En cualquier caso, lo que parecía claro es que la estrella se estaba reservando. Y así fue. En la escena del balcón ya empezó a aparecer -entre diversos problemas- el Domingo de siempre, cálido y comunicativo a más no poder, con su timbre reconocible e intacto. En el acto final, que me parece una música hermosísima y desde luego aplastantemente superior a toda la que la precede, el tenor madrileño nos ofreció -pese a alguna vacilación puntual censurable solo para los beckmessers de turno, que ven los árboles pero jamás el bosque- una verdadera lección de ópera con mayúsculas, es decir, de canto hermoso, apasionado y -esto es fundamental- con significado; es decir, de canto que tiene en cuenta lo que se dice, lo que está ocurriendo en la escena, que no se limita a ser una mera sucesión de notas más o menos bien dadas. ¿Hay hoy en el panorama operístico un solo cantante que sepa morirse como Plácido, con su increíble combinación de belleza, emotividad y sinceridad? Para mí, aun con sus cada día más evidentes limitaciones, sigue siendo el más grande de los que están en activo. Solo por esos veinte minutos ya mereció la pena el viaje.
Pero hubo más. Ainhoa Arteta -sustituyendo a Sondra Radvanovsky- hizo un buen trabajo. Su voz, sin haber sido nunca gran cosa, se conserva bien y ha adquirido características más interesantes. La técnica ha mejorado de manera sustancial pese a sus lagunas. Y la artista, pues ya se sabe: algo gris, sin mucha personalidad pero en esta ocasión con buen gusto, irreprochable estilo y una buena dosis de sensualidad que le visto estupendamente a su Roxane. Lo que no me pareció bien es que -sospecho que por órdenes de la diva- se parase la música al final de su “aria” del tercer acto para recibir aplausos, algo que en esta ópera no pega en absoluto. Michael Fabiano se limitó a cumplir como Christian. Más me interesó Ángel Ódena, irregular pero con momentos excelentes encarnando a De Guiche.
La dirección de Pedro Halffter no fue redonda, pero sí de saldo muy positivo, porque lo que menos bien dirigió fue lo peor de la partitura -sus momentos pretendidamente briosos-, y lo que le salió mejor fue su vertiente lírica, en la que el director madrileño hizo gala de su capacidad para ofrecer un fraseo mórbido, exquisitas texturas y un admirable sentido atmosférico. En el último acto estuvo excelso, y globalmente su labor se puede considerar superior a la de los directores de las correspondientes filmaciones con Alagna y Domingo: Marco Guidarini y Patrick Fournillier. La Sinfónica de Madrid realizó un buen trabajo, aunque encontré a los violines un tanto ácidos. El coro estuvo bien, gustándome esta vez más ellas que ellos.
La producción escénica de Petrika Ionesco era de las tradicionales en el mal sentido: abundante cartón piedra y muchísima gente por el escenario haciendo toda clase de tonterías. Muy espectacular, pues, sobre todo en el homenaje al teatro barroco realizado en el primer acto, pero bastante confusa, anticuada en la gestualidad y resuelta de manera muy mediocre en momentos tan cruciales como la escena del balcón. La iluminación era francamente pobre.
Total, que aunque en conjunto esta propuesta resulte preferible a la de David Alagna en el DVD editado por DG, la producción improvisada por Michal Znaniecki en el Palau de Les Arts me parece, sin ser una maravilla, bastante más lograda. Como allí la Radvanovsky está espléndida y Plácido mejor de voz, la recomendación queda hecha para quienes no pudieron estar en Madrid asistiendo al lentísimo ocaso de una de las mayores figuras del canto del siglo XX, dicho sea con permiso de quien falleció el pasado viernes: el grandísimo, genial y definitivamente eterno Dietrich Fischer-Dieskau.
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