca de Ámsterdam en páginas orquestales, conciertos y cantatas resulta admirable por su perfecta conjunción entre estilo, entusiasmo y musicalidad. En esta interpretación berlinesa ha hecho gala de semejantes virtudes pero, como dije antes, sin convencer en todos los números por igual.
A mi entender, el maestro da lo mejor de sí mismo en aquellos que son más extrovertidos (Cum Sancto Spiritu, Hosanna), a los que sabe llenar de fuerza, de brillantez, incluso de espectacularidad bien entendida, derrochando fuerza y entusiasmo tales que a veces se coloca al borde del desbordamiento. Pero en los más introvertidos, en aquellos que demandan recogimiento, atmósfera y una particular mezcla de súplica, fervor e inquietud ante lo sagrado (primera parte del Kyrie, Qui tollis, Crucifixus, Agnus Dei), Koopman resulta algo distante en la expresión, poco sensual y no del todo espiritual. Incluso un punto soso. O sea, nada que ver con la histriónica gestualidad con la que se comunica con la Filarmónica de Berlín. Esta suena bajo sus órdenes con una absoluta propiedad estilística, articulando sus integrantes con agilidad e incisividad sin necesidad de caer en excesos, ofreciendo una asombrosa depuración en el trazo polifónico y derrochando esa mezcla de virtuosismo y musicalidad que es propia de la que se encuentra justamente considerada como una de las mejores orquestas del mundo.
El Coro de Cámara de la RIAS también está formidable, en todos los sentidos: afinación, empaste, claridad y expresividad. En lo que al cuarteto vocal se refiere, me quedo con la soprano cubana Yetzabel Arias Fernández y, sobre todo, con la contralto alemana Wiebke Lehmkuh, de voz espléndida y apreciable compromiso expresivo. Su Agnus Dei, acompañada al órgano por el propio director, resulta muy emotivo. El tenor Tilman Lichdi se limita a cumplir con solvencia, mientras que el bueno de Klaus Mertens es el punto negro de la velada: se le escucha con la simpatía y el cariño que se merece quien lleva tanto tiempo cantando a Bach junto a Koopman, pero a estas alturas no está para muchos trotes. O para ninguno.
Repaso mis notas sobre las diversas grabaciones que tengo en mi discoteca. Solo la de Klemperer, discutibilísima en lo estilístico, me produce la conmoción emocional que supone esta partitura debe generar. Ni Richter, ni Jochum, ni Giulini ni Celibidache me acaban de convencer, por diferentes motivos. Ni Gardiner, ni Herreweghe, ni Suzuki ni Junghänel. A la postre, y dejando al lado al genio de Breslau, es Koopman quien a mi modo de ver alcanza un mejor equilibrio entre estilo y expresión. Así que con él me voy a quedar, sobre todo con esta filmación berlinesa que ahora comento. Y no solo por el maestro: ¿se habrán escuchado así alguna vez en esta obra todas y cada una de las intervenciones de los obbligati?
sábado, 28 de octubre de 2017
Liszt y Schumann para la joven Argerich
Este disco grabado en Múnich en junio 1971 por Deutsche Grammophon en el que una Martha Argerich de treinta años recién cumplidos se enfrenta a la descomunal Sonata en Si menor de Liszt y a la arrebatada Sonata nº 2 de Schumann resulta ideal para hacerse una idea de cuáles son –han sido siempre– las maneras interpretativas de la reputada artista.
Así, podemos comprobar como la pianista porteña realiza un verdadero derroche de electricidad y pasión en unas lectura s efervescentes a más no poder, aunque no precisamente escasa de cantabilidad y vuelo lírico, como tampoco de claridad (¡qué limpieza la del sonido, por no hablar de la manera de graduar dinámicas!) en la que puede lucir en su plenitud ese característico toque que algún crítico, con enorme acierto, ha denominado "felino": vigila a su presa con concentración que fascina, salta con agilidad vertiginosa, curvilínea y elegante, y finalmente devora con tremenda fiereza mas sin perder distinción, esto es, sin confundir ferocidad con brutalidad o desorden.
El problema aquí es que los resultados son un tanto desiguales. En la partitura de Liszt, además de soltar alguna frase un tanto mecánica, parece haber más brillantez que atmósfera, más pasión espontánea que reflexión. Más espectáculo que trasfondo, en definitiva. Las cosas funcionan bastante mejor en Schumann que en Liszt, y aunque la efervescencia por momentos lleva a Argerich a moverse al borde del precipicio, hay que reconocer que su enfoque encaja muy bien con la febril personalidad schumanniana, y que en el Andantino nuestra artista sabe remansarse con la adecuada concentración y dejar que salgan las esencias poéticas de ese Eusebius en esta partitura más bien arrinconado por el impulsivo Florestán. La toma sonora se conserva francamente bien.
Así, podemos comprobar como la pianista porteña realiza un verdadero derroche de electricidad y pasión en unas lectura s efervescentes a más no poder, aunque no precisamente escasa de cantabilidad y vuelo lírico, como tampoco de claridad (¡qué limpieza la del sonido, por no hablar de la manera de graduar dinámicas!) en la que puede lucir en su plenitud ese característico toque que algún crítico, con enorme acierto, ha denominado "felino": vigila a su presa con concentración que fascina, salta con agilidad vertiginosa, curvilínea y elegante, y finalmente devora con tremenda fiereza mas sin perder distinción, esto es, sin confundir ferocidad con brutalidad o desorden.
El problema aquí es que los resultados son un tanto desiguales. En la partitura de Liszt, además de soltar alguna frase un tanto mecánica, parece haber más brillantez que atmósfera, más pasión espontánea que reflexión. Más espectáculo que trasfondo, en definitiva. Las cosas funcionan bastante mejor en Schumann que en Liszt, y aunque la efervescencia por momentos lleva a Argerich a moverse al borde del precipicio, hay que reconocer que su enfoque encaja muy bien con la febril personalidad schumanniana, y que en el Andantino nuestra artista sabe remansarse con la adecuada concentración y dejar que salgan las esencias poéticas de ese Eusebius en esta partitura más bien arrinconado por el impulsivo Florestán. La toma sonora se conserva francamente bien.
miércoles, 25 de octubre de 2017
Leppard no se moja en la Música Acuática
En el barroco me encuentro tan lejos del talibanismo de la HIP como de los que aún se niegan a reconocer las aportaciones historicistas. Hay interpretaciones que me entusiasman con instrumentos originales, y otras lo hacen sin ellos; las hay que me encantan tanto dentro de las que adoptan una articulación de la época como de las que siguen una línea más o menos tradicional. A Raymond Leppard siempre le he considerado como uno de los grandes dentro de la corriente, llamémosle así, "tradicional renovada". Sin embargo, volver a su grabación de la Música acuática de Haendel, realizada en 1970 para el sello Philips con toma sonora excepcional, me ha sentado como un jarro de agua fría.
Por descontado, sigue habiendo mucho que admirar en esta interpretación. La English Chamber Orchestra toca increíblemente bien, y todos sus solistas hacen gala de una musicalidad asombrosa. La misma que muestra Leppard, que hace sonar al conjunto sin asomo de pesadez, sin confundir lo ligero con lo ingrávido, fraseando con una naturalidad, una elegancia y un sentido de lo cantable para derretirse. También sabe inyectar vuelo poético, humor amable y coquetería bien entendida. Pero lo cierto es que en muchos aspectos esta lectura se ha quedado anticuada. Aquí encuentro preferible, aunque en modo alguno imprescindible, la sonoridad más rústica, menos pulida de los instrumentos originales. También un fraseo más incisivo, más marcado en el ritmo, más flexible e imaginativo.
Claro que, sobre todo, echo de menos un espíritu más propiamente barroco. ¿Hace falta recordar que este estilo se caracteriza por la teatralidad, los claroscuros, el sentido de los contrastes, la imaginación y a veces incluso el exceso? Cierto es que el intérprete musical siempre podrá tomarse mayores libertades o menos, apostar por lo dionisíaco o por lo apolíneo, mirar hacia tradiciones musicales de un lugar de Europa o de otro, pero siempre habrá de hacer que aquello suene con el estilo apropiado. Y que lo haga con convicción expresiva.
Por eso mismo el problema con Leppard, a mi entender, no es meramente una cuestión organológica. Es que no termina de zambullirse en las posibilidades de esta música como otras veces lo hace en repertorios similares. Digamos que no se moja. Su lectura termina resultando un tanto uniforme, escasamente salpimentada, no del todo variada en la expresión. Por momentos, demasiado suave. Todo suena demasiado elegante y pulido, escaso de vitalidad y de color. Por no hablar de la escasa ornamentación y del pobre continuo, en este caso el clave en exceso tímido y amable de Leslie Pearson.
Me gustaría apuntar que al hilo de la de Leppard he escuchado otras tres grabaciones. La de Robert King me sigue pareciendo una maravilla: su registro resulta por completo imprescindible en cualquier discoteca. La de Pinnock también la encuentro buenísima, aunque no tanto como la de su colega. Y la de Mackerras con la Orquesta de Cámara de Praga, de la que me esperaba poco, en algunos aspectos –solo en algunos– me ha gustado más que la que ahora comento.
Por descontado, sigue habiendo mucho que admirar en esta interpretación. La English Chamber Orchestra toca increíblemente bien, y todos sus solistas hacen gala de una musicalidad asombrosa. La misma que muestra Leppard, que hace sonar al conjunto sin asomo de pesadez, sin confundir lo ligero con lo ingrávido, fraseando con una naturalidad, una elegancia y un sentido de lo cantable para derretirse. También sabe inyectar vuelo poético, humor amable y coquetería bien entendida. Pero lo cierto es que en muchos aspectos esta lectura se ha quedado anticuada. Aquí encuentro preferible, aunque en modo alguno imprescindible, la sonoridad más rústica, menos pulida de los instrumentos originales. También un fraseo más incisivo, más marcado en el ritmo, más flexible e imaginativo.
Claro que, sobre todo, echo de menos un espíritu más propiamente barroco. ¿Hace falta recordar que este estilo se caracteriza por la teatralidad, los claroscuros, el sentido de los contrastes, la imaginación y a veces incluso el exceso? Cierto es que el intérprete musical siempre podrá tomarse mayores libertades o menos, apostar por lo dionisíaco o por lo apolíneo, mirar hacia tradiciones musicales de un lugar de Europa o de otro, pero siempre habrá de hacer que aquello suene con el estilo apropiado. Y que lo haga con convicción expresiva.
Por eso mismo el problema con Leppard, a mi entender, no es meramente una cuestión organológica. Es que no termina de zambullirse en las posibilidades de esta música como otras veces lo hace en repertorios similares. Digamos que no se moja. Su lectura termina resultando un tanto uniforme, escasamente salpimentada, no del todo variada en la expresión. Por momentos, demasiado suave. Todo suena demasiado elegante y pulido, escaso de vitalidad y de color. Por no hablar de la escasa ornamentación y del pobre continuo, en este caso el clave en exceso tímido y amable de Leslie Pearson.
Me gustaría apuntar que al hilo de la de Leppard he escuchado otras tres grabaciones. La de Robert King me sigue pareciendo una maravilla: su registro resulta por completo imprescindible en cualquier discoteca. La de Pinnock también la encuentro buenísima, aunque no tanto como la de su colega. Y la de Mackerras con la Orquesta de Cámara de Praga, de la que me esperaba poco, en algunos aspectos –solo en algunos– me ha gustado más que la que ahora comento.
domingo, 22 de octubre de 2017
Festival Reiner
Hace poco escribí una entrada sobre un CD con obras de Wagner y Richard Strauss que me permitió hablar tanto de los puntos fuertes y como de las limitaciones de Frizt Reiner. Quizá di entonces una impresión no del todo positiva de quien un servidor y muchos melómanos más consideramos un enorme director, así que traigo hoy un disco llamado Festival, muy breve de duración, que se grabó allá por 1959 con un repertorio que pone en primera plana las mejores virtudes del maestro al frente de una Sinfónica de Chicago impresionante por su seguridad y virtuosismo.
Repertorio, efectivamente, de grandes explosiones orquestales, ese que permite que la batuta ofrezca electricidad, dinamismo, colorido, sentido del ritmo, teatralidad y brillantez en grandes dosis. Lo interesante es que Renier lo hace con tanta atención al trazo global, de una firmeza asombrosa, como al más minúsculo detalle: todo está magníficamente desmenuzado, las dinámicas están bien matizadas y no hay concesión al efectismo vacuo. Reiner deja claro que el fulgor orquestal en absoluto tiene por qué significar vulgaridad ni chabacanería, y si algo podemos aquí reprocharle no interesarse por sacar todo el provecho de los aspectos más melódicos de las músicas que tiene por delante, ni sus posibilidades para destilar sensualidad y atmósfera. Da igual: uno termina deslumbrado.
Concretando un poco, el disco se abre con esa dinámica, colorista y deliciosa página que es la obertura de Colas Breugnon, de Kabalevsky, dicha con un brío perfectamente controlado que nos engancha desde la primera a la última nota. La Marcha eslava de Tchaikovsky conoce una fogosa, dramática y tensa interpretación, también con su cierto sentido del humor y un punto de vulgaridad, aunque aquí Barenboim haya sacado, con la misma orquesta, mayor partido a su tema lírico y a los aspectos más sombríos de la partitura. Que los tiene.
La Marcha polovtsiana de Borodin (no confundir con las danzas de la misma ópera, El principe Igor) rebosa incisividad e irónico sentido del humor, pero también posee ese carácter musculado, rústico y amenazante que necesita. Noche en el Monte Pelado alberga tanta electricidad que a ratos puede resultar un tanto precipitada, pero en cualquier caso posee una enorme fuerza, un carácter muy demoníaco y furioso, y una sonoridad rústica que apunta más a Mussorgsky que a Rimsky. Eso sí, la segunda sección no resulta todo lo lírica ni sensual que debiera, dando la impresión de que quisiera Reiner no romantizar la obra. Aquí está particularmente gloriosa la orquesta, de la que el maestro extrae una tímbrica incisiva muy adecuada.¡Y qué decir de la obertura de Ruslán y Ludmila! Habrá quien prefiera un acercamiento más elegante y equilibrado, pero es difícil resistirse ante el gancho de Reiner y los chicagoers. Puro fuego.
Hay una obra que se desmarca del resto: Marcha miniatura de la Suite nº 1 de Tchaikovsky. Una verdadera delicia, una filigrana en la que el maestro deja muy claro que delicadeza y encanto no son sinónimos de blandura ni de trivialidad. En fin, no se pierdan este disco. Y a ser posible, escuchen la versión en SACD: suena de escándalo. Si no, en Spotify lo tienen.
Repertorio, efectivamente, de grandes explosiones orquestales, ese que permite que la batuta ofrezca electricidad, dinamismo, colorido, sentido del ritmo, teatralidad y brillantez en grandes dosis. Lo interesante es que Renier lo hace con tanta atención al trazo global, de una firmeza asombrosa, como al más minúsculo detalle: todo está magníficamente desmenuzado, las dinámicas están bien matizadas y no hay concesión al efectismo vacuo. Reiner deja claro que el fulgor orquestal en absoluto tiene por qué significar vulgaridad ni chabacanería, y si algo podemos aquí reprocharle no interesarse por sacar todo el provecho de los aspectos más melódicos de las músicas que tiene por delante, ni sus posibilidades para destilar sensualidad y atmósfera. Da igual: uno termina deslumbrado.
La Marcha polovtsiana de Borodin (no confundir con las danzas de la misma ópera, El principe Igor) rebosa incisividad e irónico sentido del humor, pero también posee ese carácter musculado, rústico y amenazante que necesita. Noche en el Monte Pelado alberga tanta electricidad que a ratos puede resultar un tanto precipitada, pero en cualquier caso posee una enorme fuerza, un carácter muy demoníaco y furioso, y una sonoridad rústica que apunta más a Mussorgsky que a Rimsky. Eso sí, la segunda sección no resulta todo lo lírica ni sensual que debiera, dando la impresión de que quisiera Reiner no romantizar la obra. Aquí está particularmente gloriosa la orquesta, de la que el maestro extrae una tímbrica incisiva muy adecuada.¡Y qué decir de la obertura de Ruslán y Ludmila! Habrá quien prefiera un acercamiento más elegante y equilibrado, pero es difícil resistirse ante el gancho de Reiner y los chicagoers. Puro fuego.
Hay una obra que se desmarca del resto: Marcha miniatura de la Suite nº 1 de Tchaikovsky. Una verdadera delicia, una filigrana en la que el maestro deja muy claro que delicadeza y encanto no son sinónimos de blandura ni de trivialidad. En fin, no se pierdan este disco. Y a ser posible, escuchen la versión en SACD: suena de escándalo. Si no, en Spotify lo tienen.
domingo, 15 de octubre de 2017
Flauta mágica desde el Met, por Levine y Taymor
Soy de los que piensan que James Levine hizo algunas cosas importantes en los setenta –entre otras más bien mediocres– para convertirse en un maestro deplorable en los ochenta y noventa: todo a base de zurriagazo limpio, en la peor línea del inefable Stokowski. Paradójicamente, y a tenor de las últimas cosas que le he escuchado, en estos últimos años de enfermedad –problemas de espalda más párkinson, ahí es nada para un director de orquesta– parece haber mejorado de manera sensible en lo artístico. Ayer sábado le pudimos ver en los cines Yelmo bajando al foso del Metropolitan, terriblemente envejecido y literalmente atado a una silla de ruedas especial, dirigiendo de manera más que satisfactoria un título tan complicado como es La flauta mágica.
La verdad es que en estos tiempos en los que lo históricamente informado consiste en hacer un Mozart –y no solo Mozart, que la marea negra llega hasta Beethoven, Schubert y Brahms– rápido en los tempi, aéreo en lo sonoro y liviano en la expresión, resulta un placer escuchar una interpretación así, musculada y densa, dicha con lentitud y una apreciable delectación melódica, fraseada sin necesidad de exagerar los contrastes, noble mucho antes que incisiva, llena de calidez humanística... Cierto es que Levine sigue sin ser un gran mozartiano. No podemos ocultar que se echó de menos depuración sonora –texturas un tanto espesas–, que hubo alguna morosidad y que a veces su dirección fue prosaica. Pero también es verdad que este Mozart es muy superior al que hacía con la Filarmónica de Viena para DG hace algunos lustros. Sí, Jimmy parece haber encontrado la inspiración. Y su incuestionable sentido del humor, quizá la importante de sus virtudes empuñando la batuta –dos de sus mayores aciertos fueron Barbero y Falstaff–, le viene de perlas en muchos momentos de Zauberflöte.
El elenco me pareció bastante irregular. Me gustó mucho la Pamina de Golda Schultz, una señorita de gran atractivo físico que posee una voz bien timbrada –riquísima en esmalte– y una exquisita línea de canto, bien matizada en las dinámica, atenta al peso de los silencios –perfecta complicidad con la batuta– y con difuminados de gran belleza, en la que encontramos toda esa melancolía teñida de amargura que caracteriza lo mejor de la escritura vocal mozartiana. El ingrato rol de Tamino corrió a cargo de Charles Castronovo, al que recuerdo como protagonista de El cartero y Pablo Neruda junto a Domingo: la voz es adecuada para el rol, da las notas y está atento a la vertiente heroica del personaje, pero me resultó más bien distante, poco cálido. Claro que, para frialdad, la de Markus Werba haciendo de Papageno: en escena se desenvuelve bien, pero lo que se escuchaba era más bien desangelado, pobre en cantabilidad, escaso en picardía, paupérrimo en matices.
Kathryn Lewek tuvo problemas en las notas más agudas de "O zitt' re nicht", pero en "Der Hölle Rache" las coloraturas salieron casi perfectas. Lo más importante: acertó a la hora de transmitir la ferocidad y el carácter implacable de la Reina de la Noche, más sin perder la elegancia que Mozart exige. A René Pape lo encontré un tanto gastado en lo vocal, pero su arte sigue intacto y logró hacer un buen Sarastro. Excelente el Monostatos de Greg Fedderly, discreto el Orador de Christian Van Horn, muy bien las tres damas y más bien mediocres los niños. El coro de la casa, solvente sin más.
Se reponía la producción escénica de Julie Taymor. Me ha gustado muchísimo, a pesar del fuerte regusto a déjà vu: el concepto general es muy similar al que utilizó la directora en esa verdadera maravilla teatral –no así musical– que es El rey león, y además hay algunas ideas –la referencia a las esculturas de las islas Cícladas– que ya estaban presentes en su Oedipus Rex de 1993 con Ozawa. En cualquier caso, disfruté muchísimo con la desbordante imaginación de la señora esposa del compositor Elliot Goldenthal, con sus preciosas marionetas e imaginativos figurines, con su hábil resolución de los problemas de un libreto tan deslavazado como el de Schikanede, con su inteligente integración de los recursos del teatro negro y con su acertada concepción de los personajes, muy particularmente en lo que a Monostatos, Sarastro y Papagena se refiere. Los principales, curiosamente, quedan un tanto desdibujados, aunque siempre se agradece que no cayera en la brocha gorda la hora de mostrar las gracietas de Papageno.
Y ahora, permítanme un descanso de unos días. Tengo tal acumulación de trabajo que me resulta imposible atender al blog. Volveré el lunes 23. Hasta entonces.
La verdad es que en estos tiempos en los que lo históricamente informado consiste en hacer un Mozart –y no solo Mozart, que la marea negra llega hasta Beethoven, Schubert y Brahms– rápido en los tempi, aéreo en lo sonoro y liviano en la expresión, resulta un placer escuchar una interpretación así, musculada y densa, dicha con lentitud y una apreciable delectación melódica, fraseada sin necesidad de exagerar los contrastes, noble mucho antes que incisiva, llena de calidez humanística... Cierto es que Levine sigue sin ser un gran mozartiano. No podemos ocultar que se echó de menos depuración sonora –texturas un tanto espesas–, que hubo alguna morosidad y que a veces su dirección fue prosaica. Pero también es verdad que este Mozart es muy superior al que hacía con la Filarmónica de Viena para DG hace algunos lustros. Sí, Jimmy parece haber encontrado la inspiración. Y su incuestionable sentido del humor, quizá la importante de sus virtudes empuñando la batuta –dos de sus mayores aciertos fueron Barbero y Falstaff–, le viene de perlas en muchos momentos de Zauberflöte.
El elenco me pareció bastante irregular. Me gustó mucho la Pamina de Golda Schultz, una señorita de gran atractivo físico que posee una voz bien timbrada –riquísima en esmalte– y una exquisita línea de canto, bien matizada en las dinámica, atenta al peso de los silencios –perfecta complicidad con la batuta– y con difuminados de gran belleza, en la que encontramos toda esa melancolía teñida de amargura que caracteriza lo mejor de la escritura vocal mozartiana. El ingrato rol de Tamino corrió a cargo de Charles Castronovo, al que recuerdo como protagonista de El cartero y Pablo Neruda junto a Domingo: la voz es adecuada para el rol, da las notas y está atento a la vertiente heroica del personaje, pero me resultó más bien distante, poco cálido. Claro que, para frialdad, la de Markus Werba haciendo de Papageno: en escena se desenvuelve bien, pero lo que se escuchaba era más bien desangelado, pobre en cantabilidad, escaso en picardía, paupérrimo en matices.
Kathryn Lewek tuvo problemas en las notas más agudas de "O zitt' re nicht", pero en "Der Hölle Rache" las coloraturas salieron casi perfectas. Lo más importante: acertó a la hora de transmitir la ferocidad y el carácter implacable de la Reina de la Noche, más sin perder la elegancia que Mozart exige. A René Pape lo encontré un tanto gastado en lo vocal, pero su arte sigue intacto y logró hacer un buen Sarastro. Excelente el Monostatos de Greg Fedderly, discreto el Orador de Christian Van Horn, muy bien las tres damas y más bien mediocres los niños. El coro de la casa, solvente sin más.
Se reponía la producción escénica de Julie Taymor. Me ha gustado muchísimo, a pesar del fuerte regusto a déjà vu: el concepto general es muy similar al que utilizó la directora en esa verdadera maravilla teatral –no así musical– que es El rey león, y además hay algunas ideas –la referencia a las esculturas de las islas Cícladas– que ya estaban presentes en su Oedipus Rex de 1993 con Ozawa. En cualquier caso, disfruté muchísimo con la desbordante imaginación de la señora esposa del compositor Elliot Goldenthal, con sus preciosas marionetas e imaginativos figurines, con su hábil resolución de los problemas de un libreto tan deslavazado como el de Schikanede, con su inteligente integración de los recursos del teatro negro y con su acertada concepción de los personajes, muy particularmente en lo que a Monostatos, Sarastro y Papagena se refiere. Los principales, curiosamente, quedan un tanto desdibujados, aunque siempre se agradece que no cayera en la brocha gorda la hora de mostrar las gracietas de Papageno.
Y ahora, permítanme un descanso de unos días. Tengo tal acumulación de trabajo que me resulta imposible atender al blog. Volveré el lunes 23. Hasta entonces.
sábado, 14 de octubre de 2017
Octava de Bruckner por Böhm: sigue vigente
Acabo de volver a escuchar la Octava sinfonía de Bruckner que grabó Karl Böhm junto a la Filarmónica de Viena en febrero de 1976 para Deutsche Grammophon. Aun sin llegar a los niveles de
excelsitud de su referencial Cuarta tres años anterior para Decca, creo que se trata de una lectura
globalmente admirable que todo buen amante de esta música debe conocer.
En ella yo destacaría especialmente la extraordinaria planificación
de la arquitectura, la transparencia orquestal y la fabulosa respuesta de una
Filarmónica de Viena en su mejor momento a la que el maestro hace sonar con la mayor belleza posible pero, de manera
milagrosa, sin que ésta sea nunca
un fin en sí mismo. No hay la menor concesión, por ende, a preciosismos ni
trivialidades. Antes al contrario, el enfoque de la batuta es austero y
dramático, ajeno no sólo a los citados devaneos sino también al misticismo, a la
sensualidad e incluso a la calidez.
Es por eso por lo que el primer movimiento, decidido y dramático, incluso un punto áspero, puede parecer algo más premioso de la cuenta; al menos, no todo lo misterioso que podría ser, y no muy atento a ese lirismo acongojante que destilan las notas. Riguroso, implacable y sin concesiones el Scherzo, magníficamente trazado y con detalles de enorme clase, aunque quizá también un punto rígido; el trío se queda más bien en la superficie si lo comparamos con el milagro de Klemperer, pero eso les pasa a todos. El Adagio es una verdadera maravilla, con unos violonchelos vieneses haciendo esos prodigios que solo ellos saben (¡qué manera de cantar las melodías!), mientras que a Böhm no se le mueva un pelo. El cuarto movimiento, en fin, resulta un prodigio de trazo y de convicción, aun siempre dentro de este enfoque escasamente retórico, poco preocupado por la opulencia del sonido y dispuesto a ofrecer al mismo tiempo dramatismo y sentido épico sin decantarse por ninguna suerte de triunfalismo.
La toma fue realizada en la Musikverein de la capital austríaca. Sin duda es de gran calidad, y el bajo volumen por el que optaron los ingenieros de sonido garantiza una amplia gama dinámica en esta partitura muy bienvenida, pero lo cierto es que no estoy seguro de que que el reprocesado japonés en SACD, que es lo que he escuchado en esta ocasión, suene mejor que el CD de toda la vida. Hay amigos que afirman que más bien al contrario, aunque yo tampoco llegaría a eso. Lo que sí tengo claro es que la interpretación mantiene plenamente su vigor y que, como dije antes, resulta de conocimiento obligado.
Es por eso por lo que el primer movimiento, decidido y dramático, incluso un punto áspero, puede parecer algo más premioso de la cuenta; al menos, no todo lo misterioso que podría ser, y no muy atento a ese lirismo acongojante que destilan las notas. Riguroso, implacable y sin concesiones el Scherzo, magníficamente trazado y con detalles de enorme clase, aunque quizá también un punto rígido; el trío se queda más bien en la superficie si lo comparamos con el milagro de Klemperer, pero eso les pasa a todos. El Adagio es una verdadera maravilla, con unos violonchelos vieneses haciendo esos prodigios que solo ellos saben (¡qué manera de cantar las melodías!), mientras que a Böhm no se le mueva un pelo. El cuarto movimiento, en fin, resulta un prodigio de trazo y de convicción, aun siempre dentro de este enfoque escasamente retórico, poco preocupado por la opulencia del sonido y dispuesto a ofrecer al mismo tiempo dramatismo y sentido épico sin decantarse por ninguna suerte de triunfalismo.
La toma fue realizada en la Musikverein de la capital austríaca. Sin duda es de gran calidad, y el bajo volumen por el que optaron los ingenieros de sonido garantiza una amplia gama dinámica en esta partitura muy bienvenida, pero lo cierto es que no estoy seguro de que que el reprocesado japonés en SACD, que es lo que he escuchado en esta ocasión, suene mejor que el CD de toda la vida. Hay amigos que afirman que más bien al contrario, aunque yo tampoco llegaría a eso. Lo que sí tengo claro es que la interpretación mantiene plenamente su vigor y que, como dije antes, resulta de conocimiento obligado.
viernes, 13 de octubre de 2017
Ansermet dirige Prokofiev
Hacía muchos años que no escuchaba completo este doble CD editado por Decca en el que Ernest Ansermet se pone al frente de su orquesta, la de la Suisse Romande, para dirigir obras de mi adorado Sergei Prokofiev. Lo cierto es que me ha defraudado.
Las grabaciones más antiguas se remontan a 1958 y corresponden a los dos conciertos para violín del compositor, contando ambos con el concurso de Ruggiero Ricci. Sobre el nº 1 ya escribí en mi discografía comparada:
La selección de Romeo y Julieta se grabó en 1961 para ocupar las dos caras de un lp. Verdadero chasco: una interpretación por momentos solvente pero en general desmadejada, confusa y precipitada, cuando no flácida, deslavazada y un tanto fuera de estilo; y eso que las maderas de la orquesta, por lo demás no muy allá, son muy adecuadas para este autor. Montescos y Capuletos resulta de una blandura intolerable, mientras que el clímax de la escena de la separación se encuentra ridículamente hinchado.
A 1964 corresponde la Sinfonía nº 5. Aquí no podemos negar al maestro la solidez con que traza la arquitectura ni la gran plasticidad con que maneja los volúmenes y colores orquestales, pero lo cierto es que Ansermet no acierta ni con el idioma del compositor, blando en la articulación y suavizado en las aristas, ni en el aspecto expresivo, obviando toda ironía y, lo que es peor, descafeinando toda su carga dramática y opresiva. Flojísimo en este sentido el primer movimiento, dicho de pasada y sin matices. Correcto pero algo frívolo el segundo. El tercero de nuevo vuelve a caer en la superficialidad, mientras que el cuarto, dentro de una línea más bien lírica, sí que llega a funcionar de manera satisfactoria. A la postre, una recreación mediocre.
Queda la Suite escita, de noviembre de 1966: el maestro cumplía por entonces nada menos que ochenta y tres años. Los dos primeros movimientos me han interesado poco: vistosos pero dichos más bien de cara a la galería, lastrados por el exceso de nervio y limitados por una orquesta que no es muy allá. Mucho mejor el tercero, que aún lejos de destilar toda la magia poética deseable ofrece un colorido tan rico como apropiado, así como un muy atractivo trabajo con las texturas. En el cuarto el maestro suizo comienza de manera formidable, haciendo gala de ese sentido del humor irónico e incisivo tan peculiar del autor, para más tarde dejarse llevar de nuevo por el decibelio en lugar de planificar detenidamente las tensiones.
En fin, luces y sombras de un director quizá menos importante de lo que se ha dicho.
Las grabaciones más antiguas se remontan a 1958 y corresponden a los dos conciertos para violín del compositor, contando ambos con el concurso de Ruggiero Ricci. Sobre el nº 1 ya escribí en mi discografía comparada:
"El comienzo algo sollozante por parte del violín no resulta precisamente prometedor, pero poco a poco el solista se va centrando y, en compañía de una batuta solvente sin más, ofrece una muy digna recreación grabada por los ingenieros de Decca con un estéreo muy claro, aunque con distorsiones tímbricas. En cualquier caso, se pueden hacer las cosas mucho mejor en lo que a depuración sonora, variedad expresiva e imaginación se refiere.En el Concierto nº 2 interesa sobre todo el primer movimiento, fluido y muy curvilíneo, rico en el color –excelente las maderas, atractivas las texturas de la cuerda– y capaz de resultar dramático e inquietante sin dejar de cantar las melodías con ese doliente anhelo propio del autor. Flojea sin embargo el segundo, no exento de tensión sonora pero bastante ajeno a la sensualidad, el vuelo lírico y la emotividad que piden a gritos los pentagramas; además, se encuentra fraseado con exceso de nerviosismo por el maestro suizo, que quizá pretenda separar a Prokofiev de la herencia romántica más de lo conveniente. El tercero sí que está bien paladeado, pero ni la batuta acierta con la ironía ni el violín, anguloso y afilado, resulta lo suficientemente variado y comprometido en su enfoque.
La selección de Romeo y Julieta se grabó en 1961 para ocupar las dos caras de un lp. Verdadero chasco: una interpretación por momentos solvente pero en general desmadejada, confusa y precipitada, cuando no flácida, deslavazada y un tanto fuera de estilo; y eso que las maderas de la orquesta, por lo demás no muy allá, son muy adecuadas para este autor. Montescos y Capuletos resulta de una blandura intolerable, mientras que el clímax de la escena de la separación se encuentra ridículamente hinchado.
A 1964 corresponde la Sinfonía nº 5. Aquí no podemos negar al maestro la solidez con que traza la arquitectura ni la gran plasticidad con que maneja los volúmenes y colores orquestales, pero lo cierto es que Ansermet no acierta ni con el idioma del compositor, blando en la articulación y suavizado en las aristas, ni en el aspecto expresivo, obviando toda ironía y, lo que es peor, descafeinando toda su carga dramática y opresiva. Flojísimo en este sentido el primer movimiento, dicho de pasada y sin matices. Correcto pero algo frívolo el segundo. El tercero de nuevo vuelve a caer en la superficialidad, mientras que el cuarto, dentro de una línea más bien lírica, sí que llega a funcionar de manera satisfactoria. A la postre, una recreación mediocre.
Queda la Suite escita, de noviembre de 1966: el maestro cumplía por entonces nada menos que ochenta y tres años. Los dos primeros movimientos me han interesado poco: vistosos pero dichos más bien de cara a la galería, lastrados por el exceso de nervio y limitados por una orquesta que no es muy allá. Mucho mejor el tercero, que aún lejos de destilar toda la magia poética deseable ofrece un colorido tan rico como apropiado, así como un muy atractivo trabajo con las texturas. En el cuarto el maestro suizo comienza de manera formidable, haciendo gala de ese sentido del humor irónico e incisivo tan peculiar del autor, para más tarde dejarse llevar de nuevo por el decibelio en lugar de planificar detenidamente las tensiones.
En fin, luces y sombras de un director quizá menos importante de lo que se ha dicho.
miércoles, 11 de octubre de 2017
Beethoven por Mengelberg, o el problema de la autenticidad
Diversas cuestiones surgidas recientemente en este blog acerca de la interpretación beethoveniana me hacen traer aquí este disco editado por Teldec en 1999 –excelente presentación– a partir de grabaciones "en estudio" de Telefunken realizadas en 1937 con muy buen sonido para la época, en el que el mítico Willem Mengelberg interpreta junto a su Orquesta del Concertgebouw las Sinfonías nº 5 y 6 del genial sordo de Bonn. Adelanto ya que las interpretaciones me han gustado poco, pero el interés histórico de las mismas me parece extraordinario, algo que queda bien de relieve al leer las notas de la carpetilla.
El holandés había sido discípulo de Franz Wullner (1832-1902), quien a su vez había podido estudiar con el mismísmo Anton Schlinder, ahí es nada; asimismo, se encontraba fuertemente influido por Mahler. A su vez, parece más que probable que Mengelberg tuviera la oportunidad de discutir sobre la interpretación beethoveniana con el autor de La canción de la Tierra. Y el maestro no tenía reparos en declarar que no necesariamente un compositor poseía siempre una correcta visión de su propia obra; que podría pasar un tiempo importante hasta que, después de años de estudio, se encontrasen “soluciones a problemas técnicos que a menudo se les escapaban a los propios compositores”. En el caso del autor de Fidelio, Mengelberg tenía claro que hasta Hans von Bülow no se había hecho justicia a la creación beethoveniana. ¿Hasta qué punto es, pues, “auténtico” este Beethoven wagneriano e incluso schindleriano? ¿Lo es más que el del polo opuesto por la misma época, el de Arturo Toscanini? ¿Y que el de Harnoncourt o Gardiner? ¿Auténticos unos y otros con respecto a qué? ¿Fue auténtico el Beethoven dirigido por el propio Beethoven? Son preguntan sin respuesta.
Pero vamos al grano. La Quinta que aquí nos encontramos es una interpretación de esas “de toda la vida”: grandiosa y un punto gótica, atenta al peso de los silencios, más interesada por el pathos que por la belleza sonora, dicha con trazo flexible, capaz de alcanzar momentos de apreciable lirismo y también otros de una incandescencia sobrecogedora –gran parte del movimiento conclusivo–, pero bastante desigual en su inspiración. Resulta a veces algo machacona, por momentos muy despistada –metales grandilocuentes y sobreactuados en el segundo movimiento–, discutible a veces –muy larga la cadenza del oboe– y sin una clara idea expresiva detrás. A la postre, excelentes ideas dentro de una lectura sin suficiente unidad.
La Pastoral recibe interpretación sanguínea, vitalista, de tempi rápidos y apreciable sentido teatral, dicha con evidentes ganas de hacer música, pero a mi modo de ver parquísima en sensualidad, en humanismo y en vuelo poético –de dimensión filosófica, ni hablemos–, y lastrada por esas libertades en el fraseo y esos portamenti que son marca de la casa. A la postre, solo convencen la danza campesina y la tormenta, mientras que el Allegretto conclusivo llega a irritar por su extrema frivolidad que raya con la cursilería. Tampoco se puede decir que la depuración sonora sea precisamente la mayor posible. Versiones mediocres, sin paliativos. Pero versiones que hay que conocer.
El holandés había sido discípulo de Franz Wullner (1832-1902), quien a su vez había podido estudiar con el mismísmo Anton Schlinder, ahí es nada; asimismo, se encontraba fuertemente influido por Mahler. A su vez, parece más que probable que Mengelberg tuviera la oportunidad de discutir sobre la interpretación beethoveniana con el autor de La canción de la Tierra. Y el maestro no tenía reparos en declarar que no necesariamente un compositor poseía siempre una correcta visión de su propia obra; que podría pasar un tiempo importante hasta que, después de años de estudio, se encontrasen “soluciones a problemas técnicos que a menudo se les escapaban a los propios compositores”. En el caso del autor de Fidelio, Mengelberg tenía claro que hasta Hans von Bülow no se había hecho justicia a la creación beethoveniana. ¿Hasta qué punto es, pues, “auténtico” este Beethoven wagneriano e incluso schindleriano? ¿Lo es más que el del polo opuesto por la misma época, el de Arturo Toscanini? ¿Y que el de Harnoncourt o Gardiner? ¿Auténticos unos y otros con respecto a qué? ¿Fue auténtico el Beethoven dirigido por el propio Beethoven? Son preguntan sin respuesta.
Pero vamos al grano. La Quinta que aquí nos encontramos es una interpretación de esas “de toda la vida”: grandiosa y un punto gótica, atenta al peso de los silencios, más interesada por el pathos que por la belleza sonora, dicha con trazo flexible, capaz de alcanzar momentos de apreciable lirismo y también otros de una incandescencia sobrecogedora –gran parte del movimiento conclusivo–, pero bastante desigual en su inspiración. Resulta a veces algo machacona, por momentos muy despistada –metales grandilocuentes y sobreactuados en el segundo movimiento–, discutible a veces –muy larga la cadenza del oboe– y sin una clara idea expresiva detrás. A la postre, excelentes ideas dentro de una lectura sin suficiente unidad.
La Pastoral recibe interpretación sanguínea, vitalista, de tempi rápidos y apreciable sentido teatral, dicha con evidentes ganas de hacer música, pero a mi modo de ver parquísima en sensualidad, en humanismo y en vuelo poético –de dimensión filosófica, ni hablemos–, y lastrada por esas libertades en el fraseo y esos portamenti que son marca de la casa. A la postre, solo convencen la danza campesina y la tormenta, mientras que el Allegretto conclusivo llega a irritar por su extrema frivolidad que raya con la cursilería. Tampoco se puede decir que la depuración sonora sea precisamente la mayor posible. Versiones mediocres, sin paliativos. Pero versiones que hay que conocer.
lunes, 9 de octubre de 2017
El clasicismo dionisíaco de Jaime Martín con la ROSS
Magnífica decisión por parte de John Axelrod la de ofrecer, de manera
paralela a los programas de abono en el Maestranza de jueves y viernes, una
pequeña serie de conciertos de la Sinfónica de Sevilla en la céntrica Sala
Joaquín Turina en viernes y sábado: quienes trabajamos por las tardes los cinco
primeros días de la semana lo agradecemos muchísimo, a pesar de que haya que
hacer un importante esfuerzo económico (40 euros las entradas, en mi caso
añadiendo gasolina y peaje) para disfrutarlos.
Siempre con programas que exigen una plantilla de mediano tamaño, toda vez que las dimensiones de la sala son reducidas, el primero de la serie ha ofrecido la obertura de La clemenza di Tito de Mozart, la Sinfonía nº 94 “la sorpresa” de Haydn y la Sinfonía nº 4 del sordo de Bonn. Empuñaba la batuta Jaime Martín, un señor al que le he escuchado cosas formidables como flautista pero al que no había tenido la oportunidad de conocer en su faceta de director. Me preguntaba hasta qué punto habría influencias de las maneras de hacer en este repertorio por parte de Abbado, con quien el músico santanderino colaboró con regularidad como miembro de la Chamber Orchestra of Europe, y también por la de un Neville Marriner al que estuvo vinculado a través de su trabajo en la Orquesta de Cadaqués. Dicho de otra manera: ¿escucharíamos interpretaciones ligeras tanto en lo sonoro como en lo expresivo, apolíneas mucho antes que dionisíacas y ajenas a los claroscuros de la música?
A mi entender, no. Sí que se perciben influencias en determinados aspectos de la articulación, sobre todo en lo que al interés por la agilidad se refiere y a la considerable moderación del vibrato. Pero las sonoridades que busca Jaime Martín, aun magníficamente empastadas, no son pulidas ni ingrávidas (¡menos mal!), sino sanamente rústicas y bien musculadas. Y la expresión no es equilibrada ni distante, sino sanguínea, enérgica y vitalista, llena de entusiasmo y marcada por un indisimulado deseo de llegar al público de la manera más directa posible. Esto último no es necesariamente un elogio, quizá incluso pudiera ser lo contrario, pero lo cierto es que mí el concierto me gustó bastante. Al menos en la primera parte.
La obertura de La clemenza dejó las cartas sobre la mesa: interpretación vibrante, fogosa y directa, quizá también algo primaria. Lo mismo se puede decir sobre el movimiento inicial de la obra de Haydn, magníficamente planteado, sin miedo a poner de relieve los aspectos más dramáticos –léase teatrales, pero no solo eso– de la escritura haydiniana. Para ese movimiento antológico que es el Andante de la “sorpresa” a la que hace referencia el apelativo, hubiera preferido un tempo algo más sosegado que atendiese mejor a las posibilidades poéticas de la página, pero Martín triunfó por su frescura y contagiosa comunicatividad.
El Minueto estuvo articulado de una manera muy sensata, con incisividad y apreciable sabor de danza, marcando bien el tiempo fuerte del compás. Nada de caer en esa pesadez de algunos directores antiguos (incluido ese genial intérprete del autor que fue Solti), ni de incurrir en las grotescas exageraciones de algunos historicistas: escuchen como lo hace Tomas Fey, si se atreven, aunque más disparatado aún (¡horroroso!) es Arturo Toscanini. Pero volviendo a la interpretación de Jaime Martín, creo que este movimiento adoleció de cierta contundencia y de algunos reguladores innecesarios. Francamente bien el Finale, recorrido por una vitalidad irresistible, aunque su tema lírico podía haberlo paladeado con más cantabilidad.
No comparto la visión que el maestro ofreció de la Cuarta de Beethoven. Cierto es que en la obra del de Bonn en general, y en esta sinfonía en particular, las deudas con Haydn son grandes. Mirar al compositor de La creación resulta justificado, y más aún cuando un rato antes se había interpretado una de sus magistrales creaciones. Pero no es menos cierto que en Beethoven no hay solo rusticidad bien entendida, gozo vital, energía y un nada inocente sentido del humor, sino también un sentido de la reflexión humanística y un pathos trágico que es necesario poner de relieve si no se quiere uno quedar en la superficie. Es justo lo que le ocurrió a Jaime Martín, quien pasó de largo ante la grave introducción a la página y mostró escaso interés por la hondura de ese Adagio cuyos “latidos” no sonaron a tal, y en el que no hubo rastro de esa ternura agridulce que lo eleva a lo sublime: escuchen como lo hacen Furtwaengler, Schmidt-Isserstedt, Klemperer, Sanderling, Celibidache o –más recientemente– Barenboim, y se darán cuenta de cuánto amargor alberga esta música. Por otro lado, ¿era necesario moderar tanto el vibrato? A mi entender, así se pierde calidez, por muy históricamente informada que estuviera la decisión.
El resto de la obra me pareció satisfactoriamente interpretada, siempre en esa línea vigorosa y sanguínea que antes intenté describir. Es de justicia aplaudir el cuidadoso tratamiento de las maderas, siempre bien presentes, en el primer movimiento; en este sentido, el equilibrio de planos fue irreprochable. El Allegro ma non troppo conclusivo lo encontré un tanto tosco, poco depurado en lo sonoro, pero es probable que la impresión se debiera en parte a la acústica de la sala, deficiente en el momento en el que se acumulan decibelios, y por ende poco adecuada para ofrecer claridad en los tutti. Sea como fuere, la contagiosa pasión por hacer música de que hizo gala el maestro, bien secundados por unos músicos que parecían encontrarse bastante cómodos bajo su batuta, terminó despertando un gran entusiasmo entre el respetable.
Por cierto, disfrutando del evento –función del sábado 7 de octubre– se encontraban Juan Pérez Floristán y Javier Perianes, este último recién llegado de una experiencia en Los Ángeles –Concierto nº 27 de Mozart– junto a Gustavo Dudamel que le ha hecho muy feliz. No sé cuántas ciudades del mundo pueden presumir de tener residiendo en ella a dos pianistas de un talento tan descomunal como el de estos dos señores, dicho sea sin exagerar lo más mínimo. ¿Les veremos algún día tocar juntos?
Siempre con programas que exigen una plantilla de mediano tamaño, toda vez que las dimensiones de la sala son reducidas, el primero de la serie ha ofrecido la obertura de La clemenza di Tito de Mozart, la Sinfonía nº 94 “la sorpresa” de Haydn y la Sinfonía nº 4 del sordo de Bonn. Empuñaba la batuta Jaime Martín, un señor al que le he escuchado cosas formidables como flautista pero al que no había tenido la oportunidad de conocer en su faceta de director. Me preguntaba hasta qué punto habría influencias de las maneras de hacer en este repertorio por parte de Abbado, con quien el músico santanderino colaboró con regularidad como miembro de la Chamber Orchestra of Europe, y también por la de un Neville Marriner al que estuvo vinculado a través de su trabajo en la Orquesta de Cadaqués. Dicho de otra manera: ¿escucharíamos interpretaciones ligeras tanto en lo sonoro como en lo expresivo, apolíneas mucho antes que dionisíacas y ajenas a los claroscuros de la música?
A mi entender, no. Sí que se perciben influencias en determinados aspectos de la articulación, sobre todo en lo que al interés por la agilidad se refiere y a la considerable moderación del vibrato. Pero las sonoridades que busca Jaime Martín, aun magníficamente empastadas, no son pulidas ni ingrávidas (¡menos mal!), sino sanamente rústicas y bien musculadas. Y la expresión no es equilibrada ni distante, sino sanguínea, enérgica y vitalista, llena de entusiasmo y marcada por un indisimulado deseo de llegar al público de la manera más directa posible. Esto último no es necesariamente un elogio, quizá incluso pudiera ser lo contrario, pero lo cierto es que mí el concierto me gustó bastante. Al menos en la primera parte.
La obertura de La clemenza dejó las cartas sobre la mesa: interpretación vibrante, fogosa y directa, quizá también algo primaria. Lo mismo se puede decir sobre el movimiento inicial de la obra de Haydn, magníficamente planteado, sin miedo a poner de relieve los aspectos más dramáticos –léase teatrales, pero no solo eso– de la escritura haydiniana. Para ese movimiento antológico que es el Andante de la “sorpresa” a la que hace referencia el apelativo, hubiera preferido un tempo algo más sosegado que atendiese mejor a las posibilidades poéticas de la página, pero Martín triunfó por su frescura y contagiosa comunicatividad.
El Minueto estuvo articulado de una manera muy sensata, con incisividad y apreciable sabor de danza, marcando bien el tiempo fuerte del compás. Nada de caer en esa pesadez de algunos directores antiguos (incluido ese genial intérprete del autor que fue Solti), ni de incurrir en las grotescas exageraciones de algunos historicistas: escuchen como lo hace Tomas Fey, si se atreven, aunque más disparatado aún (¡horroroso!) es Arturo Toscanini. Pero volviendo a la interpretación de Jaime Martín, creo que este movimiento adoleció de cierta contundencia y de algunos reguladores innecesarios. Francamente bien el Finale, recorrido por una vitalidad irresistible, aunque su tema lírico podía haberlo paladeado con más cantabilidad.
No comparto la visión que el maestro ofreció de la Cuarta de Beethoven. Cierto es que en la obra del de Bonn en general, y en esta sinfonía en particular, las deudas con Haydn son grandes. Mirar al compositor de La creación resulta justificado, y más aún cuando un rato antes se había interpretado una de sus magistrales creaciones. Pero no es menos cierto que en Beethoven no hay solo rusticidad bien entendida, gozo vital, energía y un nada inocente sentido del humor, sino también un sentido de la reflexión humanística y un pathos trágico que es necesario poner de relieve si no se quiere uno quedar en la superficie. Es justo lo que le ocurrió a Jaime Martín, quien pasó de largo ante la grave introducción a la página y mostró escaso interés por la hondura de ese Adagio cuyos “latidos” no sonaron a tal, y en el que no hubo rastro de esa ternura agridulce que lo eleva a lo sublime: escuchen como lo hacen Furtwaengler, Schmidt-Isserstedt, Klemperer, Sanderling, Celibidache o –más recientemente– Barenboim, y se darán cuenta de cuánto amargor alberga esta música. Por otro lado, ¿era necesario moderar tanto el vibrato? A mi entender, así se pierde calidez, por muy históricamente informada que estuviera la decisión.
El resto de la obra me pareció satisfactoriamente interpretada, siempre en esa línea vigorosa y sanguínea que antes intenté describir. Es de justicia aplaudir el cuidadoso tratamiento de las maderas, siempre bien presentes, en el primer movimiento; en este sentido, el equilibrio de planos fue irreprochable. El Allegro ma non troppo conclusivo lo encontré un tanto tosco, poco depurado en lo sonoro, pero es probable que la impresión se debiera en parte a la acústica de la sala, deficiente en el momento en el que se acumulan decibelios, y por ende poco adecuada para ofrecer claridad en los tutti. Sea como fuere, la contagiosa pasión por hacer música de que hizo gala el maestro, bien secundados por unos músicos que parecían encontrarse bastante cómodos bajo su batuta, terminó despertando un gran entusiasmo entre el respetable.
Por cierto, disfrutando del evento –función del sábado 7 de octubre– se encontraban Juan Pérez Floristán y Javier Perianes, este último recién llegado de una experiencia en Los Ángeles –Concierto nº 27 de Mozart– junto a Gustavo Dudamel que le ha hecho muy feliz. No sé cuántas ciudades del mundo pueden presumir de tener residiendo en ella a dos pianistas de un talento tan descomunal como el de estos dos señores, dicho sea sin exagerar lo más mínimo. ¿Les veremos algún día tocar juntos?
viernes, 6 de octubre de 2017
Szell dirige Mahler, Walton y Stravinsky
Interesante SACD el que he podido escuchar recientemente con obras de Gustav Mahler, William Walton e Igor Stravinsky interpretadas por la formidable Orquesta de Cleveland y el que fue su titular entre 1946 y 1970 (¡ahí es nada!), el maestro de origen húngaro George Szell. Un director caracterizado por el rigor, la objetividad y el distanciamiento. Con él jamas hay concesión al oyente: nada de efectismos, ni de amaneramientos ni de preciosismos sonoros. Los arrebatos quedan descartados. La arquitectura y el análisis priman por encima de cualquier otra circunstancia, incluyendo la profundización en los pliegues expresivos de la música. De ahí que con frecuencia su arte nos deje un poco a mitad de camino.
Se abre el disco con los dos únicos movimientos completados por Mahler de su escalofriante Décima sinfonía, en grabación realizada en noviembre de 1958. El Adagio recibe una interpretación dicha de un solo trazo, sobria, honesta y dotada de
sincero dramatismo: decisión y emoción se dan perfectamente de la mano. Pero a mi entender es también una lectura algo precipitada. Echo de menos un fraseo
que respire con más naturalidad, un vuelo lírico más elevado, así como un punto decadente y
sensual que a esta música no le sienta nada mal. Muy bien Purgatorio, sonado con
adecuada incisividad.
Solo dos meses después se grababa la Partita para orquesta de Sir William Walton, al hilo del estreno mundial que los mismos intérpretes realizaban por esas fechas. Se trata de una partitura muy vistosa, diríase “cinematográfica”, que recibe una espléndida interpretación que sabe aunar incisividad, tensión interna y brillantez, aunque como es de esperar en Szell se echa de menos una dosis mayor de sensualidad y delectación melódica, sobre todo en un segundo movimiento (“Pastorale siciliana”) que le suena más inquietante que lírico. En cualquier caso, el fulgor orquestal queda garantizado y la orquesta realiza una exhibición de virtuosismo para quitarse el sombrero. ¡Qué maderas!
Queda la suite de 1919 de El pájaro de fuego, grabada ya en 1961. Adoptando un enfoque que se aparta de la sensualidad debussysta para mirar con descaro hacia Le Sacre, Szell ofrece una lectura de enorme atractivo: teatral, animada, incisiva, angulosa y de un gran sentido del ritmo, amén de maravillosamente diseccionada. Eso sí, hubiera sido de agradecer un poco más de sosiego, al menos en una danza infernal algo precipitada, como también de atención a la fuerza poética de la música. La canción de cuna, que parece muy lenta en comparación con el resto, es quizá lo más conseguido.
La toma sonora es muy buena para la época en todos los casos, muy clara y espaciosa, si bien se echa de menos una mayor amplitud dinámica.
Solo dos meses después se grababa la Partita para orquesta de Sir William Walton, al hilo del estreno mundial que los mismos intérpretes realizaban por esas fechas. Se trata de una partitura muy vistosa, diríase “cinematográfica”, que recibe una espléndida interpretación que sabe aunar incisividad, tensión interna y brillantez, aunque como es de esperar en Szell se echa de menos una dosis mayor de sensualidad y delectación melódica, sobre todo en un segundo movimiento (“Pastorale siciliana”) que le suena más inquietante que lírico. En cualquier caso, el fulgor orquestal queda garantizado y la orquesta realiza una exhibición de virtuosismo para quitarse el sombrero. ¡Qué maderas!
Queda la suite de 1919 de El pájaro de fuego, grabada ya en 1961. Adoptando un enfoque que se aparta de la sensualidad debussysta para mirar con descaro hacia Le Sacre, Szell ofrece una lectura de enorme atractivo: teatral, animada, incisiva, angulosa y de un gran sentido del ritmo, amén de maravillosamente diseccionada. Eso sí, hubiera sido de agradecer un poco más de sosiego, al menos en una danza infernal algo precipitada, como también de atención a la fuerza poética de la música. La canción de cuna, que parece muy lenta en comparación con el resto, es quizá lo más conseguido.
La toma sonora es muy buena para la época en todos los casos, muy clara y espaciosa, si bien se echa de menos una mayor amplitud dinámica.
miércoles, 4 de octubre de 2017
Segunda de Sibelius por Monteux
El ingeniero de
sonido Kenneth Wilkinson realizó un formidable trabajo al grabar, allá por junio de 1958, esta Segunda sinfonía de Sibelius a Pierre Monteux y la Sinfónica de Londres para el sello RCA bajo la supervisión del productor John Culshaw. Cierto es que existe una distorsión tímbrica –inevitable para la época– que hace sonar metálicos a los violines, pero a la postre nos encontramos ante un estéreo con cuerpo, con relieve, que luce unos graves de gran
pegada y una amplísima gama dinámica. Y si se aprecian desequilibrios de planos sonoros, estos no se pueden achacar a su labor sino más bien a la de la
batuta.
Y ahí quería yo llegar, porque esta grabación posee mucho prestigio. A sus ochenta y tres añitos de nada, el mítico maestro francés ofrece una interpretación extravertida, vibrante, comunicativa a más no poder y muy atenta a los aspectos más dramáticos y escarpados de la página, para él mucho antes conflictiva que contemplativa o gozosa. Hasta ahí, bien. Pero por desgracia su fraseo resulta mucho más nervioso de la cuenta, escaso de hondura y de concentración, careciendo de ese vuelo lírico y de esa emotividad que esta música también necesita.
Ciertamente no es imprescindible optar por la sensualidad y la opulencia bien entendidas que derrochará Bernstein en su inigualable recreación con la Filarmónica de Viena. Barbirolli, en una línea tanto o más dramática o electrizante que la de Monteux, tampoco se interesará por ellas, pero éste sí que ofrecerá una arquitectura mucho más sólida y depurada, una expresión más profunda, un carácter más claramente visionario. En comparación con él, Monteux resulta un tanto lineal, más tosco el tratamiento sonoro, más efectista en los contrastes y bastante superficial. En el último movimiento –trompetas muy excesivas–, incluso verbenero. No sé por qué algunos críticos tienen esta interpretación en un podio.
Y ahí quería yo llegar, porque esta grabación posee mucho prestigio. A sus ochenta y tres añitos de nada, el mítico maestro francés ofrece una interpretación extravertida, vibrante, comunicativa a más no poder y muy atenta a los aspectos más dramáticos y escarpados de la página, para él mucho antes conflictiva que contemplativa o gozosa. Hasta ahí, bien. Pero por desgracia su fraseo resulta mucho más nervioso de la cuenta, escaso de hondura y de concentración, careciendo de ese vuelo lírico y de esa emotividad que esta música también necesita.
Ciertamente no es imprescindible optar por la sensualidad y la opulencia bien entendidas que derrochará Bernstein en su inigualable recreación con la Filarmónica de Viena. Barbirolli, en una línea tanto o más dramática o electrizante que la de Monteux, tampoco se interesará por ellas, pero éste sí que ofrecerá una arquitectura mucho más sólida y depurada, una expresión más profunda, un carácter más claramente visionario. En comparación con él, Monteux resulta un tanto lineal, más tosco el tratamiento sonoro, más efectista en los contrastes y bastante superficial. En el último movimiento –trompetas muy excesivas–, incluso verbenero. No sé por qué algunos críticos tienen esta interpretación en un podio.
lunes, 2 de octubre de 2017
Soy el enemigo que mataste, amigo mío
Me encuentro profundamente afectado por lo que está ocurriendo en España en estos momentos. Lo de ayer y lo que inevitablemente está por venir. Siento tristeza, rabia e impotencia. También vergüenza. Vergüenza de muchos de mis conciudadanos –catalanes o no catalanes– y de quienes no hemos sabido (¡estúpidos los que nos creíamos capaces de analizar el pasado para mejorar el presente!) poner un poco de sensatez en semejante despliegue de irracionalidad. Y siento, también, un espantoso miedo hacia todas esas personas que agitan banderitas no para revindicar causas justas, sino para mostrar su alteridad frente a un presunto enemigo colectivo. Banderitas en general: esteladas, rojigualdas o las que sean. No son más que una excusa para justificar lo injustificable. Malditos sean quienes fomentan el odio colectivo amparándose en patrias, religiones y otras repugnantes verdades irrenunciables.
Podría escribir muchas más cosas, pero no lo hago. Me faltan palabras. Venturosamente la música puede hablar por mí. El War Requiem de Britten –por la partitura y por los poemas de Wilfred Owen– lo hace en estos momentos como ninguna otra, particularmente ese "Libera me" que considero una de las páginas más descarnadas, terribles y conmovedoras que jamás se hayan escrito. Les dejo no la grabación que he escuchado esta mañana, la notabilísima de Jaap van Zweden, sino la que creo –así lo intenté explicar en una discografía comparada– la interpretación de referencia.
PD. Permítanme que no permita comentarios en esta entrada ni entable debates sobre las cuestiones expuestas. No me parece oportuno tal y como están las cosas. Están ustedes en su libre derecho de no leer nunca más este blog si se sienten ofendidos por lo arriba expresado. Gracias.
Podría escribir muchas más cosas, pero no lo hago. Me faltan palabras. Venturosamente la música puede hablar por mí. El War Requiem de Britten –por la partitura y por los poemas de Wilfred Owen– lo hace en estos momentos como ninguna otra, particularmente ese "Libera me" que considero una de las páginas más descarnadas, terribles y conmovedoras que jamás se hayan escrito. Les dejo no la grabación que he escuchado esta mañana, la notabilísima de Jaap van Zweden, sino la que creo –así lo intenté explicar en una discografía comparada– la interpretación de referencia.
PD. Permítanme que no permita comentarios en esta entrada ni entable debates sobre las cuestiones expuestas. No me parece oportuno tal y como están las cosas. Están ustedes en su libre derecho de no leer nunca más este blog si se sienten ofendidos por lo arriba expresado. Gracias.
domingo, 1 de octubre de 2017
Gatti dirige Hindemith y Brahms en Berlín
Lo único que le he escuchado a Daniele Gatti que me ha parecido excepcional es la suite de Lulu grabada con la Orquesta del Concertgebouw en 2005. El resto lo considero simplemente bueno, a veces discreto y en alguna ocasión –su Tchaikovsky– verdaderamente mediocre. Por eso mismo escuché con especial interés el concierto que el maestro ofreció ayer frente a la Filarmónica de Berlín retransmitido en directo por la Digital Concert Hall. Dos obras en el programa: sinfonía Matías el pintor de Hindemith y Segunda de Brahms.
En la página de Hindemith hay que aplaudir a Gatti por la naturalidad y solidez de la planificación, por el buen idioma manejado y por la musicalidad de la expresión, atenta a la atmósfera y sin efectos de cara a la galería. Pero también es cierto que su inspiración no vuela muy allá, echándose de menos una dosis superior de poesía, de efusividad y, sobre todo, de esa garra dramática y esa fuerza visionaria que tanto necesita el tercer movimiento. A la postre, lo que más termina uno admirando es la calidad de la formación berlinesa. ¡Qué cuerda más musculada y ágil al mismo tiempo! ¡Qué metales tan redondos y empastados, ideales para Hindemith! ¡Y qué memorable la flauta de Emmanuel Pahud en sus dificilísimas y decisivas intervenciones en el Concierto de Ángeles.
De nuevo la orquesta es la principal baza de una muy irregular Segunda de Brahms en la que el mayor mérito de Gatti es que suene precisamente a eso, a Brahms, con todo su músculo, su densidad sonora y expresiva; también su calidez y su nobleza en el fraseo, y por descontado su potencia dramática. Potencia que queda bien patente en un primer movimiento planteado con solidez, ya que no del todo poético (lejísimos aquí Gatti, como la mayoría de los directores, de los milagros de Carlo María Giulini extremando dulzura y rabia). Flojísimo el Adagio, prosaico a más no poder y dicho sin ninguna inspiración. Magnífico por el contrario el Allegretto grazioso, en el que el maestro milanés acierta por completo al no confundir delicadeza con blandura, humor risueño con trivialidad, todo ello en perfecta sintonía con las exquisitas y musicalísimas maderas berlinesas. Y notable el finale, vibrante pero no precipitado, dicho con energía bien controlada, aunque haya algún detalle excéntrico de cara a la galería no del todo sincero.
La retransmisión en directo funcionó mejor que la de la semana pasada, aunque hubo un par de cortes y se dejó notar la compresión dinámica.
En la página de Hindemith hay que aplaudir a Gatti por la naturalidad y solidez de la planificación, por el buen idioma manejado y por la musicalidad de la expresión, atenta a la atmósfera y sin efectos de cara a la galería. Pero también es cierto que su inspiración no vuela muy allá, echándose de menos una dosis superior de poesía, de efusividad y, sobre todo, de esa garra dramática y esa fuerza visionaria que tanto necesita el tercer movimiento. A la postre, lo que más termina uno admirando es la calidad de la formación berlinesa. ¡Qué cuerda más musculada y ágil al mismo tiempo! ¡Qué metales tan redondos y empastados, ideales para Hindemith! ¡Y qué memorable la flauta de Emmanuel Pahud en sus dificilísimas y decisivas intervenciones en el Concierto de Ángeles.
De nuevo la orquesta es la principal baza de una muy irregular Segunda de Brahms en la que el mayor mérito de Gatti es que suene precisamente a eso, a Brahms, con todo su músculo, su densidad sonora y expresiva; también su calidez y su nobleza en el fraseo, y por descontado su potencia dramática. Potencia que queda bien patente en un primer movimiento planteado con solidez, ya que no del todo poético (lejísimos aquí Gatti, como la mayoría de los directores, de los milagros de Carlo María Giulini extremando dulzura y rabia). Flojísimo el Adagio, prosaico a más no poder y dicho sin ninguna inspiración. Magnífico por el contrario el Allegretto grazioso, en el que el maestro milanés acierta por completo al no confundir delicadeza con blandura, humor risueño con trivialidad, todo ello en perfecta sintonía con las exquisitas y musicalísimas maderas berlinesas. Y notable el finale, vibrante pero no precipitado, dicho con energía bien controlada, aunque haya algún detalle excéntrico de cara a la galería no del todo sincero.
La retransmisión en directo funcionó mejor que la de la semana pasada, aunque hubo un par de cortes y se dejó notar la compresión dinámica.
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