Hace ya tiempo que tengo claro que, una vez desaparecido Sergio Celibidache, no hay director equiparable a Daniel Barenboim. Por lo colosal de su técnica, por la amplitud del repertorio, por la lucidez del concepto y, como no, por la fuerza expresiva que imprime a sus interpretaciones. Pero ahora debo añadir algo más: últimamente ha alcanzado un nivel de excelsitud con escasos precedentes. Hay que remontarse al Furtwängler maduro, a la etapa postrera de Otto Klemperer o al Giulini de sus años en Chicago y Viena –también al citado Celi en Múnich, aunque con el rumano se detectaban serias desigualdades– para encontrar a un maestro tan inspirado, tan capaz de relevarnos cosas nuevas en repertorios architrillados. Y de hacerlo desde la genialidad, sirviendo tanto a la razón como a la emoción, analizando y conmoviendo con una mirada que es, lógicamente, la de un artista que tiene ya muchísimas experiencias a sus espaldas y es capaz de realizar una síntesis de las mismas para ir todavía más allá. Sus renovadísimos acercamientos –muy superiores a los realizados previamente– a
Don Quijote de Strauss o las sinfonías de Brahms, su
Poema del éxtasis, su Tchaikovsky y Sibelius con Batiashvili, el
Macbeth verdiano que le escuché el pasado verano en la Staastsoper, su último
concierto de San Silvestre con la Filarmónica de Berlín o el que hace poco conmemoraba sus cincuenta años dirigiendo a la misma orquesta –aún tengo que escribir por aquí sobre él–, dejan bien claro que estamos ante un fenómeno equiparable solamente a los arriba citados, a estas alturas auténticos hitos dentro de la historia de la dirección de orquesta. No sé cómo explicar la suerte que hemos tenido (¿la seguiremos teniendo?) en Andalucía de escuchar al maestro en su momento de mayor plenitud interpretativa. En lo que al Teatro de la Maestranza se refiere, tan solo aquella inolvidable
Quinta de Tchaikovsky con Celibidache de 1992 o la
Turangalila de Chailly del año siguiente nos condujeron a esas cimas directoriales que estamos viviendo con Barenboim, quien el pasado domingo nos ofreció el que sencillamente es el mejor, más modélico, inobjetable y excelso Beethoven que puede concebirse.
En la
anterior entrada hablé del
Concierto para violín que ocupó la primera parte de la velada. Toca ahora decir algo sobre
Séptima sinfonía del de Bonn. A Barenboim se la había escuchado ya cinco veces en directo. La primera fue en el propio Maestranza durante la Expo 92, con la mismísima Filarmónica de Berlín. Ya con la West-Eastern Divan se la he visto
en Córdoba,
en Ronda,
en Colonia y
en Granada. Pues bien, la del domingo me ha parecido la más interesante de todas. Diré más: para encontrar algo claramente mejor en “séptimas” beethovenianas hay que irse a Furtwängler/1950 y Klemperer/1968, en ambos casos versiones descomunales aunque muy discutibles en el estilo. Esta se ha movido, por el contrario, dentro de la más admirable ortodoxia de la “gran tradición” centroeuropea. Pero, mucho ojo, en una línea muy definida: la que concibe la dirección de orquesta como el arte de la transición, de la flexibilidad y del sentido orgánico del fraseo. Confundir las interpretaciones de esta partitura de Barenboim con las de un Toscanini o un Karajan, por ejemplo, es un gravísimo error. Hay que mirar muchísimo antes a Fricsay, a Giulini, a Sanderling padre y, por descontado, a Furtwängler para reconocer la tradición con la que entronca.
Tras el concierto he querido volver a escuchar tres de las cuatro grabaciones realizadas por Barenboim de esta
op. 92. La de 1989 “del muro de Berlín”, con la que pocos meses atrás había dejado de ser la orquesta de Karajan, era ya magnífica, particularmente en un Finale arrebatador a más no poder, pero resultaba un punto unilateral. La de estudio de 1999 con la Staatskapelle profundizaba en el segundo movimiento. Pero el paso adelante llegaba con la de la WEDO en Colonia de 2011, que tuve la enorme suerte de escuchar en directo: se perdía parte del fuego visionario del movimiento conclusivo, pero el enfoque era ahora más rico y plural. Lo he comprobado esta misma mañana con el disco, antes de ponerme a escribir: más flexibilidad, mayor imaginación, también mayor sensualidad y atención a la atmósfera, más poesía en el canto…
Justamente es esa visión la que Barenboim ha desarrollado en Sevilla. Con la excepción de los tríos del Scherzo, no tan logrados como en ocasiones anteriores, el maestro ha ido todavía a más y ha enriquecido el concepto, yo diría que ahora más noble y “apolíneo” –si es que tal término se puede aplicar a una partitura dionisíaca como pocas–, lo que se apreció en el fraseo cálido, natural y majestuoso –en el buen sentido: no hubo grandilocuencia ni pesadez alguna– de los movimientos impares, pero sobre todo en el lirismo ahora menos doliente –Furt queda ya lejos–, más cálido y sereno de un Alegretto dicho desde más allá del bien y del mal; no rápido pero tampoco grave ni cargado de pathos; expuesto con un equilibrio clásico, una elegancia, una cantabilidad y una poesía tierna solo al alcance de los más grandes.
En cualquier caso, lo que a mí más me impresionó fue el Finale. Muchos directores alcanzan el aplauso optando por lo fácil: a correr, a marcar mucho el ritmo, a sonar fuerte y a cargar las tintas en el trompeterío. Barenboim, como otros grandes, apuesta por la minuciosa planificación de las tensiones, por la lógica orgánica de la arquitectura, al tiempo que atiende a los matices y empasta a los metales para que la página no se convierta en una cabalgata militar. Lo que ocurre es que nunca ningún otro director, ni siquiera él mismo, había hecho gala de tanta imaginación a la hora de planificar este movimiento. Imaginación en el mejor de los sentidos, al servicio de la partitura y no del narcisismo del intérprete: además del relevador, genial “parón” de la orquesta en uno de los silencios, el de Buenos Aires matizó las dinámicas con una lucidez asombrosa, no solo en la masa orquestal sino también en las intervenciones de cada uno de los bloques sonoros, lo que no solo permitió seguir con insólita claridad el complejo diseño polifónico escrito por Beethoven, sino que otorgó especial riqueza a la expresión.
Tengo que decir algo sobre la orquesta. Obviamente no es ni la Filarmónica de Berlín ni la Staatskapelle de la capital alemana. Hay que reconocer que, además, en este concierto hubo más de un desajuste y alguna nota falsa. Pero eso no significa que estuviera mal. Al contrario, estuvo muy bien y demostró una categoría considerable. Porque solo unos músicos muy, pero que muy preparados pueden responder con escasos ensayos –supongo que fueron poquísimos, porque Barenboim estaba dos días antes dirigiendo
Tristán– a la enorme cantidad de matices que exigió la batuta. Ni realizar las increíblemente minuciosas (¡tan lógicas, tan llenas de sentido!) transiciones con la flexibilidad y depuración sonora con que lo hicieron. Ni frasear con tanta naturalidad. Ni realizar intervenciones solistas con semejante musicalidad. La West-Eastern Divan dio lecciones de entrega, de virtuosismo y de compromiso a otras formaciones que, aun con menos “incidencias”, con frecuencia se conforman con realizar una labor “funcionarial”. Es mucho mejor tocar al límite aun con el riesgo de tropezar que quedarse en una confortable rutina.
Ya lo dije
en otra entrada: el éxito fue atronador. Merecidísimo. Esta
Séptima ya tiene un lugar en la historia del Maestranza. Felicidades a los tuvieron la oportunidad de vivir la experiencia.
PD. De nuevo la imagen es del fotógrafo Luis Castilla y la he tomado del Facebook de la Fundación Barenboim-Said.