sábado, 29 de junio de 2019

Sensacional segundo disco de Michael Barenboim

En junio de 2017 comenté el primer disco en solitario de Michael Barenboim (París, 1985). Escribí entonces que podríamos encontrarnos ante una nueva gran figura del violín. Su segundo disco, grabado en la Jesus-Christus-Kirche de Berlín en junio de 2017 y editado –como el anterior– por el sello Accentus, lo corrobora plenamente. Porque estamos no solo ante un señor que toca con un virtuosismo apabullante, sino también ante un artista con personalidad definida y con cosas interesantísimas que decir.


El programa lo integran obras de cuatro compositores italianos: el barroco Giuseppe Tartini, el romántico Niccoló Paganini y los contemporáneos Luciano Berio y Salvatore Sciarrino. Criterio interpretativo clarísimo: encontrar los nexos en común entre todos ellos. O mejor aún: hacer sonar a los dos “antiguos” rigurosamente “modernos”, despojándolos de la retórica propia de su época y subrayando los aspectos más visionarios de su escritura.

Se abre el disco con los Seis caprichos de Sciarrino. Gestados en 1976, me parecen una música descomunal. ¿Intelectual? No diría yo eso. ¿Fría? Tampoco, aunque sí despojada de “sentimientos”. Las líneas del violín, ora sutilísimas, ora llena de fuerza, dialogan con el tapiz de fondo del silencio estableciendo tensiones inquietantes a más no poder. La dificultad para el solista parece extrema, tanto a la hora de colorear el instrumento como a la de dar las notas con la más milimétrica exactitud. También a la hora de frasear con concentración. Pero lo más difícil es imitar lo casi inimitable, es decir, el presunto tratamiento electrónico del sonido del solista, que no es tal: aquí lo que hay es violín puro y duro, sin intervención de la ingeniería. Michael Barenboim casi consigue convencernos de lo contrario, es decir, de que escuchamos el producto del trabajo de un especialista en música electroacústica. El dominio de los recursos técnicos del violín (¡increíbles reguladores!), su manera de canalizar la electricidad interna, su atención al más matiz, su muy atmosférico juego con los silencios y, sobre todo, su capacidad para la sugerencia expresiva (“expresión”, que no “emociones románticas”), dejan bien claro que nos hayamos ante un fuera de serie.

Viene a continuación la célebre sonata de Tartini El trino del Diablo, que he comentado en una entrada anterior. Baste ahora recordar que es la de Barenboim junior la que más me gusta de cuantas he escuchado. Ajena en buena medida a lo barroco, pero mucho más alejada aún de lo “romantizado”, su lectura resulta intemporal y deja bien claros los lazos con la abstracción angulosa, tensa y visionaria de Sciarrino. También con la Sequenza VIII para violín solo de Berio que continua el programa. La página corresponde a 1977, pero no tiene mucho que ver con la del compositor que abre el disco: esta es menos esencial, menos abstracta, porque lo que nos encontramos es una especie de (neo)expresionismo en el que el dolor, la tensión y los acentos lacerantes se ponen en primer plano. La relación con la escarpadísima recreación de la Sonata para violín de Belá Bartók que Michael registró en su primer disco resulta evidente. El artista no hace concesiones y la música se escucha con el corazón en un puño. He comparado con la interpretación grabada por Jeanne-Marie Conquer para DG: la formidable violinista francesa ofrece una interpretación más angulosa, y quizá también con mayor electricidad interna (en parte por ir más rápido: 12’53 frente a 13’51), pero a mí me parece que Michael Barenboim no solo resulta más “comunicativo”, por momentos visceral, sino que también explora mejor los recovecos expresivos de la página –atmósfera, misterio– e incluso domina aún mejor la técnica, ofreciendo timbres más variados y adelgazando el sonido hasta límites impensables.


Buscando hacer de espejo con los seis caprichos de Sciarrino, el artista cierra el compacto con otros tantos Caprichos de Paganini, los números 1, 6, 17, 16, 9 y 24, para concretar. Michael los toca con pleno dominio técnico –algo solo al alcance de los mejor dotados–, pero lo interesante aquí es cómo hace esas piezas: buscando qué tienen en relación con Berio y, sobre todo, con Sciarrino. Lo consigue plenamente, sobre todo en los dos primeros (nº 1 y 6). Nuestro artista los aborda desde una perspectiva diametralmente opuesta a la que adoptó Julia Fischer en su no menos impresionante grabación para Decca, con la que he querido realizar las pertinentes comparaciones. El joven Barenboim apuesta por la severidad y por la tensión. Nada de galantería, sensualidad o de seducción al espectador, nada de “expresividad romántica” –ustedes me entienden–, aunque sí se detectan animación y cierto humor sarcástico –nº 16 y 17– dentro de este enfoque digamos que “viril” y dramático. Por lo demás, los acentos son ricos y el fraseo ofrece flexibilidad dentro de la lógica: repárese en la exposición del tema del celebérrimo nº 24.

¿Es que no voy a poner un solo reparo? Uno sí: como he escrito repetidas veces, el sonido de Michael Barenboim, sin ser en modo alguno feo, no es el que más me gusta. En modo alguno semejante circunstancia me impide calificarle como uno de los violinistas más interesantes de la actualidad. Estoy deseando escucharle mañana Beethoven en Sevilla.

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