Se presentaban ayer Andris Nelsons y la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig en el Teatro de la Maestranza arrancando una gira que también les ha de llevar, con dos programas diferentes, primero a Madrid y después a importantes puntos de Europa. Me fijé bien en el rostro de desolación del concertino al mirar el aforo cubierto: tan solo dos tercios del mismo. “En Sevilla solo se valora a la Orquesta Barroca”, me decía por Whatsapp un veterano crítico no andaluz. “El problema es que La rueca de oro es una obra poco conocida”, argumentaba otro con más años aún. Yo no sé dónde está el quid de la cuestión. Lo que sí sé es que los que se ausentaron se perdieron uno de los más grandes momentos sinfónicos de la historia del Maestranza, el Ruhevoll de la Cuarta sinfonía de Mahler. Siempre a mi entender, claro está, y contando con que en este teatro he escuchado casi todo “lo gordo” desde el concierto inaugural hasta este de ayer, pasando por los Barenboim, Celibidache, Maazel, Chailly, Mehta, Rostropovich, Muti, Jansons, Dutoit, Sinopoli, Menuhin, Pappano, Plasson o Viotti, entre otros.
Y es que Nelsons, como argumenté en este perfil hace unos días, es uno de los mejores directores de la actualidad –de los cuatro o cinco más exitosos, y sin duda el más interesante de los aún no llegados a la cincuentena–, mientras que la del Gewandhaus es una de las orquestas más importantes del planeta por historia y tradición, amén de una de las de mayor calidad dentro del ámbito centroeuropeo. Cierto es que no alcanza –nunca lo ha hecho– los increíbles niveles de las filarmónicas de Berlín y Viena, pero tampoco es una más de las muchas formaciones de provincias –excelentes en su mayoría– que pueblan las tierras germanas. Posee unas maneras de hacer y una sonoridad especiales.
No sé si será verdad que esa tradición la creó el mismísimo Felix Mendelssohn –cuya casa se encuentra a siete minutos de la actual Gewandhaus–, pero lo cierto es que algo hay que se puede relacionar con la música del compositor de la Sinfonía escocesa, como también con lo que sabemos sobre sus maneras de hacer como director. Ligereza es la palabra. Ligereza bien entendida. La sonoridad es menos oscura que la de otras orquestas alemanas; la cuerda grave no adquiere tanta relevancia y la densidad armónica es menor, mucho menor si la comparación la hacemos con la Filarmónica de Berlín. Los metales no poseen en absoluto la opulencia de esta última orquesta, mientras que empastan con mucha más redondez que lo que suelen hacerlo en el ámbito centroeuropeo: nada de la imponencia de los Berliner, como tampoco de la brillantez plateada de Viena. Más parecido hay con otras dos orquestas de historia mítica, la Staatskapelle de Dresde y la Staatskapelle de Berlín, aunque los de Leipzig resultan menos nobles, también menos opulentos, para aportar a cambio una sonoridad más irisada y cálida. Esa ligereza, insisto en que ligerea bien entendida, ya estaba en la etapa de Kurt Masur, con quien nos ofreció dos aburridos conciertos durante la Expo’92 en el Teatro de la Maestranza con sinfonías de Beethoven. Más tarde Riccardo Chailly resultó encontrarse particularmente a gusto en ella y la potenció de manera considerable, en su caso buscando una renovación de la praxis interpretativa que la que parecía entroncar con esas maneras que, según los expertos, practicaba Mendelssohn. A mi entender no le salió bien, porque la tradición posterior, esa del concepto orgánico del fraseo ligado a las experiencias de Liszt y Wagner, han dejado un poso al que hoy no queremos ni necesitamos renunciar. Andris Nelsons, a tenor de los discos y vídeos que le conocemos, ha decidido inyectar más vida, más sentido de los contrastes, más flexibilidad y más concentración que las que había en la etapa del maestro milanés, pero permite que Leipzig siga siendo Leipzig. Para lo que nos gusta más y para lo que nos gusta menos.
Y hablando de gustos, hay quien dice que no le gusta demasiado La rueca de oro. A mí sí. Antonin Dvorák tiene obras aún mejores, como sus tres últimas sinfonías o su escalofriante Stabat Mater, pero sus poemas sinfónicos me parecen formidables todos ellos. Josef Suk pensaba que esta Op. 109 era reiterativa y la recortó: se ganó en redondez sinfónica al tiempo que se perdió en carácter narrativo, porque la secuencia triple de la rueca -petición de unos ojos, unos brazos y unas piernas humanas para funcionar- se transformó en una sola. Rattle tiene dos filmaciones con esa versión, pero cuando se graba se suele hacer en la edición original, que es justo la que ofreció ayer Nelsons. Eso sí, hay que seguir muy fielmente el programa para disfrutarla en plenitud, porque se trata de una narración lineal extremadamente pictórica: si no se sabe qué está ocurriendo, puede parecer que se los motivos se repiten en exceso e incluso que la obra es pesada. Nada de eso, oigan: simplemente, hay que currársela (aquí tienen buen material para hacerlo).
¿Cómo la hizo Nelsons? Esperaba una interpretación que reflejara las maneras actuales del director, que se han ido sosegando con los años: menos electricidad interna, más sensualidad. Pues no, todo lo contrario. De las nueve grabaciones que he comentado en la discografía comparada me ha recordado bastante a la de István Kertész, situándose en el extremo opuesto a la de Rattle, lo que significa que se trató de una interpretación extrovertida y animada, considerablemente insicisiva y de elevado sentido teatral, pero desatenta a los aspectos más poéticos y efusivos de la página, que son fundamentales.
No me convenció el primer cuarto de la obra: a la llegada y la salida del rey les faltó un trabajo más estudiado en las dinámicas, el primer violín sonó excesivamente rústico y la batuta trató la secuencia del enamoramiento con fogosidad diríase que sexual, y por ende más impulsiva que paladeada. El siguiente cuarto me pareció excepcional, recreando Nelsons con mucho sarcasmo a la madrasta y sus maquinaciones para luego alcanzar elevada temperatura dramática en el asesinato de la doncella; muy bien la parte del descuartizamiento –es verdad que podía haber tenido la mala leche que imprimen otros directores–, mientras que la boda estuvo dicha con la apropiada solemnidad regia sin por ello permitir excesos en los metales, siempre –insisto– guardando especial equilibrio con el resto de las familias. Bien el encuentro del cadáver por parte del mago. Espléndida la triple secuencia de la rueca; trombones y tuba de Leipzig estuvieron sensacionales. Apreciable electricidad en el castigo de las malvadas y, una vez más, mucha inflamación en el final feliz: aquí la carnalidad imprimida por el maestro sí que parece más conveniente.
En esta discografía comparada –llevo 41 grabaciones de la página, y las que quedan– realicé un comentario actualizado de la Cuarta de Mahler de Nelsons en Salzburgo con la Filarmónica de Viena de agosto 2024, que he vuelto a escuchar para la ocasión. Aquella me pareció globalmente más que notable, a veces mucho más que eso, aunque con reparos para los movimientos impares. La de ayer me ha gustado más. Mucho más. Sin ser radicalmente distinta, el maestro ha hecho con ella lo mismo que con su cuerpo ahora increíblemente delgado, incluso bastantes kilos por debajo de cuando le vi en Leipzig la pasada primavera: quitar grasa. Y eso en Mahler significa adiós al azúcar, adiós a los excesos y adiós a la hipertrofia. También adiós a las tonterías. El primer movimiento conocía momentos de frivolidad en su versión de Viena. Ni rastro de ella ahora en una lectura vitalista a más no poder, altamente incisiva y muy contrastada que me recordó un tanto –seguro que los buenos mahlerianos lo han pensado ya– a las de Sir Georg Solti. Eliminadas las cursilerías varias de la versión con la Wiener Philharmoniker y encontrado un trazo más unitario, sigue siendo válido lo que escribí acerca de un primero movimiento lleno “de tensiones y de claroscuros, aristado en la tímbrica y revelador en las texturas –trabajadísimas–; todo ello sin necesidad de recurrir a una reinterpretación tipo Klemperer, porque también hay encanto, vitalidad más o menos risueña, adecuada flexibilidad en el fraseo y mucha belleza sonora.”
El segundo movimiento lo sigue haciendo sonar de manera particularmente incisiva, aportando una buena dosis de sarcasmo –sin llegar al extremo de Klemperer– y pasando de largo ante los pasajes más efusivos para, en su lugar, resaltar los aspectos demoníacos de la página; en este sentido, las peculiares maneras que tiene el concertino de hacer sonar a un violín –dos violines en este caso– resultaron en esta segunda mitad del programa no una desventaja, sino todo lo contrario. Por lo demás, una recreación del movimiento llena de animación, contrastes, vitalidad y un formidable tratamiento de dinámicas, ritmos y texturas, más algún juego agógico muy original.
Todos esperábamos esa cumbre de la creación mahleriana que es el Ruhevoll. Me dice un amigo que no le gustó lo que hizo Nelsons. A mí me entusiasmó: concentradísimo, de amplio vuelo melódico, muy punzante y sin lo más mínimo de colesterol. En la filmación salzburguesa el nivel fue alto y hubo momentos sensacionales, pero también algún pasaje resuelto de manera poco convincente. Esta de Sevilla ha sido la versión corregida y muy mejorada, por un fraseo que solventa ciertas frivolidades de antaño y, sobre todo, elimina o suaviza la mayoría de los portamentos de entonces. El resultado, como dije arriba, de lo mejor que yo haya escuchado en el Maestranza. ¡Qué lástima, y qué bochorno, el rosario de toses estentóreas que estropearon estos sublimes veinte minutos!
En la canción celestial la soprano fue Cristiane Karg, la misma que en Salzburgo. Ha estado algo mejor de voz que entonces, pero tampoco se mostró del todo cómoda. En cualquier caso, cantó con buena línea y una expresión centrada, sin evocaciones seráficas ni narcisismos varios. Pienso ahora en esa excepcional soprano que es Renée Fleming, horrorosamente amanerada en la segunda grabación de Abbado. Karg la supera ampliamente y ha ofrecido detalles de gran clase, aun sin hacerme olvidar la soberbia participación de Camilla Tilling en la recientemente comentada filmación de Dudamel.
Precisamente quiero terminar reparando en cómo Nelsons adopta una óptica opuesta a la versión del venezolano, tan serena, apolínea, tan “de anciano director”, y obtiene resultado igual de válidos y, por ende reveladores de lo todo lo que hay detrás de la poliédrica partitura. Esa es la grandeza de una música que lo que no admite es hacer psicología barata con ella y entregarse a mezclar languideces, carreritas, sonoridades ingrávidas, toda suerte de juegos agógicos sin sentido y narcicismos varios. Aun enfrentados en sus ópticas, el venezolano y el letón han acertado al hacer un Mahler “objetivo”: música y solo música sin confundir semejante planteamiento con falta de compromiso, sosería o superficialidad. El problema es que la de Dudamel la tenemos ahí en streaming y la de Nelsons, al contrario que el otro programa de su gira europea, no se va a grabar. ¡Qué lástima!
También fue una pena que después de casi media hora de espera –en la que pude saludar al enorme Javier Perianes y mostrar mis respetos a mi admiradísimo Joaquín Riquelme–, el maestro Nelsons no saliera de su camerino y me quedara sin su autógrafo. Quién sabe, a lo mejor estaba allí dentro practicando taekwondo.
Fotografías: Teatro de la Maestranza/Guillermo Mendo
No hay comentarios:
Publicar un comentario