jueves, 15 de octubre de 2009

Lulu en el Real: mejor de lo esperado

Acudí a la función del sábado 10 de octubre sin muchas esperanzas. Varias fuentes muy distintas -y distantes- entre sí aseguraban que el ensayo general (26 de septiembre) había sido poco menos que un desastre. El estreno (día 28) conoció una desbandada del público entre los entreactos y se cerró con un monumental abucheo al director escénico, Christopher Loy, quien no dudó en ofrecerle una especie de corte de mangas al respetable para después irse llorando del Teatro Real… tan solo para recibir al día siguiente otra bronca en Londres por su Tristán.

Había, además, bastante mal rollo en el apartado musical. Hasta se ha afirmado por ahí que el veterano Eliahu Inbal había llegado a Madrid sin saberse la partitura, y que un afamado director especialista en esta obra (¿quizá Dohnányi, impagable recreador de Lulu y asesor de Mortier en cuestiones musicales?) había salido echando pestes de la labor del maestro israelí.

Se ve que las cosas fueron mejorando sensiblemente, porque la función que yo presencié alcanzó un notable nivel musical. La dirección de Inbal (sin ser la del citado Dohnányi, como tampoco la de Boulez) hizo gala de toda la claridad y sentido de la arquitectura que caracterizan al director, pero también de una apreciable intensidad emocional: encontré aquí al maestro más comprometido que en el un tanto distanciado Wozzeck que le escuché hace un par de años en Lisboa. Además consiguió hacer sonar a la Sinfónica de Madrid con una calidad que nunca hubiéramos imaginado para una partitura (versión en tres actos, gracias a Dios) tan exigente. En el momento de escribir estas líneas escucho la grabación radiofónica de esa misma función, la del 10 de octubre, y corroboro mi impresión inicial: gran trabajo de foso.

Agneta Eichenholz no alcanza el nivel de una Christine Schäfer (¡portentosa!) ni de una Laura Aikin, por citar las dos intérpretes del rol titular más aplaudidas de los últimos años. Su voz, tímbricamente no muy agradable, conoce importantes desigualdades, y no se desenvuelve demasiado bien en la vertiente belcantista del personaje que tan adecuadamente señaló José Luis Téllez en su magnífica conferencia previa a la función. Pero si tenemos en cuenta las demandas imposibles de Alban Berg podemos perdonar a la joven soprano sueca las tiranteces del agudo y aplaudir su más que voluntariosa recreación, intensa en lo puramente vocal y calculadamente fría en lo escénico, si bien su parca pero muy significativa gestualidad facial explicaba muchas cosas del personaje.

Más que correcto -sin todos los pliegues necesarios- Gerd Grochowski como el Dr. Schön, y eso que su juventud no lo hacía del todo adecuado para su encarnación escénica. Como su hijo Alwa defraudó Paul Groves, voz sin especial interés, limitada por arriba, en manos de un intérprete tan voluntarioso como plano. A ambos se los merendó el veterano Franz Grundheber, impagable Schigolch.

Notable el pintor de Will Hartmann, un artista con futuro: ya llamó la atención como Melot en el Tristán milanés de Barenboim (enlace), donde por cierto de Kurwenal se encargaba el citado Grochowski. Gerhard Siegel estuvo tan discreto como el Príncipe y el Marqués como en su Mime del Anillo valenciano. Muy digno Paul Gay como Domador y Forzudo, y correcta Heather Shipp en el poco lucido rol del estudiante.

Me hizo mucha ilusión ver por fin en directo a mi admirada rossiniana Jennifer Larmore: una auténtica señora de la escena, sin la menor duda. Elegantísima y con clase, magnética en su presencia sobre las tablas, compuso con la ayuda del regista una Geschwitz “atractiva y femenina” (son palabras del propio Loy), muy alejada del tópico lésbico, y desde luego tan vulnerable como decidida a la hora de ser consecuente con sus sentimientos. Puede que su voz, más clara de la cuenta, no fuera la idónea para el personaje, pero tener a semejante artista sobre el escenario fue un verdadero lujo.


La escena

Mucho se ha hablado de la producción de Christopher Loy, estrenada en medio de la controversia el pasado verano en el Covent Garden londinense. Se ha dicho que su cáracter conceptual y abstracto no es precisamente el más adecuado para una obra como Lulu. No estoy de acuerdo con que ese fuera el problema: la propuesta escénica de Stéphane Braunschweig para el Wozzeck lisboeta antes citado no era menos “minimalista” que la presente, pero funcionaba muchísimo mejor.

A mi modo de ver el verdadero problema estuvo en la escasez de buenas ideas, ya fueran éstas para apoyar y enriquecer el desarrollo dramático de la acción, ya sea para establecer -parece que esta era la opción- un contrapunto que invitara a la reflexionar depurando la escena y potenciando al máximo el discurso musical. Loy ofreció interesantes apuntes aquí y allá, pero el conjunto no terminaba de encajar.

Por si fuera poco, el hermetismo de la propuesta exigía al espectador un perfecto conocimiento previo del libreto para que el drama resultara inteligible. Por eso mismo parece comprensible que muchos melómanos que se acercaban a esta magistral creación con buena voluntad (otros lo hicieron con el mayor de los desdenes: allá ellos con su ignorancia) terminaran aburriéndose e incluso abandonando la sala.

¿Mereció Loy, por tanto, el abucheo? Pues a pesar de lo dicho, me parece que no. Porque hubo en su propuesta cosas de interés. Por ejemplo, un elevado sentido teatral; antinaturalista, sí, pero teatral por los cuatro costados. Aquello iba mucho más allá de una mera versión semi-escenificada. La minuciosa planificación del movimiento escénico, el valor dramático de la iluminación (el retrato de Lulu era un círculo de luz) y la estudiada gestualidad de cada uno de los personajes así lo delataba.

Hubo además, en la abstracción de su planteamiento, momentos oníricos muy conseguidos, como ese baile fantasmagórico de la protagonista tras los cristales translúcidos en el tercer cuadro del primer acto, o todo el final, sin duda magnífico, donde los clientes de Lulu son literalmente -siguiendo en este sentido las ideas de la propia partitura- los fantasmas de sus maridos.

Lo mejor de la función fue que apenas se marchó gente en los intermedios, en parte porque el nivel musical ha debido de ser apreciablemente superior al de las primeras funciones, en parte porque se trataba de una sesión fuera de abono (de esas a mitad de precio: me permití sentarme en la primera fila del patio de butacas). La conferencia de Téllez agotó los asientos y hasta hubo quienes la escucharon de pie. Está claro que la gente sabía a lo que iba. Espero que muchos se lo pasaran tan bien como yo.

Ah, se me olvidaba: en el blog de Nina la Pazza pueden ustedes encontrar la toma radiofónica (enlace). Que aprovechen.

PS. Si acuden la web del Real pueden ver el vídeo de Téllez (enlace). Muy recomendable.

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