¿Quién es Carmen? Varias cosas a la vez: una golfa, una mujer empoderada, una gitana amoral, una pobre criatura destrozada por la sociedad heteropatriarcal, una egoísta, un símbolo de la libertad... Ahí está la grandeza de ciertos mitos literarios, como también de ciertas músicas: que admiten interpretaciones divergentes que nos obligan a volver una y otra vez sobre ellos para descubrir nuevas posibilidades y hacernos pensar. ¿Y qué es Carmen de Bizet? En principio, opéra-comique; pero la tradición romántica del eros-thanatos está ahí, y podemos descontextualizar la trama para convertirla en una reflexión sobre la imposibilidad de entendimiento entre los seres humanos, sobre nuestros egocentrismos y nuestras miserias. Claro que tampoco parece un disparate –sobre todo habiendo leído la novela de Mérimée–, ver un anuncio de lo que va a ser la ópera verista, en tanto que estudio crudo, objetivo y antirromántico en torno a la marginación social, la alienación, la degradación a la que nos conduce unas convenciones sociales corruptas y todo eso.
Cada melómano podrá tener su idea particular del personaje y de la ópera, como también la tendrán los directores musicales, directores de escena y cantantes de turno, así que al final los resultados podrán ser muy dispares entre sí y suscitar cada uno de ellos reacciones opuestas. Por ejemplo, Sinopoli buscó las raíces en la opéra-comique y a mi entender se pegó el gran batacazo. El elogiadísimo Beecham quiso ver costumbrismo, alegría y una buena dosis de elegancia francesa, y a mi modo de ver se quedó a medio camino por olvidarse de toda la sustancia dramática. A Barenboim le pasó justo lo contrario: tampoco convence. Y Bernstein tuvo el valor de plantear una visión radicalmente existencialista que a mí me parece genial, pero a muchos horroriza. Entonces, ¿cuántos directores han ofrecido una Carmen por completo convincente? Pues aquellos que han sabido sintetizar todos esos ingredientes sin prescindir de ninguno de ellos, y haciéndolo con técnica magistral y la mayor convicción. Es decir, Karajan, Solti, Abbado y pocos más.
Lo que ahora nos interesa es captar qué quiso hacer el director de orquesta que ayer sábado 13 de junio ofreció la primera de las seis funciones que con doble reparto ofrece de este título el Teatro de la Maestranza. He intentado explicarlo con una palabra en el título de esta entrada: Jacques Lacombe ofreció una óptica muy francesa, y más concretamente una visión protoimpresionista. ¿Un disparate? No: creo que los Debussy y compañía parten de una tradición, y que ciertos aspectos de la escritura (¡genial!) de Georges Bizet tienen que ver con rasgos que serán definitorios de la escuela del Impresionismo: la morbidez del fraseo, la levedad sonora, el perfil particularmente curvilíneo de las transiciones, el valor expresivo del color y la creación de atmósferas a través de las texturas, como también el rechazo de la densidad y pathos romántico. El maestro canadiense atendió a esos factores y los potenció dejando claro no solo que sabía lo que quería, sino también que era capaz de hacerlo: hizo sonar de manera muy bella a la Sinfónica de Sevilla dentro de los parámetros apuntados, aportó algunas novedades curiosas –reguladores en la celebérrimo Preludio de la ópera–, fraseó con naturalidad y se mantuvo dentro de unos tempi la mar de sensatos. ¿Suficiente? A mi entender, no. Le ha pasado como a otros maestros que abordaron el título de esta manera, entre ellos Plasson y Rattle: faltaron nervio, pulso teatral, garra y fuerza expresiva, con independencia de que en la escena final se mostrara francamente acertado en algunas frases.
Por pura casualidad –no puede tratarse de un acuerdo, porque la producción venía de fuera–, la propuesta escénica de Emilio Sagi caminaba por los mismos derroteros. Al veterano director ovetense quien esto escribe ya le había visto una Carmen en Madrid en diciembre de 2002, un encargo que se realizó a sí mismo cuando gobernaba muy malamente el Teatro Real. Tengo un recuerdo difuso: la ambientación parecía corresponder a un país de latitudes tropicales. Esta, que pasa a un momento indeterminado del periodo franquista, conserva de aquella la discutible idea –por no rimar con la música– del asesinato de Zúñiga por parte de los bandoleros, haciéndolo todavía más cruel al presentarlo dentro de escena con un disparo a bocajarro. Por lo demás, ausencia total de escenografía aparte de unas sillas para otorgar un dominio absoluto a las proyecciones cromáticas en el fondo, una suerte de cielos de color variable que conducían, cómo no, al rojo sangre que también se extendía por el albero. El resultado es plausible: desdeñar toda referencia a los lugares de la acción y apostar por una Carmen que, a la manera de los pintores impresionistas, atiende a los efectos de la luz en la atmósfera, parece buena opción para un teatro que está a siete minutos de la Fábrica de Tabacos y a tres de la plaza de toros, y en el que por ende se podía haber caído en el ridículo. Otra cosa es que semejante opción se contradiga con otras cosas que veíamos en la escena: si se opta por deslocalizar el asunto ¿a qué viene caer, por ejemplo, en los tópicos de las cigarreras fumando y de las sevillanas con abanicos?
Cuestión importante es cómo concibe Sagi a los personajes. Creo que no hay duda: para él, Carmen es una víctima-víctima absoluta. Ni puta ni empoderada. Menos aún una mujer fatal. Los numerosos detalles de su meticulosa dirección escénica, probablemente enriquecida por la formidabilísima actriz que ha demostrado ser la mezzo protagonista, nos descubrían a una mujer desengañada por los hombres, que va de uno a otro en busca de cariño encontrando solo deseos de dominación; mujer irónica cuando no completamente abatida por las circunstancias –reveladora manera de decir "l'amour" al final de los couplets de Escamillo–, a la que –como en otras producciones– no le queda otro remedio que suicidarse para ser consecuente con su firme independencia. En consonancia, Don José no es aquí el arrogante conquistador ni el joven inocente y enamoradizo, sino el cerdo machista por excelencia: caracterización física e indicaciones escénicas no dejaban lugar a dudas. También fue sensato no pintar a Micaela como la tonta del bote ni (¡grave error de las puestas en escena presuntamente progres!) como una maquiavélica representante de las más rancias convenciones sociales. Así las cosas, la propuesta de Sagi funcionó a ratos muy bien y a ratos bastante menos. Lo mejor, su onírica y conceptual materialización del enfrentamiento final, con el coro formando un opresivo ruedo en torno a los dos personajes. Bien las coreografías de Nuria Castejón.
Los cantantes. Vamos a ver, Carmen es uno de los papeles más complicados de la historia. Se estrellaron contra él estrellas como De los Ángeles, Callas o Horne. Su mejor retrato escénico lo realizó Julia Migenes en la película con Domingo, pero en lo vocal dejaba bastante que desear. En Sevilla, sustituyendo a una Elina Garança que, según se intuye, pidió más dinero al Maestranza, tenemos a una señora llamada Maria Kataeva. Empezó no gustándome: mezzo muy lírica de voz demasiado clara y grave justito. Habanera muy sosa, temperamento escaso. Poco a poco me fue convenciendo y me percaté de estar ante una de las Cármenes más inteligentes que recuerdo: siendo consciente de que la voz es la que es, la mezzo rusa sortea el grave error de otras compañeras con los mismos problemas, esto es, forzar el asunto y caer en la brocha gorda, cuando no en la truculencia más o menos verista. Evitada la trampa, encontró sintonía con la idea de Sagi arriba referida: una mujer malherida en lugar de una seductora impenitente. Aguantó muy bien la temible –por su franja grave–escena de las cartas, en la que quien a ustedes se dirige pensaba que iba a pinchar, y en general cantó con tanta propiedad como exquisito gusto. En el terreno actoral, ya lo dije antes: soberbia.
El Don José de Piero Pretti no existió durante los tres primeros actos; en el cuarto demostró que la voz es la del personaje y se benefició del atractivo metal de su agudo, pero ahí quedó la cosa. Muy poco, la verdad, aunque muy por encima de Dalibor Jenis en el rol de Escamillo: la voz está tocada, su línea es muy tosca, en el grave se quedó increíblemente corto y tampoco se mostró muy suelto en escena. Frente a ellos, Giuliana Gianfaldoni hizo una Micaela de instrumento menos ligero de lo habitual –mejor así– y con un toque carnal adecuado; precioso el pianísimo al final de su aria. Mercedes Arcuri y Ana Gomà estuvieron estupendas como las dos amigas de la protagonista, y Javier Castañeda ofreció un irreprochable Zúñiga. Menos me gustó el Morales de Alejandro Sánchez. Bien el Coro del Teatro de la Maestranza, y mejor aún la Escolanía de Los Palacios.
Aplausos intensos para sus protagonistas –con la excepción de Jenis–. Muy buen recibimiento a la batuta y orquesta. Solo tibieza para Sagi y su equipo, quizá algo injustamente: su producción escénica a la postre fue digna, aunque también es verdad que habiendo visto en el mismo Maestranza la propuesta de Calixto Bieito, magnífica a pesar de sus no pocos excesos, esta se queda más bien corta.
Fotografías: Guillermo Mendo
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