Grabado en febrero de 2003, este fue el último disco de Daniel Barenboim al frente de la Sinfónica de Chicago: Concierto para piano nº 1 de Tchaikovsky y Concierto para piano nº 1 de Mendelssohn en compañía de un todavía muy joven Lang Lang. Lo he vuelto a escuchar para comentarlo en el libro que estoy preparando sobre el de Buenos Aires. Sorpresa desagradable: me ha gustado menos que antes, así que no lo voy a incluir.
Mis reparos van para el Tchaikovsky, especialmente en lo que a Barenboim se refiere. Por descontado, el nivel de su interpretación es alto. Hay en ella sensatez, buen gusto y estilo, atención al diálogo con el solista y concentración, particularmente en un segundo movimiento de profunda y poesía y de una dulzura tierna carente de empalago. Hay también brillantez, luminosidad y entusiasmo en un movimiento conclusivo que sabe ser brillante, luminoso y entusiasta sin quedarse en lo folclórico. También hay sabiduría a la hora de hacer que la soberbia orquesta no suene especialmente opulenta, sino más bien con ese punto de rusticidad que necesita el compositor. Pero en el monumental primer movimiento, la verdad sea dicha, echo mucho de menos el nivel de emoción, de riqueza de matices y de inspiración que han sabido destilar los más grandes recreadores de la página, en particular Sergiu Celibidache dirigiendo (¡precisamente!) a Barenboim.
Lang Lang deslumbra por su agilidad, limpieza y riqueza de sonido, como también por su brillantez y elocuencia, así como por la manera de ofrecer frases llenas de significación y matices de enorme clase sin caer en el menor narcisismo ni perder de vista la arquitectura global. Pocos pianistas han alcanzado un nivel tan alto aquí. Aun así, hay más de un momento en el que se deja llevar por el virtuosismo, y globalmente no alcanza, pese a poseer un virtuosismo muchísimo mayor, a su gran competidor al teclado en esta misma página: el propio Barenboim, sobre todo en el registro berlinés con Zubin Mehta. Don Daniel llega hasta donde nunca nadie lo ha hecho a la hora de bucear en los numerosísimos pliegues expresivos de esta tan magistral como manoseada partitura.
El Mendelssohn me sigue pareciendo una maravilla. Lang Lang se mueve con absoluta limpieza técnica y logra aunar la ligereza, la chispa y la luminosidad que requiere la página con la densidad, el lirismo y la concentración, sobre todo en un segundo movimiento paladeado hasta el límite y de infinita emoción, todo ello haciendo gala de una gran imaginación evitando lo rebuscado y lo narcisista. La dirección de Barenboim, de magnífico trazo y gran sinceridad, muestra la misma capacidad para combinar entusiasmo y concentración, luminosidad y hondura. ¡Y qué manera de conseguir de la orquesta norteamericana el sonido alado que necesita Mendelssohn!
El SACD no suena especialmente bien: faltan cuerpo y espacialidad. En definitiva, un Mendelssohn pare atesorar y un Tchaikovsky que, siendo muy bueno, no está a la altura del talento de los dos protagonistas.
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