sábado, 28 de abril de 2018

Stokowski, el más longevo y el más hortera

Estoy convencido de que, entre los famosos, Leopold Stokoswki fue no solo el más longevo en su actividad, sino también el más hortera de todos los directores de orquesta del siglo XX. No le niego su imaginación, ni su sentido del color, ni sus ganas de hacer música. Pero me parece que sus ansias por ofrecer espectacularidad y su considerable mal gusto se ponían casi siempre por encima de otras consideraciones. Por no hablar de su osadía a la hora de retocar los pentagramas, claro está.


Prueba de todo ello es este disco de oberturas editado por el sello Pye en el que el maestro, a sus nada menos que noventa y cuatro años de edad, se puso al frente de la National Philharmonic para interpretar oberturas de Beethoven, Rossini, Schubert, Berlioz y Mozart, en complicidad con unos ingenieros de sonido que realizaron una toma cuadrafónica espectacular antes que natural, con instrumentos por todas partes, ahora recuperada en una remasterización casera que pude hace tiempo localizar en un rincón de internet. Ya no se encuentra disponible, pero les aseguro que no merece la pena. Ahí van, en cualquier caso, las notas que he ido tomando.

La Leonora III arranca sin densidad, atmósfera ni misterio. El desarrollo sabe ser vibrante, enérgico, y ofrecer una enorme garra teatral, pero lo hace con un fraseo en exceso nervioso que carece de esa nobleza y calidez propias de Beethoven. Lo peor es el final, estruendoso y machacón.

Sigue la obertura de Guillermo Tell. La primera sección resulta escasamente poética y se ve lastrada por un chelo muy mediocre. La tormenta es todo lo espectacular que podíamos esperar con Stokowski, pero también en exceso agitada y más bien vulgarota. Convence el interludio lírico, sobresaliendo un buen solo de corno inglés. Y en el final el maestro se controla más de lo esperado sin dejar de ofrecer esa brillantez que es marca de la casa. A la postre, no está mal del todo.

La obertura de Rosamunda recibe una interpretación con energía pero de un estilo pedestre, ajeno a la mezcla de finura, sensualidad y sentido de lo anhelante que caracteriza a la música de Schubert. La del Carnaval romano es festiva a tope, vistosa a más no poder, pero también considerablemente tosca, bullanguera en el peor de los sentidos, mal planificada –a ratos la cuerda queda sepultada– y un punto cateta: ¡menuda sobreactuación de los metales!

¿Y Don Giovanni? Pues a Don Leopoldo no le gusta la manera en la que Mozart concluye su obertura y escribe otro final para la misma. Sí, han leído bien. Lo hace alternando el tema de la introducción –o sea, el del Comendador– y el del allegro hasta llegar a fundirlos (!) con la caída del seductor a los infiernos –tomada del penúltimo cuadro de la ópera– en una decibélica coda que parece salida de la Noche en el Monte Pelado que Stokowski recreó para la película Fantasía. Que algunas personas que presumen de buen gusto sigan entusiasmándose ante las cosas que hacía este señor me resulta muy preocupante.

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