De romántica podrían calificar esta recreación algunos talibanes de la peña históricamente informada. Se equivocarían: ni arrebatos temperamentales, ni libertades creativas, ni recreación en el impacto sensorial del sonido, ni grandes conflictos sonoros y expresivos. El gigante ucraniano no hace concesiones. Todo con él es rigor, sobriedad y concentración. Muchísima concentración. La sonoridad es densa, granítica, mucho antes interesada por la tensión armónica que por la belleza (¿cómo no pensar en lo que hubiera hecho Klemperer al piano?). Los matices dinámicos y agógicos son abundantes, pero extremadamente sutiles. El equilibrio (¡clásico, no “romántico”!) entre forma y contenido se alcanza en su plenitud, no perdiéndose la compostura ni siquiera en ese tercer movimiento lleno de desazón. Y las notas hablan con una elocuencia que impacta al oyente en lo más profundo. Tanto, que un servidor no ha tenido más remedio que improvisar estas líneas y confesar abiertamente que este es el Mozart que más me interesa. Porque Mozart, el mejor Mozart de los posibles, es dolor. Mal que les pese a algunos.
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
sábado, 17 de marzo de 2018
Mozart es dolor
Me levanto hoy sábado y decido repasarme la Sonata para piano nº 8 de
Mozart, que tenía en exceso olvidada y espero escuchar mañana mismo a Rafał
Blechacz en Sevilla. Escojo el DVD editado por Deutsche Grammophon –encontrarán el YouTube– con la
lectura de Emil Gilels correspondiente a un recital del verano de 1971. Quedo
completamente conmocionado: por la naturaleza de la música y por la
interpretación. Y por cómo ambas se encuentran relacionadas.
Porque aunque se pueda discutir esa afirmación de Karl Böhm según la cual toda
la música de Wolfgang Amadeus está llena de dolor, pocos podrán negar que esta
página escrita en tonalidad menor –una de las dos únicas sonatas suyas en este
modo– rebose amargura por los cuatro costados. Que semejante circunstancia
pudiera deberse a la muerte de su madre o no tuviese nada que ver
con las circunstancias vitales de un jovencito de veintidós años importa ahora
poco. Estos pentagramas piden, exigen una interpretación a tumba abierta, que es
justo lo que hace Gilels.
De romántica podrían calificar esta recreación algunos talibanes de la peña históricamente informada. Se equivocarían: ni arrebatos temperamentales, ni libertades creativas, ni recreación en el impacto sensorial del sonido, ni grandes conflictos sonoros y expresivos. El gigante ucraniano no hace concesiones. Todo con él es rigor, sobriedad y concentración. Muchísima concentración. La sonoridad es densa, granítica, mucho antes interesada por la tensión armónica que por la belleza (¿cómo no pensar en lo que hubiera hecho Klemperer al piano?). Los matices dinámicos y agógicos son abundantes, pero extremadamente sutiles. El equilibrio (¡clásico, no “romántico”!) entre forma y contenido se alcanza en su plenitud, no perdiéndose la compostura ni siquiera en ese tercer movimiento lleno de desazón. Y las notas hablan con una elocuencia que impacta al oyente en lo más profundo. Tanto, que un servidor no ha tenido más remedio que improvisar estas líneas y confesar abiertamente que este es el Mozart que más me interesa. Porque Mozart, el mejor Mozart de los posibles, es dolor. Mal que les pese a algunos.
De romántica podrían calificar esta recreación algunos talibanes de la peña históricamente informada. Se equivocarían: ni arrebatos temperamentales, ni libertades creativas, ni recreación en el impacto sensorial del sonido, ni grandes conflictos sonoros y expresivos. El gigante ucraniano no hace concesiones. Todo con él es rigor, sobriedad y concentración. Muchísima concentración. La sonoridad es densa, granítica, mucho antes interesada por la tensión armónica que por la belleza (¿cómo no pensar en lo que hubiera hecho Klemperer al piano?). Los matices dinámicos y agógicos son abundantes, pero extremadamente sutiles. El equilibrio (¡clásico, no “romántico”!) entre forma y contenido se alcanza en su plenitud, no perdiéndose la compostura ni siquiera en ese tercer movimiento lleno de desazón. Y las notas hablan con una elocuencia que impacta al oyente en lo más profundo. Tanto, que un servidor no ha tenido más remedio que improvisar estas líneas y confesar abiertamente que este es el Mozart que más me interesa. Porque Mozart, el mejor Mozart de los posibles, es dolor. Mal que les pese a algunos.
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