Un Coro Intermezzo chillón a más no poder –a nivel muy inferior de lo que suele ofrecernos este mismo conjunto– abrió la partitura anunciando ya por dónde iban a discurrir las cosas. Salió entonces César San Martín sin lograr hacer nada interesante con el rol de Paquiro, porque ni su voz ni su línea de canto dan para mucho; bastante mejor Ana Ibarra como Pepa. Pero a la que no hubo por dónde cogerla fue a la pareja protagonista.
María Bayo, a la que siempre conservaré gran admiración por algunas veladas admirables hace ya años, evidenció tremendas desigualdades a lo largo de su tesitura, lo que la condujo a su vez a forzar la expresividad con los resultados que ustedes pueden imaginar: a ratos no se la oía, a ratos era mejor no oírla, a despecho de que todavía conserve un excelente control de la respiración y aún sea capaz de ofrecer algunas frases dichas con la musicalidad refinada y elegante que caracterizaban a la soprano de Fitero en sus mejores noches. Tampoco estuvo nada bien Andeka Gorrotxategi, con la voz completamente atrás y una emisión esforzadísima; un amigo que entiende de estos asuntos me asegura que le ha escuchado cosas muchísimo mejores, así que habrá que darle un voto de confianza al joven tenor vasco.
Lo único realmente bueno fue la labor del maestro Guillermo García Calvo, que debutaba en el Real haciendo gala de enorme oficio, gran entusiasmo y muchas ganas de hacer música. Aun así, basta escucharle el citado intermedio a un tal Igor Markevitch para darse cuenta de que todavía se puede dar una vuelta de tuerca más a la partitura. Aplausos discretos para una interpretación, en definitiva, que en absoluto servía para sacar a la luz lo que de bueno puede contener esta partitura. Menos mal que en la velada hubo una segunda y una tercera parte –recital de Plácido Domingo y representación de Gianni Schicchi– que fueron muchísimo mejores. Pero de ellas escribiré en las próximas entradas.
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