Iba a abandonar por unos meses la Digital Concert Hall de la Filarmónica de Berlín, pero el cobro del recibo se me ha adelantado a mi intento de darme de baja. No importa: aprovecho para ver dos vídeos que me interesaban con sendos ancianos dirigiendo Brucker: Haitink enfrentándose a la Sinfonía nº 7 y Mehta encargándose de la Sinfonía nº 8.
El primero de esos conciertos corresponde a mayo de 2019. A sus noventa años de edad, Bernard Haitink se despede de la Berliner Philarmoniker con una Séptima de absoluta perfección dentro de su enfoque marcadamente apolíneo. Nadie puede esperar, por ende, grandes claroscuros dramáticos, tensiones extremas, sonoridades escarpadas ni éxtasis visionarios. Es la suya una lectura clásica en el mejor de los sentidos, equilibrada en la expresión, concentradísima en el fraseo, materializada con una belleza sonora que, siendo difícilmente superable, no ofrece la menor concesión al narcicismo ni a la opulencia, revestida de un sereno carácter contemplativo y dicha desde más allá del bien y del mal. Es decir, justo desde el lugar en el que se sitúa quien ya lo ha dicho y vivido todo en el mundo musical. Habrá quien eche de menos mayor emotividad e incandescencia –el sublime tema lírico del Adagio podría estar bastante más paladeado–, pero no por ello se puede calificar a esta interpretación de superficial. Lo que tenemos es aquí es Bruckner en su más ortodoxa sonoridad y en su incuestionable esencia. La orquesta está formidable, aunque el maestro holandés no solo no subraya su personalidad –estamos en el polo opuesto a un Karajan o un Barenboim, por ejemplo–, sino que opta por hacerla sonar con una ligereza bien entendida –nada que ver con las insoportables ingravideces de un Abbado o un Petrenko– diríase que camerística, aun sin renunciar al componente organístico, “catedralicio” de esta música: la cuerda grave y los metales de la formación berlinesa, en conjunción con una batuta que levanta el edificio de manera modélica, hacen que el cuarto movimiento sea toda una experiencia.
Al 8 de noviembre de 2019 corresponde la Octava, concretamente a un concierto previo a una gira por Japón bajo la batuta de un Zubin Mehta de ochenta y cuatro años, recién salido de su lucha contra el cáncer, que llega al podio con bastón y tiene que dirigir sentado. El maestro indio ofrece una lectura globalmente con más oficio que inspiración, pero irreprochable en su idioma bruckneriano, trazada con absoluta perfección –el fraseo es por completo orgánico, las tensiones están planificadas de manera inmejorable y la concentración se mantiene en todo momento– y planteada desde un perfecto equilibrio entre lo lírico y lo dramático, lo contemplativo y lo escarpado.
Quizá por eso al primer movimiento, expuesto con lógica aplastante, se le podría pedir un mayor sentido de la amenaza y unos clímax más escarpados: el resultado en absoluto puede calificarse como descafeinado, pero el maestro tampoco quiere ponerse al borde del abismo. Justo como ocurre en un Scherzo sensatamente planteado y mejor resuelto, aunque a Zubin le ocurre lo que a la mayoría de los directores en esta obra: el trío ni lo huele. Cuando llega el sublime Adagio, la cosa cambia. Aquí sí que aparece el Mehta no solo gran director, sino también gran artista. No solo hay en él fluidez, naturalidad y un portentoso tratamiento de dinámicas y transiciones, sino también sensualidad, elevación poética y sentido de los trascendente, aun siempre guardando el mencionado equilibrio: no encontramos en la religiosidad de Mehta nada de dulzón o de exceso de confianza en el más allá, pero tampoco su planteamiento es torturado ni rebelde. Dolor y aceptación se dan de la mano. El Finale, en este sentido, está desgranado con mano maestra y culmina con una coda en absoluto hinchada, pero sí llena de noble grandeza. Lástima que la toma sonora, aun espléndida, adolezca de un poco –solo un poco– de compresión dinámica cuando las efes se acumulan.
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