Tenía muchas ganas de escucharle Richard Wagner a Kirill Petrenko, un señor al que le reconozco una técnica de batuta absolutamente descomunal, pero que no suele gustarme cuando se acerca al repertorio “no contemporáneo”. Pues bien, Wagner es lo que ha hecho esta tarde en el tradicional concierto de San Silvestre de la Filarmónica de Berlín. Jonas Kaufmann ha sido el gran reclamo comercial del evento, que se ha retransmitido en directo a través de numerosas salas de cine. Yo lo he seguido a través de la Digital Concert Hall.
Me ha gustado mucho la secuencia Obertura-Venusberg de Tannhäuser. ¿Algo hedonista? Sin duda. Ya saben: todo muy pulido, refinadísimo, voluptuoso a más no poder, de infinita riqueza tímbrica, tan contratadas como magistralmente planificadas dinámicas… La sombra de Karajan es alargada. Pero claro, esta música maravillosa y un punto narcisista parece pedir precisamente eso, así que, sin menoscabo de que otros directores se hayan aproximado con mayor garra, nervio, incisividad y sentido teatral –nadie duda que Solti fue el número uno en este título–, Petrenko ha logrado seducirme con la complicidad de una orquesta entregada al cien por cien.
Se decía que Kaufmann andaba cascado y que iba a cancelar su Siegmund. Pues no. Ha cantado, y muy bien. Entiéndaseme: la técnica de emisión de este señor nunca me ha gustado un pelo, y sigue sin gustarme, pero dentro de su línea no se puede decir que haya habido tropiezo alguno. Si acaso, ese riesgo innecesario –en general no fue valiente, hizo bien– de alargar el segundo de los Wälse, porque le condujo a desafinar por unos instantes. No le hacía falta alguna, al menos para quienes no nos interesa lo largo que tiene el fiato. Lo que sí interesa, y mucho, es como el tenor alemán es capaz de frasear con una morbidez y una cantabilidad que se alejan de las rigideces de otros tiempos –recuerdo la decepción que sentí la primera vez que escuché a Set Svanholm con Knappertsbusch– y aportan al personaje un humanismo, una fragilidad y hasta una ternura de lo más conveniente. O cómo el cantante sabe pasar de la súplica al orgullo, de esta a la rebeldía y finalmente al amor más sensual sin que resulte impostado.
A la lituana Vida Miknevičiūtė –confieso no conocerla de nada– puede que le falte un punto de temperamento, o quizá de personalidad, pero aun así ha estado estupendísima. Voz espléndida –pese a que parece una cantante ya madurita–, línea de canto sin fisuras y buena desenvoltura escénica. El que sí canceló –cantó la primera noche, la del 29– fue Georg Zeppenfeld, sustituido ayer y hoy por Tobias Kehrer. Muy bien, pero solo eso: su Hunding no metió el miedo suficiente.
¿Y Kirill? Pues en la misma línea que en la primera parte. Pero claro, el mundo del Anillo no es el mismo que el de Tannhäuser. Ni siquiera este primer acto de La Walkyria, que me parece necesita un colorido más oscuro y un carácter más bronco. A veces sobraba dulzura, como le ocurriera –siguiendo los designios de la batuta, qué duda cabe– a Bruno Delepelaire en sus solos de violonchelo durante la escena de la hidromiel. La Tetralogía no es Puccini. Dicho esto, la perfección expositiva fue casi absoluta, el trazo horizontal no conoció el menor altibajo y la belleza sonora resultó abrumadora. ¡Ya me gustaría a mí escuchar en directo cosas así todas las semanas!
Una cosa más: muy feo por parte de Kaufmann salir a saludar después de la soprano, no antes, y quedarse más tiempo que ella recibiendo aplausos cuando estos no fueron más intensos ni estuvieron más merecidos que los de su colega. Va de divo, y se nota.
De propina, un sensacional –brillantísimo y ardiente en el mejor de los sentidos– preludio del acto III de Lohengrin. ¡Feliz Año!