martes, 1 de enero de 2019

San Silvestre 2018: Barenboim, en la cima

Creo que ya lo he escrito en varias ocasiones. El Mozart pianístico que actualmente ofrece Daniel Barenboim no es solo mucho más redondo que el que hacía en los años sesenta, sin duda espléndido pero un tanto unilateral de concepto. Es que es mejor que el que haya hecho cualquier otro pianista desde que existe el sonido grabado. Por todo: por la variedad en el sonido, por la riqueza e imaginación en los matices, por la lógica en el fraseo –cada frase, cada nota, es consecuencia de la anterior–, por la mezcla perfecta de elegancia, sensualidad y hondura, por el equilibrio entre belleza sonora y expresión… El Buenos Aires ha ido profundizando más y más en este universo hasta llegar a donde nunca nadie había llegado. Se podrán preferir enfoques más livianos y coquetos, o por el contrario más secos y afilados, más violentos en los claroscuros, pero creo que la sana carnalidad, la elevadísima poesía y la magia sonora del veterano maestro no encuentran parangón posible. No me he molestado en comparar, pero estoy convencido de que el Concierto para piano nº 26 que ha ofrecido esta tarde con la Filarmónica de Berlín en el Concierto de San Silvestre de la formación alemana, maravillosamente nutrida en su número de integrantes (¡vale ya de Mozart canijo!) y en la mejor forma posible, es superior a su anterior registro con la misma orquesta y a cualquier otro que se le ponga por delante. Sencillamente, no podía imaginar que iba a disfrutar tanto en el más flojo –el menos impresionante, quiero decir– de los conciertos de madurez del genio salzburgués.
 

Maurice Ravel en la segunda parte. Decía Barenboim en las entrevistas previas que Ravel era ante todo un compositor hispano, y que las obras escogidas para la velada formaban algo así como la gran sinfonía española nunca compuesta. Afirmaciones discutibles, sin duda, para un programa en cualquier caso bellísimo que era muy parecido –faltaba el Daphnis– al del disco grabado para Erato en 2001 junto a la Sinfónica de Chicago que comenté aquí. Las interpretaciones siguieron una línea muy parecida a las de entonces, pero todas me han parecido superiores, tanto por la manera en que a lo largo de estos años Barenboim ha enriquecido su concepto sobre la música impresionista como por la imaginación a la hora de matizar, y quizá también por la mayor musicalidad de los solistas berlineses frente a los de Chicago, que tampoco eran precisamente mancos.

La Rapsodia española, en este sentido, se benefició de unos solos verdaderamente formidables, como también de una batuta atentísima a los reguladores del primer movimiento y capaz de revelar, ralentizando el tempo y con la complicidad de los grandísimos Emmanuel Pahud y Albrecht Mayer, fascinantes posibilidades en algún pasaje del cuarto. La Alborada del gracioso, como en todas sus recreaciones anteriores, resultó temperamental y dramática mucho antes que pintoresca, pero desde 2001 hasta ahora ha perdido en excesos y ha ganado de manera muy considerable en magia sonora en la sección central sin que esta pierda carácter siniestro. En la Pavana para una infanta difunta apareció el Barenboim “giulinizado” del que he hablado en alguna ocasión para regalarnos una versión memorable a la que solo le pediría que el tempo, llevado sin la menor lentitud, se hubiera ralentizado en la última sección; impresionante la trompa de Stefan Dohr a la hora de conseguir el sonido sensual y difuminado que esta página necesita.

En el Bolero Barenboim no movió los brazos hasta el tercio final. Más bien se limitó a marcar el tempo –rápido, nada que ver con los dilatadísimos 17'30 de su registro con la Orquesta de París– y a dejar que los formidables profesores de la orquesta navegaran por libre, cosa que hicieron con particular frescura y adecuado carácter curvilíneo para ofrecernos una recreación muy fresca, muy natural y perfecta en su gradación de tensiones. A reprochar que se notó en exceso la entrada de la segunda caja, y a valorar positivamente que Barenboim –no es del todo cierto lo que escribí antes, sí que aportó cosas personales– marcara unos interesantísimos reguladores en esas mismas cajas en las entradas de la cuerda.

Propina muy habitual de Barenboim en sus conciertos con la WEDO: la Suite nº 1 de Carmen completa. Sonó particularmente poderoso y dramático el preludio del acto IV. El del acto III yo lo hubiera preferido más lento, pero la exhibición de Emmanuel Pahud fue antológica. Los Dragones de Acalá estuvieron llenos de picardía nada inocente, mientras que el celebérrimo preludio del acto I recordó al de la singularísima recreación de Bernstein por su potencia sonora y lo muy musculado de la cuerda. Festivo, ciertamente, pero lleno de tensiones y de claroscuros expresivos. En fin, ¿cómo dudar que Daniel Barenboim se encuentra en la cima absoluta de su carrera como pianista y como director?

2 comentarios:

Cristian Muñoz Levill dijo...

Estimado Fernando:

Esperando que haya pasado unas excelentes fiestas, escribo para preguntarle por sus versiones recomendadas para Daphnis et Chloé (sea ballet completo o suites) y el Bolero. Para este último mis directores favoritos son Martinon y Celibidache; de la primera, difícil decirlo.

Un abrazo desde Chile!

Fernando López Vargas-Machuca dijo...

Querido amigo, coincido plenamente en que Martinon es el nº 1 para el Bolero, seguido de Celi. Para el Daphnis completo me quedo con la vivacidad de Chailly y las brumas de Haitink/Boston. Para la suite, no lo sé. Quizá la de Abbado en Boston, o la de Munch en París.

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