Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
Permítanme ustedes que realice otra calurosa recomendación a un disco Dvorák, cuyo repaso acabo de terminar: Sinfonía nº 6 y Scherzo Capriccioso por Andrew Davis y la Philharmonia Orchestra, correspondientes al ciclo que el por entonces joven maestro británico –treinta y tres años– grabó para CBS en 1979, más la Suite en la mayor para orquesta, "Americana", por la Sinfónica de la Radio de Berlín y Michael Tilson Thomas.
La Sexta, aun con la fuerte competencia de las no menos admirables recreaciones de
Belohlávek y Nézet-Séguin, es una maravilla: interpretación de fraseo amplio,
curvilíneo, flexible y muy sensual que destaca por la enorme poesía y efusividad
que desprende el Adagio, paladeado con enorme delectación pero en
absoluto exento de pathos dramático cuando corresponde. Muy bello
y de gran aliento lírico el primer movimiento, sorprendentemente tenso y
vehemente el Scherzo, y pletórico de grandeza, incluso de potencia, un Finale que
sabe no caer en lo retórico gracias a un fraseo natural y a una planificación
llena de lógica.
El Scherzo Capriccioso destaca por la enorme poesía y efusividad que desprende
la sección lírica del segundo cuarto de la página; el resto es más que notable,
pero falta un punto de vigor y de rusticidad para alcanzar la genialidad. Lástima que la toma, como la de la sinfonía, resulta más bien turbia, aunque también hay que reconocer que cuenta con una amplia gama dinámica.
En cuanto a la Suite, se trata de una música
verdaderamente preciosa cuyas hermosísimas melodías son recreadas con
cantabilidad y sensibilidad supremas por un Tilson Thomas que también sabe
ofrecer vivacidad y frescura a raudales, pero siempre con un trazo flexible y
cuidadoso que deba bien claro lo gran director que a veces podía y puede
ser.
Pues eso: para quienes tengan unos gustos no muy distintos de los de un servidor, disco absolutamente recomendable.
Me habían hablado maravillas de esta Octava de Dvorák registrada por Christoph von Dohnányi
y su Orquesta de Cleveland para Decca allá por 1984. Esta tarde por fin he
podido escucharla, y me ha encantado. No sé si tanto como las de Giulini en
Chicago y Ámsterdam, pero desde luego mucho y en una línea muy diferente a la
del maestro italiano: como Kubelik, y seguramente superándolo –el maestro checo
se precipitaba un tanto en su grabación berlinesa–, Dohnányi mira directamente
hacia Bohemia y no necesita buscar afinidades con Brahms o con Tchaikovsky.
Y es que este
es un Dvorák-Dvorák, rústico a más no poder –en el mejor de los sentidos–,
poderoso, de marcado sentido del ritmo, colores intensos y líneas perfiladas.
Las sonoridades son prietas, con metales relativamente ásperos –pelín verbeneros
en la coda final, todo hay que decirlo– y timbales muy marcados. El enfoque es
enérgico, viril, a veces rebosante de ardor, por momentos altamente dramático,
mucho antes que risueño, paisajístico o con encanto. Por eso mismo en el tercer
movimiento, intenso y vehemente, se echa de menos ese canto humanista y evocador
del que hacía gala Giulini.
Eso sí, por mucha exhibición de temperamento y por
mucha rusticidad que haya, el trabajo con la orquesta es finísimo: no solo está
todo perfectamente delineado, sino que se escuchan cosas que potras veces pasan
desapercibidas. De propina, una magnífica interpretación del Scherzo
capriccioso que sabe combinar sabor folclórico, potencia dramática y transparente lirismo (¡qué hermoso canto el del corno inglés!). No dejen de escuchar este disco, por favor: yo lo he hecho a través
de la plataforma Tidal.
En la entrada anterior justificaba las insuficiencias expresivas de Viktoria
Mullova en su acercamiento discográfico al Concierto para violín de Tchaikovsky
haciendo alusión a la inmadurez propia de los veinticinco años de edad que
contaba la artista cuando realizó la grabación. Pues bien, he podido repasar el
registro que junto a la misma Sinfónica de Boston, pero bajo la dirección no de
Ozawa sino de Erich Leinsdorf, realizó Itzhak Perlman en diciembre de 1967, con
tan solo veintidós.
La comparación ha sido relevadora: siendo su sonido menos
bello que el de su compañera –aunque no menos firme ni menos afinado–, el chavalito
israelí desprende auténtico fuego a lo largo de toda su intervención. Y un fuego
perfectamente controlado, capaz de precisar con el mayor detalle todas las
tremendas acrobacias que se exigen a su parte y, sobre todo, de hacer cantar al
violín con esa perfecta mezcla de carácter épico, ternura, dolor contenido y
frenesí juvenil que la partitura necesita.
Si hay alguna pega esta viene por
parte del veterano Leinsford, que dirige con mucho fuego pero con demasiadas
prisas, cierta linealidad y más de una contundencia, y por todo ello sin
terminar de cantar todas las melodías como es debido. Por eso mismo será
preferible escuchar a Perlman unos años después con Eugene Ormandy, aunque en este registro del sello RCA el tercer movimiento sea ya en su conjunto fenomenal. Y no debemos dejar de
señalar que la Boston Symphony, espléndida, suena bajo la batuta del maestro
vienés más rústica, y por ende más claramente tchaikovskiana, que como lo hará
con Ozawa en la citada grabación con Mullova.
El vinilo original se completa con un registro, realizado en la misma fecha que el de Tchaikovsky, de la hermosa Romanza de Antonín Dvorák. En principio la interpretación parece
ofrecer una gran intensidad, pero los 11’55 frente a los 13’09 de la grabación
siete años posterior del propio Perlman con Barenboim se dejan notar de manera
considerable si se realiza la pertinente comparación: aquí las melodías no
vuelan tan lejos ni ofrecen la misma capacidad de evocación poética, culpa sin
duda de un Leinsdorf que dice la obra un tanto de pasada, sin comprometerse. Lástima.
Según cuenta la Wikipedia, Viktoria Mullova ganaba el Concurso Internacional
Tchaikovsky en 1982 y se fugaba de la Unión Soviética al año siguiente dispuesta
a comerse el mundo. Su primer disco lo grabó para el sello Philips –sensacional toma sonora– en octubre de 1985, junto a Seiji
Ozawa y la Sinfónica de Boston: la artista no había cumplido aún los veintiséis.
El programa estaba integrado por los conciertos para violín de Sibelius y, como
no, Tchaikovsky.
Un servidor conocía la interpretación del Sibelius, que comenté en este blog
en términos no precisamente elogiosos:
“El suntuoso sonido de la orquesta norteamericana, al mismo tiempo
aterciopelado y oscuro, en principio ideal para esta partitura, es lo único
remarcable dentro de una lectura a todas luces decepcionante en la que dos
grandes artistas se encuentran como pez fuera del agua. Ni por sonido –hermoso
pero poco denso– ni por temperamento –ajeno a tensiones y conflictos– la Mullova
es capaz de hacer justicia a la mezcla de poesía y dramatismo que exige la obra,
mientras que el siempre refinado y elegante Ozawa parece preocuparse tan solo de
ofrecer grandes sonoros –y su habitual exquisitez para el color– sin profundizar
en las asperezas de la página. Tanta blandura por parte de uno y de otro termina
irritando.”
Bueno, pues por fin esta tarde he podido escuchar la interpretación del concierto de Tchaikovsky. Y esta me ha interesado sobre todo por la labor de Ozawa. Gran recreador
del autor de El cascanueces dentro de una línea mucho antes apolínea que dionisíaca, el
maestro oriental ofrece la interpretación que de él podíamos
esperar: sonada en el punto justo entre ligereza y músculo, elegante sin llegar
al amaneramiento, admirable en su depuración sonora y, sobre todo,
maravillosamente cantada, aunque también algo falta de pathos, de garra
dramática y de fuerza expresiva en una obra que pide un mayor compromiso. Ahora
bien, el distanciamiento de Ozawa parece pura inflamación al lado de una Mullova
extremadamente pulcra pero de una frialdad glacial: todo está en su sitio, pero
sin que se le mueva un pelo. Y sin emoción aquí las cosas no funcionan.
Resumiendo: patinazo de Ozawa en Sibelius y de Mullova en los dos autores. Es disculpable, pues una joven virtuosa de veinticinco años no tiene por qué hacer gala de madurez suficiente como para lograr hacer justicia a estas música. Otra cosa es que después la haya alcanzado. Porque, ¿cuantos discos verdaderamente grandes, de esos que consideramos "de referencia", nos ha legado la violinista moscovita?
Se ha editado un nuevo volumen de la integral de las sinfonías de Shostakovich que están grabando Andris Nelsons y la Sinfónica de Boston para Deutsche Grammophon, incluyéndose en él las sinfonías nº 4 y 11, en grabacionesen vivo correspondientes a marzo y abril de 2018 en el primer caso y a septiembre y octubre de 2017 en el segundo. Los resultados, son desiguales: soberbia la Cuarta, decepcionante la Undécima.
No es necesario que me extienda sobre la interpretación de la misteriosa y fascinante op. 43, porque se trata de la misma toma radiofónica que comenté aquí mismo el pasado mes de mayo. O casi: aquella era de un solo día, esta otra procede de varios conciertos. En cualquier caso, y después de volver a escucharla, mi impresión es la misma. Ahora debo matizar, eso sí, apuntando que algunos pasajes del primer
movimiento podrían haber estado mejor aprovechados, que no se juega lo
suficiente con el peso de los silencios y que, en general, se echa de menos un
poco más de atmósfera; pero también puedo y debo repetir que el tercero es magistral de
principio a fin. Dicho de otra manera: un nueve para los dos movimientos
iniciales, un diez para el último. La toma sonora, ya excelente en la
transmisión radiofónica, es ahora espectacular escuchada en la descarga en alta definición. Un enorme logro de Nelsons, pues, a la altura de Previn y solo un paso por detrás de Rozhdestvenski y de Rostropovich, que ahí están y seguirán estando.
En el caso de la Sinfonía nº 11 la audición se me ha hecho muy
cuesta arriba, en parte por la música. Si la Cuarta la tengo por una página de extraordinaria calidad, El año 1905 me parece una obra
escrita con tanto oficio como escasez de inspiración: larga, reiterativa, escasa
en imaginación y muy poco sincera. Cierto es que hay algún momento muy vistoso y
que el tercer movimiento tiene su valor. También que no es una sinfonía tan
rematadamente mala como la siguiente de su catálogo, El año 1917. Pero el conjunto solo
funciona con una batuta implicadísima, y aquí Nelsons se muestra insuficiente.
Construye de manera irreprochable –no es fácil mantener la tensión durante esta
interminable hora–, trabaja a su fabulosa orquesta con una depuración sonora
extrema y hace gala de una admirable musicalidad –nada de nerviosismo, ni de
blanduras, ni de numeritos de cara a la galería–, mas su aproximación resulta en
exceso distanciada, por no decir neutra o, lo que es peor, inexpresiva. Faltan
atmósfera opresiva, garra dramática, calor humano, rabia interna que vaya más
allá de la mera descripción de unos acontecimientos más o menos históricos…
También sobran algunos detalles caprichosos (¿para qué enunciar con semejante
lentitud el tema revolucucionario que introduce el primer movimiento?). En fin, escuchen a Rozhdestvenski o, mejor aún, a Rostropovich en cualquiera de sus dos
aproximaciones, distintas entre sí pero ambas rebosantes de esa intensidad y esa
variedad en la expresión que se echan de menos en esta lectura antes de
cirujano que de comunicador. Tampoco la toma sonora, siendo de muy alto nivel,
es la mejor posible: hace falta una gama dinámica todavía más amplia.
Sinfonías Cuarta, Quinta y Sexta de Shostakovich en interpretaciones de Valery Gergiev y su Orquesta del Mariinsky registradas entre 2012 y 2013 y editadas por su propio sello en un doble SACD multicanal. Repetición de la jugada, pues, porque estas obras ya las habían grabado años atrás para Philips. Los resultados son irregulares: no estamos en modo alguno ante el peor Gergiev posible, más bien al contrario, pero tampoco nos encontramos ante referencias discográficas.
Quizá la interpretación más conseguida sea la de la Cuarta, una lectura muy certera en el idioma y en la
expresión, atenta tanto a la virulencia como a las atmósferas más o menos
fantasmagóricas, comprometida en cuanto a la energía y sinceridad desplegadas,
pero algo cruda a la hora de dejar en evidencia las limitaciones tanto de la
orquesta, no óptima a la hora de enfrentarse a tan dificilísima partitura, como
de su tosco y primario director, que combina pasajes muy notables con otros
que dejan que desear. La escalofriante “aparición” en torno al minuto 20 del
primer movimiento, por ejemplo, podría haber resultado mucho más terrorífica de
haber trabajado más el peso de los silencios. La marcha que abre el tercero,
lineal y dicha de pasada, apenas acumula tensiones. Tampoco el tremebundo clímax
final resulta del todo apocalíptico. Además, hay algunas intervenciones
solistas algo blandas y, en general, se puede avanzar más en claridad y
depuración sonoras, como bien ha demostrado recientemente la recreación de Andris Nelsons aquí comentada. La toma sonora ofrece la amplísima
gama dinámica que demanda esta partitura y recoge muy bien las no menos
fundamentales frecuencias graves.
La Quinta recibe asimismo una notable lectura en la
que queda claro que Gergiev no solo domina el idioma shostakoviano y que conoce
todos los dobleces del universo expresivo del compositor –la visión no es nada
“oficialista”–, sino también que ama su música y es capaz de recrearla con intensidad, logrando combinar brillantez y sentido lirismo, sarcasmo y
garra dramática, siempre dentro de ese estilo vitalista, impulsivo antes que
reflexivo, que caracteriza sus maneras de hacer. ¿El problema? En el cuarto
movimiento Valerio se suelta la melena y monta el numerito decibélico. No es que no comprenda el sentido último de esta música, que sí lo
comprende: es que resulta basto y vulgar como él solo.
El primer movimiento
de la Sexta sabe ser al mismo tiempo bello y emotivo, ofreciendo un fraseo muy natural y
cantable, pero su lirismo no resulta todo lo lacerante que debería; incluso, por
momentos, parece algo blando. El segundo y el tercero están dichos con rapidez,
incisividad y una muy conveniente dosis de ironía, amén de con la frescura y la
animación que caracterizan a Gergiev, pero la habitual tosquedad del maestro
también se hace presente. La coda final, algo más festiva de la cuenta. La
orquesta rinde con profesionalidad, aunque el primer violín deja que desear.
Muy en resumen: versiones notables pero con demasiada competencia en el mercado como para interesarse por ellas. Busquen las integrales de Rozhdestvensky y Rostropovich. Ahí encontrarán los dos mejores Shostakovich posibles, el expresionista y el "romántico". Ambos son complementarios e imprescindibles. Lo de Gergiev es bueno, pero para andar por casa.
En diciembre de 2012 abandoné mi serie sobre la discografía de las sinfonías de Johannes Brahms después de dieciocho entregas. Estaba cansado de ella; además, al llegar al ciclo de Giulini en Viena ya no se podía ir más allá. La retomo ahora, al hilo de la nueva grabación de Daniel Barenboim de la que ya he dejado algunos apuntes. Y lo hago justo donde la dejé: siguiendo un orden cronológico, toca ahora hablar de la grabación que, con estupenda toma de sonido, realizó en 1991 el sello Capriccio a Kurt Sanderling y la Sinfónica de Berlín, al que desde hace años tengo en mucha estima.
Ahora bien, como algunos lectores habían insistido en que el anterior ciclo del maestro prusiano, el realizado con la Staatskapelle de Dresde entre 1971 y 1972 para RCA, era una verdadera joya, he decidido tomármelo a pecho y escuchar los dos ciclos seguidos, sinfonía por sinfonía. Ha sido agotador, pero entiendo que ha merecido la pena. No voy a renunciar a exponer de manera prolija las ideas que he ido anotando, aun a riesgo de aburrir al personal. Para el que no esté dispuesto a aguantar semejante ladrillo, le adelanto las conclusiones: un Brahms de pura cepa centroeuropea, noble, cálido y muy hermosamente fraseado, que en Dresde resulta más enérgico y
escarpado, pero que en Berlín, diecinueve años después, gana
considerablememente en madurez, en depuración sonora y en vuelo poético,
aunque dentro de un enfoque otoñal que no será del gusto de
todos los melómanos.
Empieza de manera admirable la Sinfonía nº 1 en la grabación de Dresde, con un arranque que sabe ser al mismo tiempo doliente y rebelde, sin
quedarse en lo resignado; el resto del primer movimiento, decidido y
abiertamente dramático, no resulta menos admirable, si bien se puede avanzar aún
más en flexibilidad y a la cola se le debería sacar más partido. En el segundo
Sanderling nos ofrece una sonoridad y un fraseo puramente brahmsianos, pero aquí
atiende a la desazón de la página sin desarrollar lo suficiente su particular
lirismo y sentido humanista. Lirismo que sí consigue en el tercero, cuyo fraseo
sensual entronca con la mejor tradición de la interpretación
brahmsiana; agitadísima la sección central. El cuarto ofrece una introducción
irreprochable, con unos pizzicati muy bien planificados, pero extrañamente
cuando entra el tema principal se echa de menos lirismo en el canto de la
cuerda; a partir de ahí Sanderling se muestra poderoso, inflamado y
adecuadamente afirmativo, pero cae en algunas molestas contundencias (clímax en
torno a 12’), no acierta con las “ráfagas” antes del final (a partir
de 15’30) y, en general, no termina de desarrollar la vertiente poética de la
pieza. Falta madurez, en definitiva
Madurez que encontrará en su grabación en
Berlín. La introducción deja bien claro que las cosas han
cambiado mucho. Pero en este caso para peor: en lugar de rebeldía y empuje dramático, pesadumbre
sin ganas de combatir. Efectivamente, esta va a ser una lectura marcadamente
otoñal, desarrollándose el Allegro que viene a continuación de manera morosa y
un punto flácida. Por descontado que que hay
pasajes mágicos y que la coda está ahora muchísimo mejor resuelta que diecinueve
años atrás, pero al conjunto le falta nervio. El segundo movimiento, por el
contrario, gana por goleada al de Dresde: ahora sí que destila toda esa
efusividad y esa ternura que necesita. El tercero, no tan agitado en su sección
intermedia como antes, es todo sensualidad y magia sonora; admirable la manera en la que la
música se va remansa para facilitar la transición al cuarto. En este de nuevo se
avanza sobre el registro anterior a la hora de frasear el tema principal, ahora
mucho más cantabile; también se ha ganado en musicalidad y en hondura. Si la
versión tuviera el primer movimiento de Dresde sería de gran nivel, pero así las
cosas, ninguna de las dos es redonda.
La Sinfonía nº 2 de Dresde alberga sus virtudes. La calidez aterciopelada
del sonido, la plasticidad con que está tratadas las masas sonoras
–impresionante tratamiento de la cuerda en la sección central del tercer
movimiento–, la flexibilidad del fraseo y la perfecta mezcla entre ternura y
amargor con que están cantadas las melodías dejan bien claro que estamos ante un
director que conoce a la perfección el
idioma brahmsiano. No solo eso: Sanderling expone a la música con tanta solidez
como lógica en la arquitectura y hace gala de un gusto exquisito. Ahora bien, a
su enfoque le faltan nervio interno, un carácter más escarpado en los
clímax del primer movimiento, mayor garra dramática en el segundo y, en
general, y mayor atención a los aspectos lacerantes de esta música. A sus cuarenta años de edad, el maestro resultaba ya aquí algo más otoñal de la cuenta. Solo en el Finale, vibrante y
decidido, logró desplegar la energía requerida.
En Berlín esta sinfonía funciona de manera más satisfactoria. Aunque la visión que
tiene Sanderling de la obra siga siendo otoñal e introspectiva, sorprende
gratamente que, además de cantar ahora mejor y con mayor depuración sonora las
melodías, ofrece en el primer movimiento esos picos de
tensión más marcados y con más garra que se echaban de menos diecinueve años
atrás; eso sí, hay en este Allegro
non troppo frases que seguirán siendo –por su mezcla de ansiedad y dolor
revestidos de la más asombrosa belleza sonora– patrimonio exclusivo de Carlo
Maria Giulini en cualquiera de sus dos últimas grabaciones. El Adagio non
troppo, más paladeado y hermoso ahora sigue quedando falto de hondura dramática.
Espléndido el tercer movimiento, en el que la más tierna y delicada poesía se
dan de la mano con pasajes suavemente inquietantes y una fresca jovialidad. El
finale, ahora más amplio, pierde fuerza y nervio, pero gana en refinamiento, en
vuelo melódico y en atención a esos pasajes más o menos góticos que apenas
enturbian la alegría que desprende la música.
La Sinfonía nº 3 de Dresde me ha parecido buena sin más. El primer movimiento es amplio y se encuentra fraseado con flexibilidad, pero no parece especialmente arrebatado. El segundo resulta adecuadamente gótico, además de muy cantable. Flojo el celebérrimo Poco allegretto, en parte por los solistas de una orquesta que, siendo muy buena, no estaba en su mejor momento.
El cuarto movimiento está dicho con fogosidad, pero su final resulta algo líneal, poco misterioso
Claramente mejor la Tercera con la Berliner Sinfonie Orchester. El primer movimiento, esta vez con repetición, vuelve a ser magnifico;
incluso es posible que ahora sus líneas estén mejor diseccionadas, si bien se
sigue echando de menos una dosis extra de nervio.
El segundo, más dilatado ahora –9’53 frente a los 8’53 de la ocasión anterior–
resulta esencial y fantasmagórico, perdiendo garra
dramática en su clímax pero ganando en flexibilidad y en magia
sonora. El tercero, asimismo más lento –los 6’22 de Dresde se transforman en
7’06–, ahora sí que destila toda esa poesía que se echaba de menos en la
anterior ocasión; eso sí, dentro de un enfoque que no opta ni por la inigualable
ternura de Giulini ni por el carácter anhelante de Barenboim –sobre todo en su
citada grabación berlinesa–, sino más bien por la
espiritualidad y por una meditación no carente de un poso amargo. En el último
movimiento de nuevo falta un punto extra de electricidad, pero la coda, trazada
hasta su total disolución con una técnica de batuta magistral en el
dominio de agógica y dinámica, no solo supera con mucho a la de la grabación
anterior, sino que es una de las mejores que se hayan escuchado.
No genial pero sí
magnífica en sus cuatro movimientos, la Sinfonía nº 4 es la más lograda de la
integral de Dresde. El primer movimiento se desarrolla con decisión, de un solo trazo,
pero sin desatender las inflexiones. En el segundo, otoñal sin excesos, hay que
derretirse ante el bellísimo canto en el que se van sucediendo violonchelos,
violas y violines. El tercero, sanguíneo y poderoso, alcanza el adecuado punto
de equilibrio entre lo épico y lo jubiloso. El cuarto es ortodoxia de la buena,
aunque encuentro inconveniente que al final se vaya ralentizando.
Los
13’05 del primer movimiento en Dresde se transforman en Berlín en nada menos
que 15’10, dejando claro que esta va a ser una interpretación otoñal, dicha con un sugestivo fraseo ondulado y con un sereno, poético y
evocador lirismo, pero olvidando un tanto la tensión dramática y el carácter
escarpado que también deberían hacerse presentes. Los 11’45 del Andante
moderato pasan a 13’10: los resultados son hermosísimos. El Scherzo, soberbio
dentro de su ortodoxia, atiende ahora mejor a las frases líricas, mientras que
al cuarto le pasa un poco como al primero: necesita más tensión interior. Como en
Dresde, la ralentización de la sección final resulta muy discutible. En definitiva, aquí Berlín gana solo en los movimientos centrales.
En ambos ciclos se repiten las Variaciones sobre un tema de Haydn, página que con mayor propiedad se deberían llamar Variaciones San Antonio. Es muy buena la de RCA: buen trazo, intensidad y apreciable sentido de los contrastes expresivos. Genial el arranque de la última variación,
de una nobleza estremecedora, aunque el final no posea toda la grandeza
posible. Aparte de la cuestión de los tempi –20’08’’ frente a los 18’38’’ de Dresde–, la de Berlín pierde en vivacida, pero gana de manera considerable en nobleza,
serenidad y profundidad; también en dimensión espiritual y carácter esencial. El
final, ahora sí, ofrece la grandeza esperable.
La Obertura académica no la grabó Sanderling en ninguna de las dos ocasiones. Sí, la Obertura trágica, pero solo en Dresde: una lectura dicha
con fraseo noble y sentido dramático a la que solo le falta un
último punto de personalidad y creatividad.
Curiosamente, la grabación de Capriccio incluye como complemento la Rapsodia para contralto. No es lo mejor de estos registros: a su
expresividad recogida y un punto más seria de la cuenta le faltan desazón en el
arranque y, extrañamente, intensidad lírica en todo el sublime tercio final.
Tampoco es del todo emotiva la mezzo Annette Markert, aunque tanto ella como el Coro de la Radio
de Berlín realizan una buena labor.
El próximo capítulo, la integral de Barenboim en Chicago.
En el último de los cuatro conciertos que presencié en la capital de Alemania tuve la oportunidad de asistir al estreno mundial de una obra de Aribert Reimann (Berlín, 1936) encargada por Daniel Barenboim: Fragments Johann Wolfgang von Goethe's West-eastern Divan. No conociendo nada de este compositor, lo cierto es que me gustó regular. Es por ello por lo que he decidido, antes de escribir sobre dicho evento, ver de una vez por todas el blu-ray editado por el sello Arthaus que me compré hace ya ha tiempo con la filmación del estreno mundial de su ópera Medea, que tuvo lugar en la Wiener Staatsoper en febrero de 2010. Me he aburrido mucho, esa es la verdad.
Lamento no poder dar ningún argumento más que mi percepción subjetiva. De la profesionalidad de Reimann poniendo las notas en el pentagrama no puedo dudar. Tampoco de su habilidad a la hora de encajar la música con la acción, en este caso no los textos griegos sino el drama de Franz Grillparzer publicado en 1821. Pero la escritura vocal me ha parecido una mareante sucesión de melismas y agilidades que más que desasosiego crean hartazgo, mientras que la orquestal, no exenta de sugerentes hallazgos tímbricos, no termina de desprender la atmósfera malsana y desesperada que el argumento parece pedir a gritos: cuando llegan los momentos encrespados, acumulación de decibelios y punto. No me ha parecido una música sincera, sino más bien un intento de crear música supuestamente contemporánea –que no es tal– para agradar a quienes no les gusta la música realmente contemporánea.
La interpretación musical es magnífica. Reimann escribió pensando en estos cantantes en concreto, pero independientemente de eso el equipo no solo demuestra suficiencia vocal, sino también una extraordinaria implicación expresiva. Solo he encontrado problemas en la Gora de Elisabeth Kulmann, para la que el berlinés escribió unas notas graves muy forzadas quizá de manera voluntaria. En el rol titular, Marlis Petersen está sencillamente soberbia, destacando asimismo la Kreusa de Michaela Selinger. Max Emaniel Cencic realiza un cameo de verdadero lujo. Michael Boder dirige con enorme convicción a la espléndida orquesta vienesa. Marco Arturo Marelli diseña una impresionante escenografía y dirige el drama con gran sabiduría.
Imagen espléndida, toma sonora portentosa y subtítulos en castellano. Aun así, no lo recomiendo, pese a que mi querido amigo Ángel Carrascosa, con quien tantísimas veces coincido, tiene una opinión muy diferente que pueden leer aquí.
A raíz de dos entradas recientes, sendos amigos me han hecho –en privado– unos comentarios que me parecen injustos. El uno afirma que mi entrada sobre Karajan es superficial, porque se presta a muchísimos matices. ¡Pues claro! Establecer etapas en la carrera de un artista no es más que una fórmula simplificadora que resulta útil, y por ende necesaria, para una primera aproximación a nuestro objeto de estudio, pero luego está sujeta a infinitas puntualizaciones y controversias. Pienso ahora en Velázquez: se ha debatido seriamente la cronología de lienzos como los paisajes de Villa Medici o la mismísima Venus del Espejo, intentando discernir si corresponderían a una u otra fase del genial pintor, pero aun así establecer una periodización parece no solo válido, sino también obligatorio, para entender cómo evoluciona su pintura. Pues eso mismo. He abierto el blog a comentarios e invitado a este amigo a realizar sus propias puntualizaciones, pero dice que no tiene tiempo. Vaya, hombre.
El otro me comenta que lo que escribí sobre las sinfonías de Brahms por Barenboim y la Staatskapelle de Berlín es muy poco. Efectivamente: ya avisé que eso no era la crítica. Para darle algo de lo que me pide, añadiré a lo ya escrito entonces que los dos primeros movimientos de la Segunda no me han gustado, mientras que el último me ha parecido de lo más interesante por darle Barenboim la vuelta a la tortilla: desgarro en lugar de júbilo desbordante. También puedo puntualizar que en el primer movimiento de la Tercera hay una cosa rarísima, un cambio en la partitura para el que no encuentro explicación. Y que los dos movimientos iniciales de la Cuarta palidecen ante los de las diversas recreaciones que le he podido escuchar a Andris Nelsons, al tiempo que los dos últimos se sitúan a muy altas cotas de inspiración y rivalizan seriamente con los del maestro letón.
Y ahora, chicos, dejadme un poco en paz. Estoy literalmente a-go-ta-do de este blog. Le he dedicado muchísimo tiempo –no solo para escribir, también para audicionar– y he llegado a un punto de total saturación. No me exijáis más de lo que puedo dar. Gracias.
Soy de los que piensan que James Levine es –era: este señor
puede dar finalizada su carrera después de los últimos escándalos– un director más bien mediocre, por no decir vulgar, ruidoso y hortera, pero lo cierto es que
algunas –pocas– de sus realizaciones me gustan. Es el caso de la Adriana Lecouvreurhace poco comentada, o del monográfico George Gershwin que, al frente de la Sinfónica de Chicago, fue registrado por los ingenieros de Deutsche Grammophon allá por julio de 1990,
cuando el maestro se concentraba en el cénit de su prestigio y, además de ser
dueño y señor musical del Metropolitan de Nueva York, grababa de todo al frente
de las orquestas más distinguidas. El programa es precioso: Rhapsody in
Blue –la versión de jazz band–, Cuban Overture, Catfish Row –es decir, la suite de
Porgy and Bess– y An American in Paris.
No son
estas unas lecturas al uso. Ciertamente hay en ellas mucho de brillantez, de espectáculo más o menos epidérmico y de esas cargas decibélicas que son marca de la casa. También de chispa, de teatralidad y
de sentido del swing. Y Levine no se olvida de un cierto toque de descaro, de ese carácter arrabalero –entiéndase
“de música callejera”– que esta música también necesita. Lo interesante es
que, junto con todo ello, hay algo más: mucho nervio interno, una muy apreciable incisividad, una rítmica particularmente
marcada y hasta cierta dosis de agresividad. Sin faltar al estilo, Levine subraya los aspectos más avanzados de
este repertorio. Y lo hace con plena convicción, inyectando vitalidad y
extroversión a manos llenas, todo ello en plena sintonía con una orquesta como
ninguna otra: dudo mucho que nunca estas obras hayan sido mejor ejecutadas.
Dicho esto, a lo largo del CD encuentro irregularidades. Sin ir más lejos, en la Rhapsody in Blue. Esta recibe una interpretación no muy
sensual pero sí de lo más efervescente, amén de llena de gancho, de colorido y de vistosidad, pero en la parte solista Levine –que toca con enorme solvencia en lo que a virtuosismo se refiere– no termina de convencer: en muchas de las frases, su sonido pianístico resulta más blando de la cuenta, o al menos poco adecuado para Gershwin, y en general necesita un fraseo más incisivo y rico en aristas, con las síncopas más marcadas y algo más dotado de agresividad digital.
Sin
poseer la sección central más sensual posible –escúchese a Barenboim con la
misma orquesta–, la Cuban Overture es todo ritmo, colorido e incisividad bien entendida. Porgy and Bess arranca con una fuerza y un sentido
teatral desbordante, y de ahí apenas se baja; ni que decir tiene que Levine
–faltaría más– saca la artillería en
pleno durante la secuencia de la tormenta y no deja de recrearse en las increíbles posibilidades decibélicas de la formación norteamericana.
An American in Paris,
finalmente, pierde ese fraseo curvilíneo, esa sensualidad refinadísima y esa
depurada tímbrica a las que estábamos acostumbrados en la referencial grabación
de Ozawa –tampoco conviene olvidar a Bernstein ni a Previn– para ganar en asperezas, en contrastes teatrales, en nervio y en espectacularidad, acercándose más
bien a cierto “ruso en París” que una década antes había tenido inquietantes
cosas musicales que decir en la propia capital francesa. Si los resultados no son redondos es debido a la dichosa costumbre del maestro a ofrecer brutales explosiones sonoras, planteadas con obvio deseo de apabullar y sin espacio para matices.
En cualquier caso, en este disco se dicen las suficientes cosas nuevas como para merecer nuestra atención. Más aún cuando se dicen a través de una orquesta excepcional y se recogen por una toma sonora, no lo he dicho aún, verdaderamente increíble.
Se celebra hoy el aniversario de la muerte de Herbert von Karajan. Y vuelve a
leerse la misma retahíla de tópicos de siempre, algunos de ellos escritos por
parte de personas que, de la manera más petulante, presumen de haber tratado
con asiduidad al maestro pero que siguen sin enterarse de lo más importante: de cómo dirigía este señor. En realidad, ni esta clase de articulistas ni otros de
generaciones más jóvenes suelen ir más allá de lo del
director nazi, la tradición centroeuropea, la boutade del
“Karajan Coca-Cola” que en su momento dijo Celibidache y cosas por el estilo.
Así que voy a intentar decir, dentro de mis limitados
conocimientos sobre el tema, tres o cuatro cosas básicas el Karajan como
director de orquesta. De esas de “primero de crítica musical”, no se vayan
ustedes a pensar.
Lo primerísimo: Karajan poseía una técnica de batuta descomunal. Punto.
Segundo: su obsesión por el sonido fue grande. Por el sonido puro, libre de
significaciones. Por la potencia, por el empaste, por la belleza tímbrica, por
los grandes contrastes dinámicos. Un hedonista de libro.
Tercero: hubo una considerable evolución en sus maneras de hacer, y en ella
tuvo mucho que ver su relación con la Filarmónica de Berlín, cuya titularidad
alcanzó en 1954 a la muerte de Furtwängler. Podríamos distinguir dos etapas en
su trayectoria. O mejor tres: hasta finales de los cincuenta, desde entonces
hasta finales de los setenta, y una última hasta su fallecimiento en 1989. Dicho
discográficamente: la era mono, la era estéreo y la era digital. Más o menos.
La primera etapa era la del Karajan que odió Furt. Un odio que iba más allá de los celos o de la desconfianza ante un joven ambicioso que
estaba dispuesto a comerse el mundo a costa de quien fuera: el de Salzburgo era,
sencillamente, la antítesis artística del genial maestro berlinés. En dos
sentidos. Por un lado, Furtwängler era un chapucero con su batuta: escuchen
cualquiera de sus grabaciones –quizá con la excepción de las de estudio para
EMI– y encontrarán desajustes a punta pala. Karajan era un perfeccionista, y a
medida que se ampliaba el mundo de las grabaciones discográficas quedaba bien
claro que ganaba quien pudiera ofrecer en el disco de pizarra aquella perfección
que raramente se alcanzaba en vivo. Por otro lado, nuestro artista hacía gala de unas maneras de hacer distanciadas de eso que comúnmente
conocemos como “la gran tradición centroeuropea”, y en cierto modo cercanas a las
de Arturo Toscanini: rigidez en el fraseo, tendencia a la marcialidad,
sequedad en los ataques, valor de impulso rítmico por encima del carácter
orgánico del desarrollo musical… Todas estas características, unidas al ya
desarrollado interés del joven maestro por los grandes contrastes sonoros,
tenian poco que ver con quien –no recuerdo si son
palabras de Barenboim en referencia a Furt, seguramente sí– entendía la
dirección de orquesta “como arte de la transición” y concebía la
interpretación como reflejo de una idea más o menos filosófica o reflexiva
detrás de las notas, no como espectáculo sonoro.
Semejantes maneras llegaron hasta su etapa discográfica junto a la Orquesta
Philharmonia para EMI. Pero poco a poco se fue produciendo un proceso de osmosis
con la Filarmónica de Berlín. Su sonoridad oscura, densa y opulenta, de
riquísimas frecuencias graves –nada que ver con la “nasalidad” de la fabulosa
orquesta de Klemperer–, que tan maravillosamente había servido a Furtwängler para
sus propios fines expresivos, provocó honda mella en Don Heriberto. Este
encontró en ella el mejor vehículo para dar rienda suelta a su hedonismo. Y la
formación alemana vio en él al técnico que iba a desarrollar todo su potencial
virtuosístico, que la iba a hacer sonar mejor que ninguna otra formación de
tradición centroeuropea y que la iba a recoger para la posteridad con una
perfección inimaginable por ninguna de sus compañeras; y también vio al vendedor que la iba
a poner en primera fila del cada vez más lucrativo mundo del disco.
De este modo comenzó una segunda etapa en la que Karajan iba a ser otro
Karajan: el que todos conocemos. Empaste perfecto, sonoridad muy prieta,
asombrosa plasticidad en el tratamiento de las masas sonoras, sensualidad
extrema, voluptuosidad a tope, tendencia a la ampulosidad… Y, por descontado,
marcados contrastes dinámicos marca de la casa. También perdió rigidez y
ganó cantabilidad. ¿Dónde quedaba la emoción? Pues también estaba ahí. Karajan no fue
en absoluto un director frío. Lo que ocurre es que su visión de la música era un
tanto acomodaticia, por no decir “burguesa”. El dirigía “para todos los
públicos”, es decir, para vender lo más posible. No le gustaba que la música
inquietara, ni tampoco que obligara al oyente a calentarse la cabeza. Tampoco
buscaba experiencias cartárticas. Y en más de una ocasión –Novena de
Beethoven– se evidenciaba un tufillo filo-nazi en su tendencia a subrayar lo épico y lo afirmativo muy por encima de lo dramático.
Dicho de otra manera: Karajan acertaba más o menos según qué repertorios. Hizo
cosas increíblemente buenas, cosas notables y cosas mediocres.
Toda esta tendencia fue creciente y llegó a su culminación en sus discos para
EMI de los años setenta, cuando nos legó auténticas joyas –Vida de Héroe o Don
Quijote de Strauss, compositor que era su auténtica especialidad– pero
también cuando cometió sus mayores desmadres. Y entonces empezó a cambiar la
cosa, no sé si porque ya no se podía ir más allá en desmelene o más bien porque su
relación con la Berliner se fue enfriando. Entonces apareció “la otra”, la que
siempre había estado allí sin que se notara mucho, pero dejándose querer: la
Wiener Philharmoniker. Y esa "otra" le pedía menos virilidad, menos contundencia;
más cariño, más delicadeza, más ternura. Las sonoridades se hicieron menos
masivas, más dúctiles, diríase que más hermosas. El preciosismo seguía estando presente, pero ya no era necesario hacer exhibiciones de músculo ni alcanzar los
fortísimos más imposibles. Ahora había que cantar, había que querer y dejarse
querer, había que hablar de tú a tú… Y ahí llegó el mejor Karajan posible, el
del increíble Rosenkavalier para DG, de la Cuarta de Schumann o el del más memorable Concierto de Año Nuevo
–Barenboim dixit– habido y por haber. Incluso con la de Berlín cambió la cosa y entre ambos hicieron algunas maravillas: Cuarta de Nielsen, Tapiola... La parca llegó pocos
meses después de pedir el divorcio.
PS. Un amigo me corrige un lapsus: su gran Cuarta de Schumann no es con Berlín sino con Viena. La verdad es que sí que lo sabía, pero se me fue por completo el santo al cielo. Ya he corregido el texto. Mil perdones.
Estaba previsto que la nueva grabación de las sinfonías de Brahms a cargo de Daniel Barenboim salieran al mercado el próximo 24 de agosto, pero Deutsche Grammophon nos ha sorprendido a todos (¡gracias a "Pastoso" y a "Bruckner 13" por el aviso!) colgándolas en Spotify y, al menos parcialmente, en YouTube. Gratis y de manera por completo legal. También la tienen ustedes en Tidal en calidad CD, pero ahí hay que rascarse un poco el bolsillo: 20 euros al mes que merecen muchísimo la pena. En fin, queda claro que el mundo de las grabaciones es ya muchísimo antes un mecanismo de promoción que una máquina de hacer dinero: no sé si venderán los discos cuando salgan, pero la publicidad que le están haciendo al maestro y a su Staatskapelle, que estos días andan visitando Buenos Aires con Tristán e Isolda y, precisamente, las sinfonías brahmsianas, es formidable.
¿Y cómo son estas versiones? Aún tengo que escucharlas más veces para que me quede claro. De momento puedo adelantar varias cosas. Son mucho más interesantes que las que hizo con la Sinfónica de Chicago, por profundizar de manera considerable en la visión sombría que en aquella ocasión se apuntaba, pero que no terminaba de cuajar. Las nuevas, de hecho, unas versiones marcadamente góticas. Y extremadamente creativas: yo diría que las más flexibles e imaginativas que conozco. También son las versiones mejor analizadas en su entramado instrumental. Y las más expresivamente coloreadas. La orquesta está impresionante: ¡qué timbales!
Dicho esto, es lógico que con un planteamiento tan personal como el referido las cosas no funcionen igual de bien en todas las sinfonías ni en todos los movimientos. Hay algunos que me han parecido sobrenaturales, fundamentalmente el último de la Primera y el segundo de la Tercera, que tienen precisamente ahí arriba en YouTube. Los hay que me han parecido notabilísimos, aunque sin llegar al mayor nivel de excelsitud posible. Y los hay que me han defraudado. Hablaré de todo ello dentro de algunas semanas, cuando haya tenido tiempo de estudiar estas versiones y, espero, de escuchar la toma en HD que presuntamente se editará. Pero nada le impide a ustedes ir descubriéndolas ya mismo. Les aseguro que merece le pena: se escuchan muchísimas cosas nuevas en ellas.
Kian Soltani (n. 1992) es un violonchelista de origen persa –nacido en
Austria– que anda vinculado a Daniel Barenboim y su
Orquesta del West-Eastern Diván. Su enorme talento le ha llevado a recibir en
cesión un Stradivarius de 1694 (el “London”) de bellísimo sonido, y a debutar en
Deutsche Grammophon en un recital junto con el pianista Aaron Pilsan cuyo título “Home” y su preciosa portada, llena de
significaciones, deja bien claro que el artista asume su plena pertenencia a dos
mundos bien distintos, el europeo y el iraní. De este modo, el registro incluye
por un lado obras de Schubert (¡la Arpeggione, nada menos!) y Schumann, y
por otro páginas de Reza Vali –en primera grabación mundial– y una del
propio Soltani. Escuché el disco antes de mi viaje a Berlín en el que iba a
poder verle en directo –aún tengo que escribir la reseña– y quedé
asombrado. Pero a posteriori alguien me ha enviado, con no poca irritación por
su parte, una fotografía de la reseña escrita en Ritmo por un crítico llamado
Juan Carlos Moreno, a quien no tengo el gusto.
Aun reconociendo la belleza de su sonido, su atención al matiz y su capacidad
para cantar las melodías, dice el crítico que Soltani es uno de esos músicos
jóvenes que –según afirma este señor: yo no los conozco– “se extasían alargando
el tempo hasta dejar al mítico Celibidache en un amante de la velocidad”,
y que “eso hace que sus versión de románticos como Schubert y Schumann sea pura
afectación”, de tal modo que las obras aquí incluidas "pierden su esencia
romántica para convertirse en algo muy cursi y artificial”. Y añade que eso “es
lo que suele ocurrir cuando un intérprete quiere que lo valoren como
hiperexpresivo: que se queda en la superficie”.
Creo que pocas veces he estado tan en desacuerdo con una crítica publicada en
esa revista. Por lo pronto, conviene revisar las duraciones de los tres
movimientos de la Arpeggione en otras grabaciones:
Pues bien, las duraciones de la presente versión de Soltani y
Pilsan son 11’55 – 4’19 – 9’18. Muy similares a las de
todas las señaladas salvo la de Rostropovich y Britten,
considerablemente más lenta que las demás. Y, por si ustedes no lo sabían, una
de las más importantes interpretaciones de música de cámara jamás grabadas.
Visto que eso de las lentitudes de los músicos que nos ocupan es sencillamente mentira –el tal Moreno
al menos podía haber cotejado duraciones antes de escribir semejante falsedad–,
tenemos la cuestión de la afectación, la cursilería y la artificiosidad. Y ahí
entramos en un terreno por completo subjetivo en el que me resulta imposible
rebatir las argumentaciones contrarias. Lo que sí puedo es decir lo que a mí me
ha parecido: que Kian Soltani es un absoluto fuera de serie, quizá el mejor
violonchelista surgido en años, siempre con permiso de una Weilerstein no sé
si más artista que el persa, pero sí dueña de un sonido aún más hermoso si cabe,
por su riqueza de armónicos. Pero insisto, lo de Soltani es asombroso. Por la
hermosura de su sonido, por la naturalidad y la flexibilidad de su fraseo, por
la riqueza de matices, pero sobre todo por la emotividad con que es capaz de
cantar las melodías. Y sin ninguna afectación. Ni la más mínima.
Dicho esto, la competencia de Rostropovich es grande para Soltani, como
también lo es la de Britten (¡inmenso!) para Pilsan. Sobre todo, porque en ese
mítico registro los dos artistas lograron aunar belleza y dolor intenso como
solo lo más grandes intérpretes de Schubert lo han hecho; esta grabación, no
menos hermosa, no es tan doliente. Es más clásica, más apolínea. Más
equilibrada. Hiere menos, pero quizá se disfruta más. O al menos llegará a un
público más amplio, ese que busca ante todo belleza sonora: aquí la hay a
raudales. Como también ternura, dulzura bien entendida y un poso de hondura que
a este compositor le conviene muchísimo. Cualquier cosa menos un Schubert
trivial o meramente decorativo, tanto en la Arpeggione como en el arreglo
de la hermosísima canción Natch und Träume que asimismo se incluye en interpretación poco menos que sublime.
Venturosamente, Soltani sabe distinguir a Robert Schumann del autor del
Winterreise: su sonido es un punto más leve, su articulación más flexible
y alada, su expresividad más espontánea, incluso más arrebatada, aunque su
emotividad siga siendo la misma. En cuanto a presuntas lentitudes, permítanme
comparar una de las obras que se incluyen en el disco, las bellísimas Tres
fantasiestücke.
Es decir, globalmente nuestros dos chicos son algo más rápidos que sus
colegas. Que Juan Carlos Moreno haya escrito que ambos dejan a Celibidache “en
un amante de la velocidad” resulta por completo injustificable e inadmisible.
Sobre las piezas de Reza Vali poco tengo que decir: me han parecido
muy agradables de escuchar, poco más. Más me ha gustado la Danza del fuego
persa escrita por Soltani himself, aunque no creo que sea por ello
por lo que pase a la historia. Porque a ella va a pasar. Escuchen el disco: está en Spotify y en Tidal, entre otras plataformas. Es de lo más bello en música de cámara que he escuchado en años.
Una cosa más. Otros de los amigos cabreados por la crítica del tal Moreno
–porque son varios los que andan seriamente disgustados con lo que está pasando
en Ritmo– me habla de la necesidad de enviar un correo a la redacción y cosas
así. Yo lo creo inútil, porque hace tiempo que en esa revista dejó de importar
la calidad de lo que en ella se escribe. Lo que fue una buena publicación con
una línea crítica seria, coherente y definida se ha convertido en una revista de
colorines para hacer promoción de artistas a base de entrevistas,
publirreportajes y reseñas discográficas "manipuladas", por descontado que previo
pago. Así que me voy a permitir una última maldad: estoy convencido de que si el
disco de Soltani hubiera sido editado por Sony Classical, la crítica la hubiera
escrito Pérez Chamorro y se hubiera llevado el máximo de estrellas. Y si no me
creen, repasen la sección “Ritmo Parade” disponible on-line.
La interpretación que de El
pájaro de fuego –ballet completo, no la suite– grabara el 7 de junio de 1959
Antal Dorati frente a la Sinfónica de Londres para el sello Mercury, que acabo de escuchar en un SACD de tres
canales que suena estupendamente para la época, goza de un enorme prestigio. Así por ejemplo, es una de las tres grabaciones –las otras las protagonizan
Ansermet, Salonen y Boulez– que Santiago Martín califica de referenciales en su
monografía sobre Igor Stravinsky publicada dentro de las Guías Scherzo.
A mí me ha parecido que, siendo muy buena, no hay para tanto. Cierto es
que la interpretación, de tempi rápidos y fraseo muy ágil, posee una frescura,
un nervio y una incisividad que la hacen muy atractiva y, mirando hacia el
futuro mucho antes que al pasado de la música rusa al que esta partitura tanto
debe, anticipa el mundo efercescente, anguloso y gamberro de Petrushka. Incluso podría decirse que, en determinados momentos, estamos escuchando pre-ecos de Le Sacre.
Pero el maestro
de Budapest –cincuenta y tres años por aquel entonces– se queda bastante corto
en sensualidad, en atmósfera y en evocación poética, como también en grandeza
cuando llega la coda final. Tampoco la London Symphony era por entonces la
formidable máquina que es ahora, ni la batuta posee ese refinamiento y esa
depuración sonoras que otros maestros –empezando por Pierre Boulez– han demostrado en tiempos más recientes al acercarse a la misma
página; sin ir más lejos, la Danza infernal resulta un poco chapucera. Disco interesante, pero prescindible.
Como alguien está difundiendo una versión muy parcial e interesada de los
hechos, me veo obligado a explicar por qué abandoné por segunda vez la revista
Ritmo.
Antes debo decir que yo había sido lector regular de la misma desde 1990. Que
me gustaba mucho y que había aprendido una barbaridad, especialmente de los
críticos Pedro González Mira y Ángel Carrascosa. Años más tarde pude conocer a
este último a través del jerezano José Luis De la Rosa, y se me ofreció una
oportunidad para colaborar que acepté con muchísima ilusión. Estuve escribiendo
durante largo tiempo hasta que en 2013 lo dejé por desacuerdo con la línea que
estaba adoptando la publicación, particularmente en lo que se refiere a la
cantidad de reseñas que, realizadas con considerable esfuerzo, se quedaban sin
publicar. Así se lo expuse al por entonces redactor jefe, Pedro González Mira;
creo que con respeto y educación, lo que no impidió que la réplica de éste fuera
extremadamente dura.
Año y medio más tarde mi entonces amigo Gonzalo Pérez Chamorro se había
convertido en nuevo redactor jefe y me ofreció retornar. No sin pensármelo
mucho, acepté. Me hizo un envío de discos en el que había cosas buenas y cosas
menos buenas –Currentzis, Barshai, Chailly, Gardiner–, y además le escribí un
par de artículos temáticos. A los pocos meses me realizó un nuevo envío,
aseguraba él que muy valioso. Pero para ahorrar dinero lo mandó a través de una
agencia de transportes nueva que, cómo no, perdió el paquete aquí mismo en
Jerez. De poco sirvieron las disculpas del transportista, que por cierto parecía
tener un despiste monumental.
Pues bien, a través de mensaje de texto le pregunté a Gonzalo si me podía
mandar otra cosa. Me respondió que no, que de momento ya no quedaba nada que me
pudiera enviar. Creo que no decía toda la verdad: le hubiera resultado
facilísimo hacer llegar alguna cosa de Ferysa, distribuidora que también era
responsabilidad suya. Quedando un tanto desconcertado, aproveché para rogarle
que me abonara lo que me correspondía por los dos artículos temáticos referidos.
Me replicó que en la nueva etapa ya no se pagaba por ellos, que esa cifra
–meramente simbólica, por no decir ridícula– que se daba en la época de González
Mira había pasado a la historia. Al preguntarle cómo podía ser eso, me contestó
lo que nunca tenía que haberme contestado: que si yo no conocía el significado
de la palabra “colaboración”.
Ahí sí que me mosqueé, por la chulería demostrada. Y la poca vergüenza,
porque colaborador en una publicación periódica significa escribir con cierta
regularidad sin formar parte de la plantilla de la empresa –es decir, sin estar
en la redacción cumpliendo un determinado horario y cobrando un sueldo fijo–,
pero no abstenerse de percibir una remuneración a cambio de los servicios
realizados.
De este modo, un poco a la desesperada, le pregunté si, como compensación
ante la pérdida de los discos enviados y de no cobrar unos artículos que yo
pensaba que no había escrito gratis, me podía conseguir entradas “de crítico” de
los dos conciertos que Barenboim iba a ofrecer en Barcelona y que –que yo
supiera– nadie iba a cubrir. Más o menos con estas palabras, me soltó aquello de
que “qué me había creído yo”, que menuda caradura. Así las cosas, le pedí que me
diera alguna razón para seguir en Ritmo, con la respuesta esperable: que si
quería, que me largase. Y me fui.
Espero que la cosa haya quedado clara. Mi marcha no fue resultado de que no
me buscaran entradas para el Palau barcelonés, sino de la actitud de un señor
que había pasado de ser un colaborador más a convertirse en el peor de los jefes
del periodismo: el de “si escribes es porque te hacemos un favor, y si no te
gusta, te largas”.
Lo que ha venido después lo sabrán ustedes. La mayoría de los históricos se
han ido. Ha entrado varios amigos de Gonzalo, entre ellos el muy despistado
Javier Extremera como nuevo crítico estrella. El peloteo a Sony Classical –uno
de los pocos sellos que pone publicidad– es descaradísimo. Y se están publicando
cosas de auténtico bochorno, entre ellas la demoledora crítica al soberbio
recital de Kian Soltani en DG del que espero hablarles en la próxima entrada. De
momento, espero haber aclarado las razones de mi desencuentro con Ritmo, una
revista que me gustaría mucho que sobreviviera bajo otro formato y con una línea
completamente nueva. Aunque eso lo veo bien difícil.
No es casualidad que Daniel Barenboim haya sido el principal
responsable de las tres más grandes veladas operísticas que haya conocido en mi
vida: Parsifal en el Maestranza, Tristán en La Scala y ahora este
Macbeth en la Staatsoper berlinesa que pude disfrutar el pasado lunes 9
de julio. Y es que el de Buenos Aires ha demostrado plenamente ser el más grande
director musical de nuestro tiempo –tan solo en una ciudad no se enteran: Sevilla–, y si en
Wagner ya no hay quien le tosa, en Verdi está realizando logros llamados a
perdurar. Es el caso de su última grabación del Réquiem, de sus recreaciones de la obertura de La Forza, de su Simon Boccanegrao
de este título que ahora comento, no sin advertir que hubo algunas cosas que no
me gustaron. En concreto, los coros de brujas del primer acto, dirigidos a una
velocidad disparatadamente rápida; y añadiría el coro de sicarios, dicho no solo
aprisa y corriendo, sino también con cierto carácter pimpante que no le conviene,
o que al menos no cuadra con el resto de su lectura del título verdiano. Y no,
la culpa no es de la producción escénica, porque un servidor había tenido la
oportunidad de escuchar un registro in-house (es decir, grabadora en mano) de la
anterior oportunidad en que el maestro dirigió este título y entonces le ocurría lo mismo. Mi impresión es que a Barenboim esa música no le
gusta y procura despacharla cuanto antes para centrarse en lo que verdaderamente
le interesa.
Y eso, por descontado, es el retorcido y negro drama propuesto por
Giuseppe Verdi a partir de Shakespeare. Lo interesante es que su
manera de plantearlo en sonidos difiere de la de su Boccanegra. Entonces
sí podía hablarse de una dirección germánica. Ya saben:
lenta, densa, oscura y cargada de atmósfera. Aquí no, y no solo porque la
partitura en este sentido sea distinta. Barenboim plantea un Macbeth
extremadamente virulento, casi salvaje. Rápido, lleno de contrastes, cargado de
una energía que estalla violentamente en los picos de tensión con una vehemencia
implacable. Rabioso en muchos momentos (¡qué clímax los de los concertantes!) y
de una desarrolladísima teatralidad: las intervenciones de la orquesta,
expresivas a más no poder, literalmente declaman su parte aportando
clarísimas significaciones que enriquecen la dramaturgia. Cualquier cosa menos
un simple acompañamiento a las voces. La orquesta, más bien desganada la noche
anterior en el Orfeo y Eurídice que ya comenté, se implicó hasta el
tuétano en todos los sentidos. ¡Y qué riquísimo colorido, lleno de
significaciones expresivas, obtuvo de la misma el de Buenos Aires! De Sabata,
Leinsdorf, Abbado, Muti, Sinopoli, Bartoletti, Pappano, Currentzis... Ninguno de
los citados, todos ellos grandes recreadores de la partitura –particularmente el
milanés y el napolitano– ha llegado tan lejos como Barenboim.
Tampoco conozco ningún barítono, ni uno solo, que me guste tanto como el
tenor Plácido Domingo en el rol titular. Lo de este señor es auténtico
pacto con el diablo: en esta función berlinesa ha estado mejor que cuando le
escuché el mismo papel en Valencia en diciembre de 2015 y que en la filmación en
Los Ángeles un año posterior comercializada por Sony Classical. El grave
se ha ensanchado y, por muy increíble que parezca, el madrileño –que se reservó durante parte del primer acto– logró controlar mucho mejor
el fiato, su principal problema en la actualidad. Porque el timbre ahí
sigue, por completo intacto. Y ha madurado el personaje, enriqueciéndolo de
acentos; por ejemplo, ahora dice con mucha más intención aquello de “Ma vita
immortale non hanno”. Claro que donde rozó el cielo fue en el aria, ese sublime
“Pietá, rispetto, amore” que, mucho mejor aquí que en el vídeo de Los Ángeles que circula en YouTube, recreó con una cantabilidad, una emotividad y un
estilo verdiano inigualables. Confieso que se me humedecieron los ojos mientras
la cantaba, porque era consciente de que aquello que escuchaba era el
reverdecimiento, con fecha de caducidad, de un mundo ya por completo perdido.
O casi, porque Anna Netrebko parece llamada a prolongar la lista de
grandes voces de la ópera. Confieso que esta hermosa señora no me gustaba gran cosa
hace años: como me decía un amigo que me encontré a la salida, fue más bien una
lírico-ligera un tanto insulsa. Ahora la cosa ha cambiado. La voz se ha
ensanchado por abajo de manera considerable, sin que se produzcan cambios de
color. El timbre sigue siendo el mismo, oscuro y esmaltado al mismo tiempo. La
rusa controla mejor la respiración, que antes se le escuchaba demasiado. Y el
volumen de su voz es tremendo.
El resultado de semejante combinación resulta abrumador, y si se puede poner alguna
pega es en la coloratura, que debido al peso del instrumento no es la más ágil
imaginable; con la inestimable colaboración de la batuta, Netrebko se tomó las
cosas con calma y las desgrano, si no de manera rutilante, sí impecable.
En cualquier caso, lo que a mí más me impresionó no fue la exhibición vocal
(¡tremenda!), sino la enorme expresividad que supo inyectar la soprano a su
personaje, con ella decididamente una mujer autoritaria y despiadada, más no una
bruja truculenta. Supo además ser sutil y sibilina (acertadísimo el modo en que
dice “Vergogna, signor”), y aunque en “La luce langue” no ofreció lo mejor de sí
misma, en “Una macchia” estuvo al nivel de las más grandes. En realidad, no
recuerdo haber escuchado una Lady Macbeth tan completa si tenemos en cuenta
tanto la voz como la interpretación: las hay todavía más arrolladoramente
cantadas y las hay igual de bien actuadas, pero ninguna que alcance semejante
nivel en las dos cosas. Y si añadimos una actuación teatral de verdadero
infarto, tanto en los movimientos en escena como en la expresividad facial –mi
butaca, en el último piso, estaba encima del escenario–, tenemos una actuación
sencillamente redonda. Que al terminar la función se aplaudiera más a Plácido
que a ella se explica por ser el madrileño quien es, porque los dos estuvieron
inconmensurables.
El resto es ya poner los pies en la tierra. Me pareció bueno sin
más el Banquo de Kwangchul Youn,
correctamente cantado y de impecable gusto –ya que no gran expresividad– en su
aria. Mejor el Macduff de Fabio Sartori, seguramente no un tenor
excepcional, pero sí un cantante muy italiano en el mejor de los sentidos por su
canto luminoso, extrovertido y “echado para adelante”. Muy discreto el Malcolm
de Florian Hoffmann, bueno el médico de Thomas Vogel y magnífica
la camarera de Evelin Novak. El coro funcionó muchísimo mejor que en el
mencionado Orfeo y Eurídice de la velada anterior.
La producción escénica era nueva y llevaba la firma de Harry Kupfer.
Esta vez el regista alemán controló su tendencia a la fealdad visual: la escena
era negra de color, pero no oscura ni desagradable. También renunció a montar
una dramaturgia paralela –lo ha hecho algunas veces, como en sus dos propuestas
del Holandés errante, o en su estúpido final para el Anillo–. Movió la acción al siglo XX, en
parte a la Primera Guerra Mundial y en parte a la actualidad sin que se supiera
muy bien a qué venían esos cambios. Chocó que Banquo deambulara por la noche
con su hijo entre las obras de la terminal de un aeropuerto, como también que el espejo que lleva su fantasma en
la escena de las apariciones fuera una tablet. Pero en general las cosas
funcionaron bastante bien, entre otras cosas porque la acción estuvo
desarrollada de manera impecable y los personajes se encontraron magníficamente
definidos. Eso sí, en una línea no poco misógina: aquí Macbeth no es más que un
pelele en manos de una señora mucho más joven que él y de agradecidísimo físico
que no duda en mover las caderas lo que haga falta y en usar el acto sexual como arma.
Fue un enorme acierto escenificar el golpe de estado que lleva a cabo el
protagonista cuando se descubre el cadáver del rey: así queda mucho más claro
que ninguno de los otros cortesanos le apoya, explicándose de manera mucho más
satisfactoria el desarrollo posterior de los acontecimientos. Que tras morir
Macbeth –ojo: la partitura acabó directamente en el “Mal per me” de 1847 sin su
coda conclusiva– Banquo y Macduff se enfrenten cara a cara plantea un final
abierto e inquietante a más no poder.
En fin, una velada por completo memorable tras la cual el público estalló en aplausos. El canal Arte retransmitió la función del estreno, pero no he
podido pillarla completa. Confiemos en que haya edición comercial en DVD: sería
la versión globalmente más recomendable del título verdiano. En cualquier caso, yo no olvidaré esta función mientras viva.
Repaso mis anotaciones y calificaciones de las versiones de la Rhapsody in
blue que tengo escuchadas: Leonard Bernstein –tres grabaciones distintas–,
André Previn –por partida doble–, las hermanas Labèque –también por
duplicado–,Stanley Black, Jeffrey Siegel, Tilson Thomas, James Levine,
Jean-Yves Thibaudet, Joanna MacGregor, Michel Camilo, Marcus Roberts, Stephano
Bollani, Lang Lang con Herbie Hancock y hasta el propio Gershwin, este último a
través de los rollos de pianola. Bueno, pues la recreación de la parte solista
que anoche le escuché a Juan Pérez Floristán junto a la Sinfónica de
Sevilla y John Axelrod me gustó tanto o más que las de mis preferidos
en la lista –Bernstein y Previn–, al igual que la que ofreció de las
Variaciones I Got Rythm me pareció superior a las tres –Parkhouse,
Siegel, Thibaudet– que tengo en mi discoteca. Este chico es un auténtico fuera
de serie.
¿Virtudes? Todas. Por encima de su agilidad digital o de su sentido del
ritmo, encomiables, yo destacaría la asombrosa riqueza de su pulsación. Que es
justamente (¡y no en el número de notas por segundo, como quieren hacernos creer
muchos embaucadores!) donde se encuentra el verdadero virtuosismo por parte de
un pianista. Desde el pianísimo más delicado hasta el forte más macizo y
abrumador dispuesto a enfrentarse a una orquesta de grandes dimensiones, Pérez
Floristán es capaz –a sus veinticinco años– de cualquier cosa. Con los más ricos
colores y detalles de verdadera filigrana. Por no hablar de la chispa, del
“descaro” popular y de la frescura con la que recreó los pentagramas de
Gershwin. Pero aún hay algo que me ha impresionado todavía más, que es su
capacidad para aunar flexibilidad y lógica en un fraseo perfectamente orgánico,
y por ende muy jazzístico, en el que la fantasía no está reñida con la
coherencia; es decir, en el que la solidez del discurso no se ve enturbiada por
el exceso de nervio –aunque hubo algún momento al borde del precipicio– ni por
la capacidad para ornamentar. Por cierto que el pianista sevillano no solo
ornamentó, sino también improvisó, lo que hubiera resultado discutible si no
fuese porque sus aportaciones evidenciaron estilo perfecto, musicalidad excelsa
e interés mucho antes por el compositor que por el ego propio: justo lo
contrario de la amaneradísima interpretación de la Rhapsodyaquí
comentada que grabaron Lang Lang y Herbie Hancock precisamente junto a John
Axelrod.
Sobre la labor de batuta del norteamericano escribí en referencia a aquel
disco que ofrecía “una dirección idiomática y con garra, inspiradísima en la
célebre sección nocturna central, pero en general algo gruesa y un punto
efectista”. Puedo repetir lo mismo sobre la lectura de ayer cerrando
la temporada de una ROSS a la que hizo sonar de manera verdaderamente
espléndida.
Junto a las Variaciones y a la Rhapsody –por cierto, en su
orquestación original de 1924 para jazz band, que parece imponerse últimamente–,
se ofrecían anoche otras dos piezas que abrían cada una de las dos mitades de la
velada: Harlem de Duke Ellington y los Three Dance Episodes
de On the Town de Leonard Bernstein. En la primera de ellas habría
que destacar el soberbio trabajo del muy ampliado conjunto de metales de la
orquesta, no únicamente sólido sino también idiomático a más no poder; por esto
hay que felicitar tanto a los propios instrumentistas como al titular de la
ROSS, como pez en el agua desplegando brillantez, incisividad y desgarro
arrabalero. En la segunda es de justicia aplaudir la frescura, el colorido y el
sentido del swing con que se recreó la deliciosa composición de quien fuera
maestro de Axelrod, este último no precisamente un director preocupado por las
sutilezas –con él todo tiene que sonar mucho, muy brillante y muy de cara a la
galería–, pero sí un músico vistoso y comunicativo que en esta ocasión ha
triunfado con toda justicia.
Dos cosas antes de terminar. Una, que el concierto de ayer viernes 6 de junio
fue el último en la orquesta del primer viola Jacek Policinski, con la
Sinfónica desde su programa inaugural por aquel lejano enero de 1991 que muchos
seguimos recordando como si fuera ayer. Hemos envejecido con él, y por ello su
despedida nos resultó especialmente melancólica. Hubo muy sentidos discursos, se
aplaudió con intensidad y se tocó un fragmento de Romeo y Julieta de
Tchaikovsky en su homenaje. La segunda, que al terminar el concierto Pérez Floristán ofreció dos propinas
de Gerswhin en memoria de nuestra queridísima Pilar
Ruiz, azafata del Maestranza recientemente fallecida; la última de ellas fue
interrumpida por un inoportuno teléfono móvil, pero el solista hizo supo
improvisar unos trinos que imitaban el sonido del aparatejo y lo integraban de
manera sorprendente en el discurso musical. ¡Qué formidable ingenio!
Me resultó difícil disfrutar de la función del más célebre título de Gluck
del pasado domingo 1 de julio en la Staatsoper de Berlín: Orfeo y Eurídice
sensacionales, batuta floja, coro deficiente y puesta en escena mezclando alegremente aciertos considerables y errores de bulto. Demasiada irregularidad.
La recreación de Bejun Mehta la conocía por su filmación de 2014
editada por el sello Arthaus. Me gustó entonces mucho, pero más todavía en Berlín
porque en la capital alemana no le encontré ciertos detalles amanerados del primer acto que ofreció en aquella ocasión. Por lo demás, la voz la encuentro preciosa, la técnica impecable y la musicalidad
muy grande. Cantó todo el tiempo maravillosamente bien y con la expresividad a flor de piel. He comparado con la reciente grabación de Jaroussky dirigida por Fasolis –ojo, en la más aguda versión de Nápoles de 1774–, y me quedo con el
sobrino de Zubin: el francés hace un Orfeo más encendido, más doliente cuando
corresponde y también más valeroso, pero me gusta más la sensualidad y la
melancolía con que el norteamericano, que además es un excelente actor, aborda
su personaje. No creo que vuelva a escuchar en directo una recreación tan admirable
de esta parte, al menos en la voz de contratenor.
No conocía de nada a Elsa Dreisig, y debo decir que me ha
entusiasmado. ¡Menuda Eurídice! No ya por la solidez de la voz –hermosa, con
cuerpo y bien proyectada–, ni por la excelencia de la técnica, sino por la
enorme intensidad expresiva que mostró en sus breves pero fundamentales intervenciones. Especialmente en su tremenda aria, claro. Tampoco
conocía a Narine Yeghiyan: estuvo bien, aunque solo eso.
A Domingo Hindoyan, procedente de "El sistema" venezolano, únicamente le
había escuchado una Octava de Bruckner con la Simón Bolívar, disponible
en YouTube: correcto el primer movimiento, discreto el segundo, bueno el tercero
y espléndido el cuarto. Suficiente para confirmar que el señor marido de Sonya Yoncheva alberga talento. Por eso mismo, y porque había leído cosas muy
positivas sobre este joven, me terminó defraudando. Sí, ya sé que dirigir este
título, el primero de la reforma, es muy complicado. ¿Instrumentos originales o
modernos? ¿Respetamos la articulación y la ornamentación de tiempos del barroco
o lanzamos la mirada hacia el futuro cuya puerta abre precisamente esta ópera?
¿Buscamos el equilibrio o apostamos por los efectos teatrales, no se sabe muy
bien si barrocos o Sturm und Drang, de los que hace gala Fasolis en su
citada grabación?
No me quedó muy claro lo que quiso hacer Hindoyan. En
instrumentos y en articulación fue la suya una lectura por completo tradicional. En la expresión apostó por el vigor, la energía y la fuerza
dramática, pero pasó un tanto de largo ante las posibilidades poéticas de la
obra. Aunque no fue ese el principal problema, sino lo que a mí me pareció
–estaba en primera fila de patio de butacas, a lo mejor la orquesta no me
llegaba con nitidez– una escasez de depuración sonora. Daba la
impresión de que aquello no estaba lo suficientemente trabajado. O de que la
orquesta no estaba por la labor. Y lo que es seguro, ahí creo no equivocarme, es que el coro no tuvo su mejor noche. Más bien estuvo perdido buena parte del
tiempo. Al día siguiente, Macbeth verdiano con Barenboim, sí que realizó una labor muy notable, así que no sé muy bien a quién echarle la culpa.
Me queda decir algo de la escena. Producción de Jürgen Flimm estrenada
hace dos años por Daniel Barenboim con el propio Mehta. Me gustó la idea global: la bajada a
los infiernos y el rescate de Eurídice es una alucinación que sirve como
catarsis al protagonista. Me pareció bellísimo el final, añadiendo una coda
orquestal –del ballet– y mostrando a Orfeo dejando caer las cenizas de Eurídice
desde el estuche de su violín. Pero me irritó que se redujera el tira y afloja entre
los amantes a una mera discusión de dormitorio, incluyendo un lanzamiento de
almohadas que despertó las risas entre el respetable y rompió la atmósfera. Me
pareció una gilipollez que las furias vistieran de nazarenos de Semana Santa
(aunque en Sevilla hay algunas furias muy peligrosas, ya lo creo que las hay). Y
me chirriaron los colorines de la escena de los Campos Elíseos, aunque fuera
para contrastar con el negro absoluto del tanatorio del primer acto. En fin, una
propuesta con todas las virtudes y todos los defectos de la ópera en Alemania durante los últimos decenios.
Copio la fotografía y el texto que ha puesto en Facebook el Maestranza. Permítanme que me una al dolor de todos cuanto hemos frecuentado el teatro sevillano. Qué pérdida más triste.
"La familia del Teatro de la Maestranza se encuentra hoy de luto debido al fallecimiento de nuestra compañera Pilar Ruiz.
Durante más de 20 años tuvimos la gran suerte de poder disfrutar de esta sonrisa. Quedará para siempre en nuestros corazones.
El primero de los cuatro espectáculos musicales que he presenciado en mi
tercera visita a Berlín –ya he regresado a casa– tuvo lugar el
pasado domingo 1 de julio a las cuatro de la tarde en la Konzerthaus de la
capital alemana, la preciosa sala de conciertos decimonónica –completamente
reconstruida tras la guerra– en la que ahora reside la antigua Berliner Symphoniker
de la RDA bajo el nombre de Konzerthausorchester Berlin. Allí estuve hace años escuchándola bajo la dirección de Gennadi Rozhdestvensky en un
memorable concierto que tuve la oportunidad de comentar (¡cómo pasa el tiempo!)
en este mismo blog. En esta última ocasión se encontraba sobre el podio su actual
titular, Iván Fischer, con un programa integrado por el Concierto para piano
nº 23 de Mozart y la Sinfonía nº 6 de Beethoven en el que se contaba
con una solista de excepción: Elisabeth Leonskaja.
A esta señora le tengo una devoción muy especial, porque es una de esas
artistas que jamás cede a la tentación de ganarse al público por las dos vías
fáciles: el virtuosismo vacío y la belleza sonora como fin en sí misma. Es
decir, las grandes tentaciones de una enorme cantidad de pianistas del ayer y
del hoy. La georgiana solo hace música al servicio del compositor y por
encima de cualquier otra consideración, aunque ello le suponga renunciar al marketing y
quedarse un tanto al margen del mundillo discográfico. Siempre ha ido a
su aire, y eso la honra.
Dicho esto, debo reconocer que este Mozart –el primero que le escucho– no lo
he encontrado a la máxima altura posible, aunque sí muy por encima de lo que en
este mismo repertorio hacen otros pianistas famosos. Sin ir más lejos, antes de
salir de viaje escuché en casa dos versiones de este KV 488 que me irritaron
sobremanera en lo que a la parte solista se refiere: Casadesus con Szell y
Perahia dirigiendo él mismo, en ambos casos un Mozart pianístico ante todo suave
y amable, alejado de tensiones y de conflictos. Leonskaja, por el contrario, apostó por un perfecto equilibrio entre
la densidad y la agilidad, entre el músculo y la delicadeza, entre la severidad
y la chispa, siempre con un punto de distanciamiento y lejos de hurgar en el
dolor del Adagio –de ahí que no acabara de convencerme–, pero haciendo gala de
una musicalidad fuera de serie. De propina, el Nocturno nº 8 de Chopin:
rápido y poco ensoñado, cargado de desazón más que de poesía.
Iván Fischer, como su hermano Adam, lleva un tiempo dejándose influir por el
movimiento “históricamente informado”. En este Mozart la influencia ha sido
moderada aunque perceptible, al menos en la articulación y en la sonoridad
ligera –para mí, en exceso– de la orquesta. No así en el equilibrio de planos ni
en el concepto, para Fischer clásico a más no poder:
todo equilibrio, fluidez, elegancia y naturalidad, ajeno al pathos pero sin caer
en trivialidades sin dejar de aportar una pizca suave de sal y pimienta. Eso
sí, independientemente de los planteamientos a medio camino entre la tradición y
el historicismo, a su último movimiento le faltó una dosis
extra de energía, chispa y brillantez. Al segundo, profundidad y carácter
doliente. Lo siento, no puedo dejar de pensar lo que hace Barenboim con esta obra.
Antes del concierto escuché –malamente, con los auriculares– la grabación de
la Pastoral realizada por Fischer frente a su Orquesta del Festival de
Budapest para el sello Channel, y la he escuchado otra vez –muy bien, en mi
equipo– justo antes de escribir estas líneas. Un alivio que en Berlín no se
atreviera a poner en práctica lo del citado registro: hacer que la primera aparición del
tema del último movimiento la tocase únicamente el concertino, por puras razones
de gusto personal. Sí que agradecí la disposición antifonal de los
violines y el uso de flauta de madera. Ahora bien, no comprendí por qué en el intermedio
colocaron un árbol (¡se lo juro!) tras la orquesta. ¿Para ambientar la
partitura?
Sea como fuere, fue una interpretación parecida a la del disco. Es decir, una lectura rápida y
briosa, en la que el entusiasmo que irradiaba el rostro del maestro resultaba también perfectamente
audible, pero más bien parca en matices e inspiración poética. El primer
movimiento estuvo muy bien trazado, sin que la dimensión panteísta llegara a
percibirse. El segundo fue solvente, llamando la atención el esfuerzo de las
maderas –en Budapest y en Berlín– por resultar onomatopéyicas en la parte final.
Muy fogosa la fiesta campesina. Apagada y rutinaria la tormenta. Al final lo que mejor le salió al maestro fue la
Acción de gracias: muy bien paladeada –creo que fue más lenta que la del CD–
y dicha, aquí sí, con intención de apartarse de lo descriptivo para trascender los pentagramas. Lo consiguió.
Tras el concierto, increíble pastel de chocolate en Rausch Schokoladenhaus
–visita imprescindible, justo detrás de la Konzerthaus– y Orfeo y
Eurídide de Gluck en la Staatsoper. Muy, pero que muy desequilibrado en sus resultados artísticos, aunque
eso mejor se lo cuento a ustedes mañana.