lunes, 4 de mayo de 2009

Rozhdestvensky hace Quintas en Berlín

Tras la plomiza Traviata de la que hablé en el post anterior he podido ver dos conciertos memorables en la capital alemana, uno en la Konzerthaus y otro en la Philharmonie. Hablo ahora del primero de ellos, el del sábado dos de mayo, en el que mi admirado Gennadi Rozhdestvensky ofreció dos de las grandes Quintas del repertorio (y de su repertorio), las de Prokofiev y Tchaikovsky. Tenía a su frente a la Orquesta de la Konzerthaus, que no es otra que la Sinfónica de Berlín de toda la vida. La encontré en baja forma, la verdad, y eso mermó un tanto los resultados interpretativos, que por lo demás fueron admirables.

Ahora bien, esperaba del veteranísimo director una versión aún más personal de la partitura de Prokofiev. Y no lo fue en el primer movimiento, de tempi "normales" y no particularmente inspirado, aunque sonó con absoluta propiedad estilística, sin necesidad de "romantizar" las cosas, y con toda la fuerza deseable en el clímax, para el cual Rozhdestvensky supo reservar sabiamente todas las efes.

Muy interesante el tercer movimiento, no tan opresivo como se podía esperar pero dotado, a cambio, de una emotividad y un vuelo lírico pocas veces escuchado. Y sencillamente sensacionales los movimientos pares, diseccionados de manera admirable (aquí sí que fue lento el director) y dotados de una mala baba made in Rozhdestvensky que aclara muchas cosas sobre el verdadero significado de la partitura. Hubo frases que jamás las he escuchado mejor explicadas.

No hubo irregularidades en la Quinta de Tchaikovsky, magistral de principio a fin. Cincuenta y tres minutos le duró el asunto a Rozhdestvensky, sosteniendo las tensiones con pulso férreo y paladeando las acongojantes melodías con una cantabilidad exquisita. No hubo lugar para melifluidades ni para el hedonismo sonoro, pues este director, ya se sabe, va siempre al grano.

Sombrío y atmosférico resultó el primer movimiento; acongojante pero mucho antes meditativo que rebelde fue el segundo; en el tercero Rozhdestvensky supo desplegar encanto sin caer en la cursilería; el cuarto, finalmente, fue una lección de cómo se puede ser poderoso, épico y triunfal sin caer en el espectáculo ni en la retórica barata, y conservando además -con lucidez- cierto regusto de amargura.

La orquesta sonó en Tchaikovsky con mucha mayor propiedad, e incluso la cuerda me hizo pensar, puede que fuera imaginación mía, en las grandes formaciones de la tradición rusa. De todas formas seguí echando de menos una formación en condiciones, como esa Filarmónica de Berlín que al día siguiente triunfó por todo lo alto con Riccardo Muti. Pero eso lo contaré en el próximo post, que ahora me toca seguir callejeando por las calles de esta ciudad extraordinariamente fascinante.

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