jueves, 30 de diciembre de 2021

Concierto de la Academia Barenboim-Said en el Maestranza con Heras-Casado

En la entrada anterior ya escribí sobre asuntos en torno al concierto de la Academia de Estudios Orquestales de la Fundación Barenboim-Said del pasado 28 de diciembre en el Teatro de la Maestranza con obras de Tchaikovsky y Dvorák. Voy ahora a por los resultados artísticos propiamente dichos.

 
La orquesta. Pues muy bien, qué quieren que les diga. Llevo muchos años escuchando a la Orquesta Joven de Andalucía y, ya en fechas más recientes, a la de esta Academia. El nivel de nuestros chavales está subiendo de una manera muy considerable. Ciertamente lo hace en todo el planeta –las formaciones orquestales son cada vez mejores, incluso las más importantes–, pero eso no significa que en nuestra tierra nos dejemos llevar por la corriente. Se están haciendo las cosas bien. ¿Se podrían hacer mejor? ¡Ya lo creo! Pero la progresiva mejoría es visible o, mejor dicho, audible. Ellos y sus profesores, sean de aquí o venidos de fuera, están ofreciendo buenos resultados. En el caso concreto de lo escuchado el otro día en Sevilla, se dejaron notar el esfuerzo realizado por los músicos y la técnica espléndida de Pablo Heras-Casado, quien a nivel de empaste, equilibrio de planos y toda esas cosas logró que el conjunto rindiera a un nivel francamente satisfactorio para tratarse de lo que se trataba, es decir, no de una serie de señores mayores que todas las semanas preparan un programa y están acostumbrados a trabajar juntos, sino de unos chavales que han participado en una serie de talleres y luego han hecho un concierto. Algún desajuste aislado importó poco. Metales sin problemas y flautas espléndidas, tanto en Tchaikovsky como en Dvorák.

El solista. Canceló a ultimísima hora Miguel Colom –concertino de la OCNE– y le sustituyó un tal Amaury Coeytaux. Le encontré inseguro y no muy ágil a lo largo del primer movimiento del Concierto para violín de Tchaikovsky, pero también aprecié una virtud fundamental a la hora de enfrentarse a esta partitura: la cantabilidad. Si te limitas a dar las notas sin cantar bien las melodías, aquí no tienes nada que hacer. El violinista francés sí que lo hizo, con sentimiento y con buen gusto. Dejando a la música respirar con naturalidad. Nada de narcicismos, blanduras ni amaneramientos. Tocará mucho menos bien que Patricia Kopatchinskaja (¡tan admirada por algunos críticos sevillanos, como no!), pero interpreta mil veces mejor esta obra. La sensibilidad melódica de Coeytaux le permitió convencer sin problemas en el Andante, en el que además un sonido con centro muy agradable y agudos sin asperezas, mientras que en el Finale derrochó finalmente ese virtuosismo pirotécnico que también es fundamental en la página. Digna propina bachiana.


La batuta. De Heras-Casado he escrito ya mil veces en este blog. Repito una vez más: me parece un señor rebosante de talento que es capaz de lo sensacional, de lo horrible, de lo notable y de lo correcto. No hay manera de predecir. Esta vez me ha gustado bastante, con reparos.

Fue el suyo un Tchaikovsky ortodoxo, sensato y comprometido. Parco en matices agógicos y dinámicos, eso es verdad, pero “muy en su sitio”, muy bien sonado y directo al grano, sin regatear brillantez ni tensión dramática, y sabiendo no confundir la ternura y la ensoñación con la cursilería. La interpretación salió desde dentro, siempre en perfecta conjunción con una orquesta que supo responder a las demandas exigidas desde el podio: hubo momentos de fuego muy intenso, como debe ser.

El maestro granadino ofreció una Sinfonía n.º 8 Dvorák antes eslava que occidentalizada. Confieso que en esta obra adoro los acercamientos poco idiomáticos de un Giulini o un Karajan, pero no seré yo quien le ponga reparos a las maneras aquí adoptadas: menor opulencia sinfónica, no mucha sensualidad, escasa ensoñación y –en contrapartida– una buena dosis de rusticidad bien entendida, de vigor rítmico y de temperatura emocional, como también de incisividad en los ataques y hasta de aspereza. Un acierto subrayar los aspectos dramáticos tanto del Adagio como del Finale, en cuya coda se supo evitar en carácter verbenero por el que optan algunos grandes directores. En cuestión de matices cierto es que  Heras-Casado se quedó algo corto, y cuando los hubo no siempre convenció: el retorno en los violonchelos del tema con que arranca el cuarto movimiento me pareció blando e ingrávido. En cualquier caso, vistosa, encendida y convincente interpretación.

Danza Húngara n.º 1 de Brahms: cuerda sedosa, empastada y muy brahmsiana en las secciones extremas, maravillosamente cantadas, brocha gorda y rutina en la central. De postre, el saleroso pasodoble Amparito Roca –yo no sabía el nombre, me lo dijo mi acompañante– seguido en plan Marcha Radetzky por las palmas de un público francamente feliz.

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