Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Es Martes Santo y toca El Mesías: recuerden que Händel se acostumbró a interpretar su genial oratorio precisamente en tal fecha. este año he optado por la interpretación registrada en 1964 por EMI con Otto Klemperer poniéndose al frente de la increíble Orquesta Philharmonia y de su no menos asombroso coro, dirigido este por el inolvidable Wilhelm Pitz.
Los primeros compases de la introducción, pesadísima y amorfa, un disparate de esos que no se olvidan, nos ponen los pelos de punta. Pero los peores augurios no se confirman, sino tan solo que nos encontramos ante la interpretación que nos podíamos esperar: claramente detrás en cuestiones estilísticas de los músicos más avezados por aquellas fechas en este repertorio –con el historicismo las distancias son siderales, pero no procede realizar esa comparación–, al tiempo que una monumental demostración de la capacidad de Klemperer para levantar edificios de granito en los que priman el análisis de la polifonía y los grandes bloques de tensión, todo ello bajo una óptica expresiva tan austera como dramática –en el sentido de hondura trágica, no en el de teatralidad– en la que la personalidad del intérprete se impone frente a cualquier otra consideración. Ideal, por tanto, para quienes quieran conocer desde una perspectiva aestilística, pero reveladora a más no poder, del magistral diseño salido de la pluma haendeliana. No así para quienes quieran disfrutar de la variedad en la expresión, la agilidad, el sentido de los contrastes y la delectación sensual que anidan en estos pentagramas.
¿Significa todo esto que la dirección de Klemperer no emociona? Pues tampoco es eso: la primera parte ofrece momentos de contemplación humanística tan recogidos como sinceros, la segunda indaga en el pathos de la música y la tercera culmina con una fuga de auténtica fuerza visionaria. Ni que decir tiene que orquesta y coro, de tamaño muy grande, tocan de manera insuperable y están tratados con una depuración sonora milagrosa.
Desigual el equipo de cantantes La morbidez del canto de Elisabeth Schwarzkopf y la valentía de Nicolai Gedda se ponen muy por delante de su falta de propiedad estilística. Pero Grace Hoffmann se limita a cumplir y Jerome Hines impacta más por su poderosísima voz de bajo que por otras cuestiones. En lo que a la toma sonora se refiere, hay cuerpo y una amplia gama dinámica, pero todo suena como velado. Soplido de fondo no hay apenas, así que se deduce que los que hicieron los “remasterizadores” de 1990 –ya se sabe cómo se las gastaban por entonces– decidieron contentar a los melómanos más catetos rebanando los agudos. Si volvieran a las cintas originales muy probablemente se ganaría en limpieza y brillante.
En el tristísimo Domingo de Ramos de ayer dediqué la mayor parte del día a trabajar en material para mis clases –la acumulación de trabajo me impide tener vacaciones, literalmente–, pero pude sacar un par de horas para mi costumbre de escuchar una Pasión por estas fechas. Esta vez ha tocado La Pasión según San Marcos, BWV 247 de Johann Sebastian Bach. Es decir, una página que se ha perdido.
Resumo todo lo posible, porque la información la pueden ustedes encontrar fácilmente por la red. El libreto de Picander para el estreno de 1731 se conservaba. Los musicólogos habían llegado a la conclusión de que esta Pasión consistía, como el Oratorio de Navidad, en una parodia, es decir, una obra compuesta a base de fragmentos de creaciones anteriores, entre las cuales el gran genio pudo recurrir a creaciones de otros autores. Se hicieron algunos experimentos discográficos, de los cuales yo conocía el de Simon Heighes dirigido por Roy Goodman. En 2009 apareció el librero de Picander para la ejecución de 1744, con algunas variantes con respectos al anterior. Y el 26 de marzo de 2018 Jordi Savall y sus conjuntos habituales graban una reconstrucción a cargo del músico de Igualada, quien a su vez sigue en buena medida las propuestas de M. Alexander Grychtolik.
De esta forma, Savall toma como base la oda fúnebre Laβ, Fürstin, laβ noch einen Strahl, BWV 198, compuesta en 1727 para las exequias de Cristiana Eberhardina de Brandeburgo-Bayreuth, una opción ampliamente respaldada por la musicología, y muy sabiamente decide incluir única y exclusivamente música escrita por el propio Johann Sebastian, empezando por la de sus dos pasiones conservadas. Pues bien, este es el registro que, a través de la plataforma Qobuz –que facilita el libreto en castellano–, he tenido la oportunidad de escuchar. Mi opinión sobre el resultado es la siguiente: el resultado carece por completo de la unidad y de la capacidad de fascinación de San Mateo y San Juan, pero se disfruta mucho porque nos encontramos (¡lógicamente!) ante una música de una altísima calidad.
La dirección de Savall me ha parecido mejorable en lo técnico, porque tanto la orquesta como los coros, preparados por Lluís Villamajó, evidencian más desajustes de la cuenta. En lo expresivo sí que me ha parecido un enorme acierto: hay vida, teatralidad sin excesos en los claroscuros, carnalidad en el fraseo y una espiritualidad a medio camino entre lo mediterráneo y lo francés –no en vano el registro se realizó en el mismísimo Versalles– que arroja nuevas luces sobre un universo musical demasiado acostumbrado a las austeridades luteranas. Soberbio, maravilloso el continuo, con especial mención para el clave de Luca Guglielmi.
Por donde cojea seriamente la interpretación es por las voces, particularmente por la del insufrible Jesús de Konstantin Wolff: no puedo comprender que se haya editado comercialmente una actuación así. Espléndido, eso sí, el evangelista de David Szigetvári. Muy normalitos los solistas encargados de las arias. Aun así, creo que ustedes harán muy bien si le dan una oportunidad a esta reconstrucción.
Llevo guardando silencio durante meses. Por prudencia y por respeto. Hasta que hoy he decidido hablar, porque hay varios periodistas escribiendo, precisamente sin prudencia ni menos aún respeto en un asunto en el que está en juego la vida humana, que la cultura es segura. No, la cultura no es segura. No hay nada seguro en esta pandemia. Nada en lo que se junten varias personas en un interior. Tampoco en la educación. Si en mi IES no se ha detectado ningún contagio dentro de las aulas es porque en los centros educativos hemos sido extremadamente prudentes y hemos soportado trabajar bajo condiciones inaceptables, incluyendo dar clase a siete grados en el interior –temperatura tomada por mí mismo termómetro en mano– y temblar bajo mantas tanto alumnos como profesores. Pero hasta antes de vacunarnos hemos acudido con miedo, con muchísimo miedo algunos días, sobre todo aquellos –allá por el mes de enero– en los que aquí en Jerez de la Frontera teníamos una tasa de contagio a más –e incluso bastante más– de 1.000 por 1000.000 habitantes, mientras nuestras autoridades se negaban a cerrar temporalmente las escuelas. En cuanto a los eventos culturales, yo recuerdo haber asistido a algunos pocos –muy pocos–, y lo hice descubriendo a posteriori que me equivocaba.
Porque sabemos que cierto teatro organizó una función de ópera en la que se contagiaron bastantes miembros del coro, más soprano, mezzo y tenor. Que ciertamente se habían hecho PCR negativo el día antes, pero que en la función estaban muchos contagiados y asintomáticos, porque a los pocos días empezaron las molestias. Y que todo terminó con el fallecimiento por covid de uno de los integrantes de la referida agrupación.
No hace falta insistir en lo que nos repiten continuamente en los medios: que hay un periodo ventana de varios días entre el contagio y los síntomas en los que se puede pasar el virus a los demás, que hay muchos contagiados que ni quisiera son sintomáticos –pero aun así pueden infectar–, y que aun llevando mascarilla el bicho sale por las ranuras. ¿Creen ustedes que ha habido alguna dimisión por semejante imprudencia que contagió a muchos músicos, se llevó la vida de uno y quizá puso en peligro a parte del público, todo ello en un momento en el que sabíamos que venía la tercera y más terrible ola hasta el momento? Pues no. No solo eso, sino que la prensa calló para que no se pidiera la responsabilidad a las personas –varias, porque el asunto implica también a otra institución de la localidad– a las que se les tenía que haber pedido. Y porque a quienes viven de esto y, con todo el derecho del mundo, quieren salir adelante en esta monumental crisis, no les interesa que se sepa.
Lo dicho, no se puede tener la irresponsabilidad de conducir los corderos al matadero. Ahora mismo está empezando la cuarta ola y solo somos un 10% los que hemos recibido alguna dosis de la vacuna. Quien no esté vacunado y quiera ir continuamente al cine, al auditorio, a los bares, a los cultos de su hermandad o a lo que sea (¡"lo que a mí me gusta es seguro", dicen todos!), que lo haga bajo su cuenta y riesgo mientras las autoridades se lo permitan. Pero que no digan que es seguro, porque no es verdad.
PS. La ilustración es una obra del jerezano Carlos González Ragel. Y una cosa más: ayer 26 de marzo la tasa de incidencia en Jerez era de 68, en Sevilla de 105 y en la Comunidad de Madrid (¡gracias, Díaz Ayuso!) de 241.
Por fin he acabado el ciclo que entre 1967 y 1972 grabaron André Previn y la Sinfónica de Londres para RCA con las nueve sinfonías de Ralph Vaughan Williams (1872-1958). Me permito unas breves reflexiones.
1) Esta música merece mucho la pena, aunque a mi entender hay dos lunares. La Sinfonía nº 1, A Sea Symphony, me parece una pesadez por muy brillante que resulte el despliegue de orquesta, coro y solistas vocales. La Sinfonía nº 7, Antártica, no la encuentro del todo lograda: me gusta más la obra de la que parte, la banda sonora escrita para la película Scott of the Antarctic (1948). Las demás me parecen formidables, empezando por la perfecta mezcla entre pintoresquismo y emotividad de la Sinfonía nº 2, A London Symphony, para después pasar por el impresionismo de trasfondo amargo de la Sinfonía nº 3, la garra dramática de la Sinfonía nº 4, la combinación de poesía y humor negro de la Sinfonía nº 5, el desgarro expresionista de la tremebunda Sinfonía nº 6, las seductoras combinaciones tímbricas de la Sinfonía nº 8 y esa síntesis expresiva final que es la Sinfonía nº 9. Que haya por ahí algún manual de historia de la música del siglo XX que no se moleste ni en mencionar a este compositor resulta escandaloso.
2) Las versiones de Previn me parecen sobresalientes, sin que lleguen a la genialidad. Para entendernos, de 9 aunque no de 10. El maestro se superaría a sí mismo en las grabaciones digitales de las sinfonías Segunda y Quinta para el sello Telarc. Los testimonios dejados por Barbirolli de algunas de las sinfonías me parecen igualmente portentosos. Pero el nivel de esta integral, insisto, es altísimo. En el plano técnico, Previn modela con enorme plasticidad a la Sinfónica de Londres, organiza la arquitectura con gran solidez, se centra tanto en la globalidad como en los detalles y mantiene el pulso a la perfección. En el plano expresivo, pone el equilibrio entre comunicatividad y buen gusto por delante de otra consideración, lo que significa que no hay narcisismos ni excesos, que tampoco se opta –como sí hacía Barbirolli– por cargar las tintas y que el resultado es más “cinematográfico” que “poético”, antes para lo bueno que para lo menos bueno. Ninguna versión es de referencia absoluta, pero tampoco encuentro una sola que baje de lo excelente.
3) El ciclo que yo hasta ahora tenía es el de Bernard Haitink. Me resulta difícil escoger entre ambos. El del holandés es –ya lo pueden imaginar– menos inmediato y cercano, más adusto, perdiendo frente a Previn en comunicatividad lo que haga en hondura y vuelo poético. El trabajo puramente técnico es igual de sobresaliente en los dos directores. En lo que a la toma sonora se refiere, la de RCA se benefició del excelente hacer de Kenneth Wilkinson, quien supo recoger muy bien la “carne” de la orquesta, atender a los graves y equilibrar los planos de manera irreprochable. La de Haitink es ya digital, pero no todo lo buena que podía haber sido. En cuanto a los ciclos de Adrian Boult, solo conozco alguna versión suelta y no puedo opinar con fundamento.
4) ¿Conclusión? En Sony-RCA está la caja de Previn a precio barato, y en Qobuz y otras plataformas tienen la integral con sus bonitas portadas originales. Yo he disfrutado muchísimo escuchándola.
El coronavirus se ha llevado a Antón García Abril (Teruel, 1933). Como músico tenía insuficiencias, incluso defectos más o menos evidentes, pero una parte de él quedará siempre en mi corazón de melómano. Y no solo por pura nostalgia, por haber sido responsable de sintonías de televisión y partituras cinematográficas que formaron parte de mi infancia y juventud. También porque fue defensor de la melodía en unos momentos en que hacerlo estaba mal visto en ámbitos que presumían de selectos, de comprometidos y de no sé cuántas cosas más. Y porque lo hizo precisamente regalándonos melodías, muchas melodías, bellísimas e inolvidables melodías de exquisito gusto y enorme vuelo poético.
Mención aparte merecen sus arreglos de marchas procesionales para la película Semana Santa producida en 1992 por Juan Lebrón, grabada con la mismísima London Philharmonic. Hubo en ellos aciertos y desaciertos, momentos sublimes y momentos desafortunados, pero ese disco sirvió para poner en valor unas músicas, las escritas para pasos de palio, que con frecuencia poseen unos valores que las hacen merecedoras de mayor aprecio. Aquel trabajo marcó, sencillamente, un antes y un después en nuestra manera de mirar ese repertorio. Descanse en paz el maestro García Abril.
Un amigo me pide que escriba sobre James Levine, el maestro norteamericano cuyo fallecimiento se acaba de conocer. Me da pereza,
porque nunca me gustó su arte. Creo que fue un director
de considerable mediocridad. Es posible que sea verdad eso que dicen, que era
extraordinario a la hora de acompañar a los cantantes. Pero como director de
orquesta era, en mi opinión, un maestro muy vulgar. A medio camino entre el
insufrible Leopold Stokowski y el no menos lamentable Valery Gergiev, Levine se
caracterizaba por la búsqueda del espectáculo a toda costa. Espectáculo en el
peor de los sentidos.
Ciertamente tenía un enorme instinto teatral, un sentido
del color muy desarrollado y una gran capacidad para hacer rugir a la orquesta,
pero esas virtudes no las usaba de la misma manera que, por poner dos ejemplos
de batutas instaladas en Estados Unidos, un Reiner o un Solti, esos sí
grandísimos directores. Su intención era epatar al público de gustos menos cultivados,
ese mismo que acude a los grandes eventos más para presumir que para otra cosa.
Ese que, cuando le sobraba el dinero, él iba a seducir para convertirlo en mecenas
del Met. He ahí la clave de su éxito: desplegar cañonazos orquestales y cursilería
en grandes dosis para que los burgueses que costeaban los enormes gastos –y
salarios, entre ellos el suyo propio– del Metropolitan no solo no se
aburriesen, sino que además saliesen con la convicción de haber escuchado
algo importante. Si a ello sumamos su capacidad para convocar –talonario en mano– a los mejores cantantes del mundo y su escaso interés por poner coto a las producciones rancias y acartonadas que les gustaba a esa presumida burguesía –cuando se atrevió a hacer el Tristán de Dieter Dorn se le echaron encima–, llegamos
al resultado que todos conocemos.
Su
prestigio en EEUU y sus buenas relaciones le llevaron en los años ochenta y
noventa a grabar de todo con algunas de las mejores orquestas del orbe. ¿Cuántos discos realmente importantes salieron de esas colaboraciones? Poquísimos. El de Gershwin en Chicago, ciertas
cosas de la Segunda Escuela de Viena y no sé si alguno más. En los años
setenta sí que había dejado algunos testimonios significativos, al menos en ciertos títulos de ópera
y en Gustav Mahler. Pero luego fue tomando atajos para triunfar de la manera más fácil. De sus titularidades en Múnich y Boston, mejor ni hablar. ¿Cuestiones de estilo? Qué más da. ¿Indagación a ver qué
hay detrás de las notas? Ni soñarlo, no hagamos que el público tenga que realizar
algún esfuerzo mental. ¿Tratamiento clarificador y refinado de la masa orquestal?
No perdamos el tiempo, lo importante es que todo suene fuerte y vistoso. Hay algo que sí me gusta muchísimo de su batuta: un enorme sentido del humor. Es justo
por eso por lo que considero El Barbero de Sevilla y Falstaff dos de sus mayores logros operísticos.
Bueno, ¿y “lo otro”? Eso se lo dejo a la justicia y a los
buitres carroñeros con forma de periodista musical.
Como supongo le ha pasado a muchos melómanos, conocí esta obra a través de la acongojante Variación XVIII. Más concreamente, a partir de su utilización en la bonita película Somewhere in Time. Más tarde descubrí que su uso en la cinta había sido un error monumental: Rachmaninov escribió estas Variaciones sobre un tema de Paganini op. 43 nada menos que en 1934, mucho después del momento en que transcurre la acción. En cualquier caso, hoy se sigue contando entre mis obras favoritas del siglo XX, y desde luego en una de las más amadas por eso que conocemos como "gran público", por mucho que algunos músicos extraordinarios –Barenboim entre ellos– y mucho crítico pedantorro consideren que nos encontramos ante un compositor sobrevalorado. ¡Ellos se lo pierden!
1. Rachmaninov. Stokowski/Philadelphia (Naxos, 1934). El valor histórico de esta grabación es incalculable, pues corresponde al año y a los intérpretes del estreno. En ella el compositor se muestra al piano muy ágil y virtuosístico, así como encendido y brillante, pero su fraseo resulta excesivamente nervioso y no logra ahondar en la vertiente más lírica y emotiva de su propia obra. La batuta se muestra en la misma línea, sabiendo no dejar de lado la parte más rebelde y aristada de la página, todo ello al frente de una orquesta ya espléndida. (7)
2. Rubinstein. Susskind/Orquesta Philharmonia (RCA, 1947). Con ya sesenta años a sus espaldas, el mítico pianista polaco supera al propio Rachmaninov con un fraseo no menos viril, decidido y apasionado, tampoco menos ágil, pero sí más concentrado, lírico y atento a los diversos pliegues expresivos de la obra, independientemente de que aún se puedan encontrar mayores matices en determinados pasajes y que en alguna variación –la XV, por ejemplo– resulte en exceso virtuosística. Susskind dirige a la espléndida orquesta con intensidad, nervio, adecuado carácter teatral y apreciable sentido de los contrastes, pero también con irregularidades. A destacar, en cualquier caso, el carácter trepidante e implacable de la variación IX, o la turbulenta atmósfera gótica de la XVII, mientras que se desaprovechan otras no menos desasosegantes como la XVI. Emotiva a más no poder la celebérrima XVIII por parte de los dos artistas. (8)
3. Rubinstein. Reiner/Chicago (RCA, 1956). La conjunción entre Reiner y Chicago garantizan una ejecución tan depurada como brillante, así como una interpretación directa y con garra, pero lo cierto es que la inspiración conoce ciertos altibajos: demasiado rápido el Dies Irae de la variación VII frente a una número XII muy atmosférica y paladeada, por ejemplo. A sus sesenta y nueve años, Rubinstein vuelve a hacer gala de una admirable conjunción entre virilidad y poesía, pero de nuevo en la variación XV se deja llevar por el mecanicismo. La XVIII está admirablemente dicha por parte de los dos artistas. Buena calidad la de la toma, que probablemente ganaría con un nuevo reprocesado. (8)
4. Entremont. Ormandy/Orquesta de Filadelfia (Sony, 1958). La orquesta y el director más vinculados a Rachmaninov ofrecen una interpretación rápida, bulliciosa en el mejor de los sentidos, muy efervescente y de apreciable incisividad tímbrica, virtuosística a más no poder –increíble el tratamiento y la labor de las maderas–, pero solo a ratos atenta a la voluptuosidad, a la atmósfera y a la intensa melancolía del compositor, llegando a dejarnos a medio camino en la variación XVIII. El pianista francés, que aún no había cumplido los veinticuatro años, muestra entusiasmo pero se focaliza en correr lo más posible para hacer gala de agilidad digital, quedándose muy en la superficie. Un ocho para la batuta, seis para el piano. La toma de sonido es francamente buena para la época. (7)
5. Merzhanov. Rozhdestvensky/Sinfónica Estatal (Russian Revelation, 1959). A sus veintiocho años ya enorme recreador de este repertorio, el director moscovita obvia toda delectación sonora y se centra en los aspectos más sarcásticos, turbulentos y siniestro de la página, evidenciando siempre variedad e incisividad tímbrica, atendiendo a la claridad y ofreciendo unos cuantos hallazgos personales; desconcierta un poco la variación XVIII, ardorosa e hiriente mucho antes que melancólica. Admirable asimismo Victor Merzhanov, tan ágil como poderoso al teclado, aunque sin la elevada inspiración de su joven colega. (9)
6. Graffman. Bernstein/Filarmónica de Nueva York (Sony, 1964). Lejos de la vehemencia un tanto primaria –más atención que a la globalidad que al detalle– que caracterizaban a Lenny en aquellos años, el norteamericano ofrece una dirección muy controlada y cuidadosa, bien paladeada, atenta a la significación de los colores y dotada de apreciable continuidad, aunque también algo distanciada en lo expresivo. Al menos en el primer tercio de la obra, en el que solo el humor negro de la variación V parece animarle; luego se va implicando y sabe ofrecer el apasionamiento y la brillantez que la obra necesita. A nivel muy inferior el solista, de toque pulcro y en absoluto rígido, pero sí bastante neutro. Francamente buena la toma. (7)
7. Ashkenazy. Previn/Sinfónica de Londres (Decca, 1971). Perfectos conocedores del lenguaje de Rachmaninov, Previn y Ashkenazy nos entregan una versión no solo maravillosamente dicha, rica en acentos expresivos y de extraordinaria comunicatividad, sino que además alcanza un idóneo equilibrio entre todos los aspectos de la partitura, desde lo jovial y chispeante –la efervescencia es irresistible, sin conocer el nerviosismo del propio Rachmaninov al teclado– hasta lo dramático y ominoso –evitando cargar las tintas–, pasando por un lirismo ensoñado, sensual y evocador, pero en absoluto blando, evanescente o meramente contemplativo, sino lleno de intensidad. Todas las posibles trampas interpretativas, pues, están sorteadas por completo en esta versión que sería de referencia absoluta de haberse dado una última vuelta de tuerca en alguna o varias de las direcciones apuntadas. Aun así, de las mejores. Sonido admirable en el reciente trasvase a HD. (10)
8. Orozco. De Waart/Royal Philharmonic (Philips, 1972). Dueño de un toque poderoso y de una apreciable agilidad digital, el joven artista cordobés evidenció pleno virtuosismo y apreciable entusiasmo a la hora de abordar la página, pero todavía se mostraba inmaduro a la hora de profundizar en las notas; incluso en alguna variación se dejó llevar por los fuegos artificiales sin vislumbrar sus posibilidades expresivas. Edo de Waart dirige con decisión y finura de trazo sin limitarse al espectáculo, aunque también se queda a medio camino en lo que a poesía se refiere. Muy buena la toma. (7)
9. Vásáry. Yuri Ahronovitch/Sinfónica de Londres (DG, 1977). Interpretación relativamente lenta, reposada pero no carente de tensión interna, que se aleja de la extroversión y del virtuosismo más brillante para decantarse por atender a los aspectos más melódicos y ensoñados de la partitura, algo que queda claro en una Variación XVIII en la que el pianista se muestra muy a gusto reteniendo el tiempo y la batuta deja cantar con delectación a la cuerda de la magnífica orquesta. De esta forma, y aunque todo está magníficamente expuesto y el enfoque resulte seductor, se echa de menos la incisividad y la chispa –a esta le falta una dosis de sal y pimienta– de otras interpretaciones más ricas en concepto, mientras que la atmósfera no resulta del todo siniestra y cargada de malos presagios. (7)
10. Cecile Licad. Abbado/Sinfónica de Chicago (Sony, 1983). El toque de la pianista filipina es bonito, ágil y sensible, pero en exceso aéreo, poco valiente y escasamente interesado por los aspectos más escarpados de la obra, como tampoco por su peculiar humor negro. Abbado no solo no evidencia afinidad al estilo, sino que además se muestra considerablemente soso y desganado, empezando a animarse solo en las variaciones más oníricas y alcanzando (¡por fin!) la intensidad adecuada en la variación XVIII. Tampoco su labor concertadora es la mejor posible. Ingeniería de sonido pobre para la época. (7)
11. Ousset. Rattle/Ciudad de Birmingham (EMI, 1984). A sus veintinueve años de edad, Rattle demuestra no solo oficio sino también musicalidad muy apreciable en una interpretación sensata y sólida, pero no del todo inspirada. Ni termina de cogerle el punto al humor negro de la obra, ni logra dotar de continuidad a sus secciones, ni alcanza toda la intensidad expresiva posible. Las variaciones XII y XVI –esta última marcada Allegretto– resultan demasiado lentas, aunque precisamente en la XVII el tempo le permite explorar mejor su atmósfera turbia y en la decisiva XVIII ofrecer el gran vuelo lírico que demanda. Esta es justo lo que mejor se le da a Cécile Ousset, por encajar de perlas con su pianismo sensible y refinado, femenino en el sentido más tópico del término, poco interesado por la vertiente más dramática y combativa de esta poliédrica página. (7)
12. Ashkenazy. Haitink/Philharmonia (Decca, 1986). Quince años después de su registro con Previn, un Ashkenazy de nuevo impresionante en lo técnico, pero sin que se note en absoluto la exhibición de virtuosismo –tal es la sinceridad que imprime a su interpretación–, da la vuelta de tuerca que entonces faltaba profundizando en los aspectos aspectos melancólicos, oníricos y ominosos de la partitura, hasta el punto de que algunos pasajes son verdaderos descubrimientos. En este sentido, muestra perfecta sintonía con la batuta de un Haitink igualmente atento a generar atmósferas, musical a más no poder, aun sin la chispa, la efervescencia ni el perfecto idioma de un Previn. Sea como fuere, se trata de la otra gran referencia discográfica, con lo que tiene no poco que ver el virtuosismo de una Philharmonia manejada con admirable claridad y sentido del color por el siempre riguroso maestro holandés. (10)
13. Gavrilov. Muti/Philadelphia (EMI). Gavrilov hereda parte del fraseo ágil y nervioso del propio Rachmaninov, siendo aún más virtuosístico y alcanzando mayores dosis de concentración y vuelo lírico. Muti dirige con tanto entusiasmo como claridad, sentido del color e imaginación al frente de una orquesta soberbia sin caer nunca en el efectismo. Eso sí, se echa de menos mayor profundización en la vertiente melancólica y siniestra de la partitura. (8)
14. Feltsman. Mehta/Filarmónica de Israel (CBS, 1988). Sin ser en modo alguno la más sensual, voluptuosa o poética posible, la dirección de Mehta resulta atractiva por la combinación entre carácter bullicioso, incisividad y humor sarcástico, subrayado este último por el timbre nasal de la formación israelí. Interesa bastante menos la labor de un Vladimir Feltsman tan correcto como aburrido, monocorde en el toque y plano en la expresión, que solo en las variaciones más tenebrosas parece implicarse un poco. La toma, realizada en vivo en Tel Aviv, deja bastante que desear pese a su amplia gama dinámica. (7)
15. Jablonski. Ashkenazy/Royal Philharmonic (Decca, 1991). Extrañamente, el pianista que mejor ha entendido esta partitura ofrece en su faceta de director una interpretación irregular, de amplio vuelo lírico en los pasajes intimistas y muy atenta a los aspectos más siniestros de la página, pero un tanto superficial, incluso precipitada en las variaciones extrovertidas; no obstante, hay que agradecer en estas últimas la claridad de la batuta y su tímbrica incisiva. El solista, sobrado de virtuosismo, siempre ágil y limpísimo en el toque, sigue los mismos parámetros del director. (8)
16. Alexeev. Temirkanov/San Petersburgo (RCA, 1992). En perfecta sintonía con un pianista de toque ágil, fluido y efervescente, ese gran intérprete de Rachmaninov que es Temirkanov ofrece una idiomática, hermosa e inspirada interpretación que, a todas luces, va de menos a más, comenzando un tanto triviual y centrándose a partir de la variación XI. A partir de las XIII y XIV, llenas de fuerza, el nivel medio es altísimo, destacando muy particularmente la atmósfera gótica de la XVII y el romanticismo de la XVIII. (9)
17. Rudy. Jansons/San Petersburgo (EMI, 1992). Como tantas veces ocurría con el maestro letón, la dirección es correcta
pero no termina de profundizar en la obra: necesita mayor
intensidad emocional. Hay además apreciables caídas de tensión. Bien el
pianista, aunque por momentos tienda a lo mecánico y no matice lo
suficiente, resultando algo aséptico. (7)
18. Thibaudet. Ashkenazy/Cleveland (Decca, 1993). Irregular y deslavazada interpretación caracterizada por sus tempi rápidos, por su agilidad y por su falta de concentración en pasajes clave, así como por su relativa falta de idioma y de vuelo poético. En cualquier caso hay que alabar a la batuta –una vez más– su claridad e incisividad, y al pianista su innegable virtuosismo. La decimocuarta variación está muy bien. Portentosa la orquesta, como también la grabación. (7)
19. Pletnev. Abbado/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 31 diciembre 1997). Pocos solistas tan mediocres en esta obra como Pletnev, ciertamente no nervioso ni efectista, pero sí incapaz de conectar con el espíritu de la pieza, levantar el vuelo poético u ofrecer el mínimo matiz expresivo. Por mucho que dé estupendamente las notas, aburre a más no poder. Algo mejor Abbado, ágil y preciso, rico en el color, atento a clarificar texturas, ya que no afín al estilo, ni generador de atmósferas. Tampoco del todo emotivo. (6)
20. Lugansky. Oramo/Ciudad de Birmingham (Warner, 2003). Solista y director coinciden en ofrecer una interpretación ante todo ágil y espiritosa, que no rehúye precisamente los aspectos más lúdicos de la página, aunque por fortuna los mejores momentos los consiguen, aunque parezca paradójico, con la introvertida lentitud que imprimen a la variación XII y lo admirablemente conseguida que está la atmósfera turbulenta e inquietante de las XVI y XVII. La XVIII podría ser más emotiva. (9)
21. Lang Lang. Gergiev/Mariinsky (DG, 2004). Un pianista rebosante de talento pero extremadamente irregular como es Lang Lang no podía dar lo mejor de sí junto a un director como Gergiev. Y efectivamente, pese a su variadísimo toque, a su capacidad para regular las dinámicas y a su asombrosa agilidad, en general no termina de comulgar con el espíritu de la obra, e incluso en algunas variaciones llega a resultar insustancial, cuando no mecánico y hasta precipitado. De la dirección solo se puede destacar la XVII variación, dicha con todo el sentido de la atmósfera que necesita. El resto resulta tan vistoso como rutinario, por no hablar de las languideces varias con que el maestro intenta recrear, sin éxito, el melancólico lirismo de la página. También la toma deja que desear. (8)
22. Matsuev. Gergiev/Mariinsky (Mariinsky, 2009). Aquí Gergiev se encuentra algo más sensato y musical que con Lang Lang, e incluso parece más centrado estilísticamente, aunque a la postre el resultado no es sino anodino y rutinario. Aseada corrección, pues, justo lo mismo que ofrece un Matsuev de enorme agilidad musical, pero indiferente en lo expresivo. Termina aburriendo. (7)
23. Yuja Wang. Abbado/Mahler Chamber Orchestra (DG, 2010). Pianista solvente, agilísima y ajena a devaneos sonoros, que sabe frasear con elegancia y sin precipitarse, pero de sonido algo pequeño y poco inspirada en lo expresivo. La batuta del milanés una vez más solo se preocupa de ofrecer sonoridades muy pulidas y ofrece una dirección superficial, plana y aburrida, incluso por momentos –variación XII– algo redicha. (6)
24. Simon Trpceski. Vasili Petrenko/Royal Liverpool Philharmonic (Avie, 2010). Grata sorpresa encontrarse con una dirección de tan alto nivel, llena nervio, rica en el color y brillante en el mejor de los sentidos, aunque también muy atenta a la disección de planos sonoros y capaz de encontrar la máxima concentración para generar esas atmósferas ominosas tan propias del compositor. Hay algún detalle personal discutible, pero en conjunto el resultado es muy satisfactorio. A nivel expresivo algo inferior, el pianista despliega sobrado virtuosismo y variedad en el toque. Lástima que los dos artistas se precipiten en la variación XXII. La toma dista de estar a la altura. (8)
25. Yuja Wang. Dutoit/NHK (YouTube, fecha indeterminada). El maestro suizo, siempre tan afín a Rachmaninov, ofrece la espléndida dirección que en él era de esperar, muy en estilo y potenciando los aspectos más líricos y sensuales de la música del autor –hay enormes hallazgos en algunas variaciones– aunque por eso mismo no se muestre especialmente escarpado o dramático. La Wang vuelve a ser todo agilidad, pero esta vez se muestra muy expresiva e incluso llena de convicción. Sonido discreto, imagen mediocre y con una grave falta de sincronización con el sonido todo el tiempo: solo para curiosos, pues. (9)
26. Trifonov. Nézet-Séguin/Orquesta de Filadelfia (DG, 2015). Era lógico que la orquesta que encargó la obra haya querido grabarla con su nuevo titular, un Nézet-Séguin que por un lado acentúa contrastes –subrayando los aspectos más atmosféricos y ominosos, dichos con tempi muy reposados, al mismo tiempo que los más trepidantes– y por otro intenta conferir la mayor unidad posible haciendo gala de una gran capacidad para las transiciones y buscando una idea para la arquitectura de tensiones y distensiones. No lo consigue del todo, y tampoco alcanza la mayor inspiración posible, pero los resultados son de alto nivel merced a la gran calidad de su batuta y al perfecto dominio de la portentosa orquesta. El problema está en Daniil Trifonov, que toca con cantabilidad y buen gusto, paladeando las melodías e interesándose por las atmósferas, pero sin mucha riqueza de colores y acentos en su toque, al que le falta no solo sal y pimienta, sino también una dosis mayor de emotividad. La toma sonora es espléndida. (8)
27. Alexei Volodin. Nott/Orchestre de la Suisse Romande (YouTube, 2017). El de San Petersburgo demuestra poseer una técnica colosal, no solo en lo que a agilidad digital se refiere –impresionante–, sino también en la maleabilidad del sonido, en la graduación de las dinámicas, en la riqueza de colores, en la imaginación para aportar acentos y matices, en la capacidad para alcanzar grandes picos de tensión… Pero su sintonía con la partitura no llega a ser completa: hay grandes dosis de efervescencia y de animación, también una buena atención a los aspectos más siniestros y dramáticos, pero a veces el nervio interno se transforma en nerviosismo, cuando no en virtuosismo más exterior que otra cosa, mientras que al lirismo con que hace cantar al piano, notable, resulta antes delicado que sensual, preciosista más que poético. Quizá lo hubiera hecho mejor con una batuta distinta a la de Jonathan Nott, soberbio a la hora de clarificar texturas y colorear intensamente la tímbrica pero un tanto apresurado, poco atento a la enorme variedad expresiva que esta música necesita; vistoso pero superficial, en definitiva. (7)
28. Abduraimov. Gaffigan/Sinfónica de Lucerna (Sony, 2019). El joven maestro neoyorkino James Gaffigan demuestra una técnica francamente solida a la hora de tratar a la orquesta, pero lo cierto es que la pone al servicio de un concepto discutible en el que no solo lo ágil, sino también lo aéreo, lo carente de densidad tanto sonora como conceptual, se pone por delante de otras consideraciones. La música fluye, elabora texturas de lo más sugerentes y resulta siempre vistosa, pero no emociona. El pianista, pleno de solvencia, sintoniza por completo con la propuesta y se queda igualmente a mitad de camino. (7)
Si no me fallan los datos, la última grabación de Ernst Ansermet (1883-1969) fue la que realizó de El pájaro de fuego, en su versión de ballet completo, en noviembre de 1968. Las circunstancias fueron muy diferentes a las de la mayor parte de su discografía: en vez del Victoria Hall de Ginebra, el Kingsway Hall de Londres con la formidable ingeniería de Kenneth Wilkinson, y en lugar de su Orchestre de la Suisse Romande, nada menos que la New Philharmonia.
Y ahí está el gran morbo del asunto. ¿Cómo sonaría en manos del maestro suizo la orquesta de Klemperer? Respuesta: de manera muy distinta. Porque Ansermet, cuya técnica superlativa queda aquí –y en el disco complementario con los ensayos– bien en evidencia, sustituye la incisividad y el granito del maestro de Breslau –y la aspereza bien entendida de Barbirolli– por auténtico terciopelo dentro de la más ortodoxa tradición francesa. Ideal, claro está, para ofrecer una lectura lenta, llena de atmósfera, mucho más interesada por lo que el cuento tiene de misterio, de perfume oriental, de evanescencia y hasta de ternura que por la narración teatral, la asperezas y los contrastes. Vamos, todo lo contrario de lo que planteó el propio Igor Stravinski en su registro de 1961.
¿Hizo mal Ansermet? Yo creo que no, en absoluto: esta música debe muchísimo a la tradición rusa y también puede interpretarse de esta forma. Al menos, yo he disfrutado una barbaridad. Por cierto, para tener en casa estos dos discos –interpretación más ensayos–, lo más conveniente a día de hoy es hacerse con esta caja.
Carlos María Giulini realizó su único registro oficial de la Sinfonía nº 2 de Anton Bruckner al frente de la Sinfónica de Viena, entre los días 8 y 10 de diciembre de 1974 y usando la Musikverein a modo de estudio. Pese a que la mayoría de los especialistas la consideraban versión de referencia, los señores de EMI no se dignaron a sacarla en CD, y hubo que esperar a que lo hiciera, con espléndido reprocesado, el sello Testament. He vuelto a escuchar la grabación, esta vez en un SACD de Tower Records que circula "por ahí" y que suena todavía mejor, con mayor naturalidad tímbrica y más redondez. Y vuelvo a quedar maravillado por la interpretación, pese a que Daniel Barenboim haya dicho cosas importantísimas sobre esta partitura.
Como era de esperar, la recreación del de Barletta sobresale por su fraseo natural, efusivo y de sensualísima cantabilidad –increíbles los violonchelos vieneses, a pesar de que se no trata de la Filarmónica–, pero sin perder el pulso ni la tensión imprescindibles en Bruckner. Todo respira una humanidad y una sinceridad abrumadoras, además de una extraordinaria belleza sonora: impresionante la orquesta, al mismo tiempo centroeuropea y mediterránea, envuelta entre brumas al tiempo que bañada por una luz acariciadora. Solo en determinados clímax se queda corta y evidencia que no estamos ante una formación de primera.
Concretando en lo que se refiere a la labor de la batuta, podemos matizar que el primer movimiento no es el mejor posible: se encuentra expuesto con un maravilloso sentido orgánico y las pausas van apareciendo con plena naturalidad, pero globalmente se echa de menos un enfoque algo más escarpado y visionario. El segundo es abiertamente genial, pura magia poética. Irreprochable el tercero, y para derretirse el trío. En el cuarto Giulini se implica a fondo y apuesta por explorar los conflictos, que se van resolviendo con perfecta lógica y grandeza sin rastro de exhibicionismo. En defintiva, un clásico del disco.