El disco se abre con Anthèmes I. Y desde el primer momento queda claro este chico no solo posee un descomunal dominio técnico de las posibilidades de su instrumento, sino también una musicalidad fuera de serie: los colores que extrae del instrumento, la electricidad que recorre su fraseo, la relación de unas frases con otras, las gradaciones dinámicas, el peso otorgado a las pausas… Todo ello está en función de una idea muy clara, que no es otra que la tensión entre el sonido y el silencio. Tensión que forma parte consustancial de la música de Boulez y que, me parece, identifica asimismo a Michael Barenboim como intérprete.
La obra, que no parece precisamente fácil de tocar, desde luego no es sencilla de escuchar. He realizado repetidas audiciones, comparando con diversos registros disponibles en Spotify (plataforma que tengo conectada a mi receptor, dicho sea de paso). La primera grabación mundial de la obra fue la de Julie-Anne Derome (Atma, 1996), violinista canadiense de sonido más afilado que el de Michael Barenboim, también menos sólido. Su recreación, lenta y atenta al peso de los silencios, es de alto nivel, pero personalmente no encuentro necesidad de contrastar tanto las texturas, que en algún momento hace sonar desagradables. En cualquier caso, no parece alcanzar la potencia expresiva de la de Barenboim, ni su capacidad para el diálogo interno, para otorgar significación a cada una de sus intervenciones. La de Jeanne-Marie Conquer grabada por Naïve e incluida por DG en la edición completa de las obras de Boulez interpretación angulosa y áspera, fraseada con nervio y electricidad, pero no muy sutil, ni imaginativa, ni rica en matices expresivos. Hay que descubrirse ante la tremenda interpretación de Carolin Widmann (Hänssler), más intensa y más comunicativa que todas las citadas, incluida la de Barenboim, y dicha con un sonido violinístico de una solidez impresionante. Ahora bien, la comparación deja claro que la lectura de nuestro artista es más bella, más sutil, más poética, más rica en los diálogos internos que establece el instrumento consigo mismo, quizá también en colores y texturas, y desde luego más atenta al vuelo lírico que se esconde entre los pentagramas. Más plural en el enfoque, en definitiva, y por ello más completa.
Deslumbrante la Sonata de Bartók. Obra postrera del autor, encargada por Menuhin con el indisimulado deseo de ayudarle económicamente. El genial compositor húngaro respondió a su iniciativa escribiendo una página tremenda que Michael Barenboim interpreta como si le fuera la vida en ello. La angustia que recorre su lectura llega a ser insoportable. No hay la menor concesión al oyente: todo aquí es aspereza, retorcimiento y visceralidad. Las tensiones están marcadísimas y las descargas de electricidad llegar a ser fulminantes, pero por ventura ello no supone exceso de nervio ni renuncia al vuelo lírico, como tampoco un descuido de los acentos melódicos ni de los más sutiles detalles tímbricos, algo que queda claro en un tercer movimiento que sabe ser onomatopéyico –canto de los pájaros– sin quedarse en lo contemplativo y sensual, sino poniendo asimismo de relieve lo que de inquietante tiene este pasaje nocturnal típicamente bartokiano. Aquí también he realizado comparaciones. El citado Menuhin resulta quizá más onírico y más sensual, pero no resulta ni mucho menos tan dramático como Barenboim, y tampoco se encuentra del todo bien de dedos, mientras que Isabelle Faust, haciendo uso de unos tempi considerablemente lentos, resulta en exceso distanciada. Por cierto, la violinista alemana posee un sonido tan pequeño como el del protagonista de este disco, pero mientras ella se encuentra mucho más a gusto en los pianísimos que cuando tiene que desplegar robustez sonora, Michael es capaz de satisfacer plenamente todas las demandas de la partitura.
Sigue la Sonata BWV 1005 de Johann Sebastian Bach. Aquí tenido la oportunidad de realizar una larga serie de comparaciones: Fischer, Podger, Khachatryan, Hahn, Szeryng, Midori Seiler, Huggett, Beyer, Faust, Grumiaux y Chung, esta última en sus dos grabaciones. Demasiada competencia como para sobresalir, aunque Barenboim hijo queda en buen lugar. Su fraseo es tradicional, pero ágil y fluido, cantable y alejado de cualquier tipo de afectación; rico en acentos sin necesidad de romper el discurso musical, de buscar claroscuros ni de generar grandes efectos teatrales. La lógica y la naturalidad, dentro de una óptica de perfecto equilibrio entre pathos y belleza lírica, presiden su recreación. El Adagio inicial está recreado con lentitud, con un dolor contenido, sin necesitar el enfoque expresionista de otros colegas –ni menos aún de las sonoridades desagradables de Amandine Beyer–, aunque a decir verdad no vuela a la asombrosa altura de la interpretación ya comentada por aquí de Hilary Hahn ni de la no menos increíble de Sergey Khachatryan, que espero reseñar algún día. La Fuga está dicha con admirable fluidez –nada que ver con el desastre de Monica Hugget–, pero aquí echo de menos imaginación por parte de nuestro artista, sobre todo a la hora de crear grandes arcos de tensión sonora mediante el juego de dinámicas. Bello y lírico el adagio antes que doliente, diríase que un tanto femenino, en consonancia con la sonoridad delicada de su violín. Irreprochable el Presto final, sutilmente graduado a la hora de acumular tensiones y ajeno a frivolidades.
Para terminar, nuevamente Boulez. Anthèmes II fue estrenada en 1997 como ampliación –doblando su longitud, de ocho minutos y medio a diecinueve– de la página que abría el disco, escrita seis años atrás. Pero el resultado sonoro es aquí muy distinto, por la incorporación de manipulación electrónica en vivo creando una serie de ecos, reverberaciones y efectos diversos que le otorgan un muy atractivo sentido de la espectacularidad espacial: si es posible, pongan su receptor/amplificador en modo “estéreo multicanal” para que la música les rodee, tal y como deseaba el compositor francés. Tenemos varios acercamientos en vivo de Michael Barenboim a esta página: la interpretación en la Staatsoper berlinesa de 2010 editada por Deutsche Grammophon en un doble compacto aquí comentado, el vídeo de los Proms de 2012 y una toma radiofónica de 2015 realizada en la Philharmonie de Berlín. Este nuevo registro se realizó en estudio, en el IRCAM de París –el resto del disco está grabado en la Jesus-Christus-Kirche berlinesa– en el verano de 2016. ¿Simple deseo de registrar con la mayor calidad posible la electrónica en vivo, obviamente del propio IRCAM, que ya colaboraba en todas las interpretaciones anteriores? ¿O ganas de revisitar la obra para decir cosas nuevas seis años después de su primera aproximación?
He realizado diferentes audiciones, en uno de los casos poniendo de manera consecutiva la grabación de DG y esta otra editada por Accentus. No he apreciado grandes diferencias, aunque sí me ha dado la impresión de que en 2010 ofrecía una lectura más misteriosa y sensual, más atenta a los aspectos líricos de la obra, mientras que en las dos más recientes –esta y la de 2015– apuesta por poner de relieve la vertiente más angulosa de la misma, acentuando los picos de tensión y hasta apostando por una mayor dosis de agresividad. Sea como fuere, me parece que Michael Barenboim nada tiene que envidiarle a la impresionante grabación de Hae-Sun Kang, la violinista coreana que en su momento se encargó de estrenar la obra; antes al contrario, quizá nuestro artista la supera en riqueza de colores y en valentía a la hora de poner acentos.
A falta de escucharle en otros repertorios para conocer el alcance de su dimensión artística, lo dicho antes: este soberbio disco apunta a que nos encontramos ante un enorme violinista.
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