domingo, 18 de marzo de 2018

Siete interpretaciones de la Sonata para piano nº 28 de Beethoven

Beethoven compuso su sonata para piano nº 28, op. 101 en el año 1816, justo en el que inició la composición de su Sinfonía nº 9. Es la primera de ese grupo que conforman sus cinco últimas sonatas, y para algunos autores la página que abre su periodo tardío, el más visionario de su genial carrera compositiva: música al mismo tiempo abstracta y llena de significados, desmaterializada y cargada de fuerza, aunque semejantes términos parezcan contradictorios entre sí. Con la excusa de que espero escuchársela esta misma tarde en el Maestranza a Rafał Blechacz, he decidido realizar la audición de siete interpretaciones discográficas de la página y compararlas entre sí. Las cuatro primeras las escuché el viernes por la mañana, y las restantes las puse ayer mismo. Aquí van los resultados (con la puntuación del uno al diez al final, entre paréntesis), no sin antes avisar al lector de que he prescindido de nombres muy asociados a Beethoven como pueden ser los de Backhaus, Kempff y Arrau. No se trata de una comparativa más o menos rigurosa, pues, sino de una simple cata.



Decido comenzar la experiencia con el fortepiano, evitando así tener en mente la sonoridad de un piano moderno y las injustas comparaciones que de ellos se pudieran derivar. Y me decanto por ese músico tan sensato como desigual que es Ronald Brautigam, que hace uso de la copia de un Conrad Graf de hacia 1819, es decir, un año posterior al de la composición de esta sonata: suena con suficiente cuerpo y ofrece muchas posibilidades en lo que a la dinámica se refiere. Esta se encuentra plenamente aprovechada por el artista holandés, quien nos ofrece una recreación medianamente satisfactoria no solo en lo técnico sino también en lo expresivo, aunque algo alicorta en ese sentido del misterio y de la ambigüedad que lúcidamente destacan las notas al programa. Es el caso del Allegretto inicial, bien contrastado pero un tanto soso. Magnífico el Vivace alla Marcia, dicho con el empuje, la decisión y la rotundidad necesarias. En el Adagio la sonoridad del instrumento resulta, cuando se mantiene en piano, por completo distinta a lo que estamos acostumbrados; a algunos les irritará, mientras que a mí me parece fascinante. Brautigam frasea este tercer movimiento con musicalidad, ya que no con particular inspiración, para después entrar en el Allegro conclusivo con un ardor que le lleva a la precipitación. En poco tiempo el artista se centra y termina ofreciendo una recreación muy digna, aunque antes atenta a la claridad de sus estructuras fugadas que a las posibilidades poéticas de la página: resulta un tanto rígido, por momentos incluso mecánico, aunque no deje de ofrecer algún fortísimo abrumador. La toma de sonido realizada por los ingenieros de BIS resulta formidable en su edición en un SACD multicanal que, por cierto, tengo firmado por el propio Brautigam. (7)


 
Continúo con la que registró –con buen pero no excepcional sonido– Daniel Barenboim para el sello EMI en octubre de 1969. Esto es otro mundo. Y no porque el instrumento ofrezca muchas más posibilidades, sino porque el de Buenos Aires, al que aún le quedaba un mes para cumplir los veintisiete, se muestra ya como un beethoveniano de primera fila: el músculo en el sonido, la naturalidad del fraseo, la matización de la dinámica, la atención a los silencios, la riqueza de matices… Todo es aquí de primera, ya desde un movimiento inicial mucho más paladeado que el de Brautigam (5’09 frente a 3’32) y rebosante de inspiración poética. En el segundo se puede echar de menos la electricidad del holandés, pero Barenboim ofrece una flexibilidad superior y, sobre todo, una sección central apreciablemente más inspirada y musical, aunque sea a todas luces en el tercero donde la diferencia se hace más grande. Eso sí, nuestro artista hace caso omiso de que el Adagio es “ma non troppo” y, desgranando la partitura con una lentitud extremadamente concentrada, se decanta por el goticismo para indagar en los rincones más oscuros e inquietantes, también más reflexivos, de esta música genial. Tras una espléndida transición, el cuarto movimiento está dicho con un estilo y una convicción formidables. Se podrá reconocer que a la hora de delinear los pasajes fugados el toque del maestro no es el más claro posible en lo que a limpieza de una nota frente a la otra se refiere, pero su manera de manejar bloques sonoros y de otorgar significación expresiva a estructuras abstractas resultan admirables, por no hablar de cómo planea unos abrumadores picos de tensión. (10)

 
A 1977 se remonta la grabación de Maurizio Pollini para Deutsche Grammophon. Estamos hablando, pues, de la mejor época del pianista italiano, y no me refiero a su destreza digital –que sigue siendo suprema– sino a la interpretación: su Beethoven actual oscila entre lo discreto y lo horroroso. No es el caso de esta op. 109 estupendamente tocada y construida (¡qué dominio de la planificación global!), de una claridad polifónica apabullante y muy sensata en la expresión. Aunque solo eso, porque a decir verdad se percibe esa tendencia de Pollini a distanciarse un tanto, a adoptar una actitud objetiva que con frecuencia deviene en frialdad. En modo alguno aburre, pero tampoco emociona lo suficiente. Y la sección central del segundo movimiento parece por completo desaprovechada. Una circunstancia significativa: su toque es más limpio que el de Barenboim, pero también más duro, menos variado en el color y en general un punto monocorde. La calidad del sonido es estupenda en el SACD de Esoteric que he localizado “por ahí”. (8) 


 
La filmación de 2005 en la Staatsoper berlinesa protagonizada por Daniel Barenboim no difiere mucho de la grabada para en su juventud para el mismo sello, pero treinta y seis años no pasan en balde. Ahora frasea todavía con mayor naturalidad, se interesa más por la belleza sonora en sí misma y sustituye relativamente, solo relativamente, el enfoque oscuro y reflexivo de su primera recreación por otro más luminoso, más cercano, diríase que más atento a las deudas con el clasicismo musical. Semejante circunstancia se refleja sobre todo en un primer movimiento ahora más rápido (3’55, más cerca de Brautigam que de él mismo), más fluido, cercano y comunicativo, y desde luego de una muy singular hermosura. El resto sigue siendo colosal, todo un prodigio de lenguaje beethoveniano, de riqueza de matices y de equilibrio entre forma y expresión. A destacar nuevamente la riqueza de la pulsación y, por descontado, la manera tan “marca de la casa” con que resuelve esos trinos fundamentales en la transición entre el tercer y cuarto movimientos. La toma sonora es muy distinta según se escuche el DVD en PCM estéreo y Dolby Digital 5.0: esta última pista ofrece unas frecuencias graves mucho más ricas, y por ende gana en armónicos, pero también resulta un tanto borrosa, mientras que en la primera de las citadas el sonido es más nítido al tiempo que más plano. Quizá el CD de Decca –misma toma trasladada a este formato– sea el que mejor suene. (10) 



De la misma filmación de 1971 que la genial Sonata nº 8 de Mozart que comenté ayer –este Beethoven lo escuché inmediatamente después– procede la lectura de Emil Gilels. Nuevamente la sobriedad, la densidad del sonido, tensión armónica y la renuncia a realizar concesiones al oyente presiden la interpretación. El de Odessa es más radical que Barenboim. Se interesa menos que el de Buenos Aires por la belleza sonora, por la cantabilidad y por el humanismo, para en su lugar darle otra vuelta de tuerca al sentido trágico de esta música. ¡Qué dolor el que emanan los movimientos impares! Eso sí, se trata de una tragedia revestida de un perfecto equilibrio formal: la tensión se mantiene siempre en el trasfondo, revestida de la más absoluta severidad. Únicamente parece abandonar Gilels semejante rigor en la transición al cuarto movimiento, ofreciendo unos trinos llenos de efervescencia para luego arrancar el Allegro con enorme vitalidad. Pero en seguida las aguas vuelven a su cauce y la más granítica arquitectura se impone en los pasajes fugados; a destacar como la mano derecha marca picos de tensión llenos de interrogantes mientras la izquierda, en sus trinos finales, se muestra tenebrosa a más no poder. (10)


Dueña de un sonido pianístico de gran calidad, aunque ajeno a la tradición beethoveniana centroeuropea, Hélène Grimaud propone subrayar los contrastes entre los movimientos de la página. En los impares la máxima aspiración no es indagar en tensiones, ni dar paso a la reflexión ni ahondar en los aspectos más visionarios, sino ofrecer belleza en estado puro. Belleza sonora y belleza en la expresión, lo que por fortuna para la pianista francesa no significa trivialidad ni blandura: en el primer movimiento los picos de tensión están bien marcados, mientras que en el tercero sabe destilar perfectamente ese lirismo amargo que la partitura desprende. Segundo y cuarto son efervescencia pura: sanguíneos, vitalistas, llenos de nervio en el buen sentido, generosos en la gama dinámica y, en cualquier caso, estupendamente delineados. Se podré preferir enfoques diferentes, pero el de Grimaud resulta fresco, atractivo y coherente, beneficiándose de un espléndido trabajo de los ingenieros de la Deutsche Grammohon allá en julio de 2007. (9)


Termino volviendo al fortepiano, en este caso Paul Badura-Skoda haciendo uso de un Conrad Graf original de 1824. Extrañamente, el instrumento me ha gustado menos que le anterior: demasiada heterogeneidad entre sus registros. Tampoco parece ofrecer la densidad del que utilizaba Brautigam, aunque esto puede deberse en parte al pianista austriaco, quien fue el primero que se acercó –tras varias décadas interpretando y grabando a Beethoven con pianos modernos– a instrumentos de época para grabar este repertorio. En su momento hubo quien dijo que hasta que apareció esta integral no había escuchado “de verdad” las sonatas beethovenianas. El tiempo que ha pasado desde que Auvidis editara este disco en 1993 ha puesto las cosas en su sitio: Badura-Skoda carece de concentración, frasea con demasiado nerviosismo –realmente precipitada la sección central del Vivace alla Marcia– y, sin resultar ni mecánico ni inexpresivo, no resulta rico en matices. Incluso parece un tanto tímido, circunstancia que no parece deberse a las limitaciones del instrumento sino más bien a la manera que tiene de ver las cosas el artista, quien por otra parte tampoco logra delinear con nitidez las polifonías del cuarto movimiento. A la postre, una tentativa más interesante por las peculiaridades tímbricas del instrumento utilizado que por la interpretación en sí misma. (6)
 
Y esto es todo. Veremos qué tal Blechacz.

PS. En principio le puse un ocho a la última grabación de Barenboim, a la que obviamente –por lo que se desprende del texto– yo le pondría un diez. El error ya está subsanado.

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