Han desfilado por mi equipo de música violinistas muy famosos. Todos ellos hacen gala de una técnica descomunal la hora de atender a las tremendas exigencias de la partitura, pero ofreciendo desde el punto de vista expresivo resultados muy desiguales. Quien menos me ha gustado es Anne Sofie Mutter. En sus dos grabaciones para Deutsche Grammophon ofrece un virtuosismo y belleza sonora apabullantes, pero su expresividad tiende a lo romanticoide y al amaneramiento. Junto a los Trondheim Soloist hay que destacar el buen trabajo al clave de Knut Johannesen, pero la dirección de la propia Mutter al acompañamiento de cuerdas es anticuada, blanda y edulcorada. Junto a Levine y la Filarmónica de Viena –orquestación de Zandonai–, ya ustedes imaginan.
La edición de la partitura más utilizada es, como ustedes sabrán, el arreglo con acompañamiento pianístico de Frizt Kreisler. Me ha defraudado un tanto David Oistrakh en su registro de 1956: el inmenso artista ofrece un sonido sólido y muy vibrado para interpretación romántica por fraseo y expresividad, que convence sobre todo en un Andante muy intenso, pero en general se ve al violín algo incómodo, no muy cantable y sin una idea clara de la obra detrás. El acompañamiento de Yampolsky no alberga el menor interés.
Del a veces injustamente olvidado Henryk Szeryng he pillado una transcripción de vinilo de sonido monofónico. En ella podemos escuchar un violín muy musical y de admirable afinación que alcanza su mejor momento en el Andante, convenciendo por su renuncia al romanticismo fuera de tiesto. En este sentido, resulta –por así decirlo– “intemporal”, aunque en general va un poco rápido y tampoco parece tener cosas especiales que decir. Esperaba más.
El que sí está estupendo es Arthur Grumiaux en la grabación de 1957 rescatada por Naxos, una lectura digna de admiración por el lirismo cantable e intenso, muy sincero y por momentos lacerante, del excelente solista. Correcto el piano.
Seguidamente he querido tantear el campo del historicismo. En su registro para Harmonia Mundi de 1997, Andrew Manze renuncia la opción más filológica, es decir, la de bajo continuo a base de violonchelo y clave. Se decanta en su lugar por la opción para violín solo, que justifica a partir de testimonios del propio Tartini. A partir de presupuestos “históricamente informados”, el violinista inglés se toma todas las libertades posibles desde el punto de vista agógico y dinámico. Manze estira y contrae la música como le viene en gana, juega a discreción con los silencios y subraya los contrastes para ofrecer una interpretación personalísima en la que a veces la música resulta irreconocible. Los resultados son irregulares: el muy perezoso comienzo me parece inaceptable por sus sonoridades gangosas y su blandura expresiva. Luego se alternan momentos de apreciable fuerza expresiva y hallazgos de interés con pasajes más bien mortecinos, cuando no de insufrible amaneramiento: todo al servicio no de la música, sino del narcisismo del intérprete, más interesado por ofrecer su versión que por otra cosa.
Haciéndose acompañar por el violonchelo de Alessandro Palmieri y el clave de Riccardo Doni, mi detestado Enrico Onofri ofrece en su reciente grabación para el sello Passacaille una interpretación radicalmente opuesta a la de Manze. Y ya no por la exuberancia del bajo continuo, sino porque las libertades no están aquí en la flexibilidad en el fraseo: se encuentran en la abundante ornamentación con que enriquece su parte. También porque la languidez y la falta de vitalidad de su colega se ve sustituida por una efervescencia, una extroversión y unas descargas de electricidad muy “Giardino Armónico”. Hay que entrar en el juego para disfrutarlo, y por supuesto aceptar una articulación que chirriará a los oyentes más tradicionales. El primer movimiento a mí no me gusta. Demasiado rápido –en absoluto Larghetto–, un tanto mecánico pese a los numerosos ornamentos, parco en vuelo lírico y volcado en una expresión galante sin el menor disimulo: música salonesca en el peor de los sentidos. Triunfa Onofri en el segundo, sano en su espíritu creativo y lleno de fuerza expresiva. En el tercero podrá irritar a quienes busquen acercamientos más clásicos, menos contrastados, pero le voy a negar su capacidad para desplegar esos efectos teatrales que son propios del barroco y para deslumbrar con proezas virtuosísticas muy efectivas en este repertorio.
Michael Barenboim no pretende seguir maneras "históricamente informadas". Pero se sorprenderá el lector si le digo que igual de lejos se encuentra de todos los colegas arriba citados. Optando por la versión original para violín solo (¡cómo le gusta el riesgo a este chico!), hace gala de un vibrato muy reducido, frasea con enorme agilidad, otorga incisividad a los ataques e incorpora ornamentación y efectos teatrales propios del barroco, aunque sin exagerar los claroscuros ni distorsionar la línea. ¿Tercera vía, pues? Tampoco es eso exactamente.
Lo cierto es que su recreación se caracteriza, ante todo, por su tensión interna y su elevadísimo sentido dramático. No se abre el menor resquicio a la expresividad “romántica”, ni concesiones de cara a la galería. No hay espacio para la relajación, la galantería o la seducción al espectador, al que se pide la misma concentración con que está expuesta la partitura. Esta es una lectura severa, hosca incluso, valiente y decidida, en la que la “frialdad” de las emociones es equivalente a la potencia expresiva –valga la paradoja– de las líneas de fuerza. De este modo, Michael nos hace llegar la partitura desde una absoluta abstracción, probablemente con el deseo de poner de relieve los elementos en común con las obras de Sciarrino y Berio que la acompañan en el disco. De hecho, exactamente lo mismo hace con los seis Caprichos de Paganini que cierran el programa. Pero eso se lo explico a ustedes en otra entrada.
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