Finalmente, el Teatro Villamarta logró llevar a escena su producción propia de Il Trovatore. El evento tuvo lugar el pasado domingo 24 de enero a las doce del mediodía, una sola función fundiendo las dos inicialmente previstas. ¿Fue sensato llevar el proyecto adelante? Me parece a mí que no: miren ustedes lo que pasó en Les Arts, semanas de trabajo intenso, de ilusiones y de esfuerzo económico para tener que cancelar el Falstaff por la multiplicación del coronavirus entre los músicos. En Jerez Giuseppe Verdi se salvó por los pelos, porque dos días más tarde se cerraron todas las actividades no esenciales. Pero claro, entiendo que el mundo de la cultura también necesita comer, sobre todo después de llevar meses malviviendo. Por eso mismo, y aun considerando temeraria la decisión, hay que felicitar a todos los implicados por llevar adelante este proyecto contra viento y marea, probablemente en medio de un sinnúmero de inconvenientes que habrán sorteado como hayan podido.
¿Deben influir todas estas circunstancias en la valoración que uno realice? Muchas vueltas le he dado, y por eso mismo he tardado tanto en escribir este texto. He llegado a la conclusión de que hay que cuidar las palabras más que nunca, pero también de que debo ser sincero con mis impresiones. Al fin y al cabo, ese es el objetivo blog: quienes en él entren lo que andarán buscando es hacerse una idea de si me gustaron o no me gustaron fulanito o menganito.
La propuesta escénica es producción propia en colaboración con Palma de Mallorca. Me parece formidable que últimamente el Villamarta, en lugar de encargarle una y otra vez sus proyectos a su propio director o exdirector, un Francisco López que luego intercambiaba astutamente con otros teatros cuyos responsables hacían lo mismo, esté contando con los nombres jóvenes y prometedores de la escena española. Y mejor todavía que sea responsable una mujer. Me refiero a la directora de escena y escenógrafa Marta Eguilior, que en 2018 había presentado en este mismo teatro una recuperación de Pauline Viardot, El último hechicero.
Toda la propuesta, según la propia Eguilior, “tiene un halo de videoclip, una esencia a lo Rosalía” (leer entrevista). Ignoro si fue mi absoluta falta de sintonía con la referida estética influyó lo que hizo que el resultado me disgustara profundamente, o si también tuvo que ver la escasez del presupuesto disponible. Y eso que la regista bilbaína se mostró absolutamente honesta. Nada de cambiar la dramaturgia original, ni de superponer un konzept sobre aquella, ni de provocar ni de querer ser diferente a cualquier precio. Su propuesta era, sobre el papel, de todo sensata: simbólica antes que naturalista, esencial en todos los aspectos y basado en el uso de proyecciones y el manejo de la luminotecnia.
Pero a mis ojos lo que se veía le parecía muy feo. Independientemente del topicazo de que esta ópera por naturaleza tiene que ser oscura (¿de verdad?), aquello me molestaba hasta el punto de que en los mejores momentos de la interpretación musical –las dos arias de la soprano– decidí cerrar los ojos para que se veía no perturbara la magia poética. Incluso el vestuario de mi admirado Jesús Ruiz me pareció desafortunado. Lo mismo puedo decir de las coreografías, tanto por su diseño y por la calidad del cuerpo de baile. Sin comentarios.
Tampoco puedo decir nada positivo sobre la dirección de actores: teatro rancio y mediocremente realizado. Difícil aceptar a Manrico cantando “Ah si bien mio” sentado en una silla y haciendo como que toca el laúd mientras que el resto de la escena permanecía cubierta. Por no hablar del espectro de la madre de Azucena, que recordaba al bueno de Javier Botet disfrazado de Niña Medeiros. Por no hablar del duelo… Para qué seguir. Lo único que me gustó, el final, no lo puedo contar porque haría spoiler.
Hubo enormes desigualdades en la parte musical, pero aquí sí que se alcanzó la dignidad. Esta vino de la mano del equilibrio, la musicalidad y el excelente hacer técnico que a nivel global impuso el director musical, un señor al que solo conocía de oídas y que, quizá sin ser un poeta de la batuta –habría que ver como dirige a Mozart o Beethoven–, parece estar claramente por encima de la media de eso que conocemos como “directores de foso”. Me viene a la mente la horrorosa labor que hace ya años hizo en el Maestranza un presunto especialista como Maurizio Arena, que ahogó a los cantantes con una rapidísima, mecánica, machacona e insensible dirección. Todo lo contrario José María Moreno, un señor que sabe no confundir “italianidad” con “toscaninidad”, que canta y respira con las voces, que deja que la música fluya con pleno sentido del canto, que consigue que las melodías vuelen sin que la tensión se le venga abajo, que se aparta de toda tentación de efectismo en los momentos más “castrenses” de la partitura… Y que ha hecho sonar a la Filarmónica de Málaga, de la que es ahora titular, de manera mucho más satisfactoria que en la mayoría de las muchas ocasiones en las que ha pasado por el foso jerezano, a pesar de que en esta oportunidad –debido a los condicionamientos de la pandemia– venía con plantilla reducida y el empaste era más complicado. Estoy deseando escucharle en otros campos de la lírica, a ver qué tal.
Lo hizo francamente bien María Katzarava en el dificilísimo rol de Leonora. Dueña de una cálida y bien timbrada voz de lírica pura, la soprano mexicana se desenvolvió francamente bien en el belcantismo de la primera mitad de la obra para luego hacerlo todavía mejor en la segunda, más propiamente verdiana. Que le faltaran las notas más graves del Miserere –les pasa a casi todas– importa muy poco, porque destiló un canto elegante y muy sensible, de voluptuoso legato, perfecto control de la respiración y enorme cantabilidad, en la que no faltaron buenos agudos y una limpia coloratura. Brava.
No sé por qué, me había hecho a la idea de que Andeka Gorrotxategi estaba haciendo cosas muy buenas. Esperaba bastante y me decepcionó. Lo cierto es que el blog viene a suplir mi falta de memoria: justo antes de escribir estas líneas busco su nombre en él y descubro lo que me pareció en 2015 cuando le escuché en Goyescas. “Voz completamente atrás y una emisión esforzadísima”, escribí entonces. Exactamente lo mismo pensé el domingo escuchándole su Manrico, así que van dos veces en las que saco la misma impresión. Dicho esto, el tenor vasco cantó con irreprochable gusto y ofreció una Pira bastante más digna que la de otros cantantes más conocidos.
Ya he dicho muchas veces que a Luis Cansino lo admiro profundamente en lo personal. Tuve la fortuna de seguirle durante años en su Facebook y me faltan palabras para definir la inteligencia, la sensatez, la humanidad en el mejor sentido del término del barítono madrileño. Le he escuchado cosas francamente admirables en zarzuela. Sin embargo, en Verdi me deja frío: su espléndida voz corre perfectamente por la sala –yo estaba situado arriba–, las notas están todas ahí y la línea de canto no ofrece fisuras, pero su fraseo me resulta monótono y muy poco matizado. Hubo solvencia pero no emoción, y eso en el Conde de Luna no es suficiente.
Comenzó francamente mal María Luisa Corbacho. No sé si cantó enferma o en baja forma, pero lo cierto es que la voz parecía muy tocada. Fue mejorando poco a poco, y a pesar del ostensible trémolo que afeó su actuación, logró ofrecer en la última escena algunos instantes de gran canto verdiano que nos hicieron recordar pasadas actuaciones mucho más felices. Teniendo en cuenta que Azucena es el rol más decisivo en este título, no se puede decir que su labor fuera satisfactoria. Sí que estuvo bien el Ruiz de Fran García, y mejor aún el Ferrando de Javier Castañeda, aunque yo me quedo con las maravillosas frases que nos regaló Patricia Calvache haciendo de Inés.
El Coro del Teatro Villamarta, cantando con mascarilla, hizo lo que pudo en esta matinal en la que el maestro y la soprano lograron insuflar vida a la enorme obra maestra verdiana